Por: Raúl Zibechi
El problema ahora es cómo enfrentar la ofensiva de las derechas con sociedades despolitizadas y desorganizadas, porque la izquierda dilapidó la energía social acumulada bajo las dictaduras
En la medida que el ciclo progresista latinoamericano se está terminando, parece el momento adecuado para comenzar a trazar balances de largo aliento, que no se detengan en las coyunturas o en datos secundarios, para irnos acercando a diseñar un panorama de conjunto. De más está decir que este fin de ciclo está siendo desastroso para los sectores populares y las personas de izquierda, nos llena de incertidumbres y zozobras por el futuro inmediato, por el corte derechista y represivo que deberemos afrontar.
Decir progresismo suena demasiado vago, porque en esa categoría pueden entrar procesos bien distintos. Entiendo por progresismo aquellos gobiernos que han intentado cambios en lo que fue el Consenso de Washington, pero nunca aspiraron a trascender el capitalismo en su fase extractiva y financiera.
Los gobiernos de Brasil, Argentina, Uruguay, Chile y Ecuador, así como Paraguay cuando fue gobernado por Fernando Lugo, entran de lleno en esa categoría. Los de Venezuela y Bolivia merecen un trato aparte, ya que han declarado su voluntad de trascender la realidad que heredaron y no sólo administrarla.
¿Porqué incluir al gobierno ecuatoriano de Rafael Correa en esa lista? Porque la relación con los movimientos sociales hace la diferencia. Los movimientos populares de Ecuador, indígenas, obreros y estudiantiles, están convocando un gran paro nacional para el 13 de agosto contra un gobierno autoritario, que persigue a dirigentes y organizaciones populares.
En toda la región sudamericana arrecian las campañas de las derechas mediáticas y los grupos empresariales, alentados por los Estados Unidos, para modificar los equilibrios de fuerzas a su favor. Pero asistimos también a una reactivación de los movimientos populares, de modo particular en Brasil, Chile, Ecuador y Perú, siempre en contra de un modelo que sigue concentrando la riqueza y frente a gobiernos que no han realizado cambios estructurales.
A mi modo de ver, es en Brasil donde se está produciendo un debate más profundo sobre los doce años de gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) encabezados por los presidentes Lula da Silva y Dilma Rousseff. Quizá porque Brasil representa la mitad de la región sudamericana en términos de población y producción, por su innegable trascendencia regional y global y, sobre todo, porque el PT fue creado desde abajo por sindicalistas, exguerrilleros y comunidades eclesiales de base, siendo el mayor partido de izquierda de América Latina, el impulsor de los foros sociales con los movimientos y del Foro de São Paulo con los partidos de izquierda.
El filósofo marxista Paulo Arantes, situado a la izquierda del PT y referente de buena parte de los debates sobre las izquierdas, sostiene que el país y la izquierda están cansados y exhaustos. «Agotamos por depredación extractivista el inmenso reservorio de energía política y social almacenada a lo largo de todo el proceso de salida de la dictadura», sostiene en una de sus últimas intervenciones (“Correio da Cidadania”, 15 de julio de 2015).
La energía agotada es de carácter ético, es la que permitió la creación del PT, de la central sindical CUT y del Movimiento Sin Tierra, las principales organizaciones sociales y políticas del país. La exigencia de resultados rápidos, «un deterioro social jamás visto», que resume en «el derecho de los pobres al dinero», es en su opinión una de las claves del fin de ciclo al que se asiste. Donde siempre se había priorizado la dignidad de la clase trabajadora, aparece una gama de preocupaciones que se centran en administrar en vez de vez de transformar, apostando todo al crecimiento de la economía, sin más objetivos.
El sociólogo Francisco de Oliveira es uno de los intelectuales más respetados, fue fundador del PT en los estertores de la dictadura (1980) y luego del PSOL (Partido Socialismo y Libertad) cuando el Gobierno de Lula implementó reformas neoliberales (2004). Acuñó e concepto de «hegemonía al revés» para explicar cómo los ricos consentían ser políticamente conducidos por los dominados, con la condición de que no cuestionaran la explotación capitalista. En su opinión eso sucede tanto en Brasil como en Sudáfrica bajo los gobiernos del Congreso Nacional Africano.
En un artículo de 2009 realizó una afirmación valiente y polémica: «El lulismo es una regresión política» (Piauí, octubre de 2009). En aquel momento, el último año del segundo Gobierno de Lula, la afirmación parecía fuera de lugar, aunque muchos brasileños de izquierda la compartieron. De hecho, en las elecciones presidenciales de 2006 Heloísa Helena (expulsada del PT por negarse a votar la reforma previsional) obtuvo 6,5 millones de votos como candidata del PSOL, casi el 7% de los votos totales.
Seis años después de aquella sentencia, en medio de un ajuste neoliberal que vulnera derechos sociales y con un escándalo de corrupción alucinante (Dilma reconoció que los dineros sustraídos equivalen a un punto del PIB), podemos volver a preguntarnos si el progresismo fue una regresión o un paso adelante.
Uno de los argumentos centrales de De Oliveira es que los gobiernos de Lula y Dilma provocaron una gran despolitización de la sociedad, en gran medida porque la política fue sustituida por la administración y porque «se cooptaron centrales sindicales y movimientos sociales, entre ellos el Movimiento de los Sin Tierra, que aún resiste».
En este punto, los análisis se bifurcan. No sólo en Brasil sino en la izquierda de toda la región. Una parte sostiene que los gobiernos progresistas fueron un avance, siendo su principal argumento que redujeron la pobreza llevándola a los niveles más bajos en la historia reciente. En esa reducción aparecen dos elementos a considerar: por un lado, el crecimiento económico permitió que más personas se incorporen al mercado de trabajo. Por otro, las políticas sociales y el aumento del salario mínimo jugaron un papel indudable en la caída de la pobreza.
Pero otro sector, en el que me incluyo, argumenta que no hubo cambios significativos en la desigualdad, ni reformas estructurales, que hubo desindustrialización y se registró una re-primarización de las economías (centralidad de las exportaciones de bienes primarios). En este sentido se puede afirmar que el progresismo no fue un avance.
Pero ¿fue un retroceso como argumenta De Oliveira? Si colocamos la política en el centro, las cosas cobran otra tonalidad. La política, desde una mirada de izquierda, gira en torno a la capacidad de los sectores populares de organizarse y movilizarse para debilitar al poder económico y político, y abrir así las posibilidades de cambios. Desde este punto de vista, la energía popular latinoamericana ha sido fuertemente desgastada por el progresismo. Las grandes movilizaciones de junio de 2013 en Brasil, que fueron criticadas por el PT porque supuestamente favorecen a la derecha, son claro testimonio de los cambios que hubo arriba y abajo.
El problema ahora es cómo enfrentar la ofensiva de las derechas con sociedades despolitizadas y desorganizadas, porque la izquierda dilapidó la energía social acumulada bajo las dictaduras. No es, por cierto, la única región del mundo donde esto sucede.
A tres décadas de distancia, ¿la llegada del PSOE al gobierno del Estado Español, fue un paso adelante o un retroceso? No pretendo comparar al socialismo europeo con el progresismo latinoamericano, sino reflexionar sobre cómo se produjo la pérdida de la energía social, en ambas situaciones.
Fuente: Gara