El presidente de TelAm envió una carta al titular de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas, Lauro Laiño. El texto completo.
Me dirijo a usted en mi carácter de presidente del directorio de TelAm Sociedad del Estado, que como otras agencias de noticias reviste carácter de socio adherente de AdEPA.
El motivo de esta carta es un párrafo incluido en el documento de AdEPA emitido el 24 de abril de 2009 en materia de libertad de prensa e información.
Dice el párrafo en cuestión: “Como muchos otros países de nuestro continente, la Argentina padece una baja calidad institucional. La vigencia de una democracia formal no alcanza a disminuir la falencia de su funcionamiento por defección de algunos de sus protagonistas”.
Creía que la expresión “democracia formal” estaba desterrada del vocabulario argentino, pero veo con asombro que sobrevive. Si vivimos en una “democracia formal”, ¿eso quiere decir que la democracia argentina no es real?
La frase “democracia formal” está vinculada a una historia muy triste de la Argentina.
El nacionalismo integrista y de extrema derecha siempre criticó a la democracia como un régimen presuntamente formal y vacío, desprovisto en su secularidad de los valores absolutos típicos de los regímenes autoritarios o teocráticos. Por eso apoyó con entusiasmo los golpes de Estado.
Los golpistas que se definían a sí mismos como de cuño “liberal” también solían proclamar que su función histórica sería la reposición de una “verdadera” democracia. La última dictadura se autotituló “Proceso de reorganización nacional”.
En la vieja tradición política de nuestro país, incluso sectores de la izquierda y de lo que hoy se llama centroizquierda acostumbraban criticar la supuesta formalidad de la democracia. El argumento era que, como unas clases oprimían a otras, la democracia constituía una simple cáscara que disfrazaba los verdaderos intereses de los sectores dominantes en la sociedad y por lo tanto daba lo mismo vivir con esa cáscara que sin ella.
Aun sectores del nacionalismo de raigambre popular calificaban de “formal” a la democracia. Aludían así a la permanencia de profundas injusticias sociales aun en medio del régimen democrático.
Las críticas son diferentes, por supuesto, porque solo fueron los golpes los que de verdad acabaron con períodos democráticos. Sin embargo, los cuestionamientos a la democracia colocándole peyorativamente adjetivos que la descalifican apuntan a presentar a la democracia como una máscara, un disfraz o una simple forma sin contenido alguno.
El gran cambio en esa manera de pensar se produjo a partir del 10 de diciembre de 1983, cuando terminó la última dictadura. No fue un cambio caprichoso. Este período democrático que vivimos hoy y que ya superó los 25 años es posterior a la dictadura más sistemáticamente cruel de la historia argentina, la que entre 1976 y 1983 mató, secuestró, torturó, falseó documentos, ocultó pruebas y robó bebés a sus padres en cautiverio. La evaluación de esa dictadura como una tragedia inigualable llevó a la mayoría de los argentinos a un acuerdo implícito: de ahí en adelante, la democracia debía concebirse sin adjetivos que le quitaran valor. Debía ser un bien social inalterable y no un simple momento de la historia al que unos u otros tenían solo la obligación de tolerar. Quedaba claro, de una vez y para siempre, que la democracia era una casa común cuya destrucción, en el pasado, había significado la pérdida de derechos elementales, el primero de ellos el derecho a la vida y a la integridad física.
Así surgió una nueva cultura política y la palabra “democracia” perdió la compañía de los adjetivos que la descalificaban. Raúl Alfonsín en sus discursos como primer presidente democrático de la nueva etapa, el peronismo renovador, el centroderecha sin compromisos con la dictadura, la izquierda y la centroizquierda actualizadas, los organismos de derechos humanos, todos fueron construyendo esa nueva cultura.
Con sus más y sus menos, la Argentina vive desde 1983 un período profundamente democrático. Tan democrático que logró sobrevivir a uno de sus grandes desafíos: a fines del 2001 y principios del 2002, el país superó institucionalmente y con madurez una crisis política, económica y social --que fue también una crisis humanitaria, por sus muertos y sus desocupados--, que en otra etapa de la historia seguramente habría terminado con las propias instituciones.
Calificar esta democracia de “formal” es un insulto al pueblo argentino, al voto popular y a nuestros padres fundadores.
Afortunadamente la democracia es tan sólida que puede soportar hasta los peores insultos. Una evidencia más de que la libertad de expresión está firme como nunca.
Fuente: TelAm