Lilia fue compañera de los últimos diez años de Rodolfo Walsh. Fumadora empedernida, no se cansaba de repetir que tras la muerte de Walsh y el arrasamiento de la generación militante que integraba había pasado años de desazón y exilio interno. Pero que el curso político abierto en el 2003 -y en especial tras la derogación de las leyes del perdón- “me devolvieron las ganas de vivir”.
Trabajadora de prensa en La Opinión y en PáginaI12, militante en el gremio de prensa, fue lectora privilegiada de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar y de los cuentos inéditos que la Armada robó de la casa de San Vicente y que nunca dejó de buscar. Sobreviviente del exilio, militó por la verdad y la justicia desde los organismos y en 1997 firmó un escrito pionero del Centro de Estudios Legales y Sociales para exigir la apertura de los juicios por la verdad. Cuando Néstor Kirchner asumió como presidente, ingresó a la Secretaría de Derechos Humanos y años después representó al Estado en el ente público tripartito que administra el Espacio Memoria y Derechos Humanos, en la ex ESMA.
“He tenido distintos trabajos, distintos estudios, pero todos marcados por una misma pasión, que es la pasión por entender el mundo en que vivo y comprometerme con hacerlo cada vez más justo”, se presentó en el ciclo Somos Memoria en Canal Encuentro. De familia de “clase media baja pero instruida”, cumplió el mandato familiar de ser maestra. Estudió Literatura mientras trabajaba en una fábrica, donde conoció a los primeros peronistas, y en 1966 llegó a una pensión de Buenos Aires dispuesta a “ser revolucionaria”. “Pertenezco a esa generación atravesada por un mundo que intentaba transformarse”, explicaría. Conoció a Walsh en 1967. Trabajó en la editorial Jorge Alvarez y fue delegada de base en La Opinión. Juntos atravesaron la etapa en que Walsh dirigió el periódico de la CGT de los Argentinos, la militancia en el peronismo revolucionario, la primavera camporista y el pase a la clandestinidad, con Walsh insertado en la estructura de inteligencia de Montoneros.
Los últimos meses junto a Walsh fueron “dolorosamente intensos”, escribió. Apuntó las caídas de Victoria Walsh y al allanamiento de una casita de fin de semana en el río Carapachay, hasta que a fines de 1976 se radicaron en San Vicente. Fue “nuestro propio repliegue”, jugó con las palabras: Walsh planteaba el repliegue de Montoneros para preservar a la mayor cantidad posible de compañeros. El 25 de marzo de 1977 viajaron en tren y se separaron en Constitución. El 26, cuando al volante de un Ami 8 llegaba con Patricia Walsh y familia a la casa de San Vicente, le llamó la atención ver la tranquerita abierta y ningún rastro del humo del asado que habían planificado. Bajó alarmada y se encontró con la casa destruida, puertas y ventanas acribilladas, el inodoro en el jardín. Walsh había alcanzado a despachar en un buzón varias copias de la Carta Abierta. Poco después había sido emboscado por un grupo de tareas de la ESMA.
Comenzó entonces “la incertidumbre, la angustia y la desesperación por saber qué pasó”, explicó en 2010 en el primer juicio de la ESMA. También los hábeas corpus, el trabajo para seguir difundiendo copias de la Carta Abierta y finalmente el exilio en México. En 1977 alguien le dijo por primera vez que Rodolfo había muerto en esa emboscada. Al año siguiente leyó en un testimonio de tres sobrevivientes que “llegó muerto a la ESMA”. En 1982, en Madrid, conoció a Martín Grass. “Dos sobrevivientes, uno de la ESMA y otro en el exilio”, escribió. Grass había visto el cuerpo acribillado de Rodolfo en el sótano de la ESMA y había accedido a los escritos inéditos que sólo Lilia conocía. “Una alegría extraña, una excitación indecible me sacudió”, confesó, cuando le empezó a relatar “Juan se iba por el río”, el último cuento de Walsh, y Grass la interrumpió para continuar el relato. “¿Los dos únicos lectores?”, se preguntó en aquella contratapa de 2006.
Con el retorno de la democracia volvió a trabajar en prensa. Durante años fue asistente del periodista Horacio Verbitsky. El 22 de mayo de 1997, acompañada por su abogada Alicia Oliveira más un grupo de periodistas e intelectuales, se presentó ante la Cámara Federal porteña para pedir la restitución del cuerpo de Walsh y “de sus obras secuestradas, las que forman parte del patrimonio cultural de la sociedad por la que vivió y murió”. Poco después ingresó a la redacción de Página/12, donde fue editora del suplemento Turismo. Firmó un puñado de notas, todas sobre Walsh, excepto una entrevista al diputado cubano Lázaro Barredo Medina, director del diario Granma.
“Las piezas han ido cambiando su posición en el ‘territorio’ de la lucha contra la impunidad”, celebró en estas páginas en marzo de 2008. “Los responsables del terrorismo de Estado están siendo procesados, ninguna teoría de los dos demonios puede manipular la verdad sobre los crímenes de la Junta Militar, y el centro clandestino de detención de la ESMA, así como muchos otros, es ahora un espacio recuperado para la memoria y la defensa y promoción de los derechos humanos”, describió.
El día de la sentencia llegó a tribunales con la Carta Abierta en la cartera. “El juicio para mí tiene un sentimiento más íntimo”, le confesó a la periodista Alejandra Dandan. “La sensación de que es una respuesta tardía al alegato que Rodolfo escribió en la Carta a la Junta Militar”, explicó.Recién en el 2010, en el segundo juicio por los crímenes de la ESMA pudo declarar sobre el asesinato de su compañero y en ese momento exhibió ante el tribunal un documento histórico: unas hojitas amarillentas escritas 33 años antes en su máquina Lettera por Walsh, y replicadas con carbónico para ser enviadas a redacciones y políticos, los originales de la Carta Abierta a la Junta Militar.
En las Señales la recordamos con una entrevista que le hizo David "Coco" Blaustein para el ciclo "Somos memoria", emitido por el Canal Encuentro y junto a este programa textos de ella publicados en PáginaI12: El último verano, Esa Carta, donde se relata paso a paso la escritura de la Carta de un Escritor a la Junta Militar que envió Rodolfo Walsh a la cúpula de la dictadura el 25 de marzo de 1977; un reportaje donde repasa la figura de Walsh y por último "Rodolfo te escucharon".
En 2007 se cumplían 30 años del asesinato y desaparición de Rodolfo Walsh a manos de un grupo de tareas de la ESMA, a plena luz del día y cuando Walsh terminaba de despachar en un buzón su “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. En este relato, Lilia Ferreyra, su mujer y compañera, recuerda esos meses de clandestinidad y esperanza en los que Walsh, ya convencido de la derrota armada y sin abandonar la organización, planteaba el repliegue de Montoneros para evitar el aniquilamiento: no se trataba de darse por vencido, sino de reencauzar la lucha por otras vías. En lo personal, comenzaba a organizar su nueva forma de acción política como una producción totalizadora que abarcara la denuncia, el testimonio, el análisis político e ideológico y el relato literario. Además, escritores, periodistas y amigos le rinden homenaje.
Por: Lilia Ferreyra
Era la noche del 24 de marzo de 1977. Sobre la angosta mesa de madera que usaba como escritorio y despejábamos para comer, estaban las primeras cinco copias de la “Carta de un Escritor a la Junta Militar”. Salimos de la casa y nos quedamos parados bajo el cielo sin nubes, luminoso de estrellas. Rodolfo empezó a señalarlas, dibujando en el aire las constelaciones, como tantas otras veces desde el muelle ya perdido sobre el río Carapachay. Su contemplación nunca fue pasiva. Había estudiado el mapa del cielo y le gustaba ubicar las formaciones celestes mientras hablaba de años luz y dimensiones sobrehumanas como aquellas en las que décadas atrás había imaginado el espacio tridimensional de un tablero de ajedrez para escribir el relato sobre una partida entre los dioses. Ahora, los dioses no existían, pero sí los mapas terrenales que siempre lo acompañaron. Necesitaba conocer con precisión obsesiva los territorios en los que vivía, anticipar los itinerarios por calles y lugares, conocer desde la perspectiva del mapa el espacio donde se iba a mover.
Ahí estábamos en medio de la noche, en ese campito de media hectárea donde vivíamos desde hacía unos tres meses, escuchando el suave siseo de los altísimos eucaliptus y del frondoso y antiguo laurel que marcaba el límite entre lo que iba a ser el jardín y la quinta.
–Quisiera plantar una doble hilera de álamos plateados desde la entrada a la casa. Cuando el viento mueve las hojas, suenan como lluvia fina –dijo recordando el campo de su infancia, en el sur bonaerense.
Dudé de que alcanzara el tiempo.
A la derecha, en un rincón, se pudría lentamente el mantillo que iba a abonar la tierra. Una capa de hojas, una capa de tierra y una capa de bosta que salíamos a recoger con una pala y una bolsa por las calles sin asfaltar de San Vicente siguiendo las huellas de los caballos al paso. Había aprendido a preparar el mantillo en un librito sobre horticultura que compró para que yo lo estudiara. Pero su curiosidad pudo más y cuando lo abrí ya estaba subrayado con alguno de los marcadores de colores que usaba para leer.
A la izquierda estaba el cuadrado de tierra húmeda y removida en el que esa misma tarde habíamos voleado las semillas de lechuga, la primera puesta en acción del proyecto de quinta que había ideado, con gallinero incluido. Como el terreno podía dar para algo más, quería averiguar sobre cultivos intensivos y llegó a fantasear sobre la producción de azafrán y la posibilidad de tener un tractorcito japonés multifunción.
Delante del almácigo de lechugas estaba el antiquísimo aljibe de ladrillo con su doble arco de hierro oxidado que descubrimos cuando llegamos a esa casa por primera vez. Aunque estaba seco, planeó recuperarlo en poco tiempo. La imagen del aljibe parecía una puesta en escena del cuento “Juan se iba por el río”, la historia de un argentino del siglo XIX que entre 1966 y 1967 Rodolfo había empezado a escribir como una novela, en realidad, un nuevo cauce del cuento “Cartas”, publicado en Un kilo de oro en 1967. En ese tiempo, su interés por la historia argentina había ido desplazando a la literatura. De sus periódicas recorridas por las librerías, volvía con libros como La historia del alambrado, Vida de muertos de Ignacio Anzoátegui o ejemplares de la colección El Pasado Argentino de Hachette, entre ellos las crónicas de los viajeros europeos del siglo XIX y el muy marcado Estampas del pasado de Busaniche. Rodolfo era un lector insaciable; leía con un lápiz en la mano y discutía con los autores, haciendo acotaciones a pie de página o en los márgenes.
Apoyada en el tronco del laurel estaba la estaca con la que días antes habíamos destruido un hormiguero. Había leído sobre ranchos invadidos por ejércitos de hormigas que obligaban a los gauchos a abandonarlos, convirtiéndose en taperas, y decidió librar también esa guerra contra la incontenible fuerza colectiva de la especie. Para conocer a fondo el mundo de las hormigas quiso que en alguna de mis idas a la Capital comprara el libro de Maeterlink. Aunque no lo conseguí, todos los días al anochecer, cuando las hormigas vuelven con su carga, las seguíamos con el farol para encontrar la boca principal del hormiguero.
–Detrás del laurel, entre las lechugas y el aljibe, va a pasar el túnel –había dicho señalando la trayectoria que íbamos a cavar bajo tierra para poder escapar si nos llegaba a rodear un cerco represivo. Para que los vecinos no sospecharan, quería montar un galponcito, pegado a una pared de la casa, para camuflar el lugar donde empezaríamos a cavar. Algo de tierra iba a ir al mantillo y el resto se diseminaría por el amplio terreno de la casita de San Vicente.
Habíamos llegado a San Vicente en diciembre del ‘76, llevando con nosotros algunos libros, sus papeles inéditos y lo necesario para la nueva vida cotidiana. También llevamos una foto de su hija Vicki que, después de su muerte en un enfrentamiento con el ejército, Rodolfo nunca pudo volver a mirar. Pero sí pudo escribir la noche del día de la insoportable noticia: “El verdadero cementerio es la memoria; ahí te guardo, te acuno, te celebro, y quizá te envidio, querida mía”. Y tres meses después, su “Carta a los amigos”, contándoles quién era Vicki y por qué murió. “No vivió para ella; vivió para otros y esos otros son millones –escribe–. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.”
A fines de 1976, convencido de que la derrota militar de Montoneros era irreversible, había planteado a sus compañeros la necesidad de un repliegue para evitar el aniquilamiento. No se trataba de darse por vencido sino de reencauzar la lucha por otras vías. Aunque sus propuestas caen en el vacío, Rodolfo empieza a preparar nuestro propio repliegue sin abandonar su lugar en la organización. “Hay que salir del territorio cercado, Buenos Aires.”
Fue así que iniciamos “la expedición al sur”. Siempre con un mapa a mano, Rodolfo había buscado en un mapa de la provincia de Buenos Aires un lugar próximo a la Capital donde hubiera agua. “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua.” Y encontró la más próxima: la laguna de San Vicente. Aunque los grandes juncales la habían reducido casi a un charco, no se desanimó cuando llegamos hasta allí. Los árboles, el silencio y la placidez de la siesta no lo hicieron dudar de la elección de San Vicente como la primera estación en el largo camino hacia el sur.
Ya instalados en la modesta casita –no había luz eléctrica, ni agua corriente ni gas–, comenzó a organizar su nueva forma de acción política. La concebía como una producción totalizadora que abarcaba la denuncia, el testimonio, el análisis político o ideológico, el relato literario. Y aunque no era un hombre inclinado a hablar de su pasado, sintió la necesidad de escribir también sobre las etapas y cambios de su vida desde una perspectiva distinta a la breve autobiografía que había publicado en 1965. Como nombre de entrecasa llamó “Memorias” –no le gustaba ese título– a esos futuros textos que girarían en torno de su relación con la literatura, con la política y con su propio mundo afectivo –su infancia, las islas, las mujeres, el campo–, el único al que alcanzó a ponerle título, “Los caballos”, antes de comenzar a teclear las primeras líneas.
Había nacido el 9 de enero de 1927 en la isla de Choele Choel, Río Negro, donde su padre, argentino nieto de irlandeses, era encargado de una estancia. Pasó su infancia en el campo, junto con sus tres hermanos varones y una hermana que luego sería monja. La crisis económica de los años ‘30 los golpeó duramente y Rodolfo fue enviado a un internado irlandés para huérfanos y pobres donde aprendió a defenderse con los puños y con su inteligencia. Rebelde, ingenioso y empecinado, esos rasgos de su infancia reaparecen en Mauricio, su personaje del cuento “Fotos”, que “probaba el filo del mundo y rebotaba y se lanzaba otra vez al asalto”. En sus memorias sobre su relación con la literatura, recordaba que su primera experiencia como narrador había sido oral: en ese internado había logrado captar la atención de sus compañeros, contándoles cada noche un capítulo de Los miserables de Victor Hugo, que su madre le había leído durante unas vacaciones en el campo. La intensidad vital de su experiencia escolar se refleja en los tres cuentos de la serie conocida como “De los irlandeses” y en un relato autobiográfico, “El 37”, año en que ingresó como pupilo en una de estas instituciones.
Como aberrante paradoja, estaba emparentado por vía materna con lord Kitchener, militar colonialista inglés nacido en Irlanda, quien organizó el primer campo de concentración del siglo XX en Sudáfrica, durante la Guerra de los Boers, donde murieron de hambre y abandono 20 mil personas. Ministro de Guerra de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial, Kitchener fue el Tío Sam de los británicos en la campaña de reclutamiento. El cartel con su imagen fue muy convincente para un tío de Rodolfo, argentino hijo de irlandeses, quien se alistó con los aliados y murió en Salónica. La historia del “tío Willy que murió en la guerra” es el último cuento de la serie de los irlandeses y quedó inconcluso. No escribió sobre Kitchener y le alegró saber que los irlandeses del Eire lo odiaban.
Entre los escritos inéditos que robó de nuestra casa el grupo de tareas de la ESMA había otro relato autobiográfico que tituló “El 27”. En ese texto, escrito pocos meses antes de su muerte, reaparecen imágenes de su infancia, en la que se recorta la figura de su padre en el escenario de lo que Rodolfo llamaba la cultura de la tierra, “que hemos perdido”. Su padre no había sido un intelectual. Pero Rodolfo admiraba y respetaba a ese hombre de pocas palabras y lecturas que tenía el saber de la vida de campo, y dos grandes pasiones: los caballos, con los que hablaba, y el juego. Para alejarlo de naipes y apuestas, su esposa lo obligó a leer un libro: El jugador, de Dostoievski. El padre lo leyó en tres días y se lo devolvió sin decir palabra. Jamás volvió a leer otro libro, y siguió jugando hasta la última apuesta: un galope a campo traviesa con su caballo que rodó al pisar una vizcachera y lo mató. La madre y los hijos tuvieron que dejar el campo. Rodolfo tenía unos 20 años. Solo, para salvar del sacrificio al caballo de su padre, lo montó e hizo un viaje de 200 kilómetros por el sur, desde su casa hasta el campo de un tío donde podía dejarlo. A caballo, en medio de la pampa, ese viaje es casi anticipatorio de otros itinerarios de su vida.
Desarraigado de ancestros irlandeses y de cualquier canon familiar y académico, fue esencialmente un autodidacta que terminó su escuela secundaria a los 22 años y dejó inconclusa la carrera de Letras. Y fue esencialmente un autodidacta en su formación política que, desde su juvenil paso por la Alianza Nacionalista a la construcción de su pensamiento de izquierda, estuvo atravesada por las reveladoras vivencias de sus investigaciones, como los fusilamientos de Operación Masacre, El Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo?. Su rigurosa coherencia entre la idea, la palabra y la acción fue definiendo sus opciones en la lectura de los textos políticos y siempre se dedicó a estudiarlos en función de su trabajo como escritor y periodista, y a partir de 1968, de su compromiso como militante de un proyecto colectivo en el campo del peronismo revolucionario.
En 1965 escribió en su breve autobiografía: “Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. En 1964 decidí que en todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía”. Pero no lo sentía como una determinación mística; podía cambiar, empezar de nuevo. Y en 1967, el cambio llegó de la mano de su amigo Paco Urondo, quien acababa de regresar de Cuba con una invitación para Rodolfo: ser jurado del Concurso de Casa de las Américas y participar en el Congreso de los Intelectuales.
Conocí a Rodolfo pocos meses antes de esa invitación. Tenía 40 años y ya había escrito casi toda su obra literaria y periodística. Gran parte de los últimos seis años los había vivido escribiendo en una isla del Delta, aunque siempre interesado por lo que pasaba en el país y en el mundo. Pero estaba inquieto, algo cansado de las presentaciones de libros, del mundo literario de entonces. Y profundamente conmovido como tantos otros por la muerte del Che. En ese mes de octubre del ‘67 escribe: “¿Por quién doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabrizio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana en el ‘59 y el ‘60. La nostalgia se codifica en un rosario de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir...”. Pero la nostalgia y la culpa no opacan su lucidez y semanas más tarde termina de escribir “Un oscuro día de justicia”, otro cuento sobre el internado de irlandeses que gira en torno del poder que humilla, la dignidad del rebelde, el dolor de la derrota, y la esperanza inquebrantable en la astucia, la sabiduría y la paciencia de un pueblo para convertir un revés en victoria.
La primera vez que fui a su casa vi sobre la pared una gran foto en blanco y negro de La Habana y ahí supe que había vivido dos años en Cuba y trabajado en la agencia Prensa Latina. Pero nunca se explayó sobre las razones de su alejamiento de la isla. No era cubano, no había combatido en la Sierra Maestra; había llegado a La Habana después del triunfo de la Revolución. Profundamente respetuoso de los que forjan y actúan, a su regreso a Buenos Aires mantuvo un silencio de seis años que sólo quebró con dos líneas en esa breve autobiografía: “Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”. Recién en 1969, cuando ya se había producido su reencuentro con Cuba, menciona en el prólogo de “Los que luchan y los que lloran” al sectarismo como uno de los motivos que en 1961 explicaban la salida del director de Prensa Latina, Jorge Ricardo Masetti, de la agencia cubana. Y quizá también la de él. Aunque en Masetti había otra razón, quizá más crucial, vinculada a la gestación de la guerrilla rural en Salta. No había sido, en esos primeros años de la década del ‘60, la opción de Rodolfo. Sus procesos de cambio fueron lentos pero rigurosos.
Aquel enero del ‘68 en La Habana, donde se reencontró con sus amigos y compañeros de Prensa Latina y Casa de las Américas, y su participación en el Congreso de los Intelectuales, donde escuchó a los delegados de países que estaban en lucha por su liberación, marcó en forma irreversible el rumbo de su compromiso político. La Habana era la caja de resonancia de un mundo en cambio y los debates sobre el rol de los intelectuales abarcaba desde la creación de nuevos géneros literarios como el testimonio a la participación activa en la lucha revolucionaria. Al regresar a Buenos Aires, comenzó su militancia con las armas de su oficio de periodista y organizó el periódico de la rebelde CGT de los Argentinos donde escribió: “El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”.
Pero algo le preocupaba. Sabía que estaba iniciando un camino que le iba a absorber casi todo su tiempo. Y su tiempo, como el del país, fue vertiginoso. En 1973 se incorpora a la organización Montoneros. Integrado a un proyecto político-militar, trató permanentemente de hacer tomar conciencia al conjunto de sus compañeros sobre la racionalidad de una lucha político-militar, una lógica, si se quiere una ciencia, que no admitía improvisaciones. Para él, ese proyecto no podía asentarse sólo en la calidad revolucionaria de sus ejecutores, sino fundamentalmente en una correcta comprensión de la fuerza del enemigo, en la solidez de un pensamiento histórico y en la elaboración de una estrategia política global.
Su militancia estuvo signada por esa concepción. Así, ya meses antes del golpe militar del ‘76, Rodolfo veía con gran preocupación ese desenlace. En la edición de 1969 de Operación Masacre advertía: “Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina (...) Que la oligarquía, dominante frente a los argentinos y dominada frente al extranjero, esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella”.
Por eso, y pese al tumultuoso proceso político que se desencadenó después de la muerte del Gral. Perón, Rodolfo se oponía a todo argumento que intentara justificar la necesidad de que los militares reasumieran el poder frente al desgobierno de Isabel Martínez. Porque no sólo los históricos aliados de los golpes militares en Argentina esperaban con aplausos ese golpe sino que en el propio campo popular y en la propia organización a la que pertenecía, Montoneros, había quienes consideraban que con la caída de Isabel se aceleraría el proceso revolucionario en el país.
Cuestionando esa concepción y previendo que la represión militar iba a alcanzar a todo tipo de expresión opositora, Rodolfo puso en marcha un proyecto de comunicación alternativa, la Agencia Clandestina de Noticias y Cadena Informativa. Y a fines de 1976, empieza a concebir la idea de escribir una serie de Cartas Polémicas, como él las llamó, que iba a firmar con su nombre y distribuir desde la más estricta clandestinidad. Se trataba de recuperar su identidad y, con ello, toda su trayectoria personal para hacerla valer como un arma en esta nueva etapa. Este proyecto de acción política también se desprendía de su total certeza de que la derrota de la resistencia armada era irreversible.
El 9 de enero de 1977, día en que cumplió 50 años, definió dos apuestas para el 24 de marzo del ‘77, aniversario del primer año de gobierno de la dictadura: terminar el cuento “Juan se iba por el río” y difundir la primera de esas cartas polémicas: la “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. Durante tres meses trabajó en ese documento hasta que alcanzó el tono que quería: una reflexión estratégica sobre las razones más esenciales del golpe militar que “instauró el terror más profundo que ha conocido la historia argentina”. Y escribe el eje medular de su denuncia: “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.
Contemporáneo de los hechos que denuncia, ese documento es considerado hoy, 30 años después, el testimonio más lúcido y revelador de esa nefasta etapa de la historia argentina.
El jueves 24 de marzo de 1977 celebramos haber ganado la apuesta. Afuera, junto al laurel estaba lista la precaria parrilla donde el sábado 26 Rodolfo iba a hacer el asado para compartir el festejo con su hija Patricia, su compañero Jorge Pinedo y sus dos hijos, María y Mariano, recién nacido.
El pasto cortado rodeaba la casita. En ese largo verano, varias veces lo había mirado mientras él, con el torso desnudo bajo el sol, aprendía a manejar la guadaña para cortar el yuyaje y limpiar el terreno con el mismo empecinamiento con que durante la noche leía y escribía.
Ahí estábamos en medio de la noche. Desde las sombras del jardín que imaginó, “va a ser un jardín criollo, las plantas mezcladas entre caminitos; no me gusta el parque inglés”, se veía el rectángulo de luz cálida que reflejaban los faroles de querosén en las cortinas –una roja y otra amarilla– que habíamos colgado ese día en las dos ventanas. Lo real y lo imaginado se fundían en una placidez casi perfecta. Rodolfo me abrazó alegre: “Al fin tenemos nuestra casa”. Ambos sabíamos que ese fin, esa casita, era sólo una escala de su compromiso inclaudicable. Igual que todas las noches de esos últimos meses, entramos para tener todo listo ante un posible ataque: cargar las armas y montar las dos granadas de fabricación casera que quedaban en la mesa de luz, al lado del vaso de agua. Como una escena de su obra La Granada, muchas veces temí quedar soldada eternamente a esa latita letal.
Así, poco antes de la medianoche de ese 24 de marzo, primer aniversario del nefasto golpe del ‘76, terminó de teclear las otras cinco primeras copias de la “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. “Sin esperanzas de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.”
El día siguiente fue la tarde de su muerte. Un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada lo emboscó en una calle de Buenos Aires. Pero no alcanzaron a evitar el disparo más certero de su mejor arma: media hora antes, Rodolfo había descargado en un buzón de Buenos Aires las primeras copias de la “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”.
En 1972 había escrito en su diario: “Si yo muriera mañana una parte de mi vida –esta parte de mi vida– podría parecer insensata y ser reclamada por algunos que desprecio e ignorada por otros a los que podría amar. Desde luego esa reivindicación personal no es lo que más importa (aunque no sea totalmente capaz aún de renunciar a ella), lo que importa es el proceso que ha pasado por mí, la historia de cómo yo cambié y cambiaron los demás y cambió el país.
Imagino también un inventario de las cosas que quiero y las cosas que odio: ya lo dije.
Las cosas que quiero: Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros.”
Como un hilo tendido hacia el futuro, esas palabras se afirman en mi memoria, el verdadero cementerio donde treinta años después sigo celebrando su vida.
Esa carta
Poco antes de la medianoche, terminó de pasar en limpio la última copia de la Carta y se masajeó los dedos. Desde hacía algún tiempo le habían empezado a doler las articulaciones. “Artrosis”, dijo. “Pero todavía le pego a las teclas.” Nos reímos y empezamos a ensobrar las diez copias dactilografiadas con carbónico de ese texto que había comenzado a escribir tres meses atrás.
Pocas semanas antes de cumplir cincuenta años -había nacido el 9 de enero del ‘27- quiso definir dos apuestas para el 24 de marzo del ‘77, aniversario del primer año de gobierno de la Junta Militar: terminar el cuento Juan se iba por el río y difundir un documento que denunciara los crímenes de la dictadura.
Un largo verano Había tiempo para ganar esa apuesta. Durante años, Rodolfo trató de programar las horas de escritura en un plan de trabajo que pocas veces pudo cumplir. Era una de sus obsesiones. “En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”, remataba su breve autobiografía en 1965. En el ‘67, la escritura del cuento Un oscuro día de justicia y el proyecto de una novela -cada una en carpetas distintas- se entrecruzaban con las extensas notas para la revista Panorama (“con el mismo cuidado y la misma preocupación con que se podía trabajar un cuento o el capítulo de una novela; es decir, dedicarle a una sola nota el trabajo de un mes”). Entre el ‘68 y el ‘70, el periódico CGT y la investigación de Quién mató a Rosendo arrasó con los cronogramas minuciosamente anotados que, sin embargo, intentó infructuosamente recuperar en 1971 para preparar una nueva edición (o tercera versión) de Operación Masacre y la publicación en forma de libro del Caso Satanowsky. Pero su participación en los grupos del Peronismo de Base y los vertiginosos tiempos políticos aceleraron su compromiso militante y en 1973 se integró a la organización Montoneros. El proceso histórico acortaba los días y cada vez fue más difícil proteger las horas destinadas a la reflexión de su escritura. Pero seguía escribiendo desde la identidad colectiva de ser parte de una organización: informes políticos, despachos de ANCLA, los documentos críticos, Cadena Informativa. Las carpetas con sus otros textos personales nos seguían acompañando en cada mudanza clandestina. Aunque Rodolfo siempre encontraba algún resquicio para volver sobre ellos, generalmente quedaban guardados en algún bolso o en algún cajón.
En diciembre del ‘76, iniciamos “la expedición al sur”. Rodolfo había colgado un mapa de la provincia de Buenos Aires en la pared del mínimo departamento donde vivíamos en la Capital. “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua”, dijo. Observó el mapa y encontró la más próxima: la Laguna de San Vicente. Llegamos en tren y preguntamos en la estación dónde estaba la laguna. Después de merodear por calles de tierra la encontramos. Los grandes juncales la habían reducido casi a un charco. Nos sentamos sobre unas piedras y, sin desanimarse, Rodolfo empezó a imaginar en voz alta la recuperación de la laguna, achicando el juncal y limpiando las orillas. Los árboles, el silencio y la placidez de la siesta decidieron la elección de San Vicente como la primera estación en el largo camino hacia el sur. Cuando nos mudamos a la casita, empezó a sentir que el tiempo podía alargarse. Nos despertábamos temprano y la noche tardaba en llegar.
Habíamos salido del “territorio cercado”: Buenos Aires. Habíamos encontrado el lugar y el momento para un futuro posible. Y Rodolfo disponía de casi tres meses para escribir la Carta y ganar la apuesta. Los papeles dispersos empezaron a ordenarse y las carpetas con los distintos temas ocuparon su lugar en los estantes. Los hilos de investigaciones pasadas se cruzaban en nuevas tramas: nombres y grupos que habían formado parte de estructuras parapoliciales o paramilitares, fichas con legajos artesanales, carpetas con los recortes periodísticos sobre muertos en enfrentamientos, presuntos tiroteos. Temas que habían sido procesados y difundidos por la Agencia Clandestina de Noticias. Los primeros borradores se referían casi exclusivamente a describir y denunciar los mecanismos del terror.
Sin dejar de pertenecer a la organización Montoneros, Rodolfo pudo finalmente organizar el tiempo de trabajo: cuando no era necesario cumplir con una cita, escribía a la noche; a la mañana releía y corregía. Antes de finalizar el año, había pasado en limpio la Carta a mis Amigos sobre la muerte de su hija Vicki. La escritura era su líquido vital por donde drenaban el dolor y la razón.
Catilinarias En la primera semana de enero, tomamos el Cañuelas en Constitución para volver a San Vicente. Eran las cuatro de la tarde y el sol abrasaba los descampados de los barrios del sur. Pocos árboles, techos de chapa, calles de tierra reseca. Pegado a la ventanilla, Rodolfo empezó a hablar sobre la discriminación del agua, del poder sobre el agua, de los que disponen el dispendio del agua para unos y la escasez del agua para otros, del césped y los jardines privilegiados, tan verdes, tan prolijamente regados. El ómnibus frenó en una parada y subió un canillita voceando la tapa de Crónica. En las primeras páginas leímos que en un “intento de fuga” habían muerto Dardo Cabo y otros siete compañeros, que estaban presos desde abril del ‘75. El aire se hizo más sofocante. Fusilados.
“La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal”, había dicho en junio del ‘76 el teniente coronel Hugo Ildebrando Pascarelli. ¿Qué significaba? Rodolfo creía en la existencia de perversos e imbéciles, pero no en demonios. Era necesario desentrañar las razones más profundas del golpe militar. Los primeros borradores sobre la represión pasan a formar parte de una reflexión más estratégica y definen la nueva estructura de la carta: la interrupción del proceso democrático, el plan político y económico, y la necesidad del aniquilamiento de cualquier forma de resistencia para aplicarlo.
Pero esa carta ¿debía tener un autor? Preocupado con algunos, indignado con otros, Rodolfo no podía concebir el silencio de los intelectuales que podían encontrar resquicios a la censura. En 1968, en el Programa del 1-o de Mayo de la CGT de los Argentinos, había escrito: “El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”. Rodolfo era un militante revolucionario, pero elige escribir la carta desde su lugar como intelectual y con su propia identidad. “Vuelvo a ser Rodolfo Walsh”, dice. Y titula el texto: Carta de un Escritor a la Junta Militar.
Después de varios borradores, fue encontrando el tono, el ritmo, la tensión de las frases. Con el café de la mañana o la ginebra de la tarde, declamaba en latín frases de las Catilinarias que había traducido minuciosamente en un cuaderno Avon en los años 60. Quería trabajar ese estilo: “Como las invectivas latinas; la palabra escrita con la contundencia de la palabra oral”. Como una piedra en el agua, el concepto se ampliaba en la concisión de tres cláusulas: “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”. En las noches, me leía cada párrafo atisbando mi gesto de duda, rechazo o aprobación ante un adjetivo o una palabra de más o de menos que debilitara un concepto o alterara su ritmo. “Estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las tres armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno”. La precisión y contundencia de un golpe de timbal.
Apuntes sobre la Carta Elige como primer tema defender el proceso democrático, sin hacer ninguna concesión al gobierno de Isabel Martínez: “El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde...”. En unos pocos párrafos resume el planteo general de la Carta. No quería que ese documento quedara circunscripto exclusivamente a la denuncia de la represión. El golpe militar había quebrado la posibilidad de reencauzar legítimamente el proceso democrático y ese proceso era una apuesta al futuro. “Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.”
En los párrafos siguientes describe la magnitud del terror. Cada uno de ellos es la síntesis de un riguroso seguimiento de información. Entre otras fuentes, guardaba los recortes de los listados de recursos de hábeas corpus presentados que publicaba el diario La Prensa. “Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año...”.
Una noche captó en la banda de alta frecuencia que utilizaban los organismos represivos un radiograma dirigido a todas las unidades militares prohibiendo informar sobre la aparición de cadáveres. “Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres...”. Cuatro líneas que condensan varias horas de empecinada búsqueda de la clave para descifrar ese radiograma en código, pero también largos años de empecinado trabajo sobre esos métodos de captación de información. Autodidacta de la criptografía (que practicó con éxito en Cuba, cuando en 1960 descubrió la clave de los mensajes cifrados desde Guatemala) nos enseñó a mí y a otros compañeros, entre ellos a Horacio Verbitsky y a Pirí Lugones, a entender la lógica de esa técnica de camuflaje lingüístico.
Una tarde volvió de la Capital, donde se había encontrado con un miembro de la organización, preocupado por las objeciones que éste le había hecho al planteo estratégico de la Carta: para ese militante, el texto debía enfocar exclusivamente la represión directa y no estaba muy convencido de que la firmara con su nombre. Aunque había decidido no modificar su concepción del documento, Rodolfo asistió a nuevas reuniones y logró imponer su visión de lo que debía ser el eje medular de su denuncia y lo ubicó como enunciado de la última parte: “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. La piedra basal de la flexibilización laboral y las privatizaciones que ya insinuaba el Fondo Monetario Internacional. La razón más profunda del terror que implantó la dictadura militar para que impregnara a las generaciones futuras.
La última apuesta Al llegar el mes de marzo, anticipó el triunfo de la apuesta -los borradores de la carta y el cuento avanzaban satisfactoriamente- y decidió festejarlo el sábado 26 con un asado queíbamos a compartir con su hija Patricia, su marido Jorge y sus nietos: María, de tres años (a quien llamaba “demonio negro”), y Mariano, recién nacido. La hija menor de Patricia, Fiorella, nació muchos años más tarde. La hija de Vicki, Victoria (el “gusano rojo de la pradera”), sólo tenía un año y medio, y vivía con sus abuelos paternos (su padre, Emiliano Costa, estaba preso).
Faltaban pocas semanas para el 24 y Rodolfo tenía otras urgencias: Cadena Informativa, los cuentos, sus memorias y la discusión sobre las propuestas de repliegue. Y también recuperar “la cultura de la tierra”, aprender a manejar la guadaña para cortar los yuyos, eliminar los hormigueros, mimetizarse cada día más con el vecindario de ese barrio que no tenía luz eléctrica.
En la primera semana de marzo partimos junto a unos pocos vecinos rumbo a la municipalidad de San Vicente para reclamar la instalación de la luz. Como en ese lugar Rodolfo era un maestro de inglés jubilado, lo habían elegido para que fuera uno de los que hablara con los empleados encargados del tema. Los hombres iban acompañados por sus mujeres, así que yo me quedé con las vecinas charlando bajo el sol del mediodía en la puerta de la municipalidad, y ellos entraron. Al rato, la calle se conmocionó con la llegada de tropas de ejército. Algunos se apostaron en las veredas y otros entraron al edificio. Nos quedamos paralizadas en el lugar; no pudieron corrernos. Nunca supimos en qué consistió ese procedimiento. Al cabo de media hora, Rodolfo y los vecinos salieron hablando con risas algo nerviosas. Pero me miró y se sonrió: no se habían fijado en él. Como un vecino más, lo habían dejado a un costado con los otros y con cierta condescendencia les habían dicho que se fueran.
No conseguimos la luz pero regresamos a la casita. Al atardecer, encendimos las lámparas de querosén y Rodolfo siguió corrigiendo la Carta con las duras teclas de la Olympia portátil.
En la medianoche del jueves 24 de marzo de 1977 festejamos haber ganado la apuesta. El viernes 25, un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada lo emboscó en la esquina de San Juan y Sarandí. Pero no alcanzaron a evitar el disparo más certero de su mejor arma: media hora antes, Rodolfo había descargado en un buzón de Buenos Aires las primeras copias de la Carta de un Escritor a la Junta Militar.
“Su memoria se fue agigantando”
El escritor y periodista fue asesinado y desaparecido el 25 de marzo de 1977. Aquí, Lilia Ferreyra repasa su figura, analiza el proceso por el cual se convirtió en un símbolo y define la trascendencia de la emblemática Carta Abierta a la Junta Militar.
“Pocos días antes de su asesinato, Rodolfo me dijo que si llegaba a ser secuestrado a los represores no les resultaría fácil desaparecerlo para siempre porque creía que ‘algunas cosas buenas’ había hecho en su vida. Y tenía razón. Han pasado ya 36 años y su memoria se ha ido agigantando, como también la de los miles de desaparecidos a quienes no pudieron borrar de la memoria colectiva”, explica Lilia Ferreyra, en una entrevista a propósito del 36º aniversario del asesinato y desaparición de Rodolfo Walsh, ocurridos el 25 de marzo de 1977.
Cuando Rodolfo aludía a aquellas “cosas buenas”, ¿en qué creés que pensaba?
Indudablemente él pensaba en las investigaciones, como la del Caso Satanowsky, Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo?, en su trabajo militante en el periódico CGT y en el diario Noticias y también en su tarea estrictamente literaria, de ficción, como sus cuentos, sus obras de teatro, todas profundamente arraigadas en la historia de la época en que vivió. Y entre esas cosas buenas también está todo lo que escribió en los últimos meses de su vida... Además de Cadena Informativa, además de Ancla, Rodolfo fue escribiendo entonces los sucesivos borradores de lo que fue su “Carta Abierta a la Junta Militar”. Y también los denominados “documentos críticos” –reflexiones y propuestas internas de la organización Montoneros dirigidas a su conducción– en los que manifestaba cuestionamientos a su línea política. Hacia fines de 1976, Rodolfo sostenía que el proyecto político de Montoneros estaba derrotado, que era fundamental tratar de preservar la vida de la mayor cantidad de compañeros y, además, redefinir en términos casi absolutos el “hacer” de la “organización”. Esto, en líneas generales, es el contenido de los “documentos críticos”, cuya difusión fue un aporte importantísimo: porque aunque la conducción de la Montoneros no los tomó en cuenta, sí lo hizo la memoria colectiva en la medida en que de distintos modos se fueron difundiendo.
Decías que, en el caso Walsh, su memoria se ha ido agigantando. ¿Cómo se ha dado ese proceso?
Creo que no es un hecho casual, sino producto del trabajo realizado a lo largo de estos años de nuestra historia para recuperar y editar su obra y hacer conocer su vida. Ha sido un muy rico trabajo de construcción de la memoria. Pero quiero señalar que también ha generado algunas confusiones que es necesario aclarar para que, como creo, la memoria sea fiel a los hechos y a su obra. Un ejemplo es la afirmación de que a Rodolfo lo mataron por haber escrito la “Carta Abierta a la Junta Militar”, tema que siempre he tratado de aclarar y de mencionar (no sólo yo sino también sus amigos y compañeros de esa época). Sin embargo, es curioso cómo puede subsistir el error, lo cual requiere aclarar permanentemente estas distorsiones que también pueden producirse cuando, con el paso del tiempo, la memoria se traslada a nuevas generaciones. Aún hoy es frecuente escuchar la explicación de lo sucedido basada en la escritura de la Carta. Yo creo que, entre otras razones, también responde a una concepción vigente en determinados sectores de despolitizarlo. Es decir, de no reconocer que Rodolfo Walsh, además de escritor y periodista fue militante revolucionario. Y que la Carta, si bien lleva su firma, es también producto de un trabajo colectivo. Y que la fue escribiendo como militante montonero.
Como a los “documentos críticos” que mencionabas antes y que fueron recuperados...
Sí, esos documentos estaban en nuestra casita de San Vicente, donde fueron secuestrados por la Marina junto con otros textos inéditos. Han pasado ya más de tres décadas desde entonces y podemos decir que en parte se ha hecho justicia sobre los responsables del asesinato de Rodolfo, que han sido (aunque no todos) condenados a prisión perpetua. El hecho de que haya actuado la Justicia y existan estos fallos es otro de los logros de la lucha colectiva contra la impunidad. Aun así, hay un tema pendiente: el relativo a esos escritos inéditos que nunca aparecieron. Los que sí están, y que mencionaba antes, fueron recuperados de una manera un tanto novelesca: a fines de 1978, unos días después de llegar yo a la Ciudad de México, me entero a través del escritor Mario Benedetti de que esos papeles se encontraban en Cuba, en la Casa de la Américas, adonde los habían llevado anónimamente en un paquete. Al poco tiempo recibí ese material: eran los escritos internos de Rodolfo a la conducción de Montoneros, que reproducían los originales sacados de mi casa. Más adelante, otros compañeros los publicaron en un folleto, “Los Papeles de Walsh”, que tuvo bastante difusión. No advirtieron entonces que uno de los documentos –“Observaciones sobre el documento del Consejo del 11/11/1976”– no había sido escrito por Rodolfo sino por Horacio Verbitsky. Se trata de otra de las confusiones ya mencionadas, de un error que aunque en varias oportunidades se intentó aclarar, hasta hoy subsiste (por ejemplo, uno de sus párrafos aparece como cita de Walsh en la nota “Los verdaderos cómplices de la dictadura” (Infobae, 17/03/2013). Así y todo, en casos como éste, la confusión no es inocente y se la utiliza para desacreditar a sus compañeros de militancia. Por otro lado, en los textos escritos por Verbitsky que se atribuyen a Rodolfo, pienso que más allá de las dificultades propias de la recuperación de materiales clandestinos, también tiene que ver con que Rodolfo y Horacio conformaban una suerte de tándem en cuanto al compromiso político en proyectos periodísticos como el diario CGT y Noticias, es decir que había ya una línea respecto de contenidos y de escritura que facilitaba confundirlos.
Una situación similar se da también con otro documento redactado por Horacio Verbitsky que se atribuye frecuentemente a Walsh, “ESMA – Historia de la guerra sucia en la Argentina”, un texto difundido clandestinamente en octubre de 1976 con información valiosísima aportada en buena medida por el soldado conscripto Sergio Tarnopolsky y el ex guardiamarina Mario Galli, ambos asesinados. Verbitsky lo incluyó en el libro Rodolfo Walsh y la Prensa Clandestina, 1976-78, junto con numerosos materiales de esa experiencia colectiva impulsada por Walsh...
Precisamente, por pudor, porque era el primer libro que se editaba sobre Rodolfo y porque el objetivo era resaltar su rol en la prensa clandestina, Horacio incluye su trabajo sobre la ESMA, como también su ensayo sobre San Martín, sin su firma. Y así se va construyendo esta confusión. Creo que, retomando lo que antes decía yo sobre la necesidad de coherencia en la memoria y la historia, es necesario definir claramente la autoría de textos que han sido y son de importancia para el conocimiento y profundización de lo que significaron los años 70 en nuestros países.
Entre toda la obra de Rodolfo Walsh, la “Carta Abierta a la Junta Militar” quizá sea el texto suyo que está más presente en cada argentino que lo evoque. ¿Cómo lo explicás?
La Carta es un documento emblemático contemporáneo de los hechos que denuncia. Es un “retrato” que cala muy hondo en lo que significó la dictadura cívico-militar en el país y en las consecuencias sobre la población. Y es emblemático porque, además, toma los tres ejes fundamentales en que se basó el terrorismo de Estado: la represión sin límites, el golpe militar y la destrucción de la democracia (recordemos que ocho meses después había elecciones) y fundamentalmente el proyecto económico que hacía necesaria la represión y el golpe de Estado. La Carta tiene tanta vigencia por todo eso y porque es irrefutable. Cada línea, cada palabra, están sustentadas en su profunda ética conceptual y en el rigor de sus investigaciones.
Rodolfo, te escucharon
Treinta y cinco años después de su asesinato. 35 años después de que descargara en un buzón las primeras copias de la Carta Abierta a la Junta Militar, ayer fue plantado ese excepcional texto, cuya vigencia atraviesa las décadas, a metros del Casino de Oficiales, el edificio donde funcionó el núcleo del centro clandestino de la ESMA, desde donde fueron eliminadas en los vuelos de la muerte unas cinco mil personas y desde donde desaparecieron el cuerpo acribillado de Rodolfo Walsh.
No fue sólo un acto de homenaje al hombre que la escribió –Rodolfo no lo habría querido así– sino a los miles de desaparecidos. Porque la Carta, contemporánea de los hechos que denuncia, fue una de las voces más potentes que se alzaron para golpear las conciencias ante el exterminio que estaba llevando a cabo la Junta Militar para imponer un modelo económico que “castigaba a millones de seres humanos con la miseria planificada”, eje medular del testimonio de Walsh.
Después de aquel 25 de marzo de 1977, su difusión inicial fue clandestina. Se hicieron infinidad de copias que se enviaban al exterior y que se despachaban por correo a direcciones tomadas al azar de la guía telefónica. La primera noticia que tuvimos de su publicación en un medio masivo fue en 1978, en un diario de Venezuela. Como una piedra arrojada al agua, se fue reproduciendo en círculos cada vez más amplios por argentinos exiliados en distintas ciudades de América latina y Europa.
En nuestro país, con la reinstalación de la democracia, la Carta fue editada en diversas publicaciones y fueron las Madres, las Abuelas y los organismos de derechos humanos quienes la eligieron por su inapelable verdad para su lectura pública y colectiva en actos en que se conmemoraban nuevos aniversarios del nefasto golpe militar del 24 de marzo de 1976. Hace poco más de un año, en el ahora Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos, surgió la posibilidad de instalar la Carta en ese predio recuperado en el 2004, gracias a la imbatible lucha por la memoria, la verdad y la justicia que encabezaron durante décadas los organismos de derechos humanos. Y gracias al ex presidente Néstor Kirchner, quien tomó la decisión política de hacer realidad esa recuperación y se animó –”el hombre que se anima” que tanto valoraba Rodolfo– a ordenar descolgar en un gesto histórico el cuadro de Videla, marcando así el rumbo irreversible del fin de la impunidad.
Instalar la Carta en el predio de la ex ESMA es un acto de libertad conquistada por esa conjunción de voluntades históricas y políticas. Y fue un desafío arribar a su realización, un esfuerzo y dedicación de los trabajadores del Ente Público en concretar la idea que sugirió León Ferrari, cuyo hijo Ariel fue desaparecido en la ESMA, quien brindó su talento y su profunda humanidad para contribuir a concebir esa obra. Son catorce paneles de vidrio dispuestos como un biombo desplegado en los que se grabó el texto con la misma tipografía con la que Rodolfo Walsh la escribió en su Olympia portátil. Y la Carta está ahí, en el bosque de eucaliptus, los altos árboles que también sombreaban la casita de San Vicente donde Walsh tipeó durante más de tres meses esas páginas. Ahí está plantada, casi frente a esas paredes, sótanos y altillos del ex Casino que fueron testigos mudos del horror de lo que allí sucedió, para que los que recorren ese lugar que estremece puedan caminar unos pasos y ver y leer en la Carta que es posible vencer al terror cuando se entiende que no fueron “desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma” de esa Junta Militar y que es posible encontrar resquicios para animarse a actos de resistencia aun cuando imperen la opresión y la injusticia.
En marzo de 1977, desde esa proyección de su pensamiento que siempre trascendía su posible tiempo vital, Rodolfo decía que iban a pasar varias décadas para que el pueblo argentino pudiera renacer del daño causado por esa dictadura. En esa apuesta, los dos últimos párrafos de la Carta son hilos tendidos que se bifurcan hacia el futuro. El penúltimo revela el tiempo pasado en el que fue escrito y el presente de su consecuencia: “Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados, no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las tres Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aun si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas”.
El último párrafo, como el primero, reafirman su identidad y autoría: “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”.
En un diálogo imposible porque trasciende la muerte, quisiera decirle: Rodolfo, te escucharon. La Carta llegó hasta aquí. La esperanza insobornable de tu apuesta al futuro alumbra este día de justicia.
Su propia figura
Por: Eduardo Jozami*
La figura de Lilia Ferreyra que habrá de perdurar en el recuerdo es inseparable de la de Rodolfo Walsh, porque, a poco de llegar de Junín, compartió con él los últimos diez años de militancia política y vida intelectual, pero también porque ella quiso siempre ser recordada así, como la compañera de Rodolfo. Sin embargo, quienes fuimos sus amigos, aunque también nos ubicamos, de algún modo, bajo la estela de Walsh, sabíamos apreciar la escritura de Lilia, su comprensión política, sus juicios penetrantes y ese olfato para reconocer cuánto había de valioso en una persona y cuánto de trascendente en cualquier situación política.
Su experiencia de la CGT de los Argentinos, en la que acompañó a Walsh, la marcó al punto de llevarla a ser delegada sindical en varias de las empresas periodísticas en las que trabajó. Exiliada en México, desde que regresó a la Argentina se vinculó al movimiento de derechos humanos y se acercó al peronismo renovador. Lilia supo como pocos ser fiel a esa tradición que la llevaba a definirse siempre como peronista y no por eso marginarse de cuanta propuesta progresista o transformadora se planteara en la sociedad, como fue la aparición de Página/12, diario al que tempranamente ingresó. Esa conjunción entre la tradición militante y la apertura a lo nuevo la llevó a ser de las primeras en vincularse con Carta Abierta, cuya coordinación integró desde un comienzo. Cuando ya los tropiezos de su salud se hicieron más notorios, Lilia trabajaba en la ex ESMA, Espacio de Memoria del que llegó a integrar su órgano de conducción. Pero más allá de los datos de su biografía, la recordaremos siempre como esa joven que se maravillaba de la ciudad, de sus calles, sus librerías y sus cines, del talento de Rodolfo, de la militancia abnegada de aquellos años, pero que tras el asombro dejaba percibir en su mirada una inquietante sensación de madurez.
Palabras anteriores
Por: Tununa Mercado
Los ojos de Lilia Walsh, tan grandes y verdes, me miran cuando le digo, soy yo, aquí estamos y le nombro a las que en ese momento la rodeamos. Digo: “María Laura, María Antonia”. “Las chicas”, me dice y apenas le oigo: “Gracias a ellas”. Son quienes la cuidaron estos tres últimos años de su vida.
La máscara de oxígeno sube, suavemente hoy, con cada inspiración y exhalación al ritmo del movimiento de su cabeza, que parece asentir, decir que sí al aire que respira. La ventana está abierta, hace calor. Desde el segundo piso de la habitación donde está internada se escucha el ruido de los autos que avanzan o se detienen en una marcha nerviosa, de una tarde previa a un paro, con bocinazos, como si en estas horas después de las que sólo habrá silencio hubiera que cumplir tareas perentorias porque mañana no habrá nada, nada.
Más temprano unos perros ladraron en dos o tres momentos, sonaron sirenas. ¿Oirá Lilia esos ruidos? ¿La calle estará en su cabeza? ¿Sentirá sus rumores? ¿Nuestras voces? Pareciera que sí. Abre los ojos, nos mira. Hasta ayer viernes por la tarde nos miraba con sus grandes ojos verdes. Hoy, un día después, ya no los abre. Sólo ese rítmico y lento ascenso y descenso de la máscara de oxígeno delata que está respirando y que asiente. Sí, parece decir con la cabeza. Sí.
Hace una semana ella, lúcida como siempre; yo tratando de entretenerla, decía que lo importante era pensar. Repetía: pensar, pensar, como un conjuro, ponderando después el interés, decía, de este momento en el que se configuraba un ajedrez cambiante, rico en variaciones. Hablamos de la candidatura a diputado de Eduardo Jozami. Ella tenía en ese momento un tono de “estratega”, los pasos que había que dar, con quiénes tendría que hablar. Yo siempre tuve la sensación de que ella, Lilia Walsh, era una unidad con Rodolfo Walsh, que él había puesto en ella su palabra para hermanarla con la suya. Por eso, cuando Rodolfo o Lilia hablaban, yo los escuchaba a los dos. Yo, acaso sumisa, era convencida, tenía un plus de comprensión sobre la realidad. No toda la realidad, sólo un fragmento que me incluyó en alguna misión. Fue un breve tiempo, pero generó en mí la noción de que ellos me habían conferido un modo de entender sin demarcaciones políticas, con un solo gesto se redondeaba la idea, el proyecto, su prosecución y su destino. Pude haberlos seguido, convertirme en algo más que una disciplinada escucha dentro de ese extraordinario aparato de inteligencia y de ingenio que fue una idea central para Rodolfo.
Vivimos junto con Lilia el exilio en México. Su enfermedad nos demolió, pero renació muchas veces en estos tres años. Transformó su departamento. Hizo una habitación para “las chicas”; desde las ventanas se podía ver mejor la ciudad y, sobre todo el río, el agua que meció sus vidas como un trasfondo de amor. En el Tigre, lugar en el que anclaron.
Iba a poner una salamandra para tener fuego de leña en el invierno y escuchar música. Iba a comprarse un piano digital para tocar el clave bien temperado.
Lilia Walsh no abre sus ojos verdes. No abre sus grandes ojos. Lilia decía Sí con su respiración.
Hasta siempre compañera Lilia Ferreyra
La Gremial de Prensa despide a una gran compañera, Lilia Ferreyra. La recordaremos siempre como una militante consecuente, cálida, serena, frágil en su aspecto físico, fuerte como una leona combatiendo por los derechos del pueblo.
En los 70, militando en el peronismo revolucionario junto con su compañero Rodolfo Walsh, y luego del golpe de 1976 acompañándolo en la resistencia y el activismo clandestino, sufriendo su vil asesinato por la dictadura. Y en nuestro gremio, en el Bloque Peronista de Prensa, delegada de base en La Opinión y activando en todo el sindicato antes de su intervención.
Al regresar de su exilio en México, incorporándose a la lucha gremial primero en Núcleo y luego en la agrupación Rodolfo Walsh, contribuyendo a la construcción de la nueva Unión de Trabajadores de Prensa, apoyando cuando hizo falta, criticando cuando era necesario señalar las desviaciones de la conducción.
Se reincorporó a la actividad trabajando en medios como El Periodista, PáginaI12, o en las tareas de recuperación de la memoria en la ex ESMA, justo en ese lugar.
Humilde, referente, solidaria y comprometida de por vida. Reivindicando siempre ya no sólo la militancia sino el trabajo profesional y de investigación de su compañero Walsh, maestro del periodismo al que muchos de los actuales “investigadores” de la prensa, más preocupados por cuidar los negocios de sus patrones que por la veracidad de los hechos, no le llegan ni al polvo de la suela de sus zapatos.
Una trabajadora de prensa y militante de raza, de las que quedan pocas. Una compañera extraordinaria. Hasta siempre compañera Lilia. Te extrañaremos.*Director del Centro Cultural Haroldo Conti
Foto: Daniel Otero - El Hombre Rabioso
Fuentes: Canal Encuentro, PáginaI12, Noticias Argentinas