El New York Times ofreció la evidencia de que el que no se rinde e invierte en la materia prima principal, los documentos y la verificación, se lleva el gato al agua
Cuando el periodismo se enfrentaba al momento culminante de su lucha por ser lo que fue, antes de que empezaran a circular los rumores del desastre que arrasó redacciones e incluso vocaciones que parecían irreductibles, fui enviado a hablar en Nueva York con dos grandes artífices del periodismo del pasado, Harold Evans, que había sido el mejor director de periódico de Gran Bretaña (y del mundo), y Ben Bradlee, que fue, y con eso lo decimos casi todo, el que inspiró el Washington Post de Todos los hombres del presidente.
Más cerca de este momento, hace unos meses, estuve con uno de los sucesores de Bradlee, Martin Baron, a quien entrevisté para este periódico con el objeto de saber de dónde venía el penúltimo éxito periodístico de un profesional anglosajón, pues él fue, en el Boston Globe, el protagonista de una investigación periodística que dio de sí luego, la película Spotlight. Un grupo nutrido de sacerdotes católicos salió escaldado de esa investigación, y el cine ayudó a mostrar el resultado en imágenes lo que antes fue papel puro, diseño, verificación y documentos.
Naturalmente, el héroe de todos los héroes del periodismo de la segunda mitad del siglo XX fue sin duda Ben Bradlee. Su trabajo fue constante en pos de una información que resultaba esquiva y que le llegó, por el azar que bendice a los principiantes, gracias a la tozudez de dos muchachos reporteros que en la pantalla fueron los muy batalladores Dustin Hoffman y Robert Redford.
Ben Bradlee se parecía, cuando lo vi, ya mayor, en su pequeño despacho del Washington Post; sin vanagloria y, además, sin hacerse protagonista de aquel éxito periodístico que aun hoy se enseña en las escuelas de todo el mundo, tenía prevenciones con respecto al futuro que entonces se abría paso y que hoy es la absoluta realidad a la que se enfrenta el oficio.
Tan solo esperaba, me dijo, que este futuro de hoy, lleno de redes y de enredos, no lo tuviera a él a bordo. Murió cuando ya estaba inundado el mundo del periodismo del infierno tan temido por él, que ahora, salvo excepciones, muerde las canillas hasta de los canillitas, como llaman (¿llamaban?) en Argentina a los que vendían el papel impreso por periodistas por las calles.
Nostalgias (lícitas) aparte, ahora ese periodismo que no quería Bradlee que dejara de existir, que su sucesor Baron puso en pie todavía en los tiempos actuales, y que Harold Evans reivindicó haciendo en Internet pruebas de que el periodismo podía hacerse también, y muy bien, reflejando la realidad sin aceptar los chantajes del cotilleo universal que ahora acecha con risas y fiestas.
En ese universo que unos temieron y otros desafiaron, y en el que ganaron y perdieron las distintas generaciones, los viejos y los jóvenes, los que ya se cansaron y los que no se han cansado, aparecieron en todas partes, en las guerras y en la paz, algunos desafíos que han puesto a prueba el periodismo.
Por ejemplo, el periódico de periódicos, el New York Times, ofreció la evidencia de que el que no se rinde e invierte en la materia prima principal, los documentos y la verificación, se lleva el gato al agua.
En el caso más notorio de la presente égida, aceptó que unas jóvenes periodistas investigaran el gran escándalo de la producción de cine de nuestros tiempos, les dio amplio margen, les permitió viajes, puso a su disposición asesores legales, sus directivos les dejaron hacer e incluso alguno de ellos les ayudó, en último término, a hacer el último editing de su trabajo histórico. Pues fue el que esas reporteras firmaron para poner en evidencia los datos de las barbaridades de un bandido contemporáneo, Harvey Weinstein.
Este sátrapa que ahora pena cárcel hizo de su poder para contratar y despedir a jóvenes actrices o a empleadas de sus distintas oficinas en todo el mundo si éstas no se plegaban a requerimientos sexuales que él ejecuta como quien se da una ducha. Y muchas duchas se dio mientras esas mujeres sometidas a su poder tiritaban en espera de huir o de resarcirse.
Apoyado por abogados con tan pocos escrúpulos como él mismo, trató por todos los medios que fuera papel mojado, es decir inútil, el esfuerzo de las reporteras. Éstas habían recibido de sus jefes una indicación: que siguieran dos mandamientos para contar la historia de esta sin descuidar dos elementos fundamentales del periodismo: la verificación y los documentos.
Dicho eso entonces y repetido ahora en la película que se acaba de estrenar en España y que en sí misma es una lección de periodismo significa mucho más que lo que cabe en un filme: es una exigencia que nos obliga a los periodistas a seguir abundando en los viejos adagios del oficio, refrescados por aquel maestro italiano, Eugenio Scalfari: “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”.
Naturalmente, eso no es nada si no lleva sustancia, metralla, en las alas, pues lo que aquella directora les exigió a las dos reporteras, cuando éstas se hallaban en la mitad de la investigación y habían recibido más silencios que palabras de las víctimas de Weinstein, fue que cuidaran precisamente la almendra del oficio, las respuestas a la pregunta qué pasó de veras. Con documentos. Verificados.
Cuando escuché esa admonición profesional en seguida vino a mi memoria el libro más subrayado que hay en mi estantería, Los elementos del periodismo, de Bill Kovach y Tom Rosenstiel, cuyo núcleo parte de lo que hoy podría tenerse como una especie de fetiche obsoleto.
Entre esos elementos del oficio, ambos estudiosos del oficio citan los que siguen: “La primera obligación del periodismo es la verdad. Debe lealtad ante todo a los ciudadanos. Su esencia es la disciplina de la verificación. Debe mantener la independencia con respecto a aquellos de quienes informa. Debe ejercer un control independiente del poder”.
Es una película, no es un espectáculo, es una materia para reflexionar, para que los periodistas y los ciudadanos de cualquier carácter se vayan a casa, escuchen las noticias o las vean y se vayan luego a la cama con la duda que, sin remedio, hoy cae sobre lo que hacemos los periodistas, si, como quería aquella directora de la película, una mujer rubia y veterana, que trabajaba como si no tuviera que alzar la voz para preservar la voluntad de una periodista que no quiere vacíos en las noticias, lo que hacemos también responde a la verdad. La verdad, ese instrumento que los periodistas debemos guardar como se guarda en París el metro iridiado que sirve para medir todas las cosas.
Es una película, digo, y es una lección. Weinstein está en la cárcel, con él está el espíritu de quienes le ayudaron a mentir y a destruir vidas que en la realidad (y en el filme) lloran, mujeres heridas por uno de los males de todos los tiempos, la falta de respeto por los derechos de los ciudadanos de cualquier sexo, obligados por el poder de la maldad a aceptar en silencio la satrapía.
La directora de la película se llama María Schrader. Entre los productores anoté el nombre de Brad Pitt. Debo decir que mientras vi la película, y ahora que escribo de ella, me acordé también de estos nombres propios: Ben Bradlee, Harold Evans, Martin Baron. Y del enorme legado simple de Los elementos del periodismo de Kovach y Rosenstiel: los conceptos verificación y documentos. Casi nada como materia prima de las noticias.
Imagen: Fidel Sclavo
Fuente: Diario Clarín