Autobiografía: Soy un típico producto argentino. Cosecha tardía del ·42 (diciembre 18). Tuve una niñez peronista, una adolescencia frondizista y fui periodista debutante en tiempos de Illia.
Aprendí a leer con la lupa de mi papá desde las páginas del diario La Prensa, allá por el ·47. Y escribí mi primera nota en un periódico en la escuela primaria, cuando estaba en segundo grado.
En el secundario reincidí, editando una revista. Y ya en la Universidad, comencé mi carrera periodística en un suplemento del diario La Razón llamado 7 Días. Todos los martes 500.000 personas consumían esa pequeña revista de mezquinas 32 páginas que luego se llamaría Siete Días Ilustrados.
Me casé, tengo dos hijos y dos nietos. Logré construir 9 edificios escolares, dos centros sanitarios, dos consultorios odontológicos e inaugurar más de 400 bibliotecas.
Viví casi 10 años –exiliado- en Uruguay, mi segunda patria. Viajé mucho por todos lados. Y a veces, cuando llueve, me gusta quedarme en casa, escribiendo, leyendo o imaginándome al frente de una librería, actividad a la quizás me dedique cuando me vuelva un poco viejo".
La revista Siete Días tuvo una de las redacciones más profesionales y talentosas del periodismo de los años 60 y 70. Se destacaba en información y estilo comunicacional, tomando la delantera frente a otras revistas más frívolas y mal escritas. Periodistas de la talla de José María Jaunarena, Germán Rozenmacher o Mario Boholavsky crearon una verdadera escuela que –tanto a mí como a otros compañeros- nos señaló un camino de rigor informativo, buen uso del idioma y sobre todo, un profundo humanismo. En esa redacción escribí durante los primeros 8 años de vida de la revista.
En esos años, además, fui colaborador de Democracia, La Calle, La Tarde y del mitológico matutino riojano El Independiente primer diario cooperativo de América Latina.
Colaboré, además, con las revistas Confirmado, Satiricón, Chaupinela, y publicaciones como Oggi y L·Europeo de Italia y Sterm de Alemania. Además de la revista etcétera de Rosario.
Fueron tiempos difíciles. Cubrí todos los golpes militares de la época. Y también el Cordobazo y las protestas populares de Rosario, Mendoza y otras ciudades argentinas. Fui pasajero de un avión de Aerolíneas Argentinas desviado a Cuba y estuve bajo las balas, en el palco de Ezeiza durante el retorno definitivo de Perón a la Argentina.
Tuve el privilegio de viajar por América y Europa y conocer de cerca catástrofes sociales, terremotos, accidentes, hambrunas y atentados.
En mi exilio en Uruguay fundé la revista Noticias y cuando regresé a Buenos Aires dirigí los fascículos de Historias de la Argentina Secreta y, más tarde, la revista Historias de la Argentina, hasta diciembre de 1999.
El cine de la diferencia
Siempre pensé que en el cine el periodismo tenía que ocupar un poco más de espacios que el de los criticados noticieros. Creo que he pasado años enteros de mi vida sentado frente a una pantalla de cine. Consumiendo todo tipo de películas y, también, los cuestionados Sucesos Argentinos, Emelco y Argentina al Día.
Por eso, cuando Néstor Lescovich, compañero de la redacción de Siete Días, me contó su idea de "Ceremonias" –quizás la más profunda indagación filmada sobre el mundo de los marginados sociales- asumí con él la responsabilidad de llevar a cabo ese difícil largometraje. Con mi querido grabador Uher y un Nagra alquilado, me ocupé de recoger voces, pensamientos, sueños, fantasías y penurias de unas veinte personas que, durante casi 15 días convivieron día y noche en una vieja casona de Buenos Aires. Cualquier comparación que se realice con los actuales reality show puede ofenderme muchísimo. Sobre todo porque eso ocurrió en los años 70 y el género aún no se había inventado. (¿O lo estábamos haciendo?)
Años después, en televisión, realicé más de 120 capítulos de "Argentina Secreta", en16 mm.
En Uruguay, a fines de la década del 80. colaboré la producción de "El collar de cascabeles" de Ricardo Wulicher y "Camila", de María Luisa Bemberg.
Un día descubrí el sonido de la realidad.
Fue cuando Radio Libertad se llamó Radio del Plata, donde participé de un programa de dudosa factura: "El Club del Mediodía".
También, allá por los años sesenta y pico, en los sótanos del Teatro Colón primero y en un deslumbrante edificio nuevo después, desde Radio Municipal nació "Argentina Secreta".
Todo empezó cuando advertí que nunca una nota periodística podía reproducir el hablar cansino de los peones de campo, el "esdrújulo" de los catamarqueños, el pausado decir de los norteños o el tono sobrador de no pocos porteños.
Tres veces por semana, en escasos quince minutos, comencé a reproducir entrevistas, canciones, poemas, leyendas, ceremonias aborígenes, quejas vernáculas y sonidos de ese otro país que aún desconocemos.
Después colaboré en "Atención Antártida, Excelsior llama" donde comunicábamos al personal de las bases antárticas con sus amigos y familiares de todo el país.
Con Carlos Rodari hice "Ciudad Abierta" en Radio El Mundo y en 1974 dirigí en Radio Splendid el semanario La Radio Revista, un formato radial inédito y desbordante de creatividad.
En Montevideo trabajé en CX30 La Radio del Uruguay, un refugio democrático durante la dictadura militar.
Fue Historias de la Argentina Secreta en LRA Radio Nacional y sus emisoras de todo el país el ciclo que durante casi cuatro años complementó las emisiones televisivas del primer documental nacional.
El libro como soporte de la historia
Hacia fines de la década del 60, con Germán Rozenmacher escribí en Siete Días una serie de notas sobre Eva Perón, Mientras se iban sucediendo las ediciones, fui descubriendo facetas inéditas de Evita. Entonces decidí escribir su biografía e invité a participar del proyecto a Otelo Borroni.
Fueron más de cuatro años de trabajo en los cuales, casi día por día, documentamos la trayectoria de Eva Perón. La obra fue publicada por Galerna y el Centro Editor de América Latina y figuró un año a la cabeza de las listas de best sellers.
El cadáver de Eva aún continuaba desaparecido. La ópera Evita no se había escrito y muchos se oponían a cualquier postura que revisara su infancia, adolescencia y trayectoria artística: Eva Perón debía ser, para muchos peronistas, el clisé que se reproducìa en la dècada del 50.
La TV como herramienta
A través del programa “Historias de la Argentina Secreta”, el periodista Roberto Vacca promovió la construcción de numerosas escuelas, centros sanitarios, bibliotecas y otros gestos de compromiso con la sociedad. He aquí un detalle:
Escuela "Gendarmería Nacional" (Santa Cruz)
Se construyó en el Paraje Las Vegas, a pocos kilómetros de la antigua traza de la Ruta 40, en la provincia de Santa Cruz. Es un edificio de 100 metros cuadrados cubiertos con dos aulas, habitación para el maestro, cocina, tres baños. La escuela se equipó con piano, televisor color, biblioteca con más de 1.000 libros, bandera de ceremonia, bancos, material didáctico, pizarrones, cocina, calefactores, termo tanque, mimeógrafo y equipo de radiocomunicaciones en Banda Lateral Única. El edificio fue donado por la empresa Edil Sud SA de Comodoro Rivadavia
Escuela en el Cañadón de Santo Domingo (Neuquén)
Esta segunda escuela, donada por la empresa Técnicas Constructivas Industrializadas SA, se realizó en el Paraje Santo Domingo, a unos ochenta kilómetros de la ciudad de Zapala, en la provincia del Neuquén. En un predio de 14 hectáreas se construyó un edificio de 350 metros cuadrados cubiertos con dos aulas, salón de uso múltiples, dos baños, casa habitación para el maestro (con cocina, comedor, dormitorio y baño) y sala de primeros auxilios. Se entregó amueblada y con elementos didácticos completos. Se construyó un tanque de agua y se forestó todo el terreno. A partir de su inauguración numerosas familias de "crianceros" decidieron afincarse definitivamente en los alrededores de la escuela. Con los años, allí nacerá un nuevo pueblo patagónico.
Escuela Albergue del Paraje Huantraico (Neuquén)
Este edificio fue donado por la empresa constructora Sebastián Manosees S.A. Se construyó una escuela rural con dos aulas, salón de usos múltiples, dos baños y cocina. Se edificó un albergue para 150 chicos y una casa para el maestro. La escuela sirvió de semilla para la fundación de la Villa Huantraico, creándose un consejo de vecinos con representatividad institucional ante las autoridades provinciales. , Asentándose en sus alrededores aproximadamente 90 familias. La Escuela de Huantraico, en los alrededores del yacimiento petrolero de Filo Morado, se construyó en medio de la hiperinflación y los ajustes económicos y puso demostró que la solidaridad en tiempos de crisis es un valor en alza.
Escuela Cacique Moreno (Resistencia, Chaco)
Esta obra fue construída, mediante un convenid firmado con nuestro programa, por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), Se levanta en el Barrio Mapic, en las afueras de la ciudad de Resistencia, en la provincia del Chaco. Se realizó un edificio de dos aulas, sala de dirección, baños para alumnos y docentes y cocina. Una larguísima cadena de gestos solidarios permitió techarla y equiparla totalmente. El Barrio Mapic está habitado por aborígenes tobas y está ubicado en tierras marginales de la capital chaqueña, donde un basural pone en constantes peligros sanitarios a todos sus pobladores
Escuela 'Guillermo Magrassi" (Neuquén)
Paraje Vilú Mallín (Neuquén)
Edificio con dos aulas, dos baños, salón de usos múltiples y cocina. Se entrega totalmente equipada con bancos, material didáctico, instrumentos musicales y computadora.
Escuela Rural en Obraje San José, Villa Guillermina (Santa Fe)
Se entregó un edificio con dos aulas, baños, habitación para el maestro. Se entrega con materiales didácticos y totalmente equipada.
Centros de salud
Centro Odontológico Las Breñas (Chaco)
Se equipó un consultorio odontológico completo en un edificio especialmente construido por el gobierno chaqueño.
Centro de Atención Primaria de la Salud Paraje Santo Domingo (Neuquén)
Se edificó al lado de la Escuela Santa Paula. Equipado con sala de espera, consultorio, pequeña oficina y depósito.
Centro Odontológico
Barrio Luján - El Bolsón (Río Negro)
Se equipó un consultorio odontológico completo en un edificio especialmente construido por los vecinos del barrio
Escuela Apadrinadas
Se apadrinaron alrededor de 150 escuelas rurales en todo el país.
Otros emprendimientos
- Una bandera de mástil por día y una de ceremonias por mes durante dos años, mediante entregas realizadas por la empresa Cielo Argentino SA
- Guardapolvos escolares. Alrededor de 25.000 guardapolvos para alumnos donados por Grafa SA
- Alrededor de 30 millones de semillas de árboles donados por el Vivero Forestal de Saladillo y la Estación Experimental 25 de Mayo del I.N.T.A.
- Un tractor, una sembradora y una cosechadora donados por un telespectador y entregados a una escuela de Cachalquì, provincia de Santa Fe.
- 10.000 mapas del Río de la Plata y adyacencias especialmente editados por el Servicio Hidrográfico Naval.
- 10.000 mapas de la Argentina y sus territorios antárticos editados por la Dirección Nacional del Antártico.
- Bibliotecas escolares, discotecas, útiles, etc. donados por los telespectadores fueron destinadas a escuelas rurales.
- Se Respondieron alrededor de 42.000 cartas de telespectadores.
- Se distribuyeron gratuitamente más de 4.000.000 de hojas de información adicional telespectadores de todo el país.
- Se inauguraron -el 25 de Mayo de 1991- doscientas bibliotecas escolares en escuelas carenciadas.
- Se distribuyeron 5 pianos, 10 acordeones, tres órganos, 30 guitarras y otros instrumentos musicales a escuelas carenciadas
- Se transcribieron más de 6.000 programas en videotape para escuelas y universidades.
- Se crearon corrientes de intercambio turístico y estudiantil con las provincias de Entre Ríos, Mendoza, San Juan, Río Negro, Neuquén y San Luis.
- Se distribuyeron 400 diccionarios "Pequeño Larrouse Ilustrado" a escuelas carenciadas.
Carta a los docentes
La televisión constituye una de las herramientas más idóneas para la comunicación social. El medio, bien aprovechado, es un complemento para la tarea docente. Y en él, el género documental desarrolla una suerte de enciclopedia visual que nos acerca la realidad de nuestro planeta, las circunstancias del pasado y del presente, la intimidad de la vida de los pueblos, sus costumbres, sus ideas y -también- los avatares de su destino.
Este material le posibilitará aprovechar los contenidos de Historias de la Argentina pero también de otros programas que, por la televisión abierta o por cable nos permiten -a nosotros y a nuestros alumnos- asomarnos a este mundo tan maravilloso y contrastante.
El docente debe motivar, mediante el método de proyectos, que sus alumnos organicen una Agencia de Viajes. Eso les irá permitiendo conocer los diversos tramos argumentales que desarrolla el programa. Obviamente el docente deberá visualizarlo previamente para adaptar esta propuesta a las suyas. Y los alumnos, luego de verlo -quizás más de una vez- ir respondiendo a cada una de las propuestas que, en general y en particular, se van solicitando.
Por: Roberto Vacca
Desde que se desmanteló la fábrica de tanino, en 1967 quedaron 1.200 habitantes de los que había. En la actualidad, reinan la falta de posibilidades y la miseria en el lugar.
La chimenea sigue en pie: setenta metros de ladrillos rojos en cuya cúspide, cuando se festejaba el cumpleaños de la reina Isabel, solía flamear la bandera inglesa. Su sombra repta todavía sobre el pueblo, convirtiéndolo —ahora— en un inmenso, desolado reloj de sol. Las horas se marcan en el frente del hospital, la escuela y la iglesia; también en los abandonados links de golf, la cancha de tenis y el cementerio. Para quienes aún habitan las casas del villorrio, esa chimenea es el símbolo de The Forestal, Land, Timber and Railways Co., la factoría maderera más grande del mundo, empresa que apuntaló desde Villa Ana, al norte de Santa Fe, el imperio del tanino. Durante el esplendor del quebracho, la Forestal implantó un estilo de vida, un particular sistema de gobierno, una arquitectura y una moneda que cimentaron sus dominios materiales y espirituales. Tanto poder fue allí sólo superado por el de los jesuitas, con el mismo e irónico resultado: ruinas.
Desde 1957, cuando se desmanteló la fábrica de tanino, emigraron de Villa Ana nueve mil habitantes. Sólo mil doscientos se quedaron, gastando sus horas en recuerdos del pasado, irrealizables proyectos industriales, tratando de robar a las tierras yermas, inutilizadas por la irracional explotación del quebracho, algún capullo de algodón. Ahora, la absoluta falta de posibilidades y la miseria se adueñaron del lugar, convirtiéndolo en un pueblo fantasma donde ni siquiera perduran los muertos: aquellos que emprenden el éxodo nada dejan de recuerdo. Las tumbas están violadas; en el cementerio proliferan las cruces rotas, los sepulcros vacíos.
Los testimonios de sus escasos habitantes, documentos que aún se conservan en la destartalada oficina del juez de paz, y algunas historias de soledad despiadada, de tiempos detenidos, permitieron a los enviados de Siete Días reconstruir el giro de la sombra de la chimenea, volver atrás las horas y los días del abatido reloj de sol.
Todo esplendor perecerá
"La Forestal pagaba al comisario más sueldo que la Policía. Cuando alguien era declarado persona no grata por el gerente, tenía 24 horas para abandonar el pueblo. Para viajar en los ferrocarriles de la empresa, desde Villa Ana hacia Ocampo, se necesitaba un permiso especial del jefe de personal. Vidas, enseres, casas y animales eran de la compañía. El pueblo y su gente obedecían —o debían hacerlo— los designios personales de los jefes".
Respaldado sobre una vetusta máquina registradora, herencia del pasado, y observando distraídamente las estanterías vacías de lo que fuera el Almacén Central de La Forestal, José Damián Curi (61, su actual propietario) memora los tortuosos mecanismos que servían para que el sistema fuera admitido por las autoridades de la provincia: "Cuando se arrimaba el día de las elecciones, los gerentes autorizaban la apertura de dos o tres comités. Fueran cuales fuesen los candidatos, todos estaban arreglados por la empresa. Cuando se agitaba el ambiente, el comisario permitía la apertura de la timba. Le compraban al hachero su libreta de enrolamiento y, gracias a la taba cargada, la plata volvía al bolsillo del político. Ni la policía ni los funcionarios objetaban el procedimiento. Cuando el diputado provincial salía electo, agradecía la gauchada a La Forestal. Los proyectos de la oposición rebotaban como pelotas de goma".
De aquellos tiempos, un viejo letrero, en la puerta de una carnicería, señala el recinto de lo que fue un comité radical. A su alrededor, el pueblo agoniza. Diez mil hacheros de la región huyeron ante la falta de trabajo. Otros, todavía intentan subsistir bajo primitivas, inútiles formas de vida. Las casas que albergaron a funcionarios, empleados y obreros "forestaleros", con sus techos a dos aguas, sus paredes pintadas a la cal y sus galerías con tirantes de quebracho, están desocupadas. Seis de cada diez de esas casas fueron saqueadas. Un chalet de cinco habitaciones, con baño, cocina, patio, jardín, dependencias de servicio, galpón y lavadero, fue alquilado recientemente en cinco mil pesos viejos mensuales.
Frente a la plaza, el exclusivísimo Club de Empleados sobrevive gracias a un grupo de vecinos que eligió el local como sitio de esparcimiento. Adentro, una mesa de billar, con el paño groseramente zurcido, desvía las lánguidas carambolas del médico del pueblo. Más allá, un inmenso salón vacío, con un proyector herrumbrado, recuerda que en ese sitio hubo un cine. En la esquina, aplastado por el sol del mediodía, lo que fuera un próspero hotel espera desde hace meses que llegue algún viajante de comercio, la iglesia, a pesar de los esfuerzos del cura, tiene las imágenes deterioradas. En ella se suprimió la limosnera: nadie tiene para dar.
En las afueras, la estación de ferrocarril, sin boletería, sala de espera ni oficina del jefe, aguarda desde hace dos años que regrese el tren. De vez en cuando, una zorra a motor arrima el sueldo de Francisco Florentino, su último encargado. "Llegué al ferrocarril en 1945, como peón. Ahora soy el jefe. . . bah, es un decir. Se llevaron todo, hasta la campana. Me dejaron eso, que ni siquiera es una escoba."
Barriendo por milésima vez las gastadas baldosas del andén, Florentino desconfía de los visitantes. Sin embargo, los recuerdos lo enfervorizan, le dan un brillo extraño a la charla. Hasta accede a mostrar un secreto: arremete contra la oxidada puerta de lo que fuera el "baño de señoras" y muestra, sobre el piso, los carteles que, en 1915, señalaban el lugar: Campo Redondo. La denominación era una más en los 400 kilómetros de vías férreas que llegó a poseer el feudo, en total 2.400.000 hectáreas, continente del quebracho cuyo destino final estaba en las curtiembres inglesas donde se procesaba el cuero argentino.
Vidas secas
De lo que antes era monte, el cinturón de quebrachos que ceñía los suburbios de Villa Ana, sólo quedan malezas, destrozos, pasto seto que cubre las raíces quemadas de los árboles. Como bichos, las malezas se van comiendo al pueblo, lo horadan, se meten en las casas, conviven con las alimañas y la gente en un mismo y agónico escenario. En uno de los extremos de esa arquitectura fantasmal, frente a las ruinas de la fábrica de tanino, sobrevive el hospital. En la otra punta, el cementerio. Y en el centro, como artífice de un dramático equilibrio, la Escuela Provincial N° 566, probablemente el único lugar de Villa Ana donde todavía no se agotaron las posibilidades de evadir la asfixia, combatir el hambre, arrinconar las diarias asperezas: "La escuela es una excusa para darles de comer a los chicos y a los viejos. De lunes a viernes, el comedor escolar ofrece desayuno, almuerzo y merienda a 300 pibes y distribuye 25 ollas con comida para los ancianos que, con sus 1.800 pesos viejos de pensión, no pueden pagar ni siquiera sus remedios. Aunque se nos tiene prohibido repartir esa comida, todavía nadie prohibió comer. Total, con un poco de agua se alarga el caldo". Hugo Calvet (30, un hijo, maestro de la escuela, a cargo de la dirección) no sabe —no puede— hablar de la tarea que realmente le corresponde: enseñar. Acaso porque antes de cumplir con los programas escolares se obliga a administrar el comedor escolar, una verdadera olla popular.
"Con 10 mil pesos diarios de presupuesto —reitera— y un atraso en los pagos de cuatro meses, tengo que recurrir a la buena voluntad de los proveedores para que la cocina siga funcionando." Es tan imprescindible ese servicio que los sábados y domingos, cuando la escuela cierra, es habitual ver cómo decenas de chicos rondan el vetusto edificio sin animarse a aceptar que durante dos días a la semana no se come.
Los madrugadores, unos pocos, prefieren otras correrías: a las cuatro de la mañana, cuando el aire de Villa Ana todavía no hierve al sol de los 40 grados y tiene ese color azul de los campos solitarios, cuando los insectos pegajosos del monte empiezan a morir, se oye —en toda la región— el inconfundible mugido de las dos únicas vacas que, cada fin de semana, se sacrifican en el matadero; entonces, algunos chicos cargan una lata vacía de aceite y se van a una playa donde los carniceros del pueblo descuartizan a las reses. En el instante preciso en que Alcides Zuazquita, el matarife, ensarta a la vaca con su cuchillo romo, los chiquilines acercan la lata a la herida para llevarse la sangre del animal. A cambio del favor, una vez terminada la faena, limpian el matadero y espantan a los perros, también desesperados por la sangre. Con esa cosecha, los chicos aseguran su alimento: en la misma lata cocinan la sangre, mezclada con grasa, huesos picados y bofe, y elaboran una ristra de morcillas.
Algunos de esos embutidos domésticos caen, a veces, en manos de la vieja Santa Molina. Algún vecino piadoso se acuerda, de tanto en tanto, de que en el kilómetro 60, en las afueras del pueblo, vive esa antepasada de sí misma, con sus 75 años a cuestas, la piel hecha jirones.
—Santa Molina a sus órdenes.
Mira a los desconocidos sin desconfianza. No hace falta ninguna pregunta para que hable. Sólo observa las cámaras fotográficas, la cinta del grabador que va atrapando su vida:
—Tenía mi concubino, ahora no. Está muerto ya. Quedé con una hija que estaba amigada con un hombre. Ella murió y el hombre se juntó otra vez. Y yo, acá, solita. Cuando hay, si tengo un huevito, pongo aceite y frío el huevito. Cuando no, quedo con la gracia de Dios. A veces, los vecinos me dan cualquier socorro. He sido de buena familia, he sabido tener otra condición. Pero una tiene que cumplir el destino. El destino, ¿sabe?, es caminante.
Se acurruca en el catre. Junta las manos, se las pasa por la cara, aparta una trenza que le cae sobre los ojos. Se persigna. El humo del brasero se ilumina por los rayos del sol que se filtran entre las hendiduras del rancho. Tose. Acomoda una vela para que no se pierda la imagen de San Antonio.
—Yo soy muy católica, señor. En este barco, mi vida, la religión evita los naufragios. La Santísima Trinidad y el Espíritu Santo habrán de proveer.
Alrededor del rancho, clavados a un costado del camino, quedan —como huellas de la fiebre del tanino— los aparejos que La Forestal utilizaba para cargar en sus trenes los rollizos de quebracho colorado. Son cinco postes unidos por bridas de hierro. Parecen patíbulos.
Los días de Juan Alarcón
El camino, a cuya vera está el rancho de Santa Molina, era antes el terraplén por donde corrían los trenes cargados de madera. Allí iba, una vez por mes, Juan Alarcón, a chequear los envíos de los obrajes. Ahora, el viejo ex contador de La Forestal, el último del emporio, ni quiere acordarse del sendero. Hace ya 14 años que dejó de transitarlo, desde el mismo momento en que La Forestal desmanteló su fábrica.
Otras son sus preocupaciones, manías que le fueron viniendo con el tiempo, insólitas incursiones a través de sí mismo para matar la abulia, para aproximarlo a un pasado de esplendor que ya no volverá. En su casa, detrás de un baldío que se enfrenta con la chimenea de la factoría, Juan Alarcón pasa los días, atento sólo a sus invenciones, creándose un mundo fantástico que lo atrapa en su telaraña y devuelve a una dimensión donde pasado y presente son una misma cosa.
Desde él —sobre él— se entrecruzan los símbolo de Villa Ana: la madera, la riqueza perdida, el tiempo extinguido. Juan Alarcón, a los 62 años, ahora no cuenta la madera: la usa. En los fondos de su casa emplea el quebracho, esta vez hachado por sus propias manos. Sirviéndose de un plano, que asoma desde las páginas de un remoto ejemplar de la revista Hobby, trata de armar una barcaza.
Acaso nunca navegue en ella, porque el arroyo más cerca queda a 11 kilómetros de su casa.
—Alguna vez, las aguas del río llegarán a Villa Ana para lavar el pueblo.
Envuelto en un raído piyama blanco da las explicaciones.
—También arreglo relojes. Me entretengo por las tardes, escuchando, midiendo el tiempo.
Sobre una cómoda desvencijada, diez relojes esperan compostura. Afuera, en el patio, colgado de una pared, funciona el Longines que coronaba el despacho del gerente de La Forestal. Esos juegos (pensar en el agua, contabilizar el tiempo) se mezclan con los logros del pasado. Con orgullo, Alarcón exhibe los trofeos que supo ganar en campeonatos nacionales de tenis y golf. Todos llevan una marca: La Forestal.
—Yo nunca he sido hombre de la empresa. Si lo hubiera sido, habría llegado a cargos más altos. Por eso, cuando me jubilé, pude seguir adelante con mi vida aquí y no como muchos que tuvieron que irse.
Juan Alarcón esboza el reproche más para sí mismo que para los que se fueron. Porque no puede olvidar que Alba Alarcón, su hija, también emprendió el camino de los que quisieron evadirse. Sin embargo, Alba volvió a Villa Ana.
—Mi historia —dice ella— empezó aquí y va a terminar aquí. Elegí morir en el pueblo.
La muchacha ya no es joven: orilla los 35. Tiene el pelo corto, ensortijado; los ojos oscuros, la piel morena.
—Cuando todo se acabó, yo, la niña mimada del contador, tuve que ir a buscar trabajo a Buenos Aires. Caminé por las calles de la gran ciudad, con el diario bajo el brazo, tratando de emplearme como sirvienta.
No sabía escribir a máquina, no traducía inglés; tampoco entendía de papeles. No hubiera durado mucho tiempo en una fábrica.
—Mi primera tarea consistió en limpiar la platería de un acaudalado médico porteño. Durante meses deambulé de casa en casa, de trabajo en trabajo. Hasta que conocí a Johnny, un norteamericano con el que novié varios meses. Me iba a casar. Pero él tuvo un accidente y se lo llevaron a los Estados Unidos porque si no perdía el brazo. Me dijo que iba al volver. No volvió más. Cuando se curó, lo enrolaron en el ejército y viajó a Vietnam. Murió en el frente.
Hubiera podido suceder que Alba Alarcón guardara esta historia para sí, se encerrara en ella para siempre. Pocos pobladores de Villa Ana la conocen. Tienen otra imagen de la hija del contador, porque Alba no volvió a Villa Ana huyendo de Buenos Aires. Por el contrarío, estaba segura de que en su tierra natal iba a hacer una madeja con los recuerdos, los iba a hacinar en algún lugar de la memoria y rescataría para ella otros objetivos, otras inquietudes.
—Sólo nosotros salvaremos a este pueblo de la muerte. Tenemos la voluntad de hacerlo. Ya encontraremos la forma.
Interesándose por la vida de los hacheros, ayudando al cura de Villa Ana, peleando para combatir el hambre de los otros, Alba Alarcón enfrenta su figura a la de su padre. Sabe que las horas perdidas no se recuperan en los relojes que el contador colecciona; no construye un bote que jamás navegará.
Muerte y pueblo
En el extremo sur de Villa Ana, las únicas habitantes son las víboras. Andan de aquí para allá, sin miedo a extraviarse, entre los agujeros de un piso adoquinado con parquet de eucalipto. Reptan por entre los restos de lo que fue la base de las máquinas trituradoras de quebracho. De tanto en tanto se topan con un cuervo instalado donde reinaban las calderas, o con los sapos gigantescos, apeñuscados en las piletas que producían hielo. A veces, también, tropiezan con la furia de Reinaldo Silva, que las mata sin asco. Porque el último encargado de La Forestal frecuenta las ruinas con tanta asiduidad como las víboras. "Aquí, la garganta del diablo —una embrujada máquina que cocinaba el aserrín de quebracho—, mató a mis hermanos mayores. Allá estaban los depósitos del producto elaborado. Más acá los apuntadores. Aquellas dos ventanillas vomitaban el fruto de once horas de trabajo por obrero: en una se pagaba el salario; en la otra se cobraban los gastos del almacén. Da rabia ver que todo esto son víboras no más."
La tranquilidad le vuelve a Silva cuando, a veces, en las noches de verano, algún hachero solitario arroja su sapucay, ese estremecedor grito lanzado cuando tumba el árbol. "Me veo junto a mis compañeros cuando lo oigo. Siento que todavía puedo arremeter contra el quebracho, riéndome de cómo el tanino fluye por las bocas de las máquinas". Pero, claro, son sólo sueños, pesadillas: "Cuando me despierto, sudando en mi cama, sé que todo está muerto. Nada volverá".
La riqueza no volverá. El monte está exhausto. Los que todavía se quedan en Villa Ana lo saben. Por eso, ahora, cuando ya el tiempo les dijo que de esas tierras yermas no saldrá ni una sola fibra de madera, buscan otros medios de vida, recurren al ingenio de Rafael Yacuzzi (36, cura párroco de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús), organizador de una original cooperativa: "Se denomina grupo de trabajo —informa el sacerdote—, y en él intervienen siete personas. Cuatro somos hacheros, dos manejan la topadora (una vetusta máquina con la cual se pretende ganar tierras cultivables a los tocones y raíces abandonados por La Forestal), el otro convierte la leña en carbón". Comercializando esta producción, cobrando sus servicios de limpieza de campos o, simplemente, pidiendo plata prestada,, Yacuzzi garantiza a sus socios un salario semanal de cuatro mil pesos. "La posibilidad que ofrecemos —se engola— es la de brindar un innegable beneficio a la zona, que con tierras limpias tiene asegurada su salida económica."
Campechano y caudillo, el tercer-mundista Yacuzzi organizó también la Comisión Pro Desarrollo de Villa Ana, un instituto integrado por obreros, campesinos, pequeños empresarios, maestros y empleados públicos. El pasado mes de octubre, en una asamblea pública, se decidió elevar a las autoridades provinciales un petitorio firmado por toda la población. Un mes después, ante la negativa del doctor García Solá, subsecretario de Obras Públicas de la provincia de Santa Fe ("No hay un solo peso del presupuesto provincial para Villa Ana", informa Yacuzzi que sentenció el funcionario), los enardecidos vecinos dispusieron "solucionar la situación desde abajo".
Durante la visita de Siete Días, otra llegada era ansiosamente esperada por el pueblo: la del propio gobernador provincial. Algunos exaltados pensaron regar con clavos "miguelitos" la ruta que une al pueblo con Villa Ocampo para obligar al mandatario a hacer noche en el pueblo. Otros se hubieran contentado con señalarle al gobernador los problemas más, acuciantes de la zona. Pero una sorpresiva lluvia tronchó ambos planes. Ante el estado de los caminos, el funcionario no pudo arribar al pueblo fantasma.
En el ambiente quedó flotando la sensación de que Villa Ana habría de ser la chispa capaz de desatar, en el norte santafesino, una ola de protestas populares, similares a las emprendidas a fines de 1969. Las autoridades prevén esa posibilidad: en el pueblo hay más policías que maestros, las calles son permanentemente patrulladas. La reacción de la gente no es menos irascible.
"En cada hachero oprimido vemos a Cristo pisoteado. En la muerte de Villa Ana está nuestra propia muerte." Las palabras del cura Yacuzzi, un tono profético que desplegó en su último sermón, hace dos semanas, aceleran el paso de las horas, dan otra matiz; a las sombras de una chimenea que, para muchos, es "el monumento provincial de la infamia".
La caída de un imperio
Los dominios de The Forestal, Land, Timber and Railways Co. surgieron a fines del siglo pasado, cuando el estado santafesino vendió a la empresa Cristóbal Murrieta y Cía. 1.804.563 hectáreas de tierras fiscales. Los antecedentes de esta operación se encuentran en el empréstito que en 1872 contrajo la provincia con los Murrieta. Ocho años después, la deuda fue cancelada en sus dos terceras partes con la entrega de una buena porción de la cuña boscosa, la reserva de quebracho colorado más grande del mundo. Por entonces, finalizando su poco conocida expedición al norte, el coronel Obligado avanzó desde el paralelo 30 al 29, entregando las tierras conquistadas a colonos, aventureros y compañías ganaderas. En 1878, los hermanos Hartenek exportaron rollizos de quebracho a fábricas de tanino instaladas en Alemania. Catorce años después se asociaron con Herman Renner y Portalis; el aporte de un millón y medio de libras esterlinas por el barón Emilio d'Erlanger dio nacimiento a La Forestal, empresa que instaló en el norte santafesino cinco pueblos forestales, seis fábricas de tanino, 30 kilómetros de vías férreas, dos puertos sobre el río Paraná. Treinta mil cabezas de ganado y una flota fluvial aumentaron su patrimonio.
"En 1918 los hacheros nos rebelamos. Pedíamos sábado inglés, jornada de ocho horas y 25 centavos de aumento por tonelada de madera cortada. Paralizamos la producción y dejamos al pueblo sin luz, sin agua y sin trenes. La empresa pidió garantías al gobierno y llegó el Ejército. Fue una lucha desigual: nosotros estábamos armados con viejas escopetas, palos y machetes. Ellos con Remington y fusiles Mauser. Fusilaron a loa cabecillas y en la «Picada del Combate», lugar de los principales incidentes, perecieron 120 obreros."
La memoria de H. C., un prófugo de la justicia desde aquella época, recoge otros testimonios: "Al frente de las tropas venia un teniente que se llamaba —se llama— Juan Domingo Perón".
A fines del siglo pasado, una acacia oriunda de Australia comenzó a ser cultivada en Sudáfrica. La mimosa comenzó a extenderse desde la costa de Madagascar hacia el continente, amenazando seriamente con desplazar al extracto de quebracho como elemento curtiente, ya que de su corteza resulta posible obtener una sustancia tan buena como el tanino. Es así como en un mercado consumidor de 400 mil toneladas del subproducto del quebracho, la presencia de la mimosa introdujo la quiebra del poder de La Forestal de Santa Fe. Sin embargo, la empresa adquiriría en Kenia (África) 300 mil acres con plantaciones de mimosa; en 1955 sus cultivos aumentaron a un millón. Un gravamen del gobierno británico (10 por ciento a la importación de tanino) contribuyó al florecimiento de la mimosa, desplazando rápidamente a la producción santafesina.
La fábrica de Tartagal fue dinamitada en 1949; la de Villa Ana desmantelada en 1957. Quienes todavía apoyan la política de La Forestal argumentan que el lento crecimiento de la madera —alrededor de cien años para lograr un buen corte— imposibilitó toda política de reforestación. Sostenidos por un sistema de vida donde todo quería apaciguarse con el confort (hasta una lamparita quemada en las viviendas de los obreros era reemplazada por la empresa), algunos vecinos de Villa Ana se aferran a la lejana y difusa prosperidad de otros tiempos.
En 1964, el ingeniero Carlos Marzoratti, presidente de la Cámara Argentino - Paraguaya del Quebracho Colorado y ex gerente de ventas y exportación de La Forestal, afirmó que la Argentina carecía de mercados, no pudiendo competir por el alza artificial de sus precios. El informe dado a conocer por Marzoratti daba cuenta de que "nuestro país posee reservas de quebracho suficientes para abastecer a la industria por más de 150 años. Sólo es preciso trasladar las fábricas a las zonas inexplotadas".
En vez de eso, La Forestal optó por implantar una verdadera política de tierra arrasada, sumiendo al norte santafesino y a sus pobladores en el desconcierto y la frustración.
Foto de portada: Documentalistas, una forma de vida
Fotos de Hugo Pérez Campos
Publicado en la Revista Siete Días Ilustrados, el 25 de enero de 1971