Por Fernando J. Ruiz
Muchos periodistas se ilusionaron con la llegada de los Kirchner al poder, y hoy son feroces críticos. En mayo de 2003, Néstor Kirchner se ubicó en el casillero ideológico de la centroizquierda, que es mayoritario dentro del periodismo nacional y mundial, y esa posición contribuyó a que el Gobierno gozara de un periodismo menos altivo que el que sufrió Carlos Menem, quien decidió embestir contra ese casillero.
Pero las críticas generalizantes al periodismo, el poco aprecio por la calidad institucional, o la percepción de un doble discurso en la cúpula del poder, fueron restando primero esquirlas, y luego grandes jirones, de afecto en el camino. De a poco, algunos profesionales avanzaron hacia el oposicionismo radical. Los adjetivos altisonantes que utilizaron se convirtieron casi en un espejo de los epítetos que provenían del discurso presidencial.
Era un sendero que llevaba hacia la actuación política abierta y manifiesta y los acercaba al abismo de la degradación profesional. Esa es, por otra parte, la victoria de los gobiernos. Cuando los periodistas responden como políticos pierden gran parte de su influencia social. Su credibilidad se resiente y su alcance se limita. Son más aplaudidos por los más fanáticos, que ven allí a un periodista que finalmente "se la juega" pero fracasan en su incidencia en la comunidad. Un periodista influyente es hoy un profesional que es creído y respetado por todas las fracciones mayoritarias de la política argentina, no el que tomó partido.
Por otro lado, varios y destacados profesionales se sintieron urgidos a dar un paso al frente y levantar la bandera del Gobierno. Existen periodistas como legisladores oficiales, periodistas como funcionarios, y periodistas como perros guardianes del Gobierno. Hay varios argumentos que recorren la Argentina y también América latina para romper con el corset del periodismo profesional. Argumentan que éste es un momento histórico que exige una toma de posición. Dicen que ahora el Gobierno no es el poder, sino el contrapoder que, al fin, está enfrentando la verdadera ciudadela desde la que se dirige la sociedad.
Tanto para los críticos como para los alineados, el periodismo es una herramienta de la lucha política. Y, en muchos de estos casos, la calidad periodística se subordina ante la necesidad de realizar un golpe contra el enemigo político. Los que antes eran lúcidos analistas hoy se han convertido en furibundos editorialistas. Los que investigaban a rabiar a todos los gobiernos, ahora son implacables buceadores de contradicciones y escándalos sólo en la oposición.
Una profesión fuerte es una ayuda central a la convivencia social. Aquello que es bueno para el periodismo suele serlo también para la sociedad. Hoy la necesidad es despolarizar, y ésa es una premisa básica del buen periodismo. Y no importa que desde el discurso y la práctica política se busque polarizar. Los periodistas no necesitan la ayuda del Gobierno para buscar la calidad.
La vida democrática tiene estas convulsiones, que son parte de nuestro aprendizaje. Pero es importante que la profesión se mantenga, se actualice, se fortalezca, y defienda el matiz, que suele ser el gran enemigo del conflicto. Como decía Benjamin Constant, "sólo hay verdad en los matices".
El autor es profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral.
Fuente: La Nación