Protegemos el derecho a libertad de expresión fundamentalmente por dos razones. La primera supone que esta libertad es una manifestación de la autonomía personal. Así, por ejemplo, la Constitución y los tratados internacionales buscan blindar a la persona que se expresa frente interferencias de terceros, particularmente del Estado, prohibiendo la censura previa.
La realización del plan de vida del artista, del escritor, del periodista, del académico, o de quien ha elegido expresarse como parte de ese plan, se concreta, entre otras acciones, por medio de la posibilidad de manifestarse sin restricciones. Así, violar la libertad de expresión implicaría violar la libertad individual y la autonomía personal, pilares fundamentales de la democracia liberal.
La segunda razón por la que esta libertad debe ser protegida, radica en que su ejercicio es una precondición insoslayable de la democracia como sistema de autogobierno del pueblo. En este sistema, los ciudadanos debemos tomar decisiones sobre cuestiones públicas, como por ejemplo qué tipo de políticas de salud o de educación preferimos, qué y cuántos impuestos pagar, qué acciones deberían ser sancionadas penalmente, etc.
Como además este autogobierno se ejerce predominantemente por medio de representantes, al votar por unos u otros, estamos manifestando nuestras preferencias sobre esas políticas. Para que podamos tomar las mejores decisiones públicas posibles, debemos contar con la mayor cantidad de información disponible y es por ello que protegemos la libertad de expresión: como un modo de asegurar la mayor circulación de ideas, opiniones e información.
Según esta tesis, silenciar voces, entonces, no solo afectaría la libertad de la persona que se expresa, sino que podría conducirnos, además, a tomar malas decisiones públicas, sesgadas y mal informadas. En suma, sin libertad de expresión no podríamos autogobernarnos correctamente.
A veces, la censura se funda en la soberbia perfeccionista que hace creer a algunos que hay ciertas opiniones o informaciones que no merecen ser difundidas (atacando la autonomía de quienes se expresan) y/o que no es bueno que sean recibidas por terceros (“por su propio bien”). Pensemos en un autócrata religioso que prohíbe la expresión de creencias que no comparte o el gobierno puritano, que no admite la difusión de contenidos que considera obscenos.
Otras veces, las amenazas provienen de líderes inseguros que temen a la crítica o demasiado seguros que creen ser dueños de la verdad. Si volvemos a la idea de la libertad de expresión como precondición de la democracia y del autogobierno, todo ataque o cercenamiento de la libertad de expresión debilita y empobrece el debate público y, por lo tanto, socava la calidad de las decisiones públicas que toman el pueblo y sus representantes, autoinfligiéndose un daño totalmente evitable.
Silenciar una voz, sostenía el gran pensador liberal John Stuart Mill, no solo nos impide perfeccionar nuestras propias ideas cuando son atacadas o criticadas, sino que puede implicar la obstrucción del camino que quizá nos conducía a la solución del problema que queríamos resolver.
Las formas que toman las amenazas al ejercicio de la libertad de expresión y a la robustez del debate público mutan a medida que somos eficaces en combatirlas. La censura directa ejercida por gobiernos que prohibían libros, personas o películas ha ido desapareciendo paulatinamente dando paso a mecanismos indirectos y más sutiles – a veces no tan sutiles – de censura, como el uso discrecional de la publicidad oficial dirigida a premiar a periodistas y medios afines, o a castigar a los críticos mediante su no otorgamiento.
Nuestra propia Corte Suprema ha señalado que ese tipo de acciones estatales también debían considerarse una forma de censura: el retiro de la publicidad oficial “como consecuencia del contenido de una nota periodística” debe ser interpretado como una forma de censura indirecta, tomando el lenguaje del art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos.
Los éxitos relativos en la lucha contra este último mecanismo de censura indirecta han obligado a los enemigos de la libertad de expresión a buscar otros métodos más sutiles, quizá incluso más difíciles de encuadrar jurídicamente, pero igualmente efectivos al momento de distorsionar y debilitar el debate público.
El más notable y reciente consiste en el ataque a la reputación de quienes expresan sus críticas al poder, lo que intentan lograr poniendo en duda la veracidad de lo informado al señalar la falta de independencia del que informa.
Afirmar sin ofrecer prueba alguna que todos los que expresan voces críticas desde la prensa lo hacen porque han recibido sobornos persigue el objetivo de que o bien callen aquellos que son más vulnerables a esos ataques, o bien que no sean escuchados por quienes confían sin fundamento en la veracidad de la denuncia o la buena fe del denunciante.
En cualquier caso, los efectos sobre el debate público son similares a los de la censura directa o indirecta, y eso es lo preocupante. Las formas de las amenazas cambian, pero el objetivo perdura: el debate público se enfría, el autogobierno se torna más difícil o imposible, y el poder se vuelve irresponsable frente a la sociedad civil.
La creatividad de los enemigos de la libertad de expresión para impedirla o para neutralizar su impacto es infinita. Es por eso que debe ser permanente la labor de quienes la ejercen y defienden. Cada ataque a la libertad de expresión es evidencia de la soberbia o de las propias inseguridades de quien lo impulsa. Después de todo, ¿quién le teme a la libertad de expresión, sino aquellos que desconfían de sus propias convicciones o que creen ser dueños de la verdad?
*Roberto Saba es Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constitucional (UBA y Universidad de Palermo)
La realización del plan de vida del artista, del escritor, del periodista, del académico, o de quien ha elegido expresarse como parte de ese plan, se concreta, entre otras acciones, por medio de la posibilidad de manifestarse sin restricciones. Así, violar la libertad de expresión implicaría violar la libertad individual y la autonomía personal, pilares fundamentales de la democracia liberal.
La segunda razón por la que esta libertad debe ser protegida, radica en que su ejercicio es una precondición insoslayable de la democracia como sistema de autogobierno del pueblo. En este sistema, los ciudadanos debemos tomar decisiones sobre cuestiones públicas, como por ejemplo qué tipo de políticas de salud o de educación preferimos, qué y cuántos impuestos pagar, qué acciones deberían ser sancionadas penalmente, etc.
Como además este autogobierno se ejerce predominantemente por medio de representantes, al votar por unos u otros, estamos manifestando nuestras preferencias sobre esas políticas. Para que podamos tomar las mejores decisiones públicas posibles, debemos contar con la mayor cantidad de información disponible y es por ello que protegemos la libertad de expresión: como un modo de asegurar la mayor circulación de ideas, opiniones e información.
Según esta tesis, silenciar voces, entonces, no solo afectaría la libertad de la persona que se expresa, sino que podría conducirnos, además, a tomar malas decisiones públicas, sesgadas y mal informadas. En suma, sin libertad de expresión no podríamos autogobernarnos correctamente.
A veces, la censura se funda en la soberbia perfeccionista que hace creer a algunos que hay ciertas opiniones o informaciones que no merecen ser difundidas (atacando la autonomía de quienes se expresan) y/o que no es bueno que sean recibidas por terceros (“por su propio bien”). Pensemos en un autócrata religioso que prohíbe la expresión de creencias que no comparte o el gobierno puritano, que no admite la difusión de contenidos que considera obscenos.
Otras veces, las amenazas provienen de líderes inseguros que temen a la crítica o demasiado seguros que creen ser dueños de la verdad. Si volvemos a la idea de la libertad de expresión como precondición de la democracia y del autogobierno, todo ataque o cercenamiento de la libertad de expresión debilita y empobrece el debate público y, por lo tanto, socava la calidad de las decisiones públicas que toman el pueblo y sus representantes, autoinfligiéndose un daño totalmente evitable.
Silenciar una voz, sostenía el gran pensador liberal John Stuart Mill, no solo nos impide perfeccionar nuestras propias ideas cuando son atacadas o criticadas, sino que puede implicar la obstrucción del camino que quizá nos conducía a la solución del problema que queríamos resolver.
Las formas que toman las amenazas al ejercicio de la libertad de expresión y a la robustez del debate público mutan a medida que somos eficaces en combatirlas. La censura directa ejercida por gobiernos que prohibían libros, personas o películas ha ido desapareciendo paulatinamente dando paso a mecanismos indirectos y más sutiles – a veces no tan sutiles – de censura, como el uso discrecional de la publicidad oficial dirigida a premiar a periodistas y medios afines, o a castigar a los críticos mediante su no otorgamiento.
Nuestra propia Corte Suprema ha señalado que ese tipo de acciones estatales también debían considerarse una forma de censura: el retiro de la publicidad oficial “como consecuencia del contenido de una nota periodística” debe ser interpretado como una forma de censura indirecta, tomando el lenguaje del art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos.
Los éxitos relativos en la lucha contra este último mecanismo de censura indirecta han obligado a los enemigos de la libertad de expresión a buscar otros métodos más sutiles, quizá incluso más difíciles de encuadrar jurídicamente, pero igualmente efectivos al momento de distorsionar y debilitar el debate público.
El más notable y reciente consiste en el ataque a la reputación de quienes expresan sus críticas al poder, lo que intentan lograr poniendo en duda la veracidad de lo informado al señalar la falta de independencia del que informa.
Afirmar sin ofrecer prueba alguna que todos los que expresan voces críticas desde la prensa lo hacen porque han recibido sobornos persigue el objetivo de que o bien callen aquellos que son más vulnerables a esos ataques, o bien que no sean escuchados por quienes confían sin fundamento en la veracidad de la denuncia o la buena fe del denunciante.
En cualquier caso, los efectos sobre el debate público son similares a los de la censura directa o indirecta, y eso es lo preocupante. Las formas de las amenazas cambian, pero el objetivo perdura: el debate público se enfría, el autogobierno se torna más difícil o imposible, y el poder se vuelve irresponsable frente a la sociedad civil.
La creatividad de los enemigos de la libertad de expresión para impedirla o para neutralizar su impacto es infinita. Es por eso que debe ser permanente la labor de quienes la ejercen y defienden. Cada ataque a la libertad de expresión es evidencia de la soberbia o de las propias inseguridades de quien lo impulsa. Después de todo, ¿quién le teme a la libertad de expresión, sino aquellos que desconfían de sus propias convicciones o que creen ser dueños de la verdad?
*Roberto Saba es Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constitucional (UBA y Universidad de Palermo)
Dibujo: Daniel Roldán
Fuente: Diario Clarín