viernes, 9 de septiembre de 2022

Palabras, textos, y urgencias postergadas, por Claudia Piñeiro

La escritora Claudia Piñeiro, tuvo a su cargo el discurso inaugural de la Feria del Libro Rosario y marcó el ecocidio que sufre la región. A continuación su mensaje:

A Gerardo Rozin, gran lector.

A lo largo de la vida, una escritora, un escritor, escribe. Nuestra tarea es escribir. Buscar dentro del universo de palabras posibles aquellas más apropiada para cada texto, elegirlas, anotarlas, combinarlas, incluso descartar las que no nombran como queremos nombrar. Algunas (algunos) creemos que allí, en la búsqueda y elección de qué palabra, hay un acto político. Lo sea o no, escribir es una acción concreta. Una (uno) se sienta en su silla, frente a la pantalla -nuestra página en blanco de hoy-, y aprieta las teclas que pintarán letras, palabras, oraciones, frases, párrafos, textos. Escribir hoy está muy lejos de ser un acto romántico, como lo puede haber sido siglos atrás. Comparto lo que dice la escritora Eugenia Almeida en su libro Inundaciones, acercando la escritura a nuestros tiempos y a nuestra realidad. Dice Almeida: “Se escribe con el cuerpo. No se trata de una actividad mental. Se escribe con la espalda, las manos, los ojos, la nuca, las piernas. No hay que olvidar eso: cada vez que hay escritura, es un cuerpo el que escribe”.

Coincido con Almeida, y me pregunto entonces: ¿a qué ponerle el cuerpo?, ¿qué escribir?

La respuesta a esa pregunta varía según el motor que se enciende para dar inicio al acto.

En el caso de la ficción (novela, cuento, dramaturgia o guion) mi motor es el deseo. Hay un deseo de escritura, que aparece con una imagen y a partir de ese deseo surge el texto. Alguna vez acepté el deseo de otro y escribí un cuento a pedido para una antología o una propuesta de guion, pero siempre apropiándomelo, convirtiéndolo en mío. Y si no lo logré, si no pude desear lo que me pidieron, entonces el texto seguramente fue fallido. En los textos que surgen del deseo la libertad está sólo acotada por la propia escritura, hay límites, pero los pone el escritor o la escritora, quien al apuntar las palabras que conformarán los primeros párrafos define las fronteras de ese mundo ficcional que está naciendo. Dice Amos Oz, en su libro La historia comienza: “Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros”.

Se escriben con el cuerpo incluso los textos insinceros.

Hay otro tipo de textos que no se originan por el deseo sino a demanda. Alguien, el editor o la editora de un diario o de una revista, o quien dirige una cátedra, pide que escribas. Define un tema, una cantidad de caracteres, una fecha de entrega, con suerte un honorario y, si aceptás, escribís. La acción tiene rasgos parecidos, pero también diferencias sustanciales. En los dos casos se trata de buscar las palabras, de explorar y hacer la mejor selección posible dentro de ese universo infinito que es el lenguaje, para crear mundos nuevos o describir los existentes. En eso no hay diferencia. Pero en los textos a demanda el motor se enciende con la voluntad de ajustarse al tema propuesto, a un marco, incluso a una línea editorial o a una hipótesis dada. Es lo que hay y, zambullida allí, una (uno) escribe. En ese origen no hay deseo sino reglas, pautas, líneas, se toma o se deja. Si se toma, escribir es nadar dentro de andariveles, aplicando el estilo propio en el movimiento, pero acotándolo en el recorrido, y con el compromiso de responder a aquello que se acordó. La libertad de esa escritura existe sólo dentro de los límites trazados por otros.

Y luego hay un tercer tipo de texto. Que es este mismo, el que escribí para poder leer hoy, aquí, en la Feria del Libro de Rosario. Este discurso de apertura. Un texto atípico. Es a pedido, por lo tanto, no hay deseo en el origen sino demanda, sin embargo, tampoco hay en apariencia reglas ni pautas a seguir. La supuesta libertad es absoluta. Pero ¿lo es?, ¿cuál sería el recorte adecuado para esta ocasión? En el discurso de apertura de cualquier Feria del libro es de esperar que nadie te sugiera de qué tenés que hablar. Mucho menos, de qué no podés hablar. Nadie acota el tema, nadie limita, nadie pide. Pero me pregunto: ¿alguien espera? ¿alguien desea que la escritora (el escritor) se refiera a una cuestión en particular? El conjunto de asuntos posibles a tratar es, como el lenguaje, infinito. Y, en esa inmensidad, lo primero que surge es el desconcierto, incluso la parálisis. ¿Qué tema escojo? ¿Qué dejo de lado? ¿Cómo hago para no defraudar la expectativa que quizás tengan algunos o algunas, acerca de lo que elijo decir? Cuando la libertad supuesta es tan grande aparece el temor. Temor a no estar a la altura de las circunstancias, temor a que no le importe a nadie lo que venimos a decir, temor a que la oportunidad no sea honrada. Incluso, temor concreto a que lo que una (uno) elige decir moleste a personas o a determinados intereses y eso dispare una serie de agresiones posteriores, por diferentes vías y de diferente intensidad. Se escribe con el cuerpo, y las agresiones se sienten en el cuerpo. En la actualidad, cuando se supone que no existe censura, vemos a diario cómo opera el “miedo a decir”, limitando el propio discurso. Por eso lo primero que hay que hacer para poder ejercer el acto de escribir y hablar con libertad es relativizar el temor. Poner por encima del temor algo que lo supere, que lo haga pequeño.

Y ese algo puede ser la urgencia.

La urgencia llama a decir lo que hay que decir.

De ese modo, el texto atípico ya no puede hablar de cualquier cosa porque se convierte en un texto urgente. ¿Cuál es la urgencia, hoy, acá? Estamos en la Feria del Libro del Rosario, una ciudad preciosa y querida, donde viven muchos amigos, con una importante vida cultural, pero también con altos índices de violencia y de pobreza, aquejada por el narcotráfico, el crimen organizado y la crisis ambiental. Y esa ciudad pertenece a un país donde hace apenas una semana atentaron contra la vida de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, un tema gravísimo que atenta también contra la democracia que hemos construido con esfuerzo a partir del fin de la dictadura militar. Con todos estos temas: ¿debería entonces hablar de libros?, ¿de literatura?, ¿del oficio de escribir?, ¿de la industria editorial?, ¿de la precaria situación del escritor y la escritora dentro de esa industria que navega, como otras, en medio de los avatares de nuestra economía? Apuesto que aquí y ahora no es ésa la urgencia. De esos temas hablé en el 2018 cuando abrí la Feria del libro de Buenos Aires. Y de la ley de aborto, que era la urgencia entonces. De esos temas habló Guillermo Saccomanno cuando abrió la feria del libro de Buenos Aires este año y sumó más urgencias. Pero vuelvo a situar la urgencia en tiempo y espacio: hoy, acá, en Rosario, ¿sería sensato usar este micrófono para hablar sólo de libros y de nuestro oficio?

La pobreza, la violencia, el narcotráfico o el crimen organizado son problemas graves y urgentes pero inmensos, tanto que me costaría hacer un recorte para traerlos a este discurso. Problemas que sin dudas exceden a esta ciudad. El intento de magnicidio contra la vicepresidenta, con el consecuente debilitamiento de la democracia, es un tema urgentísimo y gravísimo que también considero excede a los tiempos que podríamos dedicarle en esta apertura, ya que implicará conversar, debatir, buscar y agotar instancias para alcanzar acuerdos de convivencia democrática, que hoy, en nuestra sociedad, parecen rotos. Decidí, entonces, traer a la Feria del Libro de Rosario un tema concreto y puntual del que sí siento podemos y debemos ocuparnos en esta apertura, porque mientras estamos aquí, intentando pensar a qué ponerle el cuerpo, cuál puede ser un texto urgente para esta ocasión, los humedales se queman, los queman, y en Rosario no se puede respirar.

Y si hoy, ayer, mañana, no se puede respirar, ¿no se trata de un tema lo suficientemente urgente para que nos ocupemos de él nosotras (nosotros), los funcionarios de los distintos poderes ejecutivos -municipales, provinciales, nacionales-, los legisladores que tengan que sancionar leyes, la justicia a la que le corresponda intervenir?

Empecemos por buscar palabras, que es la tarea de quienes escribimos. Palabras que nombren lo que hay que nombrar. Ecocidio. Ecocidio es la destrucción de gran parte del medio ambiente de un territorio, especialmente si es intencionada e irreversible. Frente al ecocidio del Paraná, ¿cómo hablar de libros? ¿Cómo hablar de libros si no se puede respirar? ¿Cómo leer si no se puede respirar?

Sumo palabras: ecocidio, agua, río, urgencia.

En Rosario no se puede respirar, es una frase que se me repite como un mantra, es la frase que dijeron e hicieron girar en las redes Gabriela Cabezón Cámara, Dolores Reyes, Claudia Aboaf, Maristella Svampa, Soledad Barruti, escritoras ecofeministas que forman el colectivo Mirá. El ecocidio del Paraná es también el reclamo de personas y organizaciones diversas, con esas mismas palabras o con otras, con esa misma frase o con otras, que denuncian a diario la quema de humedales, los incendios incontrolados, el humo, las enfermedades, la expulsión de lo autóctono, la muerte de todo lo que allí vive y, a corto o lo largo plazo, nuestra muerte.

Ecocidio, en Rosario no se puede respirar, ley de humedales ya, basta de quemas, gritamos. Y seguiremos gritando, en las calles, en los puentes. Pero siempre queda la duda de si los que tienen que escuchar, escuchan. O escuchan, pero se hacen los tontos. Por eso lo repito ahora, frente a este micrófono, este día en Rosario, en esta Feria del Libro, cuando tengo que elegir de qué hablar y mi motor es la urgencia.

Quiero traer distintas voces para que sumen literatura y reclamo, para armar juntas (juntos) un texto literario y político. Hablemos, leamos, debatamos entonces acerca del río, de sus humedales y de libros. Y del fuego que, así como hoy quema humedales tantas veces, a lo largo de la historia, quemó libros. Y del ecocidio del Paraná.

Y hablemos de proyectos de leyes consensuadas que se postergan sin tratamiento. Y de responsabilidades compartidas de lo que se debe hacer, incluso sin la ley sancionada aún.

Metámonos en el río de la mano de Mariano Pereyra Esteban, con su Vayasí.

“Tiene algo de hipnótico el río, es cierto. Las aguas, en permanente movimiento, se confunden con quietud cuando forman un único brillo bajo el sol. Aguas inmemoriales, de caminos infinitos. Asusta un poco dimensionar horas, años, ante la existencia abrumadora de la naturaleza, de eras sin medida, donde los hombres somos existencias diminutas y fugaces que ocupamos porciones de tiempo, trozos de espacio, que no significarán ni siquiera una huella en las arenas infinitas de universo. El río es la majestuosidad en movimiento, indiferente. La naturaleza subsiste a las eras por medio de su laxitud, no entiende de los límites en su existencia, porque en ella todo es cambio, y no hay límites para lo que no tiene forma estable. Asusta, empequeñece”.

El río no tiene tiempo, dice Vayasí. Pero lo que en él vive sí, y hoy muere. Así que me temo que, si no hacemos algo, también el río tenga sus días contados. Los tiempos del río, nuestros tiempos y los tiempos que se toman los legisladores para sancionar leyes son muy distintos. Hace diez años se presentó por primera vez un proyecto de ley de humedales. Algunos de esos proyectos simplemente se dejaron caer sin tratamiento, o se les dio un empujón para que cayeran. Unos pocos fueron aprobados en una cámara. pero no llegaron a tratarse en la otra. Este año 2022, es el turno del proyecto de “ley de presupuestos mínimos de protección ambiental para el uso racional y sostenible de los humedales”, un proyecto de consenso que se basa en aquel que tuvo dictamen en el 2020, firmado por diputados de distintos partidos, que se trabajó con la comunidad científica, colectivos ambientalistas, organizaciones y asambleas.

Dice este proyecto de ley en sus fundamentos: En medio del ecocidio sufrido en nuestro país, en el que se reportaron más de 1.300.000 hectáreas afectadas por incendios durante los años 2020 y 2021, entendemos que esta discusión resulta impostergable.

Agrego una palabra: impostergable. Ecocidio, agua, río, urgencia, impostergable.

Pero la urgencia se posterga. Y en lo que va de 2022, se quemaron cientos de miles hectáreas, difícil saber cuántas porque oficialmente nadie se ocupa de contarlas como corresponde. Y, además, si hubiera conseguido el número exacto para compartirlo en este texto, debería haberlo modificado cada día después de terminar de escribirlo, porque el fuego no se detuvo. Tal vez, ahora, mientras hablo, alguien esté comenzando un incendio en el humedal, o planeando iniciar un incendio mañana, alguien esté mirando para otro lado, alguien se prepare para decir: yo no soy responsable. Pasaron diez largos años desde el primer proyecto. Pasaron cinco largos meses antes de que el nuevo fuera girado a tres comisiones para empezar a ser discutido. ¿Cuántos meses tendrán que pasar ahora para que la ley de consenso por fin se trate y se sancione? ¿Meses o años?

Meses, años, eras. Los tiempos del río versus los tiempos del Estado. Si el proyecto dice impostergable: ¿dónde está el valor de la palabra?

Dijo el escritor Osvaldo Aguirre, en una nota del diario Perfil, en noviembre de 2021, titulada “Territorio mítico”: “Desde Sarmiento hasta Haroldo Conti, desde Leopoldo Lugones hasta César Aira, la literatura argentina encuentra en el Delta del río Paraná el territorio donde establecer una de sus tradiciones más importantes. En el curso de esa producción sedimenta el imaginario de un mundo en el que sería posible otra vida, más libre y menos alienada, pero también la conciencia creciente sobre un paraíso definitivamente perdido ante el desarrollo inmobiliario y la contaminación del ambiente. Los escritores ven en el río y las islas un paisaje cambiante y contradictorio: un refugio, una escapatoria, el emplazamiento de un centro clandestino durante la dictadura, un sitio que posibilita una nueva existencia, un lugar donde morir.”

Y yo agrego: hay responsables, si el Delta del Paraná dejó de ser un ideal y se transformó en un paraíso perdido, hay responsables. Y cuando los responsables se revolean culpas unos a otros, o se lavan las manos, o cuando no actúan y podrían haber actuado -mucho o poco-, cuando demoran, cajonean o hasta hacen caer leyes consensuadas, la responsabilidad es de todos. Porque la responsabilidad no es sólo del que quema, del que degrada, del que deja un terreno yermo, del que mata. También lo es del que deja quemar, degradar, convertir el ideal en un paraíso perdido, matar. Y al hablar del que quema o deja quemar, no me esfuerzo - como hice hasta ahora en este texto- por incluir el femenino para lograr el universal de un sustantivo o de un pronombre que sentimos que hoy no nos nombra a las mujeres y disidencias. Esta vez uso el masculino adrede porque los funcionarios que podrían haber actuado son en su mayoría varones, los que operan para que las leyes de humedales se caigan son en su mayoría varones, y los dueños de los humedales que incendian intencionalmente son en su mayoría varones. En ese caso, el universal masculino aplica perfectamente, porque estamos hablando del poder. Y el poder sigue estando, mayormente, en manos de varones.

Deberían tenernos más en cuenta. Dice Maristella Svampa, en su artículo “Feminismos del Sur y Ecofeminismos”: “Muy especialmente en su versión libre de esencialismos, el ecofeminismo contribuye a aportar una mirada sobre las necesidades sociales, no desde la carencia o desde una visión miserabilista, sino desde el rescate de la cultura del cuidado como inspiración central para pensar una sociedad ecológica y socialmente sostenible, a través de valores como la reciprocidad, la cooperación y la complementariedad.”

Palabras que se escriben con el cuerpo como acción política: río, agua, humedal, ecofeminismo, sociedad, cooperación, reciprocidad, literatura.

Más palabras: camalotes, carrizos, canutillos, espadañas, totoras, pajas bravas.
Así como alguna vez repartimos pañuelos verdes en cada banca del Congreso de la Nación, repartiría hoy el libro de Marisa Negri y Paula Collini, La voz del ciervo, para que lo leyeran las y los legisladores mientras debaten otros asuntos, que seguramente consideran prioritarios. Dice Marisa Negri: 
“En el susurro de la hierba

y en el grito de las pavas

que hacen girar los engranajes del mundo

se quema la isla

en el ondular de los peces

que dejan apenas un trazo en el agua

y en el hueco que la ranita saltadora cavó debajo del ingá

se quema la isla.

(…)  hay humo en el aire

¿Qué haremos con lo que arde,

con lo que oprime y pavimenta lo no domesticado?”

En Rosario no se puede respirar, ley de humedales ya, se quema la isla.

Llama la atención que esto no amerite un tratamiento urgente. ¿Hay algo más urgente que no poder respirar? ¿Confían en echarle la culpa a la Niña, a la bajante del Paraná, a los vientos, a la falta de lluvia?

Más palabras: macáes, patos, garzas, gallaretas, chajáes, burritos, caraus, caracoleros, biguás, martín pescador, pavas de monte, chivís, cardenal azul.

Una ley también es un texto compuesto por palabras.

Dice el proyecto de ley de consenso en sus fundamentos cuando habla de las obligaciones del estado: “La conservación de la diversidad biológica y el uso sostenible de los recursos biológicos son fundamentales para alcanzar y mantener la calidad de vida para las generaciones futuras. Por eso se deben llevar a cabo políticas claras de conservación de los humedales en beneficio de las comunidades que viven allí y para la sociedad en su conjunto.”

Palabras que forman frases: generaciones futuras, uso sostenible, comunidades que viven allí, la sociedad en su conjunto.

Dice Juan José Saer en su ensayo, El río sin orillas: “Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo –Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: "no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa"–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Ámsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias”.

Agrego palabras para contradecir a Darwin -y tal vez a Saer-: Juncos, cardas, serruchetas, mataojo, espina de bañado, chilca, pajonal, acacia mansa, laurel, sauce criollo, alisio del río, curupí, timbó blanco, ceibo, epífitas, lianas, ingá, higuerón, canelón, anacahuita, palmera pindó.

Y más palabras: Ranas, rana de las cardas, ranita isleña, sapos, culebras, escuerzo, caimanes, yacarés.

Y un poco más: Carpinchos, monos aulladores, yaguaretés, tortugas, coipo, lobito de río, ciervo de los pantanos, comadrejas, pumas, vizcachas.

Y más: Surubí, sábalo, dorado, boga, patí, raya, bagre, tararira, anguilas, pacú.

Y una más: agua.

Dice el proyecto de ley: “Estamos asistiendo a lo que los especialistas denominan como una “sabanización” de los ecosistemas. Como si fuera poco, estos incendios además comprometen la vida de los/as habitantes de las islas (los “isleños”) y sus modos de vida afectando la pesca y la apicultura mediante la destrucción del hábitat de peces y la flora apícola”.

Palabras que no quisiera pronunciar: sabanización, indiscriminado, destrucción, muerte, postergación.

Hay un proyecto de ley postergado y funcionarios que parecen no tomar cabal consciencia del valor de los humedales. Si no fuera así, harían algo. Dice Claudia Aboaf, en su novela distópica El Rey del Agua, que no parece tan lejana en el tiempo, donde los mandan en su ficción sí se dieron cuenta del valor del agua y no lo usan a nuestro favor sino al de ellos: “El Ministerio de Aguas, instalado en el municipio más rico del mundo, lanzaba la nueva rueda de indemnizaciones. Había mucho dinero, y mientras al Delta siguiera llegando agua tendrían mucha más. Tempe había logrado que cerraran las arroceras en los esteros y las termas de Entre Ríos. Las represas, en cambio, se mantuvieron abiertas. La cuenca del Paraná recogía agua desde Uruguay y Paraguay, también de Brasil. El territorio derramaba desde allí —curvándose hacia el sur— enormes caudales de agua. El acuífero guaraní engrosaba las arcas del municipio. La reserva explotable de agua subterránea formada hace millones de años. “¡Viaja hacia aquí, es nuestra!”, declamaba Tempe al final de alguna conferencia, aflautando la voz de tal manera que nadie deseaba repreguntar.”

La ley dice: “El pueblo ya ganó la batalla en la calle. Es el turno de que la dirigencia política comprenda que el apoyo a la sanción de una Ley de presupuestos mínimos de protección ambiental para el uso racional y sostenible de los humedales es urgente”.

Una palabra: urgente.

Una frase: el pueblo ya ganó la batalla en la calle.

¿Qué esperan los que tienen que actuar, legislar, condenar? ¿Quién frena? Su trabajo no es demorar, no es trabar, no es parecer que les importa, pero no. Diez años desde la primera ley. Cinco meses desde que se presentó el último proyecto. Los humedales del Paraná se vienen quemando por años a repetición, los incendios son intencionales y responden a intereses económicos de unos pocos que no tienen derecho a quemar, a degradar, a expulsar, a matar. Seguirá pasando si no se encara el asunto de verdad y con seriedad. ¿De qué hablan en esas comisiones de diputados mientras en Rosario no se puede respirar?

Durante la pandemia, Gabriela Cabezón Cámara escribió este texto que leímos hace unos días en el Congreso, en una audiencia pública a la que convocaron el Frente de Izquierda y Trabajadores- Unidad. El texto se llama “Humo”. Y dice: “Hay humo (…) ¿te acordás qué animalito más dulce? Lo quemaron, miralo, queda el ojito nomás y todo lo otro que era, todo ese cuerpo que metía en el agua y tomaba sol en la cabeza y el lomo y cuidaba a las crías y con las manitos agarraba las hojas tiernas, todo eso, y las hojas tiernas y las duras y los árboles también, es cenizas ahora. Quedarán huesos por ahí, y tocones. ¿Nos mira? ¿Qué mira el ojo de los que han sido quemados? Es un remolino de humo que se espirala y se repolla en rosa y el botón de la rosa es el ojo de un animalito quemado. Una pregunta: ¿qué mira el ojo de los que fueron quemados?

Frases urgentes: en Rosario no se puede respirar, se queman las islas, ley de humedales ya, basta de quemas.

Que nos salven las palabras, las frases, los textos, los libros.

Que nos salven las leyes, también que nos salven las leyes.

Que nos salve La sequía, de James Ballard; y El mundo es un bosque, de Ursula K Le guin. Que nos salve Pobres Corazones, de Melita Torres; y Tres veces luz, de Juan Mattio. Que no salven La jueza muerta, de Eduardo D´Anna; y Rojo sangre, de Rafael Bielsa; y El portador, de Macelo Scalona. Que nos salve Un crimen argentino, de Reynaldo Sietecase; y Cuaderno de V, de Virginia Ducler; y Perversidad, de Marcos Mizzi. Que nos salve Los monos, de Hernán Lascano y Germán de los Santos; y Quién cavó estas fosas, de Martín Stoianovich; y El imperio de Pichincha de Rafael Ielpi; y Fuera de Cámara, de Evelyn Arach; y Postales de un mapa imposible de Javier Nuñez. Que nos salven El día que el río se quedó sin agua, de Mara Digiovana; y Las aventuras de Curimba, de Eugenio Magliocca Piazza; y Guardianes de Rosario, de Silvia Pessino; y Lagartos al sol, de Alma Maritano; y Un hechizo pluripotente, de Virginia Giacosa. Que nos salve Cómo sacar un murciélago, de Luciano Redigonda. Que nos salve la poesía de Beatriz Vallejos, y la de Fabián Yausaz, y la de Francisco Madariaga, y la de Beatriz Vignoli, y la de Alejandra Benz. Y la de Juan L Ortiz y la de Diana Bellessi. Y toda la reunida en Las cenizas llegaron a mi patio, claro. Que nos salve El río, de Débora Mundani, y Arroyo, de Susana Pampin, y 40 Watts, de Oscar Taborda, y Transgénica, de Gaby de Cicco. Que nos salven los cuentos de Lila Gianelloni, Valeria Correa Fiz, Marcelo Britos y Pablo Colacrai, y las novelas de Patricio Pron, Osvaldo Aguirre y Romina Tamburello. Que nos salven los ensayos de Alberto Giordano, Nora Avaro y Martín Prieto; y el teatro de Patricia Suárez y Leonel Giacometto. Que nos salven todos los libros de Elvio Gandolfo, Francisco Bitar y Maia Morosano. Que nos salven Wernicke y Haroldo Conti. Que nos salven Angélica Gorodischer, Jorge Riestra, Beatriz Guido, Aldo Oliva, Laiseca, Roger Pla, Mirta Rosenberg, Noemí Ulla, Hugo Diz, y el Negro Fontanarrosa.

La lista es interminable. Seguramente en la anterior faltan escritoras y escritores fundamentales que nos ayudarían a entender esta ciudad, y el río. Porque, así como alguien ahora quema, alguien lee, alguien escribe. Podría sumar tantos otros y otras. Queda abierta para que ustedes también sumen palabras, frases, textos y sus propios libros salvadores.

Yo, para terminar, quiero traer un último texto que siento clave para entender todo lo que estamos hablando. Es un fragmento de No es un río de Selva Almada: “Un viento se mete justo entre los árboles y está todo tan callado por la hora que el rumor de las hojas crece como la respiración de un animal enorme. Oye como respira. Un bufido. Las ramas se mueven como costillas, inflándose y desinflándose con el aire que se mete en las entrañas.

No son solamente árboles. Ni yuyos.

No son solamente pájaros. Ni insectos.

El quitilipi no es un gato montés, aunque de repente pueda parecer.

No son unos cuises. Es este cuis.

Esta yarará.

Este caraguatá, único, con su centro rojo como la sangre de una mujer.

Si alarga la vista, donde la calle baja, llega a ver el río. Un resplandor que humedece los ojos. Y otra vez: no es un río, es ese río. Ha pasado más tiempo con él que con nadie”.

Claro que no es un río, es ese río. Ese río. Nuestro río. Lo dijo Selva Almada, nosotros lo sabemos. Ojalá, quienes tienen que entender, entiendan y hagan lo que tienen que hacer. Muchas gracias!

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