Por Sergio Carreras, La Voz del Interior. Foto: EFE
Conocemos a tan pocos polacos que, si cerramos los ojos, no es difícil que la memoria auditiva nos convenza de que estamos escuchando al papa Karol Wojtyla. En un español que choca de frente contra las erres y pasea una aspiradora sobre las jotas, Ryszard Kapuscinski habla sobre periodismo frente al cuidadoso silencio que sostenemos una quincena de periodistas de diferentes países latinoamericanos, atraídos hasta Caracas por el imán de su ¿historia? ¿trabajo? ¿aventura?
Todos acabamos de leer y releer media docena de los libros del polaco –no el papa sino Kapuscinski– y sabemos que este señor de 73 años sentado junto a nosotros, corbata, saco y camisa a cuadros, que habla en un tono de voz tenue, como queriendo hacer pasar inadvertida su presencia, no tiene nada que ver con Kapuscinski. No es Kapuscinski; claro que no.
El verdadero Kapuscinski es ése que atraviesa a ciegas el desierto del Sahara sentado al lado de un camionero que habla un dialecto inentendible; es el que recorre las aldeas etíopes cuyos habitantes mueren en masa por la hambruna o las epidemias y, conmovido, le regala lo único que lleva, una tira de aspirinas, al jefe de la tribu; es el corresponsal al que le hacen saltar los dientes y le amoratan los ojos a trompadas y culatazos los soldados de ejércitos nigerianos clandestinos que vigilan los caminos.
El Kapuscinski real atraviesa Tegucigalpa caminando en la mayor oscuridad, para poder enviar el telegrama con la noticia de que estalló una guerra luego de un partido de fútbol; es el mismo Kapuscinski al que muerden los escorpiones, lo atrapa la malaria y la tuberculosis, se salva de confundir con un cenicero la cabeza de una cobra que duerme bajo la cama de su tienda, se muda a un cuchitril en un callejón africano de Lagos: ése es Kapuscinski, ¿o no?
Sin grabadores
Con más de una veintena de libros publicados luego de varias décadas de trabajo como corresponsal en diversas regiones del Tercer Mundo, apabullado de premios internacionales y honoris causa, Ryszard Kapuscinski además suele cargar, acorde al entusiasmo creciente de sus críticos, con el título pesado de Mejor Reportero del Siglo 20.
Semejantes antecedentes, forjados en la cobertura de dos decenas de revoluciones, guerras y golpes de Estado, van de la mano del más llano estilo de trabajo. En la charla en Caracas, cuenta que jamás usó grabador, que escribió todos sus libros con una clásica máquina de escribir y le rehúye a las computadoras, que no hace anotaciones durante las entrevistas; que, en realidad, jamás hizo una entrevista en toda su carrera, al menos no en la forma en que estamos acostumbrados a verlas: un tipo que hace preguntas preparadas a otro que las responde. “No, yo no descargo cuestionarios sobre las personas. Yo converso”, dice.
Si Kapuscinski comenzara su carrera hoy, tendría escasas posibilidades de conseguir una pasantía en un medio. Además, si de quemar lustrosos manuales de estilo periodístico se trata, Kapuscinski recalca que no usa citas textuales en sus notas “para no interrumpir la prosa”. Ni hablar de los meneados códigos de ética: “No responden a las situaciones concretas con que uno se enfrenta en el trabajo. Ahí, el único código válido es nuestro corazón”.
Kapuscinski nació en la ciudad de Pinks, en 1932, en una familia pobre, y a los 19 años se graduó como historiador en la Universidad de Varsovia, ciudad donde sigue viviendo hasta hoy. Aunque, para ser precisos, Kapuscinski es más un habitante de aviones, de salas de espera en los aeropuertos, en los hoteles de diversos lugares del mundo desde donde es requerido para conferencias, seminarios, entregas de premios.
¿Es atractivo?
“Sí, sí tengo vida familiar; siempre me preguntan eso”, responde. “Tengo esposa, hija y un nieto. En cierto sentido llevo dos vidas: una en Varsovia, cuando escribo, y otra cuando viajo. Nunca hago las dos cosas a la vez”. Las anécdotas alrededor de esa vida de corresponsal permanente son variadas. Una cuenta que Kapuscinski, en una larga ocasión, estuvo cinco años sin ver a su esposa. Otra, que un colega colombiano recibió una llamada, desde Varsovia, en la que ella, sin otra fuente a la que recurrir, intentaba saber en cuál rincón del mundo se encontraba su marido.
Los conceptos alrededor del periodismo con los que insiste desde sus libros reivindican una idea humanista de la profesión y son una crítica a las prácticas industriales de los medios masivos, construida en base a su experiencia de periodismo participante. “Hoy –dice– el periodismo es más una profesión de masas, menos aristocrática. Antes se era periodista para toda la vida y hoy es una profesión más. Los dueños de los medios hoy no son periodistas sino hombres de negocios, por eso corrompieron la profesión. Preguntan cuánto tiraje tienen, cuánta gente los lee o los ve, pero no hablan sobre la calidad, si un texto está bien escrito, si hay detrás una pluma talentosa; sólo ven si lo compran o no, si lo miran o no. Apuntan a captar un auditorio de masas; lo único que los conmueve es el dinero. Antes, lo primero que preguntaba un editor ante un hecho era: ‘¿Es verdad?’; en cambio, hoy pregunta: ‘¿Es atractivo?’”.
“En realidad –continúa en su mismo tono de voz– el periodismo no es una profesión, no es como ser ingeniero o ser médico o arquitecto, profesiones en las que se requiere un título que acredita un conocimiento básico gracias al cual, aun sin posterior perfeccionamiento, los puentes que construyan no se van a derrumbar, los edificios no se van a caer. Pero en el periodismo la experiencia no se acumula, nunca sabemos en realidad qué hacer, cómo actuar o escribir. En cada artículo, cada reportaje, cada crónica siempre estaremos empezando de nuevo, desde cero. Los estudios nunca se acaban porque el periodismo se ocupa de nuevos datos, nuevos hechos, nuevos problemas. Eso impone estudiar permanentemente y de todo”.
Para el reportero polaco “el que no considera que ser periodista es la única manera de vivir, debe dejar de ser periodista. No pertenece a esto. Uno debería probar antes cualquier cosa, cualquier trabajo y, al final, si en ninguno anduvo, debería intentar con el periodismo. Esta es una profesión muy mal pagada, de mucha responsabilidad y poco dinero. Los más grandes periodistas no son ricos, esto no sirve para hacerse rico, pero si hay uno que piense que no es fascinante, debe abandonarlo”.
Sucede que el verdadero Kapuscinski, el aventurero, el temerario, el viajero incansable, en realidad es, también y fundamentalmente, un periodista romántico y un humanista militante comprometido con las realidades que testimonia y que no justifica a aquellos que se detienen sólo en la cáscara de las cosas.
No entiende, por ejemplo, cómo algunos corresponsales pueden decir que estuvieron en Dubai o en Argel si jamás abandonaron sus hoteles cinco estrellas ni las zonas “occidentales” de ese tipo de ciudades. No entiende que haya reporteros que puedan hablar sobre personas a las que no conocen profundamente, o sobre la vida en África sin haber conocido lo que es tomar un té calentado entre piedras, en una choza de barro.
Tiempo de incomprensiones
A la hora de enumerar sus incomprensiones, no es difícil descubrir a partir de la lectura de sus libros que el polaco odia la televisión y sus programas y sus presentadores, que detesta las computadoras y no soporta los centros de compras desmesurados y el exacerbado consumismo estadounidense; que lo sacan de las casillas los tipos protegidos detrás de un escritorio y que, si pudiera, aboliría la esclava forma occidental de relacionarse con el tiempo.
“Para mí –dice en Lapidarium IV– la pregunta más importante del siglo 21 es esta: ¿qué hacer con la gente? No cómo alimentarla o cómo construirle escuelas y hospitales, sino ¿qué hacer con ella? Sobre todo, cómo proporcionarle una ocupación. La imagen que más impacta cuando se viaja por África, Asia o América latina no es otra que la de millones –decenas de millones– de personas inactivas”.
A la hora de escribir sus reportajes, Kapuscinski encontró sus maestros en la literatura. “El lenguaje periodístico es muy limitado y estereotipado. ¿Cómo describir con sus pobres fórmulas los olores de un jardín, la atmósfera de un pueblo, la belleza de una montaña? Por eso usamos herramientas de la ficción y un requisito de todo buen periodista es leer mucha ficción.
El futuro del reportaje periodístico es el reportaje-ensayístico, no el descriptivo. En la era de la television, frente a los peligros de un periodismo superficial, manipulado e ignorante, uno debe plantearse un periodismo profundo. Hay que ser curioso y trabajar mucho. Tengo que saber 100 veces más que el lector para interesarlo en un tema, y hoy los lectores están cada vez más informados”.
El taller en Caracas, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, giró alrededor del tema periodismo de fronteras. Kapuscinski no deja de anotar cada neologismo y localismo que detecta en las conversaciones.
Está investigando para un reportaje sobre América latina. Al mismo tiempo, escribe su sexto libro de la serie Lapidarium y acaba de publicar un nuevo libro de poesías. Dice que jamás vuelve a leer sus libros y que ya olvidó todo lo que escribió. “El ritmo de la escritura nos lleva. Es como el ritmo del mar. Encontrarlo es un trabajo duro y penoso y todo el tiempo vivo en una enorme tensión, un enorme estado de miedo. Uno está en manos de fuerzas misteriosas que lo manejan y con las cuales es difícil discutir. En el momento en que me siento con un papel y un lápiz, soy la persona más humilde del mundo”.