Por: Gabriel Fernández y Carlos Rodríguez
Desde las alturas del poder los ídolos o las hazañas deportivas suelen ser manejadas como títeres, como biombos vivientes que ocultan frustraciones, desigualdades, represiones, genocidios, planes económicos y tormentos cotidianos para hombres y mujeres.
El caso de Diego Armando Maradona es un ejemplo de cómo el poder, en defensa de sus intereses, puede convertir en villano, o intentar hacerlo, al héroe futbolístico. La “maniobra política”, como la definió con lucidez un ex futbolista, Jorge Valdano, le propinó un golpe bajo al sentimiento popular y a la vez sirvió para escarmentar respecto del “peligro” que representan los drogadictos. De este modo se acalló, oportunamente, la polémica en torno de los Yoma, los Caserta y otros empinados funcionarios involucrados, no como adictos-víctimas sino como traficantes o cómplices- victimarios en el negocio del narcotráfico internacional. De paso cañazo, el poder le pasó a Maradona una vieja factura por no haber sabido interpretar el papel sumiso o cuando menos insulso que desde el Olimpo se les exige a los ídolos deportivos.
La detención y el procesamiento de Maradona (en una causa ridícula) fue motivo de una gran puesta en escena. Los funcionarios, los jueces y la gran prensa, beneficiaria de las ganancias generadas por el fenómeno Maradona, actuaron como un mecanismo de relojería para defenestrar al ídolo caído. Los niños mimados del deporte o del espectáculo siempre son mostrados como “ejemplos” y por tanto, son intocables. No fue el caso de Maradona. El porqué del tratamiento diferenciado debe encontrarse en manifestaciones non sanctas del futbolista. Cuando finalizó el Mundial de 1990 en Italia, con la calentura de la derrota en la final contra Alemania, Maradona criticó muy duramente a la “mafia” que encarna Joao Havelange, (entonces) presidente de la Federación Internacional del Fútbol Asociado (FIFA). El brasileño, amigo personal del vicealmirante Carlos Alberto Lacoste y de la dictadura argentina, fue el principal promotor de la realización del próximo mundial de fútbol en Estados Unidos, un país sin tradición futbolística. Y esa no es la única coincidencia de Havelange con EEUU. El desaire público propinado por Maradona a Havelange y sus declaraciones sobre maniobras oscuras en la FIFA, fueron actos considerados “impropios”, desde el punto de vista del establishment, más si provienen de un futbolista de primer nivel internacional.
En su visita a Cuba, en un momento culminante de su carrera deportiva, después del Mundial de México ’86, Maradona había asumido una postura sorprendente para una estrella del fútbol. Su entrevista con Fidel Castro, el elogio que hizo de la personalidad del líder cubano, su descripción sobre la inexistencia de niños descalzos en las calles de La Habana, pegaron en el bajo vientre de muchos capitostes occidentales. Diego sorprendió a un medio, como el del fútbol, donde “El Rey” Pelé propagandizaba gaseosas en apoyo al mundial yanqui, sobre canchas de plástico pintarrajeado, desvirtuando un deporte eminentemente popular como el fútbol. Popular, a pesar del profesionalismo a ultranza y los manejos políticos, porque sigue vivo en el potrero de cualquier barrio, en el alma del pueblo.
En los alzamientos carapintada, Maradona volvió a meter la pata. Tuvo el “desliz” de criticar autoritarismos y defender la democracia cuando la mayoría de sus colegas parecían indiferentes. La conducta política de Maradona tuvo contradicciones, como su cercana y temporaria relación con el (entonces) presidente Carlos Menem y su aceptación para ser “embajador deportivo” de ese gobierno.
El mismo día de la detención de Diego (abril de 1991), Menem le retiró la designación. En 1990, cuando los jugadores de la selección fueron convocados a la Casa Rosada para festejar, a pesar de todo, el subcampeonato, fue obvia la actitud de Maradona de festejar con el pueblo reunido en la Plaza de Mayo, con Menem lejos, en el telón de fondo. Los héroes eran los jugadores y no el presidente.
Ese día, frente a las cámaras de televisión, Maradona amenazó con “empezar a las piñas” porque alguien intentó robarle “el bobo” (el reloj). Su reacción, bien de pueblo, fue ante un grupo de personas que eran funcionarios, allegados o periodistas. Nada le importaba al Maradona sin filtro.
En el mundo de muñecas que el poder le asigna a los ídolos, su identidad social siempre estuvo presente. Eso no pasó desapercibido para los vigías del poder, que ahora le pasan una gruesa factura por su adicción. El papel de la gran prensa fue primordial en esta historia. La revista El Gráfico, que apañó a Héctor “Bambino” Veira en un caso de violación a un menor de edad, intentó destruir la figura de Maradona por unos gramos de cocaína. El “delito” de Maradona era el de dañarse a sí mismo. Otro fue el del “Bambino”. Una densa trama de hipocresías, machismo, autoritarismo e impunidad envuelve el dispar tratamiento de los dos casos, utilizados en forma totalmente opuesto.
Y eso ocurrió, precisamente, con El Gráfico, uno de los máximos responsables, junto con Clarín, de la publicación de la noticia sobre la detención de Maradona. Uno de los dueños de Editorial Atlántida, responsable de El Gráfico, es Constancia Vigil, procesado (entonces) por contrabando, además de haber sido cómplice de la dictadura militar, poniendo la línea editorial de sus revistas al servicio del genocidio.
Del mismo modo que el poder político tomó nota sobre Maradona, el pueblo también lo hizo. El “Diego, Diego” de cada tribuna, en casa partido de esa semana, dejó sentado el veredicto popular.
“No toleran el talento de los pobres”, dijeron los vecinos de un barrio humilde que, en una carta pública, llamaron a Maradona para que se quedara junto a su pueblo, lejos del aplauso fácil, lejos del dinero que más que premiar intenta sobornar. ¿El pueblo apoya a Maradona por estupidez o ignorancia? De ninguna manera, el apoyo surge de la identidad en los orígenes y en el agradecimiento hacia quien entregó alegrías con la magia de su fútbol talentoso.
Por intuición y por conciencia, el pueblo respalda al que considera su igual, ante el “castigo” que le imponen personas o instituciones que representan el poder. El pueblo recrea, una vez más, la solidaridad como arma de autodefensa porque el ataque a Maradona representa el desprecio de la sociedad virtuosa para los de abajo. El mensaje también debería ser claro para el propio Diego: la fama es puro cuento. Una pelota de fútbol sigue esperándolo en un potrero de Fiorito, donde están sus verdaderos amigos.
Fuente: Diario de las Madres de Plaza de Mayo