sábado, 15 de enero de 2022

Fernando Ferreira 1952 - 2022

Abrazó a la profesión desde los 16 años y tuvo una carrera prolífica aprendiendo en las redacciones y casi sin haber pasado por aulas en donde se enseñaban aspectos teóricos e ideales. En 2016 se jubiló en Télam, como prosecretario de redacción de 'El Reporte Nacional', el diario editado por la agencia.

Fernando Ferreira, un auténtico maestro del periodismo argentino, falleció este sábado a los 70 años, por complicaciones respiratorias, tras haber sufrido coronavirus. No habrá velatorio y sus restos serán cremados este domingo, a partir de las 9.00, en el Cementerio de Chacarita.

Ferreira dedicó casi toda su vida al oficio, en el que se hizo a la vieja usanza: aprendiendo en las redacciones y casi sin haber pasado por aulas en donde se enseñaban aspectos teóricos e ideales; a veces reñidos con la realidad cotidiana.

Ya a los 16 años, Fernando ingresó a una 'escuela de periodismo' que forjó grandes profesionales: el diario Crónica (Editorial Sarmiento), que dirigía don Héctor Ricardo García, quizás la persona que mejor supo interpretar el vínculo que el medio puede establecer con su lector/receptor.

De a poco, Ferreira fue ganando espacio en la cobertura y crítica cinematográfica. Así fue Secretario de Redacción de la revista 'El Heraldo', primera publicación local dedicada a la distribución, producción y crítica de cine en Argentina.
Su rigurosidad periodística y notable prepotencia de trabajo le permitieron crecer. En poco tiempo se convirtió en jefe de la sección Espectáculos del diario La Razón.

Además de su profusa carrera en medios gráficos (también se desempeñó como encargado de noticias del espectáculo en el periódico 'Nuevo Sur', a fines de los '80), Ferreira incursionó también en agencias de noticias, a punto tal que se transformó en uno de los más destacados redactores de las desaparecidas DAN (Distribuidora Argentina de Noticias) y TASS (agencia oficial de la Unión Soviética).

Conocedor del fútbol y sus vericuetos, Fernando también supo desempeñarse como jefe de Deportes de La Razón vespertina y cubrió el Mundial de Estados Unidos 1994, cuando a Diego Maradona "le cortaron las piernas", tras conocerse el dóping que lo sacó de carrera con el seleccionado argentino.

A mediados del 2011 ingresó a la Agencia Télam, donde rápidamente supo granjearse el respeto y afecto de aquellos compañeros que empezaron a tratarlo por primera vez. Se convirtió en prosecretario de redacción de 'El Reporte Nacional', el diario editado por la agencia, bajo la presidencia de Martín García. Se jubiló en 2016.

Fue docente en las Escuelas TEA (Taller Escuela Agencia) y Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Participó, además, como columnista de cine del programa radial 'Raíces', que conducía Blanca Rébori.

Publicó los siguientes libros: "Una historia social del cine argentino" (Editorial Corregidor); "Una historia de la censura en la Argentina", violencia y proscripción en el siglo XX (Editorial Norma 2001), "Una crítica de La Razón pura" (Editorial Corregidor) y "Hechos pelota, el periodismo deportivo argentino durante la Dictadura" (Ediciones Al Arco).

Integrante de una familia de reconocidos periodistas, su hermano Carlos fue una pieza importante de Revista El Gráfico, durante las décadas del '70 y '80, mientras que su hijo Pablo es actualmente conductor en la cadena televisiva ESPN, luego de haber pasado años en TN Deportivo.
Sobre complicidades y conveniencias
Fernando Ferreira investigó silencios, omisiones y resistencias para reflexionar sobre el rol de los medios durante los años de plomo y generar un espacio de catarsis para quienes sufrieron el horror de esa época.
Por: Emanuel Respighi
Aunque su gran pasión sea el cine –desde hace cuarenta años se desempeña como crítico–, Fernando Ferreira es un fiel lector de Ediciones al Arco, la única editorial de literatura deportiva del país. Compañero en la agencia Télam de Marcos González Cezer, uno de los directores de la editorial, el periodista no dudó en ofrecerle formar parte de un catálogo con el que se identificaba. Así fue que, primero, pensó en escribir un libro que contase la historia del fútbol argentino a través del cine nacional. Pero como notó más dudas que aceptación de su colega, Ferreira fue por la segunda opción: analizar la actuación de los periodistas deportivos durante la última dictadura militar. Y el resultado de esa idea es Hechos pelota, un trabajo que completa el largo debate abierto sobre la labor del periodismo y de las empresas periodísticas. Un libro que es un intento de reflexión sobre la labor del periodismo deportivo en los años de plomo y, a la vez, un espacio de catarsis para quienes escribieron durante el horror.

Bajo la realidad de que litros de tinta se han escrito sobre el rol que jugaron los medios durante la dictadura militar 1976-1983 y casi ninguna gota sobre la tarea de los periodistas deportivos en aquellos años, Ferreira escribió Hechos pelota no con la vara de quien se siente juez del deber ser periodístico, sino con la intención de iluminar una rama de la profesión que no ocupó un lugar menor para los intereses de Videla y sus secuaces. Combinando su visión sobre aquellos años, las consecuencias de la dictadura en el deporte y los testimonios de periodistas deportivos que ejercieron su profesión mientras miles de personas desaparecían, buena parte del libro se centra en el Mundial ’78, como evento máximo de manipulación política.

"Me puse a investigar con la idea de no establecer juicios en lo moral, sino de narrar, describir, lo que ocurrió en esa época", subraya Ferreira en la entrevista con PáginaI12. "En el libro aclaro que hubo periodistas que negaron su testimonio, no respondieron o pospusieron la cita hasta después del cierre del libro, que es una delicada manera de decir que no, como es el caso de Marcelo Araujo, Mauro Viale, Fernando Niembro, Aldo Proietto, Julio Ricardo o Enrique Macaya Márquez... Pero con el mismo criterio también recibí respuestas entusiasmadas de periodistas que querían contar la forma en que ejercieron su profesión durante aquellos años", detalla.

¿Por qué cree que unos tenían tanta necesidad de hablar y otros periodistas prefirieron borrar aquellos años?
Eso mismo me pregunto yo. Periodistas como Osvaldo Pepe, que tuvo dos cuñados desaparecidos, tenían una necesidad imperiosa de contar lo que habían sufrido y nunca lo habían hecho. Pepe es uno de los que acepta que sabía lo que estaba pasando, pero que no podía hacer demasiado desde su lugar para poder revertir el horror de la dictadura. Y cuenta todo: el miedo, la censura, el horror, la pérdida de los amigos... Hay muchos que necesitaban contar su testimonio para cerrar el círculo de aquellos años, aunque no la herida, que continuará abierta por siempre. Lo interesante del libro es que los testimonios sobre un mismo hecho hasta se contraponen: hay quienes dicen que no sabían nada, otros que aceptan que conocían lo que pasaba pero que no podían hacer nada.

Usted no establece juicios de valor sobre lo que cada uno pudo o quiso hacer, sin embargo, al final del libro uno tiene la sensación de que no cree en aquellos que dicen que no sabían lo que pasaba.
Cada uno sabe en su conciencia la tarea que realizó en aquellos años. Yo trabajaba en esa época y escribía en la agencia Ancla, de Rodolfo Walsh. Estaba al tanto de todo lo que pasaba, no sólo por la información que me llegaba, sino porque mataban a amigos míos y a los 26 años, en 1976, me echaron de Crónica a través del telegrama de "subversión industrial". Entiendo que muchos no hicieron algo más que escribir crónicas deportivas por el miedo, pero no puedo aceptar que me digan que no sabían de las desapariciones. No juzgo, pero hubo gente más responsable que otra. Aldo Proietto aceptó ser jefe de prensa del Ente Autárquico del Mundial ’78 (EAM ’78)... Si uno acepta un puesto público, de alguna manera está aceptando el statu quo de la dictadura.

En términos generales, ¿cuál fue la actuación del periodismo deportivo durante la dictadura?
En muchos aspectos, digna. La mayoría se negó a escribir una sola línea a favor de la dictadura. Lo discutible puede ser que muchos reemplazamos lo que no se podía decir apuntalando algo que nos parecía digno, como la manera en que Menotti planteaba el fútbol. El fútbol como una manifestación del arte contra el fútbol del golpe nos parecía una lucha digna... Pero me parece que el Menotti el 25 de junio de 1978, tras salir campeón del mundo, era el hombre más poderoso de este país, al menos mediáticamente, y sin embargo no usó ese poder para decir ni una sola palabra de los horrores de la dictadura. A muchos menottistas como yo nos defraudó. Además, él era militante activo del Partido Comunista.

¿Cree que más que complicidad, entonces, hubo escasa resistencia?
No se podía decir mucho. El "Conejo" Gasparini cuenta que en Clarín lo mandaban a cubrir los operativos de las patotas donde "chupaban" personas, pero no publicaron sus informes. Carlos Ares se tuvo que ir porque sistemáticamente le pegaba a Lacoste... Eran resistencias individuales. Las empresas periodísticas fueron cómplices y no hicieron autocrítica, como sí la hacen en el libro los periodistas. Los medios hicieron funcionales a los periodistas. Hubo heroicidades individuales. Yo me acuerdo de que me hacía el enfermo para no ir a cubrir algo... Habría que hacer un libro sobre periodistas económicos y políticos. ¿Qué pasa con Joaquín Morales Solá o Mariano Grondona? ¿Cómo pueden seguir siendo referentes?

Lo que pasa es que la dictadura le dio al fútbol un lugar que posicionó al periodismo deportivo un rol de implicancia enorme.
La dictadura pensaba que el Mundial iba a durar en la mente de la sociedad mucho más tiempo. El Mundial tuvo una consecuencia efímera. Por eso la dictadura también utilizó el Mundial juvenil de 1979 para distraer y hasta España ’82. Paralelamente, fue una generación de periodistas narrativamente extraordinaria, que si se hubiera dado en democracia no se hubiese terminado en la pobre camada de periodista actuales. Roberto Fernández, Juan José Pa-nno, Osvaldo Pepe, Guillermo Gasparini, Carlos Ares... Las consecuencias de la dictadura la sufrimos en el periodismo de hoy, donde el periodista deportivo es un autista que no investiga. Es un entretenedor más. El chupaculismo televisivo del periodismo deportivo es un asco. La derrota cultural que provocó la dictadura se demuestra en el periodismo deportivo actual. No es casualidad que quienes se negaron a hablar en Hechos pelota son hoy las caras del periodismo deportivo en TV.

Sabía lo que pasaba
Por: Osvaldo Pepe
Treinta años pasaron desde aquella tarde fría y gris en que Argentina logró el primer título mundial de su historia.  Treinta años que habilitan otra mirada y otra forma de relato, escrito desde las entrañas.  Esta idea la disparó el periodista Fernando Ferreira, quien hace un par de meses me entrevistó como parte de su libro "Hechos pelota", de editorial Al Arco, cuya pregunta principal fue: "¿Vos sabías lo que pasaba en el país?".  La respuesta es sí: yo fui uno de los que sabía lo que estaba pasando. Aquel 25 de junio desperté con una excitación extraña, con la idea de estar viviendo un sueño ajeno y una pesadilla propia, íntima, que muchos miles compartían en silencio.  

En aquellos días, el drama atravesaba a mi familia: Carlos, uno de mis cuñados, llevaba entonces 6 meses desaparecido y otro, Eduardo, había estado dos meses en los cepos de la dictadura.  Sobrevivió a la tortura y lo soltaron "porque sos un perejil y ya tenemos a tu hermano". Fue él quien nos confirmó el horror de la picana, la brutalidad de los golpes y la perversidad de los interrogatorios.  Eduardo murió algunos años después en forma súbita por la rotura de un aneurisma cerebral. Siempre sospechamos que fue la huella de aquellas palizas en cautiverio. Por entonces yo era redactor de la revista Goles, cuya venta semanal arañaba los 100 mil ejemplares y que en el Mundial, con dos ediciones semanales, sobrepasaba lejos esa marca.  

Esa mañana me despedí de Ana María, mi mujer, y de Paulita, mi primera hija, que entonces tenía sólo 1 año y 8 meses. La sonrisa de ambas con el "¡suerte!" de Ana me quedaron en el registro de la memoria como un gesto de amor sufriente: acabábamos de perder a Nicolás, un bebé de 22 días que no pudo sacar adelante su vida recién estrenada.

Camino al Monumental, recuerdo las banderas y las bocinas, en largas caravanas: ráfagas de euforia que sacudían el camino con ritmo de comparsas despreocupadas. Quizás lo eran, quizás no. Apenas un ritual escapista y humanamente temeroso. El palco con Videla y los jerarcas de la dictadura no se podía visualizar desde el pupitre de prensa donde yo estaba, pero era bien cerca. Recuerdo algunos silbidos dispersos y hasta intentos de alguna consigna de repudio, pronto tapados por el atronador "¡Ar-gen-tina, Ar-gen-ti-na!" que nos alcanzaba a todos. Con los himnos pensé en el destino de Carlos.

El choque fue colosal, titánico, durísimo: Holanda, claro, no era Perú. Jugaba a ganar. Vi aquel partido más como hincha que como periodista. Estallé con el primer gol de Kempes y se me heló la sangre ante el silencio que vino con el 1-1 de Nanninga. Fue tan grande la mudez colectiva que se escuchaban con nitidez los gritos de los jugadores holandeses, allá abajo, en la cancha, en un Monumental helado. Aquella tarde, lo confieso, fui también barrabrava. Dos escalones más abajo, vi a un periodista brasileño festejar con discreción, casi para adentro, el gol holandés. Creyó que en medio de la desazón nadie lo miraba. Pero yo lo vi: me le fui encima, insultándolo y decidido a trompearlo. Aldo Proietto, el jefe de prensa del Ente mundialista y del almirante Lacoste, el marino prepotente, amo del Mundial y, como lugarteniente de Massera, de las voces disidentes que a dos kilómetros sufrían en la ESMA, me contuvo. Se puso en el medio, me calmó y evitó un escándalo que hoy le agradezco. 

Tres años después, ni siquiera recibí un llamado suyo cuando me despidieron de la editorial en una razzia de profesionales ordenada por Lacoste, que me costó la cabeza y un largo tiempo sin trabajo. Recuerdo también otra estocada brutal de esa tarde, cuando el tiempo reglamentario del partido se escapaba hacia el alargue. Fue el tiro en el palo de Rensenbrink, que estuvo a un par de centímetros de pulverizar el sueño futbolero argentino. El suplementario resultó tremendo: pura tensión hasta los goles de Kempes y de Bertoni. Gritaba como desaforado esos goles en la cara del colega brasileño que, atónito, sólo me respondía con una fingida sonrisa y los pulgares en alto. Videla también gritaba esos goles y levantaba sus pulgares: sentí que se me abrían las puertas del Cielo en medio del infierno.  

Recuerdo que al finalizar el partido, con un mar de banderas agitadas y los alaridos atronadores del "dale campeóóóón, dale campeóóóón" de la muchedumbre, golpeé el pupitre con violencia y me largué a llorar. Pensé en Carlos y en Nicolás. Y seguí llorando sin consuelo. No era sólo por emoción futbolera, en esas lágrimas también cabían la bronca y las certezas: nunca más los podría volver a ver.  Con Nicolás, que había muerto el 1° de junio, justo el día de la inauguración del Mundial, tuve una primera reparación con la llegada de Gimena, mi hija menor, en 1980 y, mucho después, con la de mis dos nietitos, Luna y Tobías. Con Carlos no hubo revancha. El es hoy memoria y emblema familiar del horror de la dictadura, pero se hizo bandera eterna en mi suegra, Pepi Solanes, una de las Madres de la Plaza, que ya no está. Nunca había escrito esto. Me lo debía. Entonces tenía sólo 25 años y, claro, sabía lo que pasaba. 

Una historia de la censura
Es una de las instituciones más antiguas del país, y la que mostró una fortaleza que costó mucho vencer. Un nuevo libro, que publica Norma esta semana, traza su historia, la relaciona con la violencia política y recoge testimonios de sus víctimas, como el del periodista Rogelio García Lupo que Página/12 adelanta aquí.
Por Fernando Ferreira
Rogelio García Lupo: "La historia argentina es la historia de la censura".
"Durante el gobierno de Onganía fui redactor enmascarado de la revista Primera Plana. Mi nombre estaba prohibido para el periodismo comercial, porque durante el interinato posterior a la caída de Frondizi, cuando Guido era el presidente nominal, publiqué un libro llamado La rebelión de los generales, una investigación sobre las condiciones y las características que tuvo el derrocamiento de Arturo Frondizi. El libro estuvo prohibido, no podía circular y yo presenté un recurso a la Cámara de Apelaciones en lo Correccional y Criminal y, notablemente, la Cámara, casi inmediatamente me dio protección. No pasó un mes desde que presenté el recurso hasta que la cámara me protegió, dio un fallo por el cual dispuso que el libro podía circular libremente, y por eso permitió que se hicieran nuevas ediciones. En fin, La rebelión de los generales en su momento tuvo mucha repercusión pública, por lo que decía el libro, pero, sobre todo, por este mecanismo que puso en movimiento: la cámara me dio la razón, el libro se reeditó varias veces, inclusive fue un best seller de la época, año '62, pero automáticamente quedé en las listas negras de los militares que habían intentado sin éxito impedir que el libro circulara.

Voy a trabajar a Primera Plana en el momento en que es censurada, a fines del '69; cambia de nombre, se llama Periscopio --entre noviembre del '69 y setiembre del 70--, período durante el que trabajo con el seudónimo de Benjamín Venegas. Creo que la censura en ese período fue una experiencia centrada sobre todo en las revistas semanales más que en los diarios, y la televisión estaba reducida al canal estatal. Lo que había era censura sobre personas y sobre semanarios --es conocido el caso de Tía Vicenta, que fue secuestrada y clausurada--, y en general los diarios tenían un antiguo entrenamiento para adaptarse a las circunstancias. Una vez que se identificaba cuál era la línea de conflicto y cuáles, los temas que era mejor no tratar, se adaptaban, no se hacía oficialismo sino que no se insistía en los puntos más irritantes. Este es el instinto de supervivencia que han desarrollado las empresas periodísticas de la Argentina hasta que pasa la tormenta.

La vida de los semanarios está ligada, y justamente por eso son semanarios, a producir información menos convencional, más específica, más de investigación, entonces siempre tienen problemas. Los semanarios no pueden zafar de la crisis con el poder político si el poder político tiene proyectos propios, y los gobiernos militares los tuvieron.

Creo que hubo momentos de relativa libertad de prensa, incluso con el gobierno militar en la etapa Lanusse, en el que se producen en algunos casos de prohibiciones de periódicos, así como la aparición y desarrollo de experiencias periodísticas independientes.

Durante el Proceso yo fui expresamente prohibido; a fines del '76 estaba en la primera lista negra de periodistas que no podían trabajar en los medios. Esto evidentemente se vincula a los libros que yo había publicado, como por ejemplo Mercenarios y monopolios en la Argentina, que era contra la ocupación extranjera. De entrada pensé en irme del país, ya en el año '74 tuve una oferta de trabajo en España y me fui, pero me encontré con problemas familiares. La opción era clara, si quería seguir siendo periodista tenía que ir a España o a Estados Unidos o a América latina, debía salir de la Argentina, y si quería seguir teniendo acceso a mis hijos tenía que dejar de ser periodista y opté por dejar de ser periodista y vivir acá: me convertí en ejecutivo de una compañía constructora donde entré en el año '77 y estuve hasta el '82.

Confirmé que la prohibición funcionaba porque hice dos cortas tentativas de volver a trabajar en el periodismo durante esa etapa. Una fue para la agencia Noticias Argentinas. La segunda tentativa fue en el año '80, cuando estuve a punto de ingresar en Clarín, incluso llegué a dar el examen psicofísico, pero después se produjo una especie de intervalo del cual finalmente surgió que había una objeción del gobierno militar por la cual yo no podía trabajar en medios de prensa. En todo caso, con estos dos ejemplos confirmé que la censura funcionaba. Pero la censura al nivel de los medios se había atenuado, algunos desaparecieron definitivamente (sobre todo los semanarios y los mensuarios Crisis y Cuestionario) y los medios grandes ya habían hecho una adaptación que no requería censura porque había un cierto autocontrol, por esta característica histórica de la prensa argentina que sabe que, llegado cierto punto de contradicción con un gobierno, hay que conseguir condiciones mínimas de supervivencia y eso consiste en autocensurarse.

Yo vuelvo al periodismo a través de una "primicia privada": un amigo mío que era oficial de la Fuerza Aérea, y que había sido el último piloto de nacionalidad argentina que había cumplido su actividad en la Royal Air Force, había sido convocado por los jefes de la Fuerza Aérea para que tradujera los manuales de vuelo ingleses más recientes, y a raíz de esto se había enterado de que estaba lista la preparación de la invasión a Malvinas. En el mes de febrero del '82 yo estaba veraneando junto a él en Uruguay y me contó que en mayo iba a ir a Malvinas (en ese momento pensaban que iba a ser en mayo). A los diez días, cuando yo volví a Buenos Aires, le mandé a un amigo mío en Venezuela, que era el jefe de la sección internacional del diario El Nacional de Caracas, y a otro amigo mío, Héctor Cuperman, que trabajaba en El País de Madrid, un mensaje: "Estos tipos dicen que en mayo van a las Malvinas, si eso ocurre van a necesitar corresponsales en la Argentina, yo estoy disponible". Hice la siguiente reflexión, en ese momento una deducción obvia: si los militares se deciden a dar un paso de este tamaño, les va a ir mal necesariamente, y por lo tanto, escribir sobre lo que les pasa para el exterior ya no va a ser motivo de censura personal, de manera que vuelvo al periodismo. El 2 de abril, una hora después de que se confirma la invasión a Malvinas, desde Madrid y desde Caracas me avisan que empiece a escribir inmediatamente, me mandaron credenciales como corresponsal y ahí volví al periodismo.

La cobertura de Malvinas dio origen a mi libro Diplomacia secreta y rendición incondicional, donde están reunidas las historias de esa guerra. Desde entonces, hace ya casi 18 años, he vuelto a mi profesión, que es el periodismo.

Durante la época de Raúl Alfonsín no tuve problemas. Trabajé mucho en la revista El Periodista, que fue la revista más característica de esa época. Lo que sí he tenido, pero pocos, han sido juicios y querellas, pero no como manifestación de la censura de prensa.

En la década de Menem son indudables las tentativas de avance sobre el periodismo, porque Menem es un hombre que tenía del periodismo una experiencia casi única que es la del control natural de la prensa: como gobernador de La Rioja el mundo de Menem era muy pequeño, cuando sale en el diario de la provincia una noticia que al gobernador no le gusta, el gobernador levanta el tubo, lo llama al director del diario y al día siguiente sale la rectificación o despiden al periodista que escribió el artículo; es decir, Menem no tenía en el '89 una idea moderna del periodismo, pero se fue actualizando. Me acuerdo de que a raíz de una serie de notas que yo publiqué en la revista madrileña Tiempo, Menem le pidió a Felipe González durante un encuentro que tuvieron si no podía hacer algo para que no se publicaran esas notas, a lo que Felipe le respondió: "Ay, Carlos, si yo pudiera, no sabes las cosas que dicen de mí", lo cual era verdad. Yo lo supe por gente de la revista. Hubo otra por el estilo en el año '92, cuando Menem hizo una gira con Di Tella por las sedes de la Comunidad Europea. Le dio una audiencia al presidente del grupo Zeta, que es el editor de la revista Tiempo, y al director de la revista; ellos le pidieron la entrevista porque tenían un proyecto que después no se concretó ligado a los medios en la Argentina. En esa reunión Menem les pidió que me sacaran como corresponsal de la revista en Buenos Aires.

Con el tiempo Menem se fue convenciendo de que no era así, que el presidente o el primer ministro no levantan el teléfono y llaman al director de la revista o del diario y le piden que dejen de publicar algo o que le cambien la dirección a la información. En tanto, esto le tomó algunos años de aprendizaje, hubo muchas tentativas de influir sobre los medios, que después se fueron atenuando, y por último a Menem le deja de importar lo que se diga, le deja de importar todo, aunque al principio estaba muy sensible con el tema".

Sobre su libro: "Una historia de la censura", opiniones publicadas en La Nación y PáginaI12
Un obligado silencio
En la Argentina del siglo XX, la censura atacó sin piedad a quienes expresaron un pensamiento diferente del de los gobiernos de turno: a la prensa que se atrevía a decir la verdad, al cine que mostraba o insinuaba algún elemento alejado de la mirada complaciente, a la literatura transgresora y al pensamiento de quienes desafiaban las reglas del poder, impuestas con autoritarismo y, muchas veces, con extrema crueldad.

Resumir ese largo camino de padecimientos, asesinatos y miedos cotidianos no era tarea fácil. Se necesitaba una gran paciencia, una ardua investigación y una valentía sostenida por la convicción de que la censura amputa lo más íntimo y sagrado del hombre: su propia manera de mirar el mundo sin ataduras ni temores.

Con una larga trayectoria como periodista y crítico, Fernando Ferreira decidió jugarse entero en este rescate de la memoria. El autor sitúa el comienzo de su relato a principios del siglo XX -cuando todo estaba por hacerse en la Argentina- y transita el doloroso trayecto hasta el presente, en momentos en que la censura es, como bien lo señala Ferreira, "la tragedia de los desocupados convertidos en desaparecidos, donde ser inmigrante es una tragedia y trabajar es un privilegio y no un derecho".

Para construir este valioso testimonio, el autor se apoya en cartas recuperadas, en diarios, revistas y decretos y en testimonios de algunos sobrevivientes de la última dictadura. La Semana Trágica, las huelgas de la Patagonia, los crímenes de José León Suárez, la masacre de Trelew y el saldo de 30.000 hombres y mujeres cuyos cuerpos e ideales entraron en la noche de las sombras son algunos de los acontecimientos que refleja Ferreira en este volumen, subtitulado acertadamente Violencia y proscripciones en la Argentina del siglo XX .

Pero el autor, memorioso sin remedio, va más allá de estos hechos y logra poner en evidencia cómo la prepotencia de los funcionarios del poder de turno se manifestó a través de argumentos morales poco claros y mucho menos compartidos.

Leer sin apuro Una historia de la censura es revivir los años recientes de un país teñido por la sangre y expuesto a los más terribles gestos cotidianos. Pero es, también, apostar a la esperanza y aferrarse a la utopía de un mundo más justo y solidario.

La república de los necios
Por: Alberto Laiseca
Historiar la censura. Menuda tarea. Por supuesto, uno se fue enterando, con el tiempo, de cada cosa por separado. Pero verlo todo junto es abrumador. Leyendo este libro uno tiene la sensación de que jamás hubo (no sólo en la Argentina sino en el mundo) un período histórico donde las personas no fuesen censuradas. ¿De qué manera se puede censurar a los humanos? Esta importante obra lo explica muy bien.

La represión puede ser religiosa, sexual, artística, política y hasta racial. A veces los futuros reprimidos reprimen. Botana, dueño del diario Crítica, hablaba pestes de Yrigoyen: "Que renuncie" (algo parecido dirían años después del presidente Illia). Poco tiempo después, el propio Botana sabría lo que significa tener a un Uriburu y a un comisario Lugones (hijo) como presidente y jefe de la policía secreta, respectivamente. No sabemos por qué, pero la gente no aprende y la historia se repite.

"La censura social que sufrió la mujer de Alvear, Regina Paccini, una mujer cultísima, refinada en sus gustos, fue en principio un rechazo total, aunque más tarde fuera aceptada. Era cantante de ópera y Alvear la persiguió, enamorado, por todos los teatros de Europa, dejándole ramos de rosas. Por fin, Regina Paccini le da el sí, en Lisboa, y allí se casan. El chismorreo en la sociedad era total." Hay aquí no sólo un rechazo de clase social sino también del artista: "El arte es para los inútiles y ociosos, para los que no producen". En las épocas de Shakespeare había un cementerio especial para los actores, como para los que se suicidaban. No eran "dignos" de estar con los demás muertos. A los actores, así como a los cantantes de ópera, se los calificaba con el remoquete de "cómicos", sin distinción.

Una censura tragicómica fue la de Catita (Niní Marshal) y la de los tangos. Se decía de Niní que con su famoso y deliciosísimo personaje Catita distorsionaba el idioma y que a la gente se le enseñaba "a hablar mal nuestra lengua". Los tangos escritos en lunfardo, por otra parte, fueron muy castigados. Enrique Santos Discépolo amaba el "lunfa" y así escribió muchas de sus letras. "Cambalache", pese a su contenido terriblemente moral, estuvo censurado. La palabra "vieja" estaba prohibida: había que poner "madre". Y muchas otras odiseas aberraciones por el estilo.

El tristemente célebre Paulino Tato fue una especie de paradigma del censor. Es un verdadero milagro que Blancanieves, la película de Disney, se haya escapado de su sanción. Recordemos que hay una perniciosísima escena –corruptora subliminal de la juventud– donde Blancanieves se duerme sobre una de las camas de los enanitos. Y aunque lo hace sin el enanito incorporado, bien podría olerse cierto tufillo a cosa equívoca (si no pasó, tal vez pase). En fin, más allá de las bromas, el asunto no es cosa de chiste. Las películas censuradas (o directamente prohibidas) por Tato el Censor se cuentan de a cientos.

"La gente que, en su mayoría, ya no iba al cine porque sabía que todas las películas estaban cortadas, sabía que todo era un engaño público. El caso más llamativo de cortes ridículos es el de la película Superman II, que tenía una secuencia en la que Superman levantaba en el aire un ómnibus de Broadway que tenía un cartel que decía ‘Evita’ y que correspondía al anuncio del musical que entonces se daba allí (...). Esa escena la cortaron porque, obviamente, Evita estaba recontra prohibida aquí." Pero, como se sabe, hemos tenido cosas peores (y así se detalla en este libro): torturas y asesinatos que, desgraciadamente, no tienen nada de risibles.

Casi todo gobierno ha tenido sus prohibiciones, que van de mayor a menor gravedad. Recuerdo una frase de Ayn Rand en El Manantial: "He aquí la piedra filosofal para transformar el oro... en plomo". La censura es la piedra filosofal a la inversa. No creo que alguna vez pueda existir un mundo enteramente justo, puesto que la contaminación tiende a ser universal, pero cabe esperar que, aunque el camino a recorrer lleve siglos, exista un paulatino mejoramiento.
Fotos: Alejandro Amdan
Fuentes: Agencia TelAm, Señales

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