Por: Benoît Hervieu*
¿Hemos traicionado a quienes se supone deberíamos defender? ¿Hemos fallado en nuestro mandato? Radicalmente planteada, la pregunta se dirigiría así a Reporteros sin Fronteras por su decisión de apoyar la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (SCA). Defender una ley de comunicación no es tarea implícita de una organización cuya labor está dedicada a la libertad de prensa. Lógicamente, a menos ley, menos regulación, lo que equivaldría a más libertad. ¿Pero cuál? El contexto mediático latinoamericano –y sobre todo sudamericano– de estos últimos años, que no carece de resonancia al otro lado del Atlántico, enmarca bien el problema.
En Ecuador, Argentina, Venezuela, y tal vez pronto en Brasil y Bolivia, la aparición de una ley relativa a los medios de comunicación aparece en un período de conflicto abierto. El desafío legislativo, promovido por el Ejecutivo, ha querido ser la respuesta de los nuevos gobiernos provenientes de las filas progresistas, rápidamente expuestos a la fuerza de los medios de comunicación privados dominantes. Evidentemente, habría mucho que decir sobre ciertas posiciones editoriales, sobre la referencia a un Lula apodado “sapo barbón” a lo largo de las columnas o un Evo Morales despreciado directamente por sus orígenes indígenas. Más grave aún, el derecho fundamental que representa la libertad de expresión ¿puede retornarse impunemente contra el orden constitucional que lo garantiza? La actitud de los grandes canales privados durante el golpe de Estado venezolano de abril de 2002, así como los llamamientos al asesinato del “hombre del Altiplano” de una radiodifusora de Santa Cruz durante la crisis política boliviana de 2008, permiten interrogarse. Recordemos también Honduras, donde la “gran prensa” hizo mucho más que apoyar el golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Así, no sólo la respuesta política al desafío de los medios de comunicación es diferente según el país, sino que adquiere envergadura allí donde no se esperaba necesariamente.
Tanto en Argentina como en Ecuador, el jefe de Estado mantiene relaciones tormentosas con una prensa privada que le corresponde en la misma medida. Sin embargo, en los dos países los medios de comunicación no han nunca atravesado el límite fatídico del llamado al derrocamiento de un gobierno elegido de manera legítima. Las críticas a los dirigentes, a veces muy duras, sin duda incitaron a éstos a querer remodelar el paisaje mediático, lo que no constituye la mejor razón. Pero la nueva legislación nace también de un hecho: ¿cómo es posible que tantos medios de comunicación se concentren en tan pocas manos y den un tempo editorial que deja tan poco margen a otros análisis y puntos de vista? La ley SCA respondió: por una parte, liberando al país de una legislación impuesta por los militares bajo la dictadura; por otra, corrigiendo el efecto más perjudicial de las modificaciones hechas a esta misma ley de radiodifusión de 1980 bajo las presidencias de Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Este efecto maligno se llama sobreconcentración de los medios de comunicación. El problema no era nuevo. Había necesidad y urgencia. Este es nuestro primer argumento en favor de la ley SCA.
Regresemos ahora al ejemplo ecuatoriano. Cuando en 2009 Rafael Correa lanza la gran obra de su Ley de Comunicación –siempre en suspenso como la SCA–, el mandatario aborda dos problemas a la vez: desconcentrar el paisaje mediático, como en Argentina, pero también garantizar lo que considera una “información verdadera, oportuna y contextualizada”. El mismo principio debía figurar en la nueva Constitución Boliviana; finalmente Evo Morales aceptó quitarlo antes de su promulgación. En cambio, lo reencontramos en la muy polémica Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (ley Resorte), adoptada en Venezuela dos años después del golpe de Estado. Esta vez, no se trata sólo de regular el espacio mediático, sino de intervenir en su contenido. Establecer legalmente –o constitucionalmente– un criterio definitivo de “veracidad, oportunidad y contextualización” de la información nos parece a la vez imposible y peligroso. Por ello, denunciamos ese aspecto de la Ley de Comunicación ecuatoriana, a riesgo de aprobar otros. Este criterio no aparece en ningún momento en la ley SCA, que establece un marco de equilibrio entre los medios de comunicación públicos, privados y comunitarios, reconoce por fin a estos últimos e intenta establecer una repartición justa de las frecuencias. Que la futura aplicación de la ley se haga conforme a sus principios generales, es otro debate. En este caso, el pluralismo llama a una regulación, y la regulación conlleva el pluralismo sin perjudicar a priori la autonomía editorial. Este es nuestro segundo argumento a favor de la ley SCA.
Debate falso, dirán los detractores. “Los medios de comunicación públicos son medios a las órdenes”, escuchamos. ¿Verdaderamente? Esperábamos más solidaridad profesional entre colegas. Admitamos, sin embargo, que los medios de comunicación públicos, por su naturaleza, estén más expuestos a las presiones políticas de arriba. Esas presiones, ¿los condenan a volverse órganos de propaganda? No lo he comprobado. No, Argentina, Brasil, tampoco Ecuador (pese a la abundancia de “cadenas”) o Bolivia, se comparan con Venezuela, donde la red abierta está ahora casi enteramente a disposición del jefe de Estado. Canal 7 no es Venezolana de Televisión y el polémico (y falso) comentario que asimila a Cristina Kirchner con Hugo Chávez oculta una realidad más molesta... para los medios de comunicación que tienen el interés de que la ley SCA nunca sea aplicada.
En primer lugar, recordemos a sus adversarios que la ley SCA fue ampliamente votada por las dos cámaras del Congreso, donde la Presidenta de la Nación no dispone de mayoría. Esta señal política habría debido alertarlos sobre una demanda social bien real. Y justamente, la ley fue primero objeto de un vasto debate nacional en el que participaron periodistas, pero también universitarios, intelectuales, militantes de asociaciones, representantes de ONG e incluso relatores especiales para la libertad de expresión de la ONU y la OEA. Este debate no tenía nada de “parodia”, como algunos quisieron describirlo. La discusión ciudadana que precede la elaboración de una ley demuestra una madurez democrática. Argentina lo demostró con su ley SCA, como Uruguay poco antes con su ley de radios comunitarias. Otro argumento a favor de la SCA.
Queda entonces el artículo 161. Dicho de otra manera, esas frecuencias que los grandes grupos de medios de comunicación deberán devolver en plazo de un año, como decidió la Suprema Corte de Justicia de la Nación el 6 de octubre. Una ganancia de tiempo para los adversarios de la ley, un tiempo perdido para sus promotores. Pero la apuesta permanece. La pérdida de una frecuencia significa la pérdida de difusión, es decir, de dinero para los medios concernidos. La posición del grupo Clarín –primer afectado– se entiende, pero ésta no puede defenderse confundiendo la defensa de la libertad de prensa con la defensa de intereses económicos de una empresa de prensa. Prolonguemos el razonamiento en el muy delicado caso Papel Prensa. Nada más normal que Clarín se defienda de las acusaciones gubernamentales sobre las condiciones en que el grupo del medio adquirió la empresa distribuidora de papel bajo la dictadura. Igualmente, es lógico que su dirección y sus empleados se pregunten, junto con otros, sobre la relación de esas acusaciones con su actual posición editorial frente a la Casa Rosada. Es cierto, la administración Kirchner ha reaccionado sin reparos y no solamente en esta ocasión. Ya lo habíamos dicho. Sin embargo, Clarín no puede argumentar “persecución” para sepultar el problema, bien real, que plantea su posesión de 49 por ciento del capital del proveedor casi exclusivo de papel periódico del país. Así como su parque de frecuencias. ¿Qué medio se atrevería a reivindicar ser la prensa sólo él?
Defender la ley SCA no es traicionar ni a los periodistas, ni a los medios de comunicación, ni a nosotros mismos. Es apostar por un equilibrio de tiempo y de espacio de la palabra, pese a un conflicto. Más allá de ese conflicto que opone medios de comunicación y espacios de poder en Argentina, y fuera. Si este conflicto es estructural a la democracia, él llama precisamente más democracia. Y la democracia, como la libertad, no es propiedad de nadie. Parafraseando al ex dirigente francés Georges Clémenceau, que consideraba que la guerra era “una cosa demasiado seria para abandonarla a los militares”, diríamos que “la comunicación es una cosa demasiado seria para dejársela sólo a los medios de comunicación”.
*Representante para América de Reporteros sin Fronteras
Foto: Diógenes Baldeón
Fuente: Diario PáginaI12