jueves, 26 de agosto de 2021

El Testigo Inglés. Luces y sombras del Buenos Aires Herald (1876-2017)

En los últimos dos siglos, los diarios de papel fueron fundamentales para que las sociedades se informaran y construyeran una mirada sobre su época. En ese marco, el Buenos Aires Herald, un periódico escrito en inglés en una de las principales capitales de Iberoamérica, fue un interlocutor tan singular como privilegiado de la vida de los argentinos. Fue publicado durante más de ciento cuarenta años, un tiempo de existencia que pocos diarios en el mundo han podido permitirse. Sin alcanzar nunca grandes ventas, supo encontrar a sus lectores, adaptarse a los cambios y lidiar con poderes locales y extranjeros. Y ese diálogo —fluido a veces, ríspido en muchos momentos, siempre tenso— encierra lo más importante de este medio. Durante la última dictadura cívico-militar, el Herald adquirió su rostro más virtuoso: el del periódico argentino que denunció los horrores y dio voz a las Madres de Plaza de Mayo y a los familiares de los detenidos-desaparecidos. Las atrocidades de ese período encontraron respuestas heroicas en el diario —especialmente durante los años que tuvo a Robert Cox como director—, pero sus páginas reflejaron también contradicciones que merecen ser iluminadas. La noche oscura del régimen de facto fue sólo una parte de la vida del Buenos Aires Herald. Antes y después hubo una historia llena de matices; un camino de llegada a aquella gesta y una bitácora de la navegación en las turbulentas aguas de la democracia. Esa es la historia que Sebastián Lacunza, último director del diario, investiga y reconstruye en este libro definitivo sobre un capítulo crucial de nuestro país.
“La postura del Herald tiene claroscuros. Esta historia extensa e intensa es la que cuenta Sebastián Lacunza en este libro lo hace sin quedarse en la mirada santificada, hagiográfica, qué propios y ajenos construyeron del Herald en los años de plomo sino que derriba mitos y estima en su justo valor actos realmente meritorios”.
Sergio Olguín
Introducción: Un diario universal
Volví a la redacción del Buenos Aires Herald el 18 de agosto de 2017, tres semanas después de que el diario de habla inglesa cerrara sus puertas.

La escena parecía congelada a la espera de un forense. Sobre mi escritorio yacían libros, pruebas de página, periódicos, planillas, revistas, sobres de mate cocido y un par de tazas de café. El desorden de mi espacio se repetía agravado en otro escritorio y moderado en media docena. Los estantes de la sala estaban poblados por biblioratos con colecciones salteadas, objetos de cortesía que nadie quiso, cajas con fotos salvadas de alguna mudanza y pilas de Heralds cosidos a mano, ya descreídos de la eterna promesa del presupuesto para ser encuadernados.

Sin testigos, recorrí una y otra vez los pasillos del diario que dirigí los últimos cuatro de sus casi 141 años de publicación. Desde el piso inferior, donde funcionaba el sitio online de Ámbito Financiero, llegaban el murmullo y las risas que suelen generar los canales de noticias que tutelan las redacciones. Revisé archivos, recogí cosas personales, rescaté libros, saqué fotos y me emocioné. Esa misma redacción desde la que provenían el ruido de la tele y las risas que restaban dramatismo a mi despedida íntima del Herald me había recibido dos décadas antes en mi primer empleo periodístico a tiempo completo.

Una tarde de fines de julio, la empresa propietaria me informó un hecho consumado: el número del viernes previo había sido el último. No habría tiempo ni páginas para que el Herald se despidiera de sus lectores.

El silencio impuesto por la empresa editora contrastó con los cables de las agencias internacionales de noticias y los obituarios que en los medios de todo el mundo hablaban sobre el “único diario argentino que informó sobre los crímenes de la dictadura militar”. Editores y redactores que pasaron por sus páginas escribieron columnas en la prensa local y extranjera. Algunos que desarrollaron carreras de décadas en otros países volcaron en las redes sociales su pesar por el cierre del “pequeño gran diario”. Se publicaron análisis sobre el futuro del periodismo gráfico y textos enfrentados sobre el papel del periódico durante los años recientes de la polarización política en la Argentina. Recibí cientos de e-mails y mensajes. Colegas de otros medios me pidieron que escribiera un texto y editoriales me contactaron para pensar la idea de un libro.

Durante un tiempo, no pude dar respuesta. Trabajo de escribir, pero me había quedado sin palabras.

Semejante revuelo se daba por un diario que rara vez en su historia excedió las veinticuatro páginas en su cuerpo central, que en sus años de esplendor tuvo una tirada de menos de veinte mil ejemplares, que en los lustros finales no superó un cuarto de esa cifra, que contaba con una versión web muy limitada, y cuya redacción promedió históricamente los veinte periodistas fijos y una quincena de colaboradores. Sin embargo, esta repercusión no me llamó la atención; siempre fui consciente del valor del Herald y de las dificultades que afrontaba.

El fantasma del final merodeó las últimas décadas del diario, pero fue en marzo de 2016 cuando el grupo propietario, Indalo, hizo saber que la decisión estaba tomada y sólo restaba definir la fecha. La tarea de la redacción consistió entonces en trabajar para que el acta de defunción se demorara lo máximo posible. En el momento del cierre, sobre Fabián de Sousa y Cristóbal López —accionistas de Indalo— pesaban la acusación de haber cometido un fraude impositivo millonario al amparo la administración de Cristina Fernández de Kirchner y la amenaza de cárcel, explicitada sin disimulo por voces oficiales y oficiosas del Gobierno de Mauricio Macri.

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Penumbras y oportunidad
Empecé a concebir este libro mucho antes de la cuenta regresiva. Que un diario escrito en un idioma extranjero y con limitada circulación fuera objeto de debate público en años en que el periodismo parecía apostar más a satisfacer prejuicios de creyentes que a informar y analizar me parecía de por sí una experiencia válida para compartir. A ello se sumó la acusación de que el Herald se había convertido en un medio K a raíz de la venta a Indalo en 2015. La versión no tenía sustento en el contenido informativo, ni en los editoriales, ni en los columnistas, ni en el staff, pero era proclamada con el rigor del escarmiento por quienes consideraban que el destino natural del periódico era su partidización en el sentido opuesto al que denunciaban.

La “gesta épica” protagonizada por el Herald durante los años del terrorismo de Estado —el tan mentado “único diario que informó sobre…”— merecía una investigación que iluminara hechos y tramas con toda su riqueza histórica. Esa épica —que fue real y salvó vidas— era aludida con frecuencia como una letanía, apta para la divulgación superficial y la corrección política, o como una herramienta autoindulgente para tergiversar el pasado y operar sobre el presente.

La simplificación del papel desempeñado por el Herald en la década de 1970 requería de un relato canonizado. Según esta narrativa, en 1876, un inmigrante escocés, William Cathcart, creó The Buenos Ayres Herald, una página de servicios sobre el movimiento portuario. En la pujante Buenos Aires de entonces, un recién llegado estadounidense, D. W. Lowe, tomó la posta y transformó la hoja inicial en un periódico que se codeó con el poder político y económico. Ambos emprendedores —el escocés y el estadounidense— plantaron a su turno la semilla de la libertad y el progreso gracias a la cual el diario de los británicos resistiría a los totalitarismos europeos y al autoritarismo de Juan Domingo Perón. Como un devenir natural, este medio liberal-conservador —aunque décadas más tarde sería rebautizado por una vertiente autorizada como “liberal de izquierda”— apoyó el golpe de Estado de 1976. Al confrontar el horror de que la dictadura definida como civilizatoria no tenía como meta restaurar la democracia sino desaparecer personas, los editores ingleses se plantaron ante los represores, denunciaron las atrocidades y lo pagaron con el exilio. Otro empresario estadounidense, tan liberal como sus predecesores del siglo XIX, respaldó el rumbo. Ello no fue motivo para que el Herald perdiera de vista que, en esa misma década, también actuaba en la Argentina un demonio de izquierda y que ambas criaturas del mal —el Estado y la subversión— merecían juicio y castigo. La línea oficial describió que el periódico, digno e independiente, avanzó en democracia con su prédica republicana y observó con distancia el vértigo político-económico, hasta que sucumbió a empresarios argentinos que lo sometieron a intereses espurios y lo abandonaron. Punto.

La versión así establecida podía contener visos de realidad. Sin embargo, mi experiencia en la redacción me permitió conocer de primera mano testimonios y documentos que apuntalaban una trayectoria menos binaria, con matices, conflictos y contradicciones disimulados en las penumbras, lo que no hizo más que aumentar mi interés por investigar la historia del “último diario de habla inglesa de Iberoamérica”.

Un hecho excepcional ayudaría a ese objetivo. Los dos principales protagonistas de la vida del Herald no sólo estaban en actividad y podían dar testimonio, sino que seguían relacionados con el diario que yo dirigía. Con Andrew Graham-Yooll construí una relación cercana, y con Robert Cox —severo crítico de mi gestión— mantuve un vínculo más distante, pero cordial y frecuente. En cuanto a James Neilson, el diálogo era exiguo, aunque, paradójicamente, fuera el colaborador más asiduo entre los exdirectores, con una columna semanal enviada desde su casa en Pinamar.

La particular relación de los padres refundadores entre sí y con periodistas clave constituía otro capítulo atractivo. Los ingleses Cox y Neilson, y el argentino Graham-Yooll —nacido en “el enclave más anglo de Argentina”— tenían mucho en común, pero también representaron paradigmas profesionales y culturales distintos. Desde pequeño y hasta su primera juventud, Graham-Yooll giró por las calles de Ranelagh, Buenos Aires, Montevideo y Londres. Trabajó en un frigorífico, caminó suburbios y se subió con frecuencia al tren para hacerse atender el asma en el Hospital Británico. En la década de 1960, eligió vivir a pleno las inquietudes sociales, culturales y políticas de su generación. El inglés Cox creció en medio del trauma europeo. Se refugió de bombardeos nazis y participó luego de la Guerra de Corea, a miles de kilómetros de Londres. Pero era un joven mirando al sudoeste, allí donde su padre, un marino mercante, había recalado a principios de siglo. En 1959, se despidió de su madre y su hermana, y se embarcó hacia Buenos Aires. Al poco tiempo, con un castellano precario, comenzó a codearse con elites de signo antiperonista y personalidades anglohablantes que pasaron por Buenos Aires. Neilson perdió a su padre en la Segunda Guerra, fue abandonado por su madre y vivió en Irán e Israel antes de afincarse en la capital argentina. Edificó un atalaya conservador desde el que observó con bastante desprecio a esa generación con la que Graham-Yooll dialogaba a gusto. Rara vez se mezcló con las multitudes y los personajes sobre los que leyó y escribió.

Que personalidades como las de Cox y Graham-Yooll refundaran el Herald durante la dictadura y permanecieran vinculadas al diario hasta los meses finales, cuatro décadas después, fue —como dijo el gran cronista de Ranelagh— “no sólo interesante sino casi devastador”. Con el paso del tiempo, cuentas personales y profesionales nunca saldadas trasuntaron en indiferencia y cierta animadversión mutua. Recién avanzada la segunda década del siglo XXI, convertidos en leyendas del periodismo, Cox y Graham-Yooll reconstruyeron algo de lo que habían vivido cincuenta años atrás como una relación “familiar”.

A lo largo de décadas, libros, notas, blogs y documentales abrevaron en aspectos puntuales de la historia del periódico o abordaron experiencias personales de sus autores. Graham-Yooll, uno de los principales historiadores de la relación angloargentina, metódico archivista y prolífico escritor, apenas rozó tangencialmente la narración de la vida del Herald. Cox no se despegó del destino del diario tras titular su texto de despedida “Au revoir”, en diciembre de 1979, pese a que al poco tiempo se sintió injustamente segregado. Sin embargo, tampoco se abocó a escribir la historia íntima que guardaba en sus memorias. Ambos se mostraron complacidos cuando les conté que iba a emprender la tarea de investigar los 141 años del Herald y prestaron su testimonio con generosidad.

“Dale flaco, que pasa el tiempo”, me dijo Graham-Yooll semanas antes de morir en Londres, en julio de 2019.

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La vida de un Periódico
La atribución de cualidades democráticas anglosajonas al Herald fue un lugar común entre quienes buscaron una explicación a la singular reacción del periódico ante la dictadura de los 30.000 desaparecidos. “Eran conservadores, pero ingleses”, “fueron liberals, no liberales”, argumentaron unos y otros, pese a las contradicciones terminológicas. Una simplificación tentadora, pero ahistórica. Por empezar, porque las civilizaciones emblemáticas del régimen liberal democrático anglosajón —el Reino Unido y Estados Unidos— estuvieron lejos de sostener tales principios en su política exterior en los siglos XIX y XX, y mucho menos hacia la Argentina. Las supuestas virtudes intrínsecas de la política de Londres no aplicaron a su relación con el Río de la Plata.

Con los años, aquella página de 1876 sobre el movimiento portuario ganaría densidad hasta transformarse en un testigo del palacio y la calle, protegido y desconfiado por su idioma en dosis similares, y se acercaría demasiado a monstruos que amenazaban con devorarlo. La fragilidad de las alas de Ícaro fue reflejo de las dudas sobre la propia identidad como diario argentino o extranjero que acompañaron a sus diferentes conducciones durante décadas.

El siglo XIX albergó capítulos de acercamiento y turbulencia entre el Reino Unido y la joven República. En el año de la fundación del Herald, acechaba la restricción de divisas y una deuda financiera con Londres a la que se haría “honor” hasta con el hambre y la sed de dos millones de argentinos, según proclamó Nicolás Avellaneda, el presidente de entonces. Un tiempo después, tomaría la posta para “administrar” el país una generación marcada por cierta anglofilia —fuera por motivos culturales o comerciales— y sobrevendrían el cambio del ciclo exportador de la lana a los granos y la industria frigorífica, y la puja por la hegemonía del capitalismo global. ¿Cabía pensar, entonces, que los primeros años del Herald transcurrieron con armonía entre los emprendedores extranjeros liberales y las elites en pugna dentro de la Generación del 80? Inmigrantes europeos pobres —es decir, rara vez ingleses— alumbraron protestas anarquistas y socialistas en las primeras décadas del siglo XX. La carta de resolver el desafío mediante acuerdos de sobremesa entre la aristocracia conservadora y grandes terratenientes de la Patagonia —británicos— o inversores en los Talleres Vasena —también británicos— se vio tensionada mientras la Argentina se asomaba al voto popular y al derecho a huelga. ¿El Herald habrá respondido con apego a los valores de la democracia liberal o, por el contrario, se retrajo hacia la representación del inversor en pampas hostiles? ¿O hubo idas y vueltas?

Sucederían décadas protagonizadas por movimientos políticos populares y golpes perpetrados por elites de cuño conservador-liberal, o de inspiración fascista, o conservadoras y fascistas a la vez. Con el paso del tiempo, los capitales ingleses se retrajeron de sus dominios sobre tierras, trenes, empresas de servicios y frigoríficos. La inmigración británica —lectorado núcleo del Herald— fue una de las de mayor tasa de retorno. Como describió Graham-Yooll, el inglés o el escocés fue un tipo de inmigrante que se asumió por largo tiempo como parte de una “comunidad visitante”, sin planes de meterse en política o peleas sindicales. Sus prioridades eran la casa, el club, la iglesia, el colegio de sus hijos y su diario. ¿Por qué habrá sobrevivido uno de los periódicos de una comunidad significativa, pero no masiva, y, en cambio, antes de mitad de siglo XX había sucumbido ya casi toda la prensa gráfica de corrientes nacionales y lingüísticas europeas que aportaron centenares de miles y millones de inmigrantes?

El Herald apoyó todos los golpes de Estado del siglo XX: los vio como una instancia inevitable para sentar las bases de la verdadera democracia. Un editor llegó a pararse, literalmente, junto a los fusiladores de una protesta anarquista. Más adelante, el diario combatió a civiles y militares que exploraron vías para levantar la proscripción del peronismo. En varios tramos de la historia, se mostró dogmático al defender esquemas económicos que provocaron estragos sociales. Sin duda, sería una injusta simplificación reducir la historia del diario a sus momentos de complicidad con regímenes y prácticas antidemocráticos. También fue el medio que alentó la política migratoria de principios del siglo XX y, con los bemoles de la época, se dirigió a la mujer como lectora en años en que la ciudadanía era cosa de hombres. Mucho antes de la dictadura de 1976, desentonó cada tanto con la prensa dominante al apegarse a los hechos por encima de sus objetivos ideológicos, al tomar distancia de alguna ofensiva política pergeñada por la Embajada de Estados Unidos y al reclamar “no cerrar los ojos” ante la popularidad de líderes a los que temía.

A días de la Navidad 1979, Cox debió dejar el país junto a su familia. Tres años antes, en silencio, mientras arreciaban las desapariciones, había hecho lo propio Andrew Graham-Yooll. Para una parte de la comunidad del diario —lectores, influyentes y algunas miradas dentro de la empresa editora—, Graham-Yooll tenía simpatías por la lucha armada y Cox no había sabido comprender el valor supremo de derrotar la amenaza “comunista” por el método que fuera. Con personeros de la dictadura con ánimos de prolongar su estadía en el Gobierno por muchos años y sin su director más emblemático, al Herald le quedaba abierta la opción de resistir, con el riesgo de que cayeran represalias sobre periodistas con menos renombre, facilitadas por el fervor nacionalista que al poco tiempo brindaría, en 1982, la Guerra de Malvinas. También se presentaba la opción de pactar y someterse a la censura, o un abordaje intermedio.

El trauma de la dictadura proyectó su sombra sobre las décadas siguientes. En definitiva, la meta primaria de todo diario es informar a su público sobre lo ocurrido el día anterior y, en esa senda, una porción de los lectores del Herald parecía más propensa a expresar su fastidio por la economía errática de la recuperada democracia que a levantar el reclamo por memoria, verdad y justicia ante los crímenes de lesa humanidad. ¿A qué público debía dirigirse? Allí estaban, en el plano hipotético, la declinante comunidad de habla inglesa, el mundo de la educación, la elite política y cultural, el inversor extranjero, las embajadas, el turismo y las familias que se acercaron por la lucha por los derechos humanos. Un empate entre lectorados no siempre complementarios en el que ninguno garantizaba una masa crítica de lectores.

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Cuatro años, seis décadas, un siglo y medio
Apenas cerró el Herald, la primera propuesta para este libro fue un texto sobre los años en que lo dirigí, entre 2013 y 2017, en clave de memoria personal. Me pareció que enmarcar el abordaje en el período que va desde la llegada de Cox al país —en 1959— hasta el final aportaría una mirada más integral y justa para comprender el pasado y mi propia experiencia. Sin embargo, los primeros pasos en la hemeroteca y el conocimiento de una contienda rocambolesca entre potencias que se disputaban la hegemonía del capitalismo a fines del siglo XIX, con consecuencias determinantes en el destino de la modesta página que comenzaba a publicarse en Buenos Aires, extendieron el umbral de este trabajo hasta 1876. Las zonas de acuerdo y fricción durante el primer siglo del Herald tenderían un puente para comprender el diario que apoyó y denunció, a veces en simultáneo, a la dictadura de Videla.

La mejor forma de contar la historia del Herald fue dar la palabra a sus páginas. En especial, sus tapas, columnas, editoriales y la organización de las secciones. Junto a Cecilia Camarano, quien trabajó en la investigación, analizamos ediciones desde el año de su nacimiento, abordadas por intervalos preestablecidos que ganaron frecuencia en la medida en que el Herald sumó contenidos. El registro fue complementado con la búsqueda específica de la cobertura sobre acontecimientos relevantes en la vida pública —elecciones, golpes de Estado, conflictos, revueltas, matanzas— y en la redacción —cambios en la propiedad y la dirección, aniversarios, amedrentamientos—.

El análisis de los ejemplares —en gran parte, clasificados en la Biblioteca Nacional— fue enriquecido por una docena de libros e investigaciones académicas que reprodujeron textos del periódico. El trabajo de hemeroteca incluyó el cotejo de unos cuarenta diarios, revistas y sitios digitales de la Argentina y el exterior.

Los archivos personales de Andrew Graham-Yooll y Robert Cox, legados a la universidad argentina de San Andrés y a la estadounidense de Duke, respectivamente, aportaron un valioso cuerpo de documentación, que incluye correspondencia, notas personales, fichas y comunicaciones laborales. Consulté los archivos del Departamento de Estado y Nacional de Estados Unidos, del Ministerio de Justicia argentino, de la Policía Federal Argentina, declaraciones judiciales, documentos desclasificados de la Inteligencia estadounidense e investigaciones académicas sobre hechos relevantes para la vida del Herald. Exdirectivos, periodistas y familiares de desaparecidos compartieron documentos y sus valiosas colecciones.

Hice entrevistas a sesenta personas. Entre los directamente relacionados con el Herald, a quienes ocuparon puestos de director, secretario de redacción, jefe de sección, redactor, reportero gráfico, diagramador, gerente, administrativo, ejecutivo e integrante del directorio, así como a allegados de algunos de ellos. También entrevisté a legisladores, víctimas de la dictadura, dirigentes sociales, periodistas, funcionarios judiciales y empresarios. En cuanto al marco histórico, apelé a libros que abordaron períodos de décadas y los complementé con otros sobre ejes temáticos y acontecimientos puntuales.

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Único
Una vez recuperada la democracia, el prestigio de haber sobrevivido tras haber dado cuenta de la maquinaria del terror fue una carga de oxígeno y, a su vez, un desafío para la reinvención del Herald. Se sumaron cambios en el ciclo económico y tecnológico que pusieron en crisis las rutinas de producción y consumo de los diarios mientras la propiedad del medio afrontaba sucesivas turbulencias. La empresa se volvió cada vez más dependiente de los giros de la casa matriz en Charleston y de favores estatales. A la variación del contrato de lectura surgido a partir de las denuncias de violaciones a los derechos humanos le siguió el envejecimiento y la mutación cultural y sociológica de la comunidad anglohablante. Las familias inglesas de Hurlingham o Acassuso que recibieron durante décadas el diario en la puerta de una casa construida con inspiración ferroviaria cada vez más se iban transformando en añoranza antes que en realidad. Se impuso la necesidad de encontrar nuevos públicos.

La crisis de sustentabilidad se agudizó con el nuevo siglo. Fue una época de restricciones, despidos y renovación generacional. Para Evening Post, la empresa de Carolina del Sur en manos de los herederos de Peter Manigault desde 2004, la deficitaria unidad de Buenos Aires perdió interés. Llegaron los dueños argentinos sin vínculos con la comunidad anglohablante. Ni Sergio Szpolski (2008), ni Orlando Vignatti (2009-2015), ni López-De Sousa (2015-2017) buscaron modificar la línea editorial, básicamente porque el contenido del Herald no estuvo en su radar.

Durante mis cuatro años en la dirección, el marco de la polarización agregó frentes de tormenta, pero la distancia de batallas ajenas también se transformó en un activo, gracias a una plantilla de periodistas apegados a valores y procedimientos profesionales. No se trataba de indagar sobre la veracidad histórica de la epopeya de Homero, sino de que el imaginario sobre el diario liberal e independiente jugara a favor de una concepción humanista en cuanto a derechos civiles, económicos y políticos. El Herald debía ser contrario al capitalismo de amigos y a los monopolios que malversan el mercado, incluidos los informativos. La adhesión al conservadurismo corporativista argentino apenas remozado no era un buen destino para un diario que debía defender las reglas justas de la competencia, pese a las presiones.

Incluso por encima de la orientación editorial, el desafío tecnológico y el lenguaje digital podían representar el salto hacia un público global, o determinar el final del Herald. Un diario con pocos lectores, alto valor simbólico y potencial de llegar a públicos desatendidos estaba llamado a transformarse en el gran narrador de la información en inglés desde el Cono Sur, pero el horizonte empresarial para asumir el desafío nunca asomó.

El Herald solía ser referido como un diario “único”. Había motivos. Único por su idioma, por las denuncias sobre los desaparecidos, por su supuesta génesis liberal y por la demografía de su redacción. Al cabo de este trabajo, también comprendí que la suya fue una historia de pasión, rutinas, mística, cálculo, talento y desidia, como fiel exponente de una industria que hace tiempo mira el horizonte con temor y escepticismo. La historia de un pequeño diario universal. 

(...) Au Revoir
El 20 de noviembre de 1979, Peter, el cuarto hijo de Cox, recibió una carta en su domicilio de Recoleta con el sello de Montoneros:

Querido Peter: Te escribimos porque sabemos que estás afligido por cosas que les han ocurrido a los papás o abuelitos de algunos amiguitos tuyos y tenés miedo de que algo así pueda ocurrirles a tu “daddy” o a varios de Uds. de refilón y sin querer, porque no nos dedicamos a desayunar “niños envueltos” (…). Excepcionalmente, y en consideración a lo peculiar del trabajo de tu “dad”, queremos brindarle a él (y a todos Uds.) la opción de exiliarse debido al riesgo de asesinato por la dictadura videlista.

El texto instó a que Peter y sus hermanos propusieran un plan de salida:

Vender la quinta Victoria en el Highland Park, vender lo que no sea propiedad de tu abuelito usurero Agustín Daverio, vender los dos autos (el Peugeot y el Dodge) (…) e irse a trabajar por ejemplo a París con el amigo Rosenblum [Mort, director del Herald Tribune], en otro Herald más grande. Motivo: la persecución desatada por la represión y los milicos contra quienes defienden la libertad y los derechos humanos.

La carta continuó con una alusión antisemita oblicua sobre “los amigos de tu papá (Freeman, Friedman)”. Y cerró:

Tus tíos, que los esperan para pasar unas Merry Xmas en Inglaterra, prefieren lo mismo. Un montón de saludos revolucionarios de los amigos de tu papá. Montoneros.

Cox entendió que la autoría y el mensaje eran inequívocos más allá de la burda distracción: un sector de la dictadura amenazaba de muerte a la familia. No era la primera vez que le llegaba una carta membretada con el rifle AK-47 con el que se identificaba la guerrilla peronista. El año previo, textos con esa insignia, que Cox interpretaba como meras provocaciones de los militares, le habían agradecido la solidaridad. Esta vez, el tenor de la advertencia fue diferente.

Cada párrafo de la carta insinuaba una doble intención: la amenaza y la demostración de un amplio conocimiento de la vida familiar. A la vez, recrudecieron las amenazas telefónicas. La guardia policial prometida por Harguindeguy en la puerta del edificio de avenida Alvear desaparecía por varias horas, que en general coincidían con algún hecho extraño.

Videla recibió al periodista un día de fines de noviembre por la tarde. Pretendió dar la imagen de un hombre derrotado —”Me entristece muchísimo saber que se va; por favor, quédese con su familia”— y le dijo a Cox que quería bajar los brazos y renunciar. “Dios mío. ¿Tan mal están las cosas?”, le preguntó el director del diario. En coincidencia, el Departamento de Estado norteamericano todavía sostenía que había un bando duro y otro blando dentro del régimen.

Esa misma noche, Cox redactó una carta al accionista de Charleston en la que solicitó un año de licencia sin goce de sueldo. “Las amenazas, que debemos tomar muy en serio, están dirigidas a mis hijos”, explicó el periodista.

En un movimiento editorial extraño para el momento, el 5 de diciembre de 1979 el Herald depositó alguna esperanza en Leopoldo Fortunato Galtieri, un feroz represor a cargo de Rosario, nombrado comandante en jefe del Ejército en reemplazo de Roberto Viola. “Su designación ha generado esperanza por su experiencia como comandante que ha sabido cómo mantener la disciplina y restaurar la legalidad.” El texto no parecía escrito por Cox. Al día siguiente, una opinión editorial fue irónica con Harguindeguy, quien había ninguneado la amenaza. El texto se preguntaba cómo los “desvencijados correos” argentinos podían procesar las decenas de miles de amenazas que el ministro del Interior había sugerido que circulaban por la Argentina. En tono más serio, Cox recordó que “un gran número de periodistas han sido asesinados o secuestrados” y, a diferencia de empresarios y militares, aquéllos no contaban con custodios especiales. “Es fatigoso sugerir que las amenazas de cualquier parte deben ignorarse alegremente”, remarcó.

"¿Quién le teme al Herald?", preguntó James Neilson en la misma edición. Más que responder la pregunta, diseminó sospechas. Afirmó que era “un pequeño diario de reducida circulación, escrito en un idioma que sólo una minoría comprende en la Argentina”, y que, por otra parte, defendía causas “moderadas”, como “políticas económicas que llevaron a la prosperidad” e ideales “más bien banales” como el deseo de que se pusiera “fin a las torturas” a las “prisiones sin juicio, las desapariciones y todo gansterismo político”. “En la mayor parte del mundo occidental, un diario con principios tan poco excepcionales atraería poca atención y generaría poco entusiasmo. Acá, sin embargo, encendió tanta furia en algunos que están contemplando el asesinato para silenciarlo. ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué nos temen?”, completó el director adjunto.

Neilson pareció aludir a que los rivales de Videla estaban siendo derrotados. Acaso se apoyó en el hecho de que, en septiembre de 1979, el “duro” Menéndez había fracasado en un intento de golpe para derrocar al “blando” Viola en la comandancia del Ejército. Pero también apuntó la hipótesis de que la amenaza proviniera de “la izquierda”, que le atribuía al Herald —según el periodista inglés— “conexión especial con la Embajada estadounidense, por lo tanto, con la CIA” por el sólo hecho de preconizar “políticas económicas sanas” y deplorar “el terrorismo marxista”. En consecuencia, razonó que las “anónimas bandas de violentos” habrían entrado en “desesperación por el modo en que el país está cambiando”. “Argentina está comenzando a recobrar su salud, a sentir que la sangre corre por sus venas una vez más. Hay un creciente clamor por el retorno del debido proceso (…). La Argentina es hoy un lugar mucho más libre que como era hace dos e incluso hace un año”, se esperanzó.

Casi en simultáneo, el 2 de noviembre de 1979, la versión de Santiago O’Neill —seudónimo que Neilson utilizaba para firmar en Somos— había apuntado en sentido contrario en la columna “Los vecinos sean unidos…”. A raíz de acuerdos energéticos y un supuesto acercamiento político del régimen de Videla a los dictadores de Bolivia, Uruguay, Brasil y Paraguay, el columnista de Atlántida evaluó que “los gobiernos de la región” miraban con “comprensible desasosiego el avance del marxismo en el hemisferio y a su vez deben hacer frente a las presiones de los Estados Unidos”. En un contexto acuciante para su colega Cox, Neilson adhirió a la denuncia de que el Gobierno de Videla era incomprendido por el hemisferio norte: “Para Argentina, cerrar filas con los vecinos es una necesidad urgente. Una combinación funesta de circunstancias (…) ha servido para empujar al país al aislamiento, justo cuando el Gobierno buscaba reintegrarlo a la comunidad occidental”.

Sobre Sebastián Lacunza
Buenos Aires, 1972. Ejerce el periodismo desde fines de la década de 1990. Fue director periodístico del Buenos Aires Herald entre 2013 y 2017. Actualmente se desempeña como corresponsal de la agencia estadounidense REDD y de Reporteros Sin Fronteras. Antes, trabajó trece años en el diario Ámbito Financiero y cinco como corresponsal del italiano Il Manifesto. Ha colaborado en medios como The Washington Post, PáginaI12, Anfibia, Le Monde Diplomatique, elDiarioAR, Inter Press Service, Letra P y La Diaria. Cubrió acontecimientos y crisis en países de América, Europa y Medio Oriente. Formado en la Universidad de Buenos Aires, Flacso y la Universidad del País Vasco, escribió dos libros: Wiki Media Leaks (2012) —en coautoría— y Pensar el periodismo (2017). Es docente de maestría en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. En redes es @sebalacunza
Fuente: Editorial Paidós

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