El querido dibujante había nacido en 1933 en la ciudad uruguaya de Montevideo y llegó a Buenos Aires en 1965, tras abandonar su puesto de secretario de redacción del diario El País.
Colaboró entonces en las prestigiosas revistas Primera Plana y Crisis y también en el diario La Opinión.
Desde 1973 era el caricaturista por excelencia de Clarín.
Durante su enorme trayectoria recibió premios internacionales destacados, como el Moors Cabot de la Universidad de Columbia, por sus dibujos durante la dictadura militar, y el de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que le entregó el mano el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez.
El año pasado, además, le fue otorgado el Konex de Brillante por su trayectoria. "Espero que estas cosas ayuden a otros a trabajar con ilusión", dijo en esa oportunidad, emocionado hasta las lágrimas, y rodeado por sus compañeros de trabajo, que luego hicieron fila para abrazarlo.
Ayer, como todos los días, a la tardecita, Menchi se fue de la redacción. Como siempre, vestía saco y corbata y saludó a todos los que cruzaban su camino. "Chau, maestro", lo saludaron. "Murió mientras dormía", señala Clarín.
Estaba casado con Blanca y tenía dos hijos, Alfredo y Rafael.
Sábat para armar (de una entrevista con Educ.ar)
Cuando un taller de arte está vacío -sin los alumnos, sin la modelo, sin los fantasmas de los pintores amados- uno siente sin embargo que un duende o tal vez un ángel andan cerca. Hermenegildo Sábat(67) puede ser visto acaso como una rara mezcla de ángel y duende. Hosco y obstinado como una roca dura, pero a la vez sensible y transparente como el agua blanda, el artista camina casi sin hacer ruido entre mesas y tableros. Desde las paredes lo miran fijo sus propias caricaturas de Troilo, Picasso, Groucho Marx, García Lorca, Brecht y naturalmente el célebre trompetista Duke Ellington. Pero él está demasiado concentrado como para prestarles atención. Apenas si levanta la vista cuando, también desde la pared, su inimitable versión de Marilyn Monroe parece guiñarle un ojo. En las estanterías de los costados duermen sus libros (Scat, Seré breve, Vernissage y Tango mío, entre otros) y los de unos cuantos grandes artistas de todas las épocas, como el exasperado y procaz Egon Schielle, o el refinadísimo retratista alemán Hans Holbein.
Mientras en el equipo de música suena casi en sordina un viejo tema de Charlie Parker, el maestro pinta en silencio, como abstraído. Obviamente no le gusta hablar, y para explicarse sin dejar de ser coherente, señala hacia un costado, con el dedo, una de las incontables frases que tiene pegadas en un panel de telgopor: Calle, la palabra mata el sentido creador. Era un consejo que Ernest Hemingwaysolía darles a los escritores excesivamente locuaces. Cuando se lo interroga una vez más sobre el carácter editorial de sus ilustraciones periodísticas -ya que ningún entrevistador que se precie de tal debe evitar las preguntas obvias- Sábat se hace el distraído y dice: "Yo no voy a poner palabras para hablar de algo que no tiene palabras". Tiene razón. Si al poeta Raúl González Tuñón lo dibuja con alas de ángel y al ex dictador Pinochet lo presenta con colmillos de lobo y manchas de sangre alrededor -o a Galtieri con una eterna copa de whisky en la mano- poco o nada hay que agregar. Como contrapartida, el rostro sin rostro de los desaparecidos asoma como carne viva y acusadora en el papel.
¿Cuál es, finalmente, el verdadero Sábat? ¿El filoso caricaturista que echa a volar sus broncas y alegrías cada mañana a la manera de un periodista mudo, o el delicado artista que expuso sus pinturas, paisajes y retratos en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1997? Entre ambas opciones lo mejor es elegir las dos. Porque la obra múltiple del señor Hermenegildo no admite esos burdos encasillamientos. Sábat, además, ni siquiera necesita la opinión de los habitualmente aburridos críticos de arte. Sus expresivas, sutiles y contundentes pinturas existen como verdades irrefutables. Y sus caricaturas no tienen igual. En unas y otras sobrevuela además la marca de la desobediencia, otra virtud entre las muchas que caracterizan a su inspirado hacedor.
"Yo dibujo con el corazón en llamas"
¿Todavía le preocupa saber si es buen pintor?
Lo que siento ahora es que vengo progresando en mi camino de autodidacta, que por supuesto no se lo recomiendo a nadie. Todo se hace más lento y surgen dificultades a la hora de determinar qué cosas son vivencias y cuáles meras apariencias. Yo no sé si pinto bien, pero sé que lo que estoy haciendo me representa. Y no es poco.
Etimológicamente hablando, la palabra "arte" alude justamente a un modo muy propio de ser o existir.
Sí, y ese ejercicio se relaciona también con el respeto por los artistas que trabajaron antes. Y el respeto por uno mismo también.
¿Qué quiere decir exactamente?
Veámoslo así: yo pienso que potencialmente todos somos artistas, todos tenemos la posibilidad de convertirnos en creadores. Claro que después viene la escuela y las presiones familiares, los mandatos sociales y esas cosas, que frustran muchas vocaciones ocultas. En realidad, la gente siente que en ninguna parte es respetada. Por eso, cuando percibe una actitud diferente, se abre la camisa y vuela como Superman.
Uno podría pensar que si un Superman real hubiese nacido en la Argentina, tarde o temprano lo bajarían de un hondazo.
Es cierto, acá no se estimula a la gente. Y si alguien levanta vuelo, sólo genera envidias y recelos a su alrededor. Otro problema grave que yo veo en la Argentina es la pésima educación artística que hay.
¿Se refiere a la forma en que se les enseña a dibujar a los chicos?
Por ejemplo. Siempre es bueno recordar eso que decía Picasso de que a los noventa años le hubiese gustado aprender a dibujar como un niño. Pero qué pasa, aquí a los chicos ni siquiera se les enseña a agarrar el lápiz. No se les demuestra que si uno toma el lápiz desde el extremo superior puede dibujar con más libertad, y que si en cambio lo agarra cerca de la punta inferior ni siquiera ve lo que está dibujando.
En todo caso eso se puede rectificar. Hay cosas todavía más graves, como la idea tan difundida de que el arte es algo serio y aburrido, o que es privilegio de la gente paqueta y supuestamente culta.
Mis mejores alumnos del taller no tienen un peso y por lo general tampoco tienen acceso a las grandes obras de arte que se exponen en el mundo. Y eso para no hablar de Van Gogh, que sólo vendió un cuadro y a su propio hermano. Ahora sus obras se venden a veces por más de cien millones de dólares.
Curiosamente los medios locales suelen interesarse por el arte cuando un cuadro de Van Gogh o de Frida Kahlo se vende a precios muy altos. El cuadro en sí como mensaje o producto artístico parece un tema completamente secundario al lado de su valor expresado en millones de dólares.
Eso es así porque vivimos bajo el imperio de la pavada. Entonces la gente sabe que Van Gogh se cortó una oreja, pero desconoce su obra, sus angustias, sus formas de pintar o dibujar. Ahora se sabe de los artistas lo que menos importa, si se emborrachaban, si salían con tal o cual mujer, si Mozart era perseguido por la sombra de Salieri o si se dormía en los conciertos. Preguntan: ¿estaba enfermo Charlie Parker? Cuando acaso deberían preguntar al revés, ¿qué hubiera hecho Charlie Parker si no se hubiera enfermado?
¿Y qué hubiera hecho?
Eso a mí no me importa. Me basta con la genialidad de su música.
"La felicidad es una verdad que sobrevive"
¿Por qué sus caricaturas son mudas?
Eso viene de cuando trabajaba en La Opinión, que es el diario que de alguna manera me hizo conocido en todas partes. Mi condición para trabajar allí fue que mis dibujos carecieran por completo de palabras.
¿Cuál es su problema con las palabras?
Es que aquí la gente se pelea por las palabras y no por las ideas. Además me parece que de ese modo yo puedo decir un montón de cosas que si estuvieran por escrito me impedirían seguir trabajando. Cuando se hablaba por ejemplo de las relaciones carnales con Gran Bretaña y Estados Unidos yo dibujé a Di Tella con los lienzos por el piso. Creo que en ocasiones el silencio es preferible al caos y al vacío. Además el trabajo creador se enriquece cuando hay concentración y tranquilidad. No siempre el que calla está otorgando.
¿Se considera un hombre feliz?
Sí, trabajo en lo que me gusta, estoy acompañado por el amor de mis hijos y mi mujer. No me puedo quejar.
Hay gente que dice que sólo se puede ser feliz por brevísimos instantes.
Es probable. Pero tampoco creo que uno pueda ser feliz por obra de un arrebato. Hay una acumulación de vivencias y cuestionamientos, como las capas que se superponen en un cuadro. Abajo van aflorando las capas anteriores, y la felicidad es un resultado de todo ese proceso de vida acumulada, de incorporaciones y descartes, acaso como una verdad que sobrevive al autoengaño y la mentira que nos rodea.
¿Cree que los artistas están más cerca de esa verdad que el resto de las personas?
Ellos son diferentes, tienen otro tipo de preocupaciones. No digo que eso los haga mejores, pero al menos ofrecen un ejemplo, sobre todo en una sociedad como la nuestra, acostumbrada a vivir de una manera vulgar, yo diría que groseramente materialista.
Del jazz a la música clásica
A usted se lo asocia mucho con el jazz. ¿Se puede decir que es un fanático del género?
He dibujado a músicos de jazz, y escribí muchas notas al respecto. Pero también escucho música clásica, especialmente Brahms y Mozart. No me interesa estar muy actualizado en ese terreno. Siempre digo que no se puede estar en todos lados al mismo tiempo. A la mañana vengo al taller, trabajo siete u ocho horas, después voy al diario donde me gano la vida, y finalmente doy clases y aprendo francés dos días por semana. Es todo lo que puedo hacer.
¿Siempre trabajó en diarios?
Bueno, desde que dejé Uruguay, al cumplir los 31 años, y llegué a Buenos Aires, mi aspiración siempre había sido trabajar en un diario para así poder pagar mi arte. Ése era mi proyecto. Después aprendí a sacar fotos, a redactar y a diagramar. Me convertí de hecho en un periodista. En Montevideo, en 1965, llegué a ser secretario de redacción de El País. Pero cuando alcancé esa supuesta meta decidí patear el tablero, quemar las naves y venirme para la Argentina.
¿No se sintió un irresponsable haciendo eso?
No, porque de lo contrario me hubiera convertido en un burócrata, y ésa no era la idea.
¿Quiere decir por ejemplo que ser jefe de redacción de un diario es algo así como convertirse en un burócrata?
Quiero decir que yo no sirvo para decirle a alguien que me traiga un café. Y mucho menos para sugerir que a tal o cual tipo hay que echarlo del diario. No soportaría verme en esa situación.
¿A usted ya lo echaron de algún lado?
Aquí en Buenos Aires muchas veces. Tanto que una vez estuve a punto de volverme a Uruguay. Una vez el dueño de una agencia de publicidad me llamó para decirme que me tenía que ir pero que yo era un gran tipo. Yo le repliqué: "No sea hipócrita, usted me está echando". Cuando te quedás en la calle, esta ciudad puede llegar a ser muy dura. En la intemperie no hay ningún reparo. Por eso siempre digo que vivir de la vocación no es un privilegio sino una condena.
¿Por esa razón sigue trabajando en Clarín?
Las razones son varias. En primer lugar, yo no sé moverme hábilmente en el mercado de arte. Y en segundo lugar, el hecho de haber estado ocho veces en la calle, me marcó mucho, yo diría que demasiado. En última instancia no creo que el trabajo público de periodista sea algo de décima categoría. Es algo muy respetable y digno.
Algunos escritores que en sus inicios trabajaron en diarios, como por ejemplo Hemingway, solían decir que el periodismo es algo con lo que hay que saber cortar a tiempo.
De acuerdo, pero otro procedimiento podría ser no mezclar las cosas. Cuando uno trabaja en un medio de gran penetración hay que dividir claramente qué es lo que uno quiere hacer. Yo sé que en el diario me gano la vida. Eso es todo.
Me parece que está subestimando su perfil periodístico. Muchos de sus dibujos "de circunstancias" han hecho historia.
De acuerdo, pero eso se debe a que yo me siento más seguro dentro del diario haciendo un trabajo combativo que un trabajo conformista. Cuando encaro un dibujo no puedo dejar de recordar que va a ser visto por un millón de personas. Por eso, cuando dibujo, trato de mantener el corazón y la cabeza hirviendo, y la mano helada.
Historia de un nombre
¿De dónde sale el sobrenombre Menchi?
Es como un diminutivo cariñoso de Hermenegildo. Mencito, Menchito, Menchi... Qué le vamos a hacer, el nombre es una carga que se lleva durante toda la vida.
¿Le pesa llamarse Hermenegildo?
No especialmente. Además, con esta cara, ¿qué nombre cree que puedo merecer? Mi abuelo se llamaba así. Lo que seguro no me hace ninguna gracia es ver, en el cementerio central de Montevideo, mi nombre grabado en esa lápida. Pero me divierte siempre recordar una anécdota que viví cuando conocí a Blanca, mi actual mujer. "Yo sé que a vos te dicen Menchi -me encaró- pero quisiera que me digas cuál es tu nombre verdadero. ¡No me vas a decir que te llamás Hermenegildo o algo así!"
A juzgar por los años que llevan de casados, parece que su nombre no fue un obstáculo para conquistarla.
Parece que no. Blanca me lleva aguantando ya treinta y seis años. Tuvimos dos hijos, Rafael de 34 años y Alfredo de 31. No somos abuelos todavía pero vivimos bastante bien.
¿Tuvo muchos amores antes de conocerla?
No, yo diría que ninguno. Ella fue mi única novia. Me la presentaron en una fiesta en la que caí por accidente, acompañando a dos hermanas. Blanca era de Colón, un barrio de Montevideo. Cuando me conoció todavía no había visto mis dibujos. Para esa época yo vivía en el barrio de Pocitos.
Cerca de la playa.
A tres cuadras. Ése es uno de los grandes privilegios que tienen los montevideanos. La playa siempre está a un paso y es un elemento muy fuerte de integración social. Y lo bueno es que la costa puede ser utilizada por todo el mundo; no pertenece a nadie en particular. La gente está liviana de ropas y nadie se ve obligado a fingir lo que no es.
Creo haber leído que a fines de los cincuenta usted fotografió a una mujer completamente desnuda por la calle y en pleno día...
Sí, y para colmo esas fotos fueron publicadas. Desde entonces me sentí tan mal que no volví a tocar una cámara por diez años. Montevideo tiene esas cosas verdaderamente maravillosas.
Parece como si hablara del mismísimo paraíso.
Hablo en realidad de esa infancia feliz que tuve en Pocitos. Mi padre era profesor de literatura, un intelectual que llegó a ser director general de la enseñanza secundaria en Uruguay. Mi vieja era porteña y lo acompañó siempre. Yo estudiaba y cuando podía iba a la playa.
¿Fue un buen alumno?
No, creo que como estudiante dejé bastante que desear. En realidad yo quería dibujar, y nada me importaba más que eso. Una vez, cuando tenía 16 años, escuché a una chica decirles a sus amigas: "Menchi es una sola cosa". Y creo que tenía razón. A veces pienso incluso que todos somos una sola cosa, algo que se puede ampliar, estancar o frustrar. Pero que siempre está ahí como una marca, como una posibilidad.
El ensayista
Sábat, aunque mucha gente no lo sepa, es poeta y ensayista. En este último rubro abordó muchos de los temas que lo obsesionan: el tango, el jazz, la hipocresía de algunos políticos, la salvación del alma por el arte. Adioses tardíos recoge acaso los mejores de esos trabajos.
Sábat eligió para educ.ar los textos que siguen:
Uno/ Ser artista
Las letras de tango y, de una manera más amplia, la picardía criolla han devaluado el sentido genérico de la palabra "artista". Los diccionarios se remiten a pontificar: persona que se dedica a una de las bellas artes (con minúscula). Cuando se trata el tema entre gente ilustrada, el Artista (con mayúscula) es alguien que se ha ubicado más acá de las bellas artes, las ha trascendido y, como hubiera dicho Duke Ellington, está más allá de cualquier categoría. Es probable que el o los conceptos sobre mucho de lo ya sostenido estén al borde de la autodestrucción, pero es indudable que los principios éticos y la espontaneidad de sentimientos todavía y por un largo plazo van a seguir ayudando a quien posea, además, talento y lo que hay que tener.
Esa falta de respeto por el artista y la innegable superficialidad con que se los juzga, o, mucho peor, los remedos a que nos pretende acostumbrar la cultura del shopping center obligan a insistir recalcando, quizás, lo obvio.
El aspirante a cualquier taller, escuela, estudio o similar, casi siempre está más preocupado por la gratificación otorgada a obras propias que por la comprensión de lo que hizo.
Las urgencias, limitaciones y falta aparente de oportunidades son ciertas y evidentes, en Montevideo y también en Buenos Aires o cualquier otra ciudad más o menos opulenta. Resulta incómodo afirmar que las oportunidades no se ofrecen, se advierten.
Pero no hay que desesperar: es posible ser honesto, espontáneo, buen amigo y también un profesional capaz de pagar impuestos, educar hijos, no descreer de ideologías y cosmovisiones y al mismo tiempo ser propietario de algún espacio para vivir y tener la desgracia de viajar y conocer otros espacios y demás ámbitos.
Esto no significa transformarse en un burgués archiconsumista, sino transitar tres etapas, las que cualquier aspirante a artista (con o sin mayúscula) debe recorrer.
Nadie debe sentirse infradotado ante esta advertencia. Cualquier visteo hecho por un aspirante rápido lo conduce con corrección a discriminar una tiza (o pastel) de un pomo de acuarela, y un papel de una tela. Eso no constituye desde ya suficiente argumento para afirmar: "A mí no me gusta la acuarela", como si se tratase de un algún plato de cocina que afecta al hígado. O, con defensa tan poco plausible, rechazar la tela porque no se ha usado.
Hay que dibujar con lápices duros, grasos, blandos, de colores, carbonillas duras, blandas, sanguinas, barras litográficas, lapiceras con plumas (sí, esas que se usaban en las escuelas) todas las plumas que se encuentren, pinceles de todo tipo y mezclarlos con tintas, acuarelas (de lata o de pomo), acrílicos (con su médium correspondiente, nunca con agua), óleos, pintura de tarro, todo. Pero no todo a la vez. Hay que tener curiosidad por los materiales e investigar sin esperar consejos ajenos. No hay que ser autodidacta. Se pueden confundir ciertos avances "interiores" con descubrimientos elementales. No hace falta ser atropellado por un camión para enterarse de que no se cruza una calle cuando en el semáforo está iluminado el sector rojo. Tampoco el conocimiento teórico estricto es garantía para compartir el Olimpo con los elegidos post mortem, pero ayuda.
Si se ha logrado una amistad con los materiales (en lo posible íntima), hemos abandonado el primer escalón y nos encontramos, súbitamente, en una meseta que es casi seguro nadie podrá recorrer por completo. Aun así, es obligatorio conocer sus barrios, y, muy especialmente, sus salas de espejos. Una visita guiada nos ilustra, recién ubicados en la meseta, que uno de los más grandes artistas del siglo, don Henri Matisse, siempre temblaba delante de una tela virgen.
Si no le gustan las telas blancas, píntelas de negro, pero no haga como Barnett Newman, un neoyorquino que las firmaba. No limite sus dudas; si no le gustan las telas pruebe con otros materiales, pero es probable que en algún momento se encuentre sin saber qué hacer. Ese instante es positivo. Hay que generar un sistema de trabajo, que conducirá, sin dudas, a una disciplina, nunca a una rutina. Si se reconocen esos momentos, que inevitablemente suceden, podrá sentirse la tranquilidad de saber que las obras esperan aunque uno no se encuentre con ellas.
Uno de los errores de la enseñanza de dibujo en los institutos secundarios obliga a condenar a los alumnos a que "terminen" un dibujo en cuarenta o cuarenta y cinco minutos, durante dichas clases. Esa malformación dificulta posteriormente a muchos aspirantes que no logran comprender que, hasta ahora y afortunadamente, ningún museo del planeta ubica debajo de las obras expuestas su tiempo de realización. Los que ven televisión se enteran de que Charlton Heston (perdón: Miguel Ángel) tardó cinco años en pintar la Capilla Sixtina, y por suerte la película duró sólo dos horas.
Así como hay muchos, tal vez la mayoría (y no es injusticia) que nunca superan el reconocimiento de los materiales, y dedican sus vidas al know-how y ahí vegetan, no es para nada criticable que se dedique una vida a las búsquedas y a las experimentaciones. Sin ánimo de desalentar a quienes lleguen a leer estas líneas puedo animarme a sugerir que la parte más interesante ocurre cuando se poseen los elementos que nos conducen a entender lo que hacemos y por qué. Esto no se logra sin haber hecho muchos dibujos y muchos cuadros, si no se han tirado también otros dibujos y cuadros y escuchado lo que muchas personas dijeron y hasta leído lo que otros escribieron sobre ellos. Para eso no son necesarios divanes. Se recomienda leer vidas de grandes artistas y tener muchos almanaques encima. Además, si no es mucha insistencia, vale la pena no tomarse en serio, observar lo que hacen los demás para disfrutar (y no para copiar), y de vez en cuando visitar los espejos de la meseta para observarse. Si no somos lindos, mala suerte.
Si se superan todos estos escollos, uno podrá sonreír con las letras de los tangos y aportar algún dato a la picaresca criolla. Y en esos instantes, Rudyard Kipling podrá ser nuestro hijo.
Dos/ Tango sin palabras
A nadie le gusta admitir que el tango produce disgusto, pero no hay que desesperar. Evidencias sobrevivientes, pálidas y escasas, sucumben ante aluviones de sonidos monótonos -en el mejor de los casos, pésimos- habitualmente bendecidos y multiplicados por imitaciones y plagios que embelesan a empresarios, idólatras descerebrados e incluso supuestos intelectuales, unidos para defender apropiaciones rotuladas como "nacionales". El tango resiste los avances y no ha desaparecido, aún. [...]
Los excesos, abusos, perjuicios y hasta persecuciones al idioma que se han enquistado en el género, no impiden aplaudir a los poetas genuinos del tango, oasis al que se arriba luego de precipicios y lagos repletos de tiburones hambrientos. Los ámbitos donde nació el tango ya no existen y los decorados que se repiten para recobrarlos -el farolito, el empedrado, las medias luces-, son escenografías falsas, reaccionarias, poco creíbles. El centro de Buenos Aires, que impidió a Lola Mora instalar su fuente en la Plaza de Mayo para que no se divulgara que los desnudos existen, decretó que los barrios de La Boca del Riachuelo y Barracas eran tugurios habitados por inmigrantes de décima categoría, estibadores ignorantes, rameras, explotadores y músicos malditos. Como si fuera poco, en 1904 La Boca consagró diputado a Alfredo Palacios, primer socialista que alcanzó ese rango en todo el largo continente americano. Lo único que le faltó a La Boca fue trasmitir la lepra.
La década del veinte observó a robustos porteños frecuentar transatlánticos que los trasladaban a París acompañados por otros robustos ejemplares vacunos ubicados en la tercera clase. Ahora se trata de disimular o se niegan las visitas de esos bacanes a los mundanos boliches parisinos. Existen testimonios fotográficos y dibujos que las acreditan. Lo que resultó difícil admitir a estos habitantes del centro de Buenos Aires y su barrio norte fue cómo nadie entre ellos intentó ganar dinero con esa música de orígenes indeseables que había fascinado a los franceses. Lo que no logró el tango ha sido reivindicado por los simpatizantes de Boca Juniors: el barrio fue visitado (y depredado).
Cuando es dable viajar y por coincidencia casi mágica se escucha Ranún, de Luis Petrucelli, o Vayan saliendo, por el sexteto de Julio De Caro, o Milongueando en el 40, por la orquesta del gordo Troilo, o Adiós Nonino del maravilloso Astor Piazzolla, se producen conmociones internas indescriptibles, donde no intervienen mujeres flageladas ni madres explotadas ni delatores ni otras traiciones. Esos sonidos, sin palabras, por los que nadie se pelea y a todos pertenecen aunque lo ignoren, habrán de sobrevivir a músicas enlatadas, exhibicionismos que intentan sustituir la ausencia de talentos y hasta los ruidos que ponen a prueba las resistencias auditivas caninas.
Esta música, por la que somos identificados en Japón o Madrid, Los Ángeles o Moscú, debe contener algún ingrediente milagroso que desarrolle su resistencia al castigo.
El amante del jazz
La vieja magia de la música negra estadounidense siempre lo cautivó. Ama el scat, adora a Duke Ellington -a quien retrató de mil maneras diferentes- y su alma armoniza muy bien con el blues. Sábat escuchó, dibujó y hasta soñó con el jazz desde muy joven.
El pintor
Se lo discutió como pintor, a la vez que se lo aplaudió como dibujante y caricaturista. Pero Sábat se ríe de esos rótulos y exhibe, en este terreno, una obra amplia y refinada. Es más, los críticos deben admitir ahora que el notable pintor que hay en él está dejando atrás al dibujante.
El fotógrafo
Pocos lo conocen en este rol. Y sin embargo Hermenegildo Sábat viene sacando fotos que están a la altura del resto de su obra. Una vez lo sorprendió a Fidel Castro, en 1967, en Punta del Este. También enfocó a grandes músicos de jazz y a simples bancos de plaza de cualquier lugar del mundo.
Los caminos de la censura
Por: Hermenegildo Sábat, dibujante y artista plástico
Como muchas otras libertades, después de ganar respeto y merecer justificada reputación, la libertad de prensa se encuentra en la extraña, incómoda posición de ser desdeñada, cuando no mutilada.
Quienes han estado cerca del periodismo son conscientes de que su ejercicio nunca significó escribir cualquier cosa para después publicarla; sin embargo es demostrable que eso sucede en crónicas, títulos, epígrafes y también, en columnas de opinión. Actuando así, muchas publicaciones han logrado éxitos de venta, y sus lectores, casi siempre, están preparados para leer lo que ya sabían que iban a leer. Estos abusos de la teoría oscurecen el esfuerzo de quienes han soñado y sueñan con una profesión dedicada a enaltecer valores superiores, denunciar atropellos, injusticias y maldades, defender el idioma para que no sucumba y multiplicar, de esa manera, los hábitos de lectura. Una ironía habitual en la profesión conduce a preguntar quién fue el primero que editó un diario, originador de la especie, que se privó de la tijera y no leyó los títulos del competidor para mejorar su tiraje.
El menosprecio es consecuencia, además, de los propios errores que se imprimen, horrores inadvertidos que generan, por lo menos, ridículos imperdonables. Percibir únicamente el ridículo es un pasaporte para ser aplaudido entre sus practicantes. Pero el desfile de tenaces, anónimos burócratas del género saca partido de una evidencia: mientras lo publicado sea un ejercicio de barbarie y no roce a los poderes, valdría (casi) todo. No se trata de asumir posturas solemnes, cuadradas, reaccionarias. Cervantes y Borges usaron palabras groseras y no son recordados por eso.
Y, en algunos casos, el buen humor auxilia y esclarece. Un título publicado en la década del 70 en La Razón excede comentarios: Un comerciante mató a otro asaltante. No interesa juzgar al autor. Vale la pena felicitar su ingenio.
La libertad de prensa no es una Constitución con preámbulo, artículos y enmiendas. Su respaldo moral no es abstracto: la cita de hechos concretos y datos comprobables no es discutible ni punible. Atacar esas evidencias, reaccionar sin argumentos es consagrar esa palabra tan temida: censura.
La inseguridad, que alcanza a gobernantes y muchos gobernados, deriva en susceptibilidades que conducen a persecuciones, despidos y exilios. Un subterfugio previo es la condescendencia ("Usted es testigo de que yo he permitido..."), que no explica la apertura a la ofensa personal que obsede a los pobladores del poder. La censura alcanza a palabras, fotografías, dibujos e imágenes de TV. Un testimonio citable: el gran fotógrafo anti nazi Alfred Eisenstaedt reconoció a Josef Goebbels en la Liga de las Naciones: "Cuando me acerqué en el jardín del hotel, me miró con ojos llenos de odio, esperando que temblase. Pero no temblé. Si tengo una cámara en mis manos no conozco el miedo."
Me molesta citarme, espero ser comprendido. He vivido en Clarín 35 años. Nunca me dijeron qué tenía que dibujar. Como siempre existen malpensados recuerdo que una vez no publicaron un dibujo. No me animo a contar todos los que se publicaron.
‘Menchi’ Sábat: Picasso en la redacción
Hermenegildo Sábat era Gardel, Perón, Pichuco y Piazzolla. Y era, también, la ironía brillante con la que los dictadores ensangrentados salieron de su pluma
Por: Hinde Pomeraniec, vía Infobae
Puede haber sido Hemingway, se me ocurre que fue Hemingway pero pudo ser también algún músico de jazz o un político extranjero. La verdad es que ahora, con la sorpresa tristísima de saber que él ya no está, no consigo recordar quién era el personaje que le pedí aquella primera vez; bueno, a ver, que le pedí no: que me animé a pedirle temblando y roja de vergüenza.
Y es que en aquel tiempo la cosa era así, venía tu editor y te decía: andá y llevale los sobres del archivo al Menchi para que haga a fulano, por ejemplo, Hemingway. Y entonces, de esas manos, ese talento y esa cabeza todopoderosa -en un tiempo que él definía y que podían ser segundos-, pasabas a tener una obra de arte, lo que en la redacción de Tacuarí llamábamos "un Menchi", en ese caso, imaginemos, un Hemingway del Menchi.
Y si no recuerdo exactamente de quién era aquel dibujo, de lo que sí me acuerdo como si no hubiera pasado el tiempo es de mi pánico al acercarle aquellos sobres a su escritorio, un temblor razonable porque era el intercambio de una pichi cualquiera con un monstruo del arte y del discurso periodístico. Para mí, para todos, Sábat era Gardel, era Perón, era Pichuco y era Piazzolla. Y era, también, la ironía brillante con la que los dictadores ensangrentados salieron de su pluma. Era todos los íconos y todo el presente. "Teníamos a Picasso en la redacción, al lado nuestro", dice uno de los colegas que más lo trató. Y sí.
Él, que se definía como periodista, trabajaba con el material de archivo de los personajes como cualquiera del oficio. No lo volcaba en palabras sino en ese cartón blanco que con su ilustración valía oro, obras que siempre volvían a él y que solo regalaba cuando quería: por ejemplo, cuando, sin que se dieran cuenta, dibujaba a los periodistas de la redacción, sentado a un costado, observando. Tener un Menchi propio en Clarín fue siempre un premio que todos los colegas ambicionaban.
Así, gruñón como era, el Menchi era una persona cariñosa y demostrativa cuando estaba en confianza. Saludaba con un beso a los colegas de la sección Política, su sección, en definitiva: a veces ese beso podía ser como el de un padre, cuando lo daba en la cabeza del periodista, que seguramente estaba concentrado en su trabajo.
Tenía una inteligencia y un humor superior. "Hoy tiene una gran vida interior", decía si veía silencioso o algo bajoneado a alguno. O "Pero digame, usted está en todo", señalaba si alguien le hacía algún comentario sobre arte o música, justo a él que sabía tanto sobre tanto. Y es que en esa actitud había una ofrenda porque Sábat era capaz de hacer sentir al otro una persona digna de conversar con él y ya con eso le regalaba a cualquiera el orgullo de sentirse interesante.
Llegaba caminando todos los días con las manos atrás, cada vez más encorvado. Sorprendía a los de afuera y también a los de adentro que quisiera estar ahí después de tantas décadas, en medio de la adrenalina y las corridas, cuando se suponía que lo suyo exigía un grado de concentración diferente. Sabía reírse, le gustaba narrar historias ("No, no, pero esperá un poquito") y solía quedarse aislado y observando, ahí arrancaba el don, en su mirada prodigiosa, capaz de hacer las asociaciones más feroces, las más sensibles, las más inteligentes.
Era también un protestón sin estruendo, quejoso rumiante y un tímido sin remedio, sobre todo con las mujeres, que le costaban más a la hora del dibujo, algo que él mismo reconocía. Tal vez le faltaban práctica y muñeca -sus objetos de dibujo eran figuras relevantes y en su tiempo la mayoría de las celebridades eran varones- , un entrenamiento que las presidencias de Cristina Fernández le regalaron, aunque también le trajeron disgustos y acusaciones inmerecidas. Si la señora de Kirchner se hubiera tomado el trabajo de conocer a quien tal vez fue uno de los mayores intelectuales y artistas de nuestro tiempo, podría haber comprobado la imprecisión del que fue uno de sus mayores exabruptos. Nadie más lejos que él de la figura de un mafioso. Hermenegildo Sábat fue un hombre sensible, un ser noble y un caballero.
Hace algunas semanas dibujó a quien fue uno de los mayores editores de su diario, Julio Blanck. Fue entre lágrimas, dicen quienes lo vieron, y lo hizo como siempre, añadiendo a su espalda aquellos apéndices propios de las aves y los angelitos, el gesto clásico de sus despedidas definitivas.
Esta vez el mundo se quedó sin alitas para ponerle, maestro querido. Todas las alitas del universo eligieron irse con usted, para cuidarlo por siempre.
Un Blues para Menchi Sábat
Por: Guillermo Saavedra
Tuve la suerte de trabajar con él cuando fui editor en el suplemento cultural de Clarín (1990-91) y corresponsal del cultural de El País de Montevideo (1989-95). El trato sostenido durante esos años dio lugar a una forma inevitablemente asimétrica pero cierta de la amistad.
En el diario, los intercambios estaban acotados por el nerviosismo y la urgencia de una redacción, pero mis visitas cada dos semanas a su taller en el barrio de San Telmo, para retirar los originales de sus dibujos que debía mandar a Montevideo, fueron permitiendo encuentros más amables y menos casuales.
Yo aprovechaba para admirar su trabajo mientras sus alumnos se iban yendo, y después, para cambiar con él opiniones sobre jazz, tango y música clásica. De entrada, él siempre tenía un aire de andar masticando limones, una expresión que su innegociable guardapolvo gris o azul acentuaba lúgubremente. Con el transcurrir de los minutos, ese rictus iba dando paso a una franca afabilidad mientras me mostraba nuevos hallazgos de su colección de titulares ridículos que cazaba en diarios rioplatenses. Y quedaba definitivamente en el olvido cuando estallaba en carcajadas al contarme alguna de las infinitas anécdotas sobre músicos y otros artistas que recopilaba con fruición.
No era extraño que, al irme, me regalara un cassette o un cd que según él tenía repetido, o una postal con una foto de Borges tomada por Diane Arbus, o la copia de alguna de sus propias, magníficas fotografías de músicos que finalmente reunió en un libro.
Cené varias veces en su casa, donde solía recibir con generosidad, acompañado de su esposa, Blanca. Era frecuente, en esas ocasiones, encontrarse con un cuarteto de cuerdas en vivo que él había convocado para amenizar la velada. Y tuve el honor de asistir a su 70° cumpleaños, en el que se dio el gusto de tocar el clarinete junto a algunos de los músicos de jazz argentinos que más admiraba.
Hablar de música y de músicos le iluminaba el rostro como ninguna otra cosa. No obstante, en una entrevista que le hice hace unos 15 años para La Nación, cuando le pregunté a qué se dedicaría si tuviera que elegir una sola de las varias actividades que cultivaba con invariable talento, me respondió: “Creo que a mí lo que me genera más curiosidad para resolver problemas es pintar. Muy probablemente, tenga la suerte de vivir muchos años y, a esta altura, sé que hay algunas cosas que son inexorables. Por ejemplo, que los cuadros esperan. Vos tenés la tela ahí y se establece un diálogo, una batalla, una lidia de toros. Hay un cuadro que está esperando. Ya no uso la espátula para rascar, ni romper la tela, ni nada por el estilo. Me he sosegado en ese sentido, pero no en la expresión, que entiendo que sigue siendo bastante dura, digamos”.
Esa misma dureza, en los últimos años, la volcó a sus opiniones políticas sobre el kirchnerismo, desestabilizadoras e incluso antidemocráticas, y no pude evitar alejarme de él, sin remedio y con profundo dolor, un dolor que se acrecentó cuando apareció su imperdonable dibujo de Santiago Maldonado.
Lo vi por última vez hace tres años en la inauguración de la muestra de un amigo común. Tenía un aspecto tan envejecido, frágil e indefenso que no me atreví a decirle nada sobre esas cuestiones. Me saludó con el afecto de siempre y yo intuí que no volvería a verlo. Hoy me arrepiento de no haberme animado a decirle lo mucho que lamenté la ferocidad de su antikirchnerismo. Pero, por sobre todo, lamento no haberle dado ese abrazo muy grande que uno le debe a un amigo –que, además, fue un artista notable– cuando uno sospecha que será el último. Que en paz descanses, querido Menchi Sábat.
El menosprecio es consecuencia, además, de los propios errores que se imprimen, horrores inadvertidos que generan, por lo menos, ridículos imperdonables. Percibir únicamente el ridículo es un pasaporte para ser aplaudido entre sus practicantes. Pero el desfile de tenaces, anónimos burócratas del género saca partido de una evidencia: mientras lo publicado sea un ejercicio de barbarie y no roce a los poderes, valdría (casi) todo. No se trata de asumir posturas solemnes, cuadradas, reaccionarias. Cervantes y Borges usaron palabras groseras y no son recordados por eso.
Y, en algunos casos, el buen humor auxilia y esclarece. Un título publicado en la década del 70 en La Razón excede comentarios: Un comerciante mató a otro asaltante. No interesa juzgar al autor. Vale la pena felicitar su ingenio.
La libertad de prensa no es una Constitución con preámbulo, artículos y enmiendas. Su respaldo moral no es abstracto: la cita de hechos concretos y datos comprobables no es discutible ni punible. Atacar esas evidencias, reaccionar sin argumentos es consagrar esa palabra tan temida: censura.
La inseguridad, que alcanza a gobernantes y muchos gobernados, deriva en susceptibilidades que conducen a persecuciones, despidos y exilios. Un subterfugio previo es la condescendencia ("Usted es testigo de que yo he permitido..."), que no explica la apertura a la ofensa personal que obsede a los pobladores del poder. La censura alcanza a palabras, fotografías, dibujos e imágenes de TV. Un testimonio citable: el gran fotógrafo anti nazi Alfred Eisenstaedt reconoció a Josef Goebbels en la Liga de las Naciones: "Cuando me acerqué en el jardín del hotel, me miró con ojos llenos de odio, esperando que temblase. Pero no temblé. Si tengo una cámara en mis manos no conozco el miedo."
Me molesta citarme, espero ser comprendido. He vivido en Clarín 35 años. Nunca me dijeron qué tenía que dibujar. Como siempre existen malpensados recuerdo que una vez no publicaron un dibujo. No me animo a contar todos los que se publicaron.
‘Menchi’ Sábat: Picasso en la redacción
Hermenegildo Sábat era Gardel, Perón, Pichuco y Piazzolla. Y era, también, la ironía brillante con la que los dictadores ensangrentados salieron de su pluma
Por: Hinde Pomeraniec, vía Infobae
Puede haber sido Hemingway, se me ocurre que fue Hemingway pero pudo ser también algún músico de jazz o un político extranjero. La verdad es que ahora, con la sorpresa tristísima de saber que él ya no está, no consigo recordar quién era el personaje que le pedí aquella primera vez; bueno, a ver, que le pedí no: que me animé a pedirle temblando y roja de vergüenza.
Y es que en aquel tiempo la cosa era así, venía tu editor y te decía: andá y llevale los sobres del archivo al Menchi para que haga a fulano, por ejemplo, Hemingway. Y entonces, de esas manos, ese talento y esa cabeza todopoderosa -en un tiempo que él definía y que podían ser segundos-, pasabas a tener una obra de arte, lo que en la redacción de Tacuarí llamábamos "un Menchi", en ese caso, imaginemos, un Hemingway del Menchi.
Y si no recuerdo exactamente de quién era aquel dibujo, de lo que sí me acuerdo como si no hubiera pasado el tiempo es de mi pánico al acercarle aquellos sobres a su escritorio, un temblor razonable porque era el intercambio de una pichi cualquiera con un monstruo del arte y del discurso periodístico. Para mí, para todos, Sábat era Gardel, era Perón, era Pichuco y era Piazzolla. Y era, también, la ironía brillante con la que los dictadores ensangrentados salieron de su pluma. Era todos los íconos y todo el presente. "Teníamos a Picasso en la redacción, al lado nuestro", dice uno de los colegas que más lo trató. Y sí.
Él, que se definía como periodista, trabajaba con el material de archivo de los personajes como cualquiera del oficio. No lo volcaba en palabras sino en ese cartón blanco que con su ilustración valía oro, obras que siempre volvían a él y que solo regalaba cuando quería: por ejemplo, cuando, sin que se dieran cuenta, dibujaba a los periodistas de la redacción, sentado a un costado, observando. Tener un Menchi propio en Clarín fue siempre un premio que todos los colegas ambicionaban.
Así, gruñón como era, el Menchi era una persona cariñosa y demostrativa cuando estaba en confianza. Saludaba con un beso a los colegas de la sección Política, su sección, en definitiva: a veces ese beso podía ser como el de un padre, cuando lo daba en la cabeza del periodista, que seguramente estaba concentrado en su trabajo.
Tenía una inteligencia y un humor superior. "Hoy tiene una gran vida interior", decía si veía silencioso o algo bajoneado a alguno. O "Pero digame, usted está en todo", señalaba si alguien le hacía algún comentario sobre arte o música, justo a él que sabía tanto sobre tanto. Y es que en esa actitud había una ofrenda porque Sábat era capaz de hacer sentir al otro una persona digna de conversar con él y ya con eso le regalaba a cualquiera el orgullo de sentirse interesante.
Llegaba caminando todos los días con las manos atrás, cada vez más encorvado. Sorprendía a los de afuera y también a los de adentro que quisiera estar ahí después de tantas décadas, en medio de la adrenalina y las corridas, cuando se suponía que lo suyo exigía un grado de concentración diferente. Sabía reírse, le gustaba narrar historias ("No, no, pero esperá un poquito") y solía quedarse aislado y observando, ahí arrancaba el don, en su mirada prodigiosa, capaz de hacer las asociaciones más feroces, las más sensibles, las más inteligentes.
Era también un protestón sin estruendo, quejoso rumiante y un tímido sin remedio, sobre todo con las mujeres, que le costaban más a la hora del dibujo, algo que él mismo reconocía. Tal vez le faltaban práctica y muñeca -sus objetos de dibujo eran figuras relevantes y en su tiempo la mayoría de las celebridades eran varones- , un entrenamiento que las presidencias de Cristina Fernández le regalaron, aunque también le trajeron disgustos y acusaciones inmerecidas. Si la señora de Kirchner se hubiera tomado el trabajo de conocer a quien tal vez fue uno de los mayores intelectuales y artistas de nuestro tiempo, podría haber comprobado la imprecisión del que fue uno de sus mayores exabruptos. Nadie más lejos que él de la figura de un mafioso. Hermenegildo Sábat fue un hombre sensible, un ser noble y un caballero.
Hace algunas semanas dibujó a quien fue uno de los mayores editores de su diario, Julio Blanck. Fue entre lágrimas, dicen quienes lo vieron, y lo hizo como siempre, añadiendo a su espalda aquellos apéndices propios de las aves y los angelitos, el gesto clásico de sus despedidas definitivas.
Esta vez el mundo se quedó sin alitas para ponerle, maestro querido. Todas las alitas del universo eligieron irse con usted, para cuidarlo por siempre.
Un Blues para Menchi Sábat
Por: Guillermo Saavedra
Tuve la suerte de trabajar con él cuando fui editor en el suplemento cultural de Clarín (1990-91) y corresponsal del cultural de El País de Montevideo (1989-95). El trato sostenido durante esos años dio lugar a una forma inevitablemente asimétrica pero cierta de la amistad.
En el diario, los intercambios estaban acotados por el nerviosismo y la urgencia de una redacción, pero mis visitas cada dos semanas a su taller en el barrio de San Telmo, para retirar los originales de sus dibujos que debía mandar a Montevideo, fueron permitiendo encuentros más amables y menos casuales.
Yo aprovechaba para admirar su trabajo mientras sus alumnos se iban yendo, y después, para cambiar con él opiniones sobre jazz, tango y música clásica. De entrada, él siempre tenía un aire de andar masticando limones, una expresión que su innegociable guardapolvo gris o azul acentuaba lúgubremente. Con el transcurrir de los minutos, ese rictus iba dando paso a una franca afabilidad mientras me mostraba nuevos hallazgos de su colección de titulares ridículos que cazaba en diarios rioplatenses. Y quedaba definitivamente en el olvido cuando estallaba en carcajadas al contarme alguna de las infinitas anécdotas sobre músicos y otros artistas que recopilaba con fruición.
No era extraño que, al irme, me regalara un cassette o un cd que según él tenía repetido, o una postal con una foto de Borges tomada por Diane Arbus, o la copia de alguna de sus propias, magníficas fotografías de músicos que finalmente reunió en un libro.
Cené varias veces en su casa, donde solía recibir con generosidad, acompañado de su esposa, Blanca. Era frecuente, en esas ocasiones, encontrarse con un cuarteto de cuerdas en vivo que él había convocado para amenizar la velada. Y tuve el honor de asistir a su 70° cumpleaños, en el que se dio el gusto de tocar el clarinete junto a algunos de los músicos de jazz argentinos que más admiraba.
Hablar de música y de músicos le iluminaba el rostro como ninguna otra cosa. No obstante, en una entrevista que le hice hace unos 15 años para La Nación, cuando le pregunté a qué se dedicaría si tuviera que elegir una sola de las varias actividades que cultivaba con invariable talento, me respondió: “Creo que a mí lo que me genera más curiosidad para resolver problemas es pintar. Muy probablemente, tenga la suerte de vivir muchos años y, a esta altura, sé que hay algunas cosas que son inexorables. Por ejemplo, que los cuadros esperan. Vos tenés la tela ahí y se establece un diálogo, una batalla, una lidia de toros. Hay un cuadro que está esperando. Ya no uso la espátula para rascar, ni romper la tela, ni nada por el estilo. Me he sosegado en ese sentido, pero no en la expresión, que entiendo que sigue siendo bastante dura, digamos”.
Esa misma dureza, en los últimos años, la volcó a sus opiniones políticas sobre el kirchnerismo, desestabilizadoras e incluso antidemocráticas, y no pude evitar alejarme de él, sin remedio y con profundo dolor, un dolor que se acrecentó cuando apareció su imperdonable dibujo de Santiago Maldonado.
Lo vi por última vez hace tres años en la inauguración de la muestra de un amigo común. Tenía un aspecto tan envejecido, frágil e indefenso que no me atreví a decirle nada sobre esas cuestiones. Me saludó con el afecto de siempre y yo intuí que no volvería a verlo. Hoy me arrepiento de no haberme animado a decirle lo mucho que lamenté la ferocidad de su antikirchnerismo. Pero, por sobre todo, lamento no haberle dado ese abrazo muy grande que uno le debe a un amigo –que, además, fue un artista notable– cuando uno sospecha que será el último. Que en paz descanses, querido Menchi Sábat.
Ver también: Solidaridad con Hermenegildo Sábat, Durmiendo con el enemigo, Sábat, Cristina y Verbitsky, No empecemos