Michael Finkel estrelló su carrera por mentir en un reportaje. Mientras se tragaba la culpa, un asesino intentó que lo ayudara a librarse de la condena. Ahora, Finkel publica un retrato de uno de los mayores ladrones de arte que han existido
Por: Cecilia Castellano Aguilera Cuando comenzaba a despuntar en The New York Times, el diario descubrió que había mezclado las historias de varios chicos en un reportaje sobre abusos en plantaciones de cacao. El chaval de la portada era un personaje compuesto.
El objetivo del periodista, confesaría él intentando rebajar la vergüenza, fue elevar su historia. Dar potencia al relato mediante un solo rostro. "Hacer algo hermoso", le diría poco después a un reportero.
Ese fue el primer final de la carrera periodística de Michael Finkel.
Finkel me recibe por videollamada desde su casa de Montana, donde vive con su mujer Jill y sus tres hijos. Me ha concedido un pequeño hueco en una gira que ha devuelto su nombre a las mesas de las redacciones.
El escritor, de 54 años, acaba de publicar el libro The Art Thief: A True Story of Love, Crime, and a Dangerous Obsession, un retrato de uno de los ladrones de arte más perseverantes y desacomplejados de la historia.
Entre 1994 y 2001, Stéphane Breitwieser robó 239 obras de arte de 170 museos.
A plena luz del día, ataviado con sencillez, el francés se llevó todo tipo de obras de galerías, museos y casas de subastas a lo largo y ancho de Europa, y las almacenó en el ático de la casa de su madre.
Michael Finkel ha escrito un libro sobre Stéphane Breitwieser, un ladrón que robó 239 obras de arte de 170 museos.
Breitwieser robaba con pasión y con un gran sentido de tener derecho a hacerlo, en ocasiones varias veces en el mismo fin de semana. No vendía, no traficaba. Y robaba con la ligereza de un niño que no anticipa consecuencias. Una vez, llegó a descolgar una ballesta del centro de una sala de armas subiéndose a una silla.
Los museos, decía el ladrón, "son prisiones de arte".
Por si faltaba algún detalle, Breitwieser también robó en compañía de su novia, Anne-Catherine Kleinklaus, auxiliar de enfermería. Su amor perfila toda la historia y, como su propia afición criminal, acabará estrellándose.
El caso fascinó a Finkel, de una forma instintiva e irremediable. Durante una década, se dedicó a componer su puzle con aquello que le explicaba y mostraba el ladrón.
"Me interesé por su historia por cómo robaba: sin violencia, sin un arma. Lo hacía con estilo, como si fuese un mago. Pero la verdadera razón por la que me obsesioné fue porque Stéphane Breitwieser saqueó casi dos billones de euros en arte únicamente por amor, no por dinero. Solo para contemplarlo. ¡Me encanta!", explica el escritor.
- ¿Crees que puedes haberlo romantizado?
- Es una muy buena pregunta. Voy a responderte con honestidad: ¡Sí! No quería evitar las partes malas de la historia, pero tengo que admitir que me encantaría tener un Rembrandt o un Picasso en mi pared. Como escritor, uno plasma sus sentimientos. He salido adelante con lo que sentía y espero que el lector me perdone. Sonrío pensando que he estado viviendo en el cofre del tesoro. A veces, me sentía un dios cuando veía uno de los vídeos que Breitwieser me enseñó de las habitaciones con las obras. A veces, el malo me atrapaba.
Finkel es capaz de hacer cómplice a cualquiera de su entusiasmo. Es un narrador superlativo.
El ladrón de obras de arte Stéphane Breitwieser observa una pequeña escultura
A medida que se acelera la conversación, estallan las risas y llegan los asentimientos espontáneos de cabeza. Si uno baja la guardia, olvida el objetivo que estaba persiguiendo, sobre todo si éste no encaja con el de Finkel. Un tipo de ojos claros y alegres, de mirada abierta, que ocupa el espacio con desenfado.
Esta tarde de primeros de julio hablamos de robos de arte por accidente. O casi.
Hace un par de meses, escribí a Finkel para proponerle una entrevista, una idea que hacía tiempo que ya no podía esquivar.
Poco antes de contactarlo, supe que volvía a publicar; encontré una nota sobre su nuevo libro, pero no le presté una atención determinada. Mi ambición era conversar sobre las mentiras. Sobre cómo se vive cuando el mundo considera que uno ya no tiene remedio.
Michael Finkel: "He salido adelante con lo que sentía y espero que el lector me perdone. A veces, el malo me atrapaba".
"Me gustaría centrarme todo lo posible en mi nuevo libro, The Art Thief, pero puedo hablar de todo", me contestó Finkel.
Acepté la condición nada más leer el epígrafe del manuscrito: "Aesthetics are higher than ethics". Una cita del ensayo The Critic As Artist de Oscar Wilde que, honestamente o no, Finkel parece interpretar como un salvoconducto.
"Noto que la gente a la que quiero entrevistar tiene ganas de hablar conmigo. Cometí grandes errores y me han humillado públicamente por estos errores. Algo de eso nos permite hablar entre nosotros como humanos", me dirá más tarde.
Es inevitable pensar que la historia de Stéphane Breitwieser continúa explicando los pecados del escritor. No es la primera vez que Finkel se obsesiona con los motivos de un hombre desmesurado. Y todo comenzó al no poder explicarse sus propios motivos.
Segundo asalto
Cuando Michael Finkel recibió una llamada de un reportero del diario The Oregonian, pocos días después de su despido, pensó que ya había comenzado a correr la noticia. Era el 19 de febrero de 2002.
En el reporterismo, la obediencia a la verdad, incluso si es una verdad mínima, escondida en los detalles, se da por hecho. Es un pacto de lealtad hacia el lector, un compromiso cívico. Nadie imagina otra cosa. Nadie imagina ser despedido por no cumplirlo.
Pero Finkel no es el primero ni el último en alterar la realidad. Tampoco el primero en hacerlo creyendo que su reputación, ese edificio construido a fuerza de vigilar cada paso, le protegería de sí mismo. "No creí que me fueran a pillar", confesó él.
La hemeroteca arroja casos de una magnitud inexplicable. En 2014, la agencia Associated Press rompió su relación con el fotógrafo Narciso Contreras, ganador de un premio Pulitzer, por borrar un objeto de una fotografía. Cuatro años más tarde, se destapó que Claas Relotius, una de las estrellas de la revista Der Spiegel, había inventado una quincena de historias, sorteando durante años a los verificadores.
La llamada del reportero de Oregonian llegó hora y media antes de que The New York Times publicara la nota sobre el artículo de Finkel.
"Eres el primero. No pensé que nadie llamaría hasta mañana", le dijo Finkel. Comenzó un intercambio confuso de palabras. La voz del otro lado del teléfono aclaró: "Llamo por los asesinatos".
A mediados de diciembre de 2001, Christian Longo, un treintañero de Míchigan, mató a su mujer y a sus tres hijos. Unas semanas más tarde, fue capturado en México. Longo le había dicho a varios turistas que era "Michael Finkel, del New York Times".
El verdadero Michael Finkel no pudo resistirse. Escribió una carta al acusado, cuyo fragmento más relevante quizá sea éste:
"En el momento en que usted usaba mi nombre, yo perdí el mío (...) Ahora que no tengo trabajo, estoy tratando de averiguar quién soy realmente, y estaría agradecido y honrado si considerara hablar conmigo".
- ¿Qué sentiste cuando te enteraste de que usó tu nombre?
- No lo olvidaré mientras viva. Es como una quemadura en la cabeza. Me quedé sorprendido, confuso, conmocionado. Pero, sobre todo, sentí mucha curiosidad.
Pasaron varios meses sin respuesta. En ese tiempo, Finkel recorrió el país con un furgón, intentando no recrearse en su propia caída. Sus antiguos jefes estaban revisando todos sus artículos publicados en la gran cabecera. Comprobaron datos de trabajos sobre Afganistán, Haití, Israel.
"Fue muy difícil para mí. No importaba a donde fuera ni qué hiciese, porque no podía alejarme de mí mismo. Estaba muy decepcionado. Hice una estupidez, hice trampas. Y no me he perdonado del todo, pero he aprendido a vivir con ello. Definitivamente he madurado", considera Finkel.
El 9 de abril de 2002 recibió una llamada de Christian Longo.
Michael Finkel: "No me he perdonado del todo, pero he aprendido a vivir con ello".
Los dos hombres iniciaron una conversación que ya no acabaría. Centenares de cartas, una llamada semanal y algunas visitas dan buena cuenta de una relación que se alargó dos años, y que construyeron antes de que Finkel pudiese decidir si creía o no en la inocencia del acusado.
Éste le dijo que admiraba su trabajo. Y le envió cartas con pretensiones literarias que el periodista respondió con el mismo ánimo, llegando a hacerle correcciones e incluso a elogiarlo.
En algún punto, Finkel se sentía cómodo ante alguien que no podía juzgarlo.
El escritor empezó un libro sobre Longo. Su vida había sido errática, se había arruinado. Según contaba, la vergüenza le asfixiaba.
Los periodistas, decía el acusado, se contentaban con trazar un relato fácil del caso. Tras brindar a Finkel un acceso exclusivo a su palabra, le invitó a creer que él era el adecuado para estudiar su historia. Prometió probarle "la verdad".
El libro era la oportunidad del exreportero del Times de restaurar su firma, lo único que había ambicionado desde que era adolescente.
Todo apuntaba a que Longo defendería su inocencia en el juicio, pero cuando llegó la vista se declaró culpable de una parte de los asesinatos. Su alegato fue que había irrumpido en su casa cuando su mujer mataba a sus hijos y se había vuelto loco.
"Bullshit", escribió el periodista en su libreta de notas mientras escuchaba su testimonio. En ese instante, Finkel se dio cuenta de que Longo utilizaba sus frases, sus estructuras. Longo, sostiene el autor, intentaba construir una historia verosímil con las herramientas que él le había dado.
Se rumoreaba que existía la posibilidad de que se declarase el juicio nulo por la gran confusión creada.
La voluntad de redención de Michael Finkel se había convertido en otra cosa.
Finalmente, el jurado encontró a Longo culpable de asesinato. Fue sentenciado a la pena capital. Desde entonces, espera su desenlace en el corredor de la muerte de Oregón.
Pese al ruido, el escritor consiguió darle la vuelta al asunto. Hizo lo único que podía hacer para no renunciar a la historia: usó sus errores como material narrativo. El libro se publicó en 2005. Lo tituló True Story: murder, memoir, mea culpa.
Finkel fue nominado al Premio Edgar Allan Poe, galardón que desde 1984 reconoce el mejor debut en el género de misterio de un autor estadounidense. En 2015, se estrenó la película True Story, interpretada por Jonah Hill y James Franco.
En True Story, el periodista admite y detalla la mentira del reportaje que iniciaría el resto de su vida. Aún así, en sus palabras se saborea algo de resentimiento hacia la profesión que lo desterró.
Christian Longo, que asesinó a su familia, intentó construir una historia verosímil en el juicio con las herramientas narrativas que Finkel le había dado.
El libro también relata cómo estableció un vínculo extrañamente acogedor con Christian Longo que le hizo "perder un poco la cabeza", puntualiza ahora el escritor. Finkel le explicó detalles de su vida íntima. Le habló de su futura propuesta de matrimonio a su mujer, Jill. De sus relaciones pasadas. De otras mentiras.
Hoy, hay quien no le perdona esa complicidad. Una confianza que, interesada o genuina, está muy lejos de lo que se espera de un periodista, por mucho que, como bien recuerda Finkel, las relaciones con las fuentes siempre sean complicadas.
Poco después del juicio, Christian Longo reconoció el asesinato de su familia ante Finkel. "Fui a verlo y exploté", afirma el escritor. "Le dije cómo me sentía. Le dije: Mataste a tus hijos. Confié en ti. Me mentiste. Fue un momento muy poderoso. Un cierre".
Esa fue la última vez que lo tuvo delante de sus ojos. "He acabado con los asesinos. Son demasiado para mi corazón", señala.
- ¿Te arrepientes de hablar con él de esa manera?
- Te responderé con sinceridad: no. Sé que he cometido errores, pero no puedes estar preparado cuando un asesino asume tu identidad. Era todo tan emocional... Fue una historia tan loca que intenté reaccionar lo mejor que pude en ese momento. Por supuesto, fui demasiado amable con él. Cambiaría algunas cosas. Pero no me arrepiento.
De nuevo a la caza
En los últimos años, ha publicado en revistas como GQ y National Geographic. Escribe artículos de todo tipo, la mayoría con menos implicaciones, al menos desde un punto de vista social, que las que tenían los reportajes de The New York Times.
Finkel publicó otro libro: The stranger in the woods: The Extraordinary Story of the Last True Hermit (2017). En él, relata la historia de Christopher Knight, un hombre que se adentró en un bosque de Maine y estuvo veintisiete años sin hablar con nadie. Lo arrestaron por saquear cabañas.
La narración de Finkel es amable y, de nuevo, la historia no anda falta de complicaciones. Cuenta que le apretó las tuercas a Knight. Que, si bien el ermitaño accedió a hablar con él, en un momento dado le pidió, sin equívocos, que lo dejase en paz. Al escritor le costó respetar los límites. Fue a verlo a la cárcel. Habló con su familia. Incluso estuvo a punto de comprarle una cabaña.
Pregunto a Finkel sobre los resortes de su relación con Christopher Knight, pero esta cuestión no le interesa demasiado. "Como te comentaba con Longo, cuando estás en esta situación haces lo posible para ser la mejor combinación entre periodista y persona, pero puede que el periodista aparezca primero. No lo hice bien, pero lo único que hice fue hacer preguntas", apunta él. La conversación se ha vuelto atropellada.
- Te sientes atraído por hombres desmedidos.
- Admiro totalmente a los héroes de este mundo, como la gente que lucha en Ucrania o los médicos. Pero yo no soy una persona perfecta y me obsesiono con este tipo de criminales, esta clase de gente complicada. No me avergüenzo, es el tipo de gente que hace que mis instintos periodísticos se activen. No podría escribir un libro sobre un héroe porque solo es un héroe. ¿Dónde está la complejidad? ¿Qué nos explica?
Finkel parece haber encontrado en la literatura de no ficción un terreno en el que se puede lucir y en el que, además, se siente a salvo. Un género en el que las costuras de la realidad se ensanchan o estrechan en favor de la narración.
En ese sentido, la grandiosidad de Stéphane Breitwieser le encaja como si hubiese llegado al mundo para que él le diera forma.
Cuando era un adolescente, el padre de Breitwieser, un coleccionista de arte, se divorció de su madre y se marchó con sus piezas a cuestas. Stéphane pasó de vivir en una casa llena de objetos exclusivos a habitar un piso con muebles de Ikea. Una ofensa imperdonable, casi mayor que el propio abandono.
Según su relato, ese fue el disparador para que comenzase a robar: quería reemplazar las obras perdidas. De hecho, uno de sus primeros robos fue una pistola de época similar a una que tenía su padre, pero mucho mejor.
Tras su despido de 'The New York Times', Michael Finkel parece haber encontrado en la literatura de no ficción un terreno en el que se puede lucir y en el que, además, se siente a salvo.
"Vamos a ser honestos: yo no me acabo de creer esa excusa tan bonita. Tengo un detector de gilipolleces. Creo que Stéphane adora estos objetos, pero le encanta robar. Él mismo me lo reconoció. Además, he pasado mucho tiempo con él. Le he visto robar un libro en una tienda de souvenirs de un museo. Creo que lo tengo por aquí", afirma Finkel, rebuscando en la librería que queda a su espalda.
Fue en Bélgica. Finkel acompañó a su protagonista a La Casa de Rubens, el antiguo taller del pintor, ubicado en Amberes. "Pasamos seis horas en el coche y era lacónico. Me pregunté si sería interesante hablar con él. Pero cuando llegamos fue como si hubiese tomado tres chupitos de Expresso. Estaba atento a todo. Fue muy interesante verlo despertar", apunta.
En un momento de la visita, Breitwieser le cogió la mano al escritor y pasó sus yemas de los dedos por una pintura. Luego le explicó de qué forma descolgaría el cuadro, desencajaría el marco, separaría la tela y cómo, simplemente, se lo llevaría.
"Ha sido la experiencia más extraña y más loca de mi vida", confiesa el autor de The Art Thief.
Tras conversar con Finkel, queda el poso de que encuentra razones para cualquier movimiento. También que escribir un relato romántico sobre un ladrón de arte "que ha volado tan alto", una historia de inevitable derrota, es un paso lógico en una carrera que estuvo varias veces cerca de desplomarse. Un recorrido narrativo en el que, constantemente, se confunde el deseo de trascender de los personajes y el de su autor.
Hay pocas dudas de que Michael Finkel va a seguir persiguiendo una gran historia.
Fuente: Diario Püblico