La condena a tres años de cárcel y al pago de 40 millones de dólares contra tres directivos y un editorialista del principal diario de Ecuador, a raíz de una querella por injurias promovida por el presidente Rafael Correa, obliga a recordar y volver a revalorizar la despenalización de las calumnias e injurias en casos de interés público aprobada en nuestro país en 2009, apenas un mes después de sancionada la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Ambas reformas, que se complementan y fortalecen mutuamente en el objetivo común de garantizar más voces, representaron un gran avance en la consolidación democrática y en la adecuación de la legislación a los estándares internacionales sobre libertad de expresión y pusieron a la Argentina en un lugar de vanguardia regional e internacional.
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Cualquiera sea la forma en que se presenten –atentado al honor o reputación de personas o instituciones, difamación criminal, vulneración de la intimidad y, en extremos, atentado al orden constitucional o terrorismo–, estas figuras penales inhiben e intimidan el ejercicio de la libertad de expresión tanto de quien resulta imputado como de la sociedad en su conjunto. Son respuestas estatales desproporcionadas e innecesarias, pero sobre todo inútiles para revertir incluso informaciones falaces y malintencionadas.
La Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han sostenido que la libertad de expresión debe ser garantizada no sólo para aquellas ideas o informaciones consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para las que ofenden, chocan, inquietan, resultan ingratas o perturban al Estado o a cualquier sector de la población.
En particular, aunque no exclusivamente, deben protegerse los mensajes relacionados con funcionarios o personajes públicos. Por un lado, porque son quienes de modo voluntario se someten a la arena pública a sabiendas de que, por el enorme poder que tendrán, estarán expuestos a un escrutinio más intenso. Por ese poder además poseen una gran capacidad de incidencia en el debate, tanto por el respaldo ciudadano y la credibilidad de la cual pueden gozar como por contar con posibilidades reales y efectivas de participación en ese proceso de comunicación de masas que, en general, no tienen las personas que no ocupan dichas posiciones. Por otro lado, porque las críticas, incluso ofensivas, radicales o perturbadoras, deben recibirse con más y no con menos debate, y es el ciudadano –y no las propias autoridades o personalidades criticadas– quien debe decidir si una idea o información es merecedora de atención y respeto o debe ser descartada.
Quienes resisten la reforma argumentan que la impunidad de la crítica, sobre todo si proviene de grupos mediáticos poderosos, da lugar a descalificaciones constantes, estigmatizaciones arbitrarias, y hasta a campañas mediáticas desestabilizadoras de gobiernos democráticos. Sin embargo, la vía penal no impide la confrontación –en ciertos aspectos, necesaria e inevitable– entre la prensa y los gobiernos. En todo caso, es tarea de quienes tienen mayor responsabilidad pública, producto de la soberanía popular, responder las mentiras, y hasta los agravios y ofensas, con más información, con más tolerancia, con más democracia.
*Abogada de derechos humanos
Fuente: Diario PáginaI12