Por Víctor Abramovich *
La iniciativa del Gobierno de enviar al Congreso un nuevo proyecto de ley de radiodifusión generó una reacción adversa de numerosos medios y periodistas. No ha contribuido al debate la presentación de esta iniciativa durante del conflicto del Gobierno con el Grupo Clarín, en un clima caliente por la reacción de algunos funcionarios ante la cobertura de prensa del paro del campo.
Pareciera que en esta disputa se contraponen dos visiones de la libertad de expresión: una que la concibe como un derecho civil que impone sólo límites a la acción arbitraria del Estado y otra que la define como un derecho social, que obliga al Estado a garantizar el acceso plural a la esfera pública, restringiendo el poder de los grandes medios. Se trata de un escenario polarizador casi de guerra fría, que no admite una mirada completa del problema. Lamentablemente, en varios países de la región se ha ido consolidando una agenda liberal y una agenda social sobre la libertad de expresión. Ambas se contraponen y cada una le cierra el paso a la otra.
Ambas posiciones tienen algo de razón. El problema es que iluminan sólo un aspecto parcial del problema. El derecho a la libertad de expresión debería ser pensado como una moneda de dos caras. Se trata de un derecho que impone al Estado obligaciones negativas que funcionan como límites para impedir su arbitrariedad: no interferir con el trabajo de los periodistas ni con la línea editorial de los medios, no establecer mecanismos de censura directa o indirecta, no obstruir el acceso a la información pública. Pero también le fija al Estado ciertas obligaciones positivas que funcionan como un programa de acciones y de políticas: garantizar el acceso igualitario a la esfera pública, definir espacios de expresión para los sectores sociales con dificultades expresivas, evitar los monopolios y la concentración de los medios de prensa.
Esta doble dimensión de la libertad de expresión ha sido afirmada en numerosos precedentes jurisprudenciales de tribunales constitucionales y del sistema interamericano de derechos humanos. Esas obligaciones positivas y negativas pueden entrar a veces en tensión. Por ejemplo, si un Estado busca pluralidad a través de la censura o el control de la línea editorial de un medio. O, en sentido inverso, si invoca la libertad de prensa para tolerar situaciones de dominio de grupos periodísticos afines. Es un tema complejo, que debe ser examinado con cuidado en cada política y en cada diseño normativo. Pero se trata de un dilema similar al que enfrentan los Estados democráticos para garantizar derechos sociales sin violar derechos civiles y derechos civiles sin afectar derechos sociales. Ambos derechos son rasgos de identidad de nuestro sistema político y constitucional.
El debate sobre el proyecto de radiodifusión posiciona a los diversos sectores en una u otra lectura del derecho. Cada cual ilumina una sola cara de la moneda. Los dueños de los medios sólo quieren hablar de respeto a la prensa. El Gobierno sólo se define como promotor del pluralismo.
Es indudable que el Estado podría cumplir mejor su rol de protección de la libertad de expresión si se revisara en el Congreso la vieja Ley de Radiodifusión de la dictadura. Esa ley es fruto de otro tiempo, de otro sistema de valores y de otra lógica política. Esta revisión legislativa debería servir para un debate serio sobre el papel del Estado y de los medios de comunicación en la configuración de los espacios de deliberación democrática.
Pero también es importante pensar que en nuestro país existen algunas tareas pendientes para consolidar el derecho a la libertad de expresión como un límite al Estado, para impedir acciones públicas arbitrarias que obstaculizan la expresión y el debate abierto. Si bien no existe la censura ni se amenaza la vida o integridad física de los periodistas, resta definir cambios institucionales indispensables. Podríamos listar rápidamente algunos: fijar criterios objetivos y razonables para la distribución de la publicidad oficial; establecer un régimen que garantice el acceso amplio y sencillo a la información pública; definir un sistema estadístico confiable y autónomo del gobierno, despenalizar conforme a los estándares internacionales la crítica sobre asuntos de interés público.
No se trata de contraponer la agenda liberal sobre libertad de expresión a la agenda social. Es posible que si avanzamos simultáneamente en ambas agendas, logremos bajar la polarización política y abrir el camino a transformaciones profundas.
* Profesor de Derecho en las universidades nacionales de Buenos Aires (UBA) y de Lanús (UNLa).