El odio es una enfermedad grave que no recibe esa consideración como problema de salud pública. Tanto es así que prácticamente no existen investigaciones sanitarias sobre la prevención, el diagnóstico y el tratamiento del odio. En cambio, si echamos un vistazo a los medios de comunicación, comprobamos que el odio o, más bien, las consecuencias del mismo, nutren un gran número de sus noticias. Los sucesos del 11-S en Nueva York, 11-M en Madrid y 7-J en Londres y los homicidios por violencia doméstica constituyen la parte visible del "iceberg del odio". Visualizan una tendencia que, aparte de su constante repercusión mediática, está muy presente en nuestra cotidianidad política, laboral y familiar. En otras palabras, y desde una perspectiva epidemiológica, el odio es una enfermedad social que afecta a la salud de las personas y que es muy prevalente en las sociedades modernas.
El sujeto que odia persigue, en pensamiento o acción, la destrucción del sujeto u objeto en el que proyecta su odio, lo que suele generar un doble problema de salud: en la persona que odia y en la odiada. Cualquier estrategia orientada a esa destrucción, incluida la mentira, le es válida al que odia, tanto, que suele acabar creyéndosela como argumento para ganar adeptos y justificar pensamientos y acciones violentas. Hay personas que odiar es lo que mejor saben hacer y en la práctica del odio refuerzan su carácter y su personalidad.
El odio es un sentimiento irracional que anida en un sujeto excesivamente poseído y convencido por su razón y su visión de las cosas. Genera violencia y, por lo tanto, tiene que ser abordado como cualquier problema de salud pública mediante estrategias de prevención primaria, secundaria y terciaria. La prevención primaria actuaría sobre las causas y el malestar que genera el odio, mientras que la secundaria lo haría sobre aquellas que lo convierten en un acto violento; la terciaria intentaría limitar el daño causado por las consecuencias del mismo. Las visibles y graves consecuencias del odio han promovido un abordaje basado en estrategias educativas de base científica escasa o en medidas represivas.
Ninguna de ellas ha demostrado gran eficacia, entre otras posibles hipótesis, porque el odio es un sentimiento que se retroalimenta y reproduce constantemente, necesita confirmarse de forma continuada, cohesiona grupos cerrados y se crece ante la presencia del sujeto odiado. Por ello quizá convendría abordar el estudio del odio desde una perspectiva más científica que, aparte de evaluar los resultados obtenidos por la adopción de intervenciones sociales o represivas de prevención primaria, valorara la utilización de pruebas diagnósticas y tratamientos farmacológicos específicos.
El odio constituye un problema de salud mental, que está relacionado con rasgos de tipo fóbico y obsesivo. Las personas que odian tienen alterada la capacidad de percepción y juicio, por lo que convendría evaluar si los sujetos que lo padecen presentan una alteración en los neurotransmisores cerebrales propios de esas condiciones clínicas. El objetivo de la prevención secundaria consistiría en detectar y diagnosticar el odio y, así, poder tratarlo. Para ello se necesitan estudios científicos para los que el tamaño de la muestra no tendría que ser un problema.
La presencia cotidiana del odio ha supuesto que la generación de nuestros hijos crezca normalizándolo y que puedan pensar que la violencia es un sentimiento y un patrón de actuación propio del ser humano e, incluso, adecuado cuando las personas o instituciones tienen que resolver disparidades de criterio o disputas. Un ejemplo de ello lo vemos en las denominadas películas o series para niños. No se puede considerar una película recomendable para niños aquella en que en las primeras escenas matan a la madre y a todos los hermanos del protagonista. Si eso es así, ¿por qué cambiar de opinión cuando esa película se llama Buscando a Nemo? Este mismo argumento puede aplicarse a la mayor parte de la publicidad, juegos de ordenador y series etiquetadas como "aptas para el público infantil".
Los niños y jóvenes adultos crecen socializándose con personajes y situaciones en donde el odio y la violencia son la norma, por lo que, posiblemente, una estrategia efectiva de prevención primaria debería cuestionar el actual modelo educativo y enfatizar en las aulas estrategias específicas para convertir a nuestros hijos en ciudadanos cívicos y democráticos. Las escuelas deben asumir la responsabilidad moral de educar ciudadanos responsables y no transferir ésta a las familias. Poseen la experiencia, los profesionales y el tiempo para hacerlo.
La relativización e indiferencia moral que generan el odio dificultan la prevención.Pensar que el problema del odio se va a solucionar en las familias o con represión es un error que ya han cometido otros países, sobre todo si se tiene en cuenta que el odio es una enfermedad mental.
También es un error pensar que la adopción de patrones de conducta permisivos reconducirá la situación. Educar en valores supone, en una primera instancia, tener un concepto social responsable de lo que está bien y de lo que está mal y saber transmitir esos valores mediante la representación cotidiana de los mismos. Las escuelas, los medios de comunicación y el ocio juegan un papel muy importante en la creación y transmisión social de esos valores. En ese contexto, tendríamos que evitar caer en el dilema sobre si las ciencias duras, y carentes de ideología,-matemáticas, físicas o químicas- son más importantes que las humanidades -historia, literatura- en la educación y formación en valores, porque, quizá, la situación sea la inversa. En otras palabras, la tendencia a ignorar aquello que no es abordable mediante estrategias de pensamiento racional puede ser una de las causas por las que la ciencia es tan negligente con el estudio del odio, asume opiniones como hechos y transfiere las responsabilidades educativas a las familias.
Desde una perspectiva de salud pública, aparte de la intervención escolar, una buena estrategia de educación sanitaria para prevenir el odio y sus consecuencias en la sociedad española sería la sanción de la mentira y de las acusaciones o rumores infundados. La excesiva permisividad con la que se toleran y se consienten la mentira y el voceo en nuestra sociedad, así como la aceptación acrítica de opiniones y eslóganes que carecen de argumentación, contribuyen a retroalimentar conductas basadas en el odio. Y si el odio ha de ser un problema, debería serlo para el que odia, no para el o los odiados.
Albert J. Jovell. Universidad Autónoma de Barcelona (ajjovell@telefonica.net).
Fuente: Diario El País
Ninguna de ellas ha demostrado gran eficacia, entre otras posibles hipótesis, porque el odio es un sentimiento que se retroalimenta y reproduce constantemente, necesita confirmarse de forma continuada, cohesiona grupos cerrados y se crece ante la presencia del sujeto odiado. Por ello quizá convendría abordar el estudio del odio desde una perspectiva más científica que, aparte de evaluar los resultados obtenidos por la adopción de intervenciones sociales o represivas de prevención primaria, valorara la utilización de pruebas diagnósticas y tratamientos farmacológicos específicos.
El odio constituye un problema de salud mental, que está relacionado con rasgos de tipo fóbico y obsesivo. Las personas que odian tienen alterada la capacidad de percepción y juicio, por lo que convendría evaluar si los sujetos que lo padecen presentan una alteración en los neurotransmisores cerebrales propios de esas condiciones clínicas. El objetivo de la prevención secundaria consistiría en detectar y diagnosticar el odio y, así, poder tratarlo. Para ello se necesitan estudios científicos para los que el tamaño de la muestra no tendría que ser un problema.
La presencia cotidiana del odio ha supuesto que la generación de nuestros hijos crezca normalizándolo y que puedan pensar que la violencia es un sentimiento y un patrón de actuación propio del ser humano e, incluso, adecuado cuando las personas o instituciones tienen que resolver disparidades de criterio o disputas. Un ejemplo de ello lo vemos en las denominadas películas o series para niños. No se puede considerar una película recomendable para niños aquella en que en las primeras escenas matan a la madre y a todos los hermanos del protagonista. Si eso es así, ¿por qué cambiar de opinión cuando esa película se llama Buscando a Nemo? Este mismo argumento puede aplicarse a la mayor parte de la publicidad, juegos de ordenador y series etiquetadas como "aptas para el público infantil".
Los niños y jóvenes adultos crecen socializándose con personajes y situaciones en donde el odio y la violencia son la norma, por lo que, posiblemente, una estrategia efectiva de prevención primaria debería cuestionar el actual modelo educativo y enfatizar en las aulas estrategias específicas para convertir a nuestros hijos en ciudadanos cívicos y democráticos. Las escuelas deben asumir la responsabilidad moral de educar ciudadanos responsables y no transferir ésta a las familias. Poseen la experiencia, los profesionales y el tiempo para hacerlo.
La relativización e indiferencia moral que generan el odio dificultan la prevención.Pensar que el problema del odio se va a solucionar en las familias o con represión es un error que ya han cometido otros países, sobre todo si se tiene en cuenta que el odio es una enfermedad mental.
También es un error pensar que la adopción de patrones de conducta permisivos reconducirá la situación. Educar en valores supone, en una primera instancia, tener un concepto social responsable de lo que está bien y de lo que está mal y saber transmitir esos valores mediante la representación cotidiana de los mismos. Las escuelas, los medios de comunicación y el ocio juegan un papel muy importante en la creación y transmisión social de esos valores. En ese contexto, tendríamos que evitar caer en el dilema sobre si las ciencias duras, y carentes de ideología,-matemáticas, físicas o químicas- son más importantes que las humanidades -historia, literatura- en la educación y formación en valores, porque, quizá, la situación sea la inversa. En otras palabras, la tendencia a ignorar aquello que no es abordable mediante estrategias de pensamiento racional puede ser una de las causas por las que la ciencia es tan negligente con el estudio del odio, asume opiniones como hechos y transfiere las responsabilidades educativas a las familias.
Desde una perspectiva de salud pública, aparte de la intervención escolar, una buena estrategia de educación sanitaria para prevenir el odio y sus consecuencias en la sociedad española sería la sanción de la mentira y de las acusaciones o rumores infundados. La excesiva permisividad con la que se toleran y se consienten la mentira y el voceo en nuestra sociedad, así como la aceptación acrítica de opiniones y eslóganes que carecen de argumentación, contribuyen a retroalimentar conductas basadas en el odio. Y si el odio ha de ser un problema, debería serlo para el que odia, no para el o los odiados.
Albert J. Jovell. Universidad Autónoma de Barcelona (ajjovell@telefonica.net).
Fuente: Diario El País