Por: Osvaldo Ardizzone*
¿Te das cuenta, Juan, la significación que alcanzan algunas fiestas religiosas en nosotros?.- No hay nada que hacer, Juan. La tía Eulalia ya empieza a preguntar los precios del bacalao dos semanas antes. Y el relleno de las empanadas de vigilia... Y el pavo a la manzana para el domingo de Pascuas, más las tortas, los huevos de chocolate para los sobrinos...
¡Qué peso alcanzan las tradiciones en nuestras vidas...! Me acuerdo de mi vida de chiquilín, allá en la Boca... Mi pobre vieja respetaba todo el ritual de la semana, trataba por todos los medios que no pecara violando el menú establecido...
Me llevaba a la parroquia de San Juan Evangelista, que todavía sigue guapeando con su musical campanario que transmitía el eco de sus bronces acariciados por las manos del viejo Don Daniel, a las diez de la mañana del sábado de Gloria. Entonces, con la misma religiosa fidelidad de todos los años, mi vieja me llevaba hasta la pileta de la cocina y me obligaba a lavarme la cara... Y esa ceremonia, Juan, se reproducía en todas las casas de mis vecinos como débiles cómplices de ese místico llamado de las campanas de aquel Don Daniel de las patriarcales y plateadas barbas...
¿No te detuviste a meditar, Juan, en todas esas minúsculas costumbres que concluyen, al cabo, por formar parte de tu vida? Porque era toda la semana de Pascua.
No el pretexto para hacerse "una escapada" a Mar del Plata o a Punta del Este o donde fuere, según la capacidad económica de los eternos turistas y no de todos los comunes asalariados que vos y yo, Juan, conocemos.
Era la respetuosa conmemoración del gran acontecimiento -tal vez el mayor- de la humanidad.
El cine Olimpia en una matinee sin tanto bullicio como cuando las películas de Tom Mix o Chaplin... ¿Vas a ver La Pasión, Pedrito? ¿Vos también, Manolo? Y nos ibamos en barra, con los veinte guitas jugueteando en el bolsillo para la entrada y alguna que otra chirola para un chocolatín... ¿Sabés quien era el caramelero, Juan? El Charro Moreno... ¡Bah...! En ese tiempo era José, que vivía a un par de cuadras de mi casa... ¡Caramelos, chocolatines, pastillas de mente! -era el pregón de José... Pero, como tenía la voz aflautada, todos los atorrantes lo cargaban imitándolo... Hasta que José empezaba a las piñas en medio de la oscuridad.
Hasta que empezaba La Pasión. Entonces, a todos hasta a los más terrajas, les cazaba la pálida, como dicen lo pibes de ahora... Gritábamos cuando ese Herodes mandaba a los soldados romanos a cortarle la cabeza a los pibes recién nacidos... ¡Y la bronca que le tomábamos a ese Pilatos que se lavaba las manos en vez de ayudarlo a Jesucristo! ¡Y ese Judas cuando lo traiciona con un beso al Maestro...! Lloraba, Juan, te juro que lloraba, igual que Pedrito, que Manolo, que la mayoría de los pibes... Cuando llegan al Gólgota... Cuando le clavan la pica...
¿Sabés, Juan, que era para mí Jesucristo, entonces? El muchacho de las películas de aventura... Ese que yo, que todos los pibes queríamos que ganara, que los pise a todos, que no perdonara a nadie... ¿Hay que perdonar, Juan? Sí, porque si no sos capaz de perdonar, tampoco sos capaz de querer. Y si no sos capaz de querer no das nada...
Pero, después empezás a crecer junto con la vida... Y entonces te los vas encontrando a todos, a los buenos y a los bandidos. A Herodes, a Pilatos, a Caifas, a Barrabás, a Judas, a San Francisco, a San Juan Bautista, a Magdalena... ¿Te das cuenta, Juan? De a poco vez que ganan los fuleros que amasijando el último cacho de candor con tanta injusticia, con tanto atropello, con tanto Herodes, con tanto Pilatos, con tantos mercaderes, con tantos fariseos, con tantos adulones de los césares, así, con minúsculas, Juan.
Y, entonces, te preguntás... ¿qué vine a hacer yo aquí, a este planeta? A pasarla bien, a hacerme el otario, a tirarle una piedra más a la pobre Magdalena, a alcanzarle la jofaina, el jabón y la toalla a tanto Pilatos que andan por ahí lavándose las manos, encogiéndose de hombros, caminando en punta de pie, sentado a la diestra del que gana, en la misma poltrona que usaban los ayuda de cámara en el Coliseo, perpetuándose ese funcionario de gran mérito por los servicios prestados que abre la puerta de la jaula de los leones en la hora sangrienta del circo que humilla la condición humana, mientras deleita la sensualidad enferma de las favoritas...
¿Qué vinimos a hacer aquí, Juan? Cada vez que llegan estas fechas que me invitan a viajar a mi mundo de candor, de las campanas de Don Daniel, de mi pobre madre obligándome a que me lave la cara a esa hora en que resucitaba ese Hombre, me vuelvo a preguntar... A jugarse, porque si el Padre se hubiese opuesto a la muerte, listo...
¿Sabés a quien aplaudíamos, Juan, en el cine Olimpia, aquel de los años pibes? A José de Arimatea, a ese tipo que en la calle de la amargura, le da una mano al Flaco... ¡Mirá, Juan, que le digo Flaco con todo el respeto, con religioso respeto! Pero, el resto, la mayoría se abrió... Como siempre, Juan a como casi siempre... Lo mismo que ahora, Juan, aunque la tía Eulalia siga retándome cada vez que lo digo...
Hay Pilatos, tía, siempre los habrá... Son peores que los soplones, tía, porque, al menos, el ortiva, le digo yo, ya está asumido en su papel... Pero, el que se lava las manos cuando ve que están amasijando al de al lado, cuando ve que te ganan con la mentira, con la fuerza, con la plata, con el poder, con el verso, con la demagogia, cuando vos ves que pide una jofaina, un jabón una toalla.
Ya hace muchos años, Juan, que no celebro aquellos ritos de mi mundo pibe... Los he perdido como tantas otras cosas que fui incorporando a mis sentimientos, Aunque, a veces, como ahora, me pregunto si no habrá sido en vano que el Flaco se inmolara en el Gólgota ya que el Papá disponía del poder divino para impedirlo.
¿Y mis candorosas lágrimas de mi matinee del Olimpia? ¿Y las siete iglesias llevado por la mano de mi madre? ¿Y las campanas que echaban a volar las manos musicales del viejo Don Daniel a las diez de la mañana del sábado de Gloria anunciando la resurrección del Hombre? ¿Y mi madre lavándome la cara en la pileta de la cocina? ¿Y las empanadas de vigilia, el bacalao a la española, el domingo de Ramos, la mesa especial del domingo de Pascua, el pavo a la manzana, la torta de crema, el trébol de cuatro hojas elaborado como un amuleto que mi desamparado asombro se encontró en un huevo de chocolate?... No sé si podría volver aquella Pasión con la misma desprevenida ingenuidad... La misma vida, ésta que transito todos los días, me obliga a contemplar los mismos crueles crímenes, las mismas intrigas, los mismos apetitos de poder, las mismas torturas, la misma manera de lavarse las manos, la misma impermeabilidad de ciertos jueces, ante la arbitrariedad de los poderosos...
Juan... la tía Eulalia me pidió que te invitara el domingo... Trae un par de botellas de vino espumante. A la tía le gusta, aunque cada día es más difícil ese tipo de placeres para el paladar... Ella preparó unas empanadas, un pavo a la manzana, una torta de crema. Yo, ahora, me voy a comprar un huevo de Pascua. Esos de chocolate... En una de esas ¿quién te dice que me saco otra vez el trébol de cuatro hojas como cuando era pibe? Traela a la Olga, al Carlitos y a la novia...!
¡Si al menos todo esto, Juan, sirviera para que esto componga un poco! Chau, Juan, chau. Felices Pascuas a todos... Se dice así ¿no, Roberto Benedetto? ¡Y vos que andás sin laburo, con tu nena y tus veinticinco años...!
*Publicado en abril de 1981 en la Revista Goles.