Por Osvaldo Bayer
Ochenta años de uno de los crímenes “legales” más mentados. El de Sacco y Vanzetti, cometido por el poder de Estados Unidos, en la ciudad de Boston. La silla eléctrica. Pero no pudieron matarlos en la memoria. Sacco y Vanzetti pasaron a ser, para siempre, “Héroes del pueblo”. Publicaciones, actos, conferencias, obras de teatro, filmes, hermosas canciones, los recuerdan. Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, un zapatero y un vendedor de pescado, así de humildes. Dos italianos inmigrantes. Pero saltaron a la gloria. A los jueces, a los funcionarios que actuaron en este increíble crimen legal ni se los recuerda. Pero se los nombra. Principalmente al juez Fuller. En realidad, todos los jueces que interpretan las leyes a favor del poder quedan en la lista negra de la historia.
Como hacen los norteamericanos, cuarenta años después del crimen oficial contra Sacco y Vanzetti pidieron disculpas. Había sido una “equivocación”. Claro, entonces era fácil, ya estaban muertos. La misma conducta norteamericana contra aquellos también héroes populares, condenados a muerte –esta vez en la horca– por pedir las ocho horas de trabajo. Fueron “Los Mártires de Chicago”, a cuyo recuerdo se debe para siempre el 1º de Mayo como Día de los Trabajadores. También, cien años después de ese crimen infame, la Justicia norteamericana pidió disculpas. Porque fue una “equivocación”.
Sacco y Vanzetti. Libertarios. Luchadores por la Igualdad en Libertad. Dos anarquistas. Con la palabra y el ejemplo. Cuando fueron detenidos, sin ninguna prueba, se los acusó de un atentado. La policía supo hacer la trampa. El juez Fuller y los demás no se tomaron ningún trabajo. Se “dejaron llevar” por las “pruebas policiales”. Total era lo mismo, si no habían cometido ese delito valía la pena matarlos por sus ideas. Bush también los hubiera calificado de terroristas. Y eso basta.
Fue impresionante cómo la palabra Solidaridad, en todo el mundo, se hizo protagonista. En todos los países hubo mitines, huelgas, protestas, atentados de repudio por Sacco y Vanzetti. En la Argentina, ni que hablar. Los anarquistas no eran niños de pecho. Ante la violencia de arriba no se prosternaban ni huían. Respondían. El 16 de mayo de 1926, a las 23, estalla la protesta en Buenos Aires con una bomba en la embajada norteamericana, en Arroyo y Carlos Pellegrini. El boquete que abre la explosión es tan grande que los policías que llegan pueden entrar por él al edificio. El escudo de Estados Unidos va a parar al medio de la calle. Del almacén de enfrente caen las botellas de las estanterías. Poco después, como se usa, los más altos funcionarios de la policía del gobierno radical de Alvear, encabezados por el jefe de Investigaciones, Santiago, irán a pedirle disculpas al embajador norteamericano y asegurarle que los culpables caerían muy pronto. Pero no sería la única. El 22 de julio de 1927 estalla una bomba en el pedestal de la estatua a Washington, en Palermo. Un banco de mármol, situado junto al monumento, va a parar a cinco cuadras del lugar. Cincuenta minutos después estalla otro artefacto en la empresa Ford, de Perú y (hoy) Hipólito Yrigoyen. El automóvil último modelo expuesto en la vidriera queda totalmente inutilizado.
Por supuesto la policía detiene a toda persona con rostro sospechoso de anarquista. Y el comisario Santiago hace declaraciones optimistas. Pero esa misma noche, el 16 de agosto, explota en su lujosa residencia, Rawson 944, un artefacto que lo deja sin comedor, sin los muebles de esa habitación, sin balcón y sin ventana. Después de esto, el comisario Santiago no hará más declaraciones a los periodistas. Santiago pasó a la historia por inventar el suplicio llamado “pileta” para hacer hablar a los detenidos. Es decir, sumergirle la cabeza en una pileta de agua, hasta el límite.
Pero llegará la noche de la ejecución de los dos héroes, en Charlestown. Buenos Aires siguió ante las pizarras de los diarios, paso a paso, la ejecución de los dos inocentes. Hasta que apareció escrito: “Fueron ejecutados, primero Sacco, luego Vanzetti. Antes de morir gritaron: ¡Viva la Anarquía!”.
Buenos Aires vivió ese día la ira del pueblo. El paro fue general, ordenado por las centrales obreras. Todo el día explotaron petardos como gritos de furiosa protesta, manifestaciones, enfrentamientos con la policía. Como símbolo quedó un tranvía quemado en el centro de Buenos Aires.
El diario anarquista Cúlmine dirá: “Debemos oponer nuestros instrumentos vengadores que quemarán los mil tentáculos monstruosos de la fiera vampírica que envuelven todos los senderos de la tierra. Nuestra dinamita purificará los lugares que la maldita casta del dólar ha apestado”.
Seguirán los atentados, dos de ellos al CitiBank y al Banco de Boston.
Y volvemos al principio: no hay violencia de abajo cuando primero no hay violencia de arriba.
Fuente: Página/12