Por Ricardo Dios*
Como una derivación más, el conflicto del campo generó una vasta e interesante circulación de información sobre economía, distribución del ingreso, producción agropecuaria, soja y otros pastos. La quema de estos pastos y el humo invasor, también. En cambio, el abordaje del problema de la seguridad, generalmente, no corre con esa suerte. La información sobre seguridad permanece intermitente, con la sobreexposición de la parte visible del problema y la invisibilidad de los delitos más complejos y más graves. Así como la policía en general ataca –poco o mucho, bien o mal– sólo el delito que está en la calle, el delito visible, y no así el delito complejo y más organizado que merece investigaciones más profundas, los discursos sobre seguridad que proponen los medios masivos de comunicación también se reducen a lo supuestamente visible, pero aquí la cuestión es más compleja porque lo visible es lo que el discurso mismo se encargó de producir.
En el año 2003, la victimización general –personas que sufrieron delitos– en la ciudad de Buenos Aires fue de 37,5 mientras que la percepción de probabilidad de sufrir delitos en el mismo distrito fue de 37,8.
En el año 2005 la victimización general fue de 29,4 (se redujo en un 20 por ciento), mientras que la sensación de que se podía sufrir un delito aumentó al 57,5 (aumentó en un 80). El diario Clarín es el segundo diario en Latinoamérica, después de la Prensa Gráfica en San Salvador, que tiene la mayor frecuencia de noticias policiales, a pesar de que San Salvador tiene una de las mayores tasas de inseguridad objetiva en América latina y Buenos Aires tiene probablemente las más bajas.
En este camino, sucede que a veces el mismo Estado reproduce las lógicas de la inseguridad. No siempre la respuesta del Estado es ocultar el delito, uno de los mitos que circulan: existen antecedentes de estadísticas fraudulentas producidas con el objetivo de conseguir más presupuesto. Para seguir la ronda, que la calesita no pare, siempre agarran la sortija.
Recorriendo otros caminos conocidos, decir, como se escucha diariamente en las radios en boca de entrevistados o conductores, que el problema de la seguridad se resuelve con más policías, más armas, más alarmas, no sólo es eludir el problema sino acentuarlo en beneficio de un sector que disputa más poder y se favorece económicamente (con la creación de empresas de seguridad privada, por ejemplo) y en perjuicio de una enorme mayoría de la población (en cada una de sus clases sociales). Que la mano dura resuelve el delito es una falacia y un mito verificable, pero lo más grave de ese mito es que quien instala ese discurso conoce sus consecuencias y las aprovecha. Mientras tanto los medios lo repiten, lo simplifican, y la sociedad lo hace suyo por la ausencia de contradiscursos, la escasez de debates y escasa pluralidad de la información. Una vez más, como decía Barthes, el mito se encuentra a la derecha.
Es habitual escuchar, ahora que los valores de la democracia tienden a ser un piso para comenzar cualquier debate, que las fuerzas de seguridad deben respetar los derechos humanos y las garantías constitucionales pero deben ser eficientes. Con el “pero” el discurso mete la cola. La fórmula del mito esconde claros conceptos ideológicos: si respetamos las garantías no somos eficientes. Es indispensable entender que la única forma que existe para que una fuerza de seguridad sea eficiente es, justamente, respetar los derechos humanos y las garantías constitucionales.
Se generan también mitos cuando las estadísticas que circulan sobre el mapa del delito se refieren casi exclusivamente a los delitos contra la propiedad. El reclamo de algunos sectores está sustentado en la seguridad de algunos bienes. La seguridad tiene que tener como objetivo los derechos y no debe estar destinada solamente a proteger los intereses de una clase, que generalmente es la que produce la información. El discurso crea el mito de que la inseguridad es total cuando en realidad se refiere a los bienes materiales y a los prejuicios o temores de un sector. Lo cierto es que con esa construcción se quiere (y se logra) ocultar que la falta de seguridad la sufren todos y principalmente las personas de menores recursos: seguridad en la salud, en la vivienda, en el trabajo.
El narcotraficante, el gendarme que deja pasar y el que tiene su living lleno de cocaína en Barrio Norte es mucho más responsable de la afección a la salud de la población que el pibe que vende el paco en el centro de la villa.
Otro mito discursivo es aquel que asegura que una nueva policía es buena sólo porque es nueva. Claramente, la posibilidad de crear una nueva fuerza de seguridad (como ocurre actualmente en la Ciudad de Buenos Aires) es una oportunidad histórica para crear un cuerpo que se diferencie de las prácticas policiales habituales (corrupción, represión, abuso de poder, etc). Lo que debe tenerse en cuenta es que esta oportunidad debe ser llevada a cabo con actores que demuestren profesionalidad y compromiso y una férrea voluntad de modificar las prácticas policiales actuales. Si esta tarea nueva es emprendida por los mismos actores y con las mismas lógicas, probablemente esta nueva policía repita todas y cada una de las prácticas que se pretende eliminar. Recordemos que las fuerzas de seguridad policiales son las instituciones menos atravesadas por nuestra democracia. Y eso no es mito.
* Abogado.
Fuente: Página/12