Por: Diego Martini
A pesar de que así se podría llamar algún volante alemán, Kurt Lutman es argentino, bien argentino. Su particular nombre de pila, elegido por su madre por un galán teutón de una novela de Corín Tellado, le impidió tener identificación civil hasta los siete años. Los funcionarios del Registro Civil argentino en años de dictadura –Kurt nació en 1976– no se la querían dar, simplemente porque ese nombre les parecía demasiado raro. De la mano de su padre, que trabajaba en las formativas de Newell’s Old Boys de Rosario, Kurt llegó al club leproso a los cinco años y no paró hasta debutar en Primera División a los 17, después de haber jugado con la selección argentina sub 17 el Mundial de Japón en 1993.
Además de defender a su amado Newell’s, Lutman jugó en Godoy Cruz de Mendoza y Huracán de Corrientes, pero apenas a los 27 años, harto del fútbol profesional, colgó los botines y empezó un nuevo camino, aunque su camino de militancia ya lo había empezado dentro de la cancha. Es recordado por celebrar un gol en un partido con Belgrano cercano al 24 de marzo del año 2000, con una remera que decía: “Cárcel a Videla y a todos los milicos asesinos”. Después del retiro, Lutman trabajó como albañil, vendiendo limones, y empezó a escribir. La semana pasada estuvo por Montevideo para presentar su segundo libro, Semillas para barriletes. la diaria aprovechó la ocasión para adentrarse un rato en su mundo.
¿Siempre al fútbol?
Mi infancia fue jugar al fútbol en la vía. Cuando estaba en Newell’s, simultáneamente, jugaba en la calle y en el campito. La diferencia está en la cantidad de horas. En el club vos entrenás, pero en el campito tenés todo el día, y ese fue mi lugar, mi práctica. El potrero es el laboratorio de todo pibito, porque hay tiempo, no hay apuro. Si uno se equivoca, no pasa a ser suplente. Uno explora.
Además, ahí podemos jugar todos.
Exacto. Están esas dos cosas: el tiempo y lo que vos decís, la inclusión. No hay suplentes. Somos siete contra siete, llega uno a destiempo y entra con el que va perdiendo. Son valores que hay que remarcar, porque escasean.
¿Qué se aprende en ese laboratorio?
Uno empieza a dimensionar el cuerpo con el que luego va a estar adentro de la cancha. Los límites y las potencialidades que tenés. Empezás a ver la velocidad con la que contás, el tiempo que te lleva pasar a un hombre. Cómo aprender a chocar, cómo terminar raspado en el suelo, las distintas formas de caer. Todo lo que después uno explora dentro de la cancha lo testea primero en el campito.
¿Qué cosas aprendés en un equipo que no tenés en la calle?
En juveniles podés aprender muchas cosas, o ninguna. Depende de los compañeros y de los docentes. Yo aprendí a resistir la derrota y a tener humildad en la victoria. Después aparece el saltar algunas limitaciones que uno tiene, y se van presentando los desafíos: la fuerza de voluntad, la fuerza física, la pretemporada. Aparece lo que aparece en todos los juegos. Los que venimos del fútbol lo aprendemos ahí.
¿Aprendiste rápido eso y por eso debutaste en Primera División con 17 años?
Yo no era un distinto, pero tuve la suerte de jugar en la selección juvenil, y eso me posicionó dentro del club como un proyecto. No creo que fuera distinto a un montón de jugadores que no llegaron. A Newell’s llegaron tipos que realmente eran referencia y nos enseñaron a jugar, pero como venían de afuera y estaban amontonados en la pensión pasándola casi siempre mal, desistieron antes. Los que éramos de Rosario teníamos una ventaja, y eso es un garrón, porque se perdieron enormes jugadores.
¿Qué implica debutar tan joven en un club importante?
Debutar joven es adelantar procesos. Yo llegaba verde y sentía que no estaba sólido. Esa sensación tiene que ver con cómo uno se fogueó en la vida, en el afuera de la cancha. Uno está sometido a ciertas presiones en la cancha que no es posible enseñar o convidar. Lo que te hace fuerte a la hora de los bifes es qué tan autónomo fuiste afuera, cómo te han criado. Esa libertad con la que te criaste y enfrentaste algunos peligros hace que puedas definir y desenvolverte dentro de la cancha.
Entonces ¿qué implicó irte a jugar a Godoy Cruz de Mendoza siendo tan chico?
Fue irme de mi casa. Yo era un niño mimado con mis viejos. Se nota cuando un pibe está en la pensión y se está curtiendo solo, en comparación con un pibe del lugar. En Mendoza estaba solo y eso fue maravilloso: tuve que empezar a tomar decisiones. Para un pendejo eso es nuevo. Me encuentro con lo que me va a atravesar por el resto de mi vida, que es haberme encontrado con las Madres de Plaza de Mayo. Fue un momento muy importante para mí, significó encontrarme con la historia de Argentina. Me encontré en el centro de Mendoza con una ronda de madres con pañuelos en la cabeza que no sabía quiénes eran. Ellas me contaron con mucha paciencia lo que había sucedido, y yo quedé flasheado. Fue shockeante saber que había pibes de mi edad que estaban desaparecidos, que habían sido apropiados y no conocían su identidad. Fue duro saber que mientras yo nacía había hombres que se estaban jugando por la educación pública, por la salud, y que estaban desaparecidos.
Pasar a Huracán de Corrientes implicó cambios, tener que pelear por sueldos y condiciones, y hasta sufrís una puñalada de tu preparador físico por ello.
Cuando empecé a ser jugador profesional, me encontré con muchos conflictos. Me di cuenta de lo difícil que es para un jugador de fútbol cobrar su sueldo y que sus compañeros también lo cobren. Me pasó que un día a los que llegamos de afuera nos pagaron el primer mes, pero a los compañeros que estaban les debían seis meses. Tuvimos charlas con los directivos y ellos no querían saber nada con ponerse al día. Tuvimos un choque con el preparador físico, que era un gran tipo, pero bajo ciertas presiones empezó a jugar como herramienta de apriete de los directivos. Hubo un episodio en el que él sacó una cuchilla y encaró a un compañero. Yo me metí a pelear, sin saber que tenía un cuchillo, y el tipo me cortó. Fue como un bautismo en el fútbol profesional. Más allá del episodio concreto, queda lo difícil que es construir un grupo de jugadores cuando los directivos restan y dividen. Un equipo no es 11 tipos vestidos igual. Es una esencia que se mueve debajo de eso, que tiene que ver con el respeto y el afecto.
Después de esas experiencias en Mendoza y Corrientes volviste a Newell’s, y otra vez a hacerles frente a los dirigentes. ¿No te cansabas?
Era algo que ocurría en todos los clubes profesionales. Había un vaciamiento de los clubes, y los jugadores quedaban relegados a un segundo plano. En todos lados se daba el mismo modelo: dirigente inescrupuloso que se chorreaba guita y tomaba al club como un quiosco y no como un caudal de identidad. En esos quilombos, los que no nos adaptábamos a aceptar esa forma terminábamos chocando.
¿Por eso decidiste devolver un sueldo entero cuando tus compañeros no habían cobrado?
En Newell’s era una tradición –o una traición si uno no lo hacía–, que había aprendido de los más grandes. Eduardo López [el presidente] nos dio cheques y nos dijo que no los depositáramos. Mi vieja depositó el mío y le acreditaron el dinero. Yo agarré la plata y se la di al capitán. Eso generó un revuelo, porque López me acusó de haber cobrado y saltó el capitán a decir que la plata la tenía él. Los dirigentes no entendían que peleáramos por el sueldo de otro, porque nunca jugaron al fútbol, no participaron en un grupo que disputó algo colectivamente. Cuando vos participás en un grupo llano, que participa colectivamente, ese desfasaje de que yo cobro y vos no es algo inaceptable.
¿Todas estas cosas obligaron a tu pronto retiro, cuando tenías 27 años?
Me fui cansando de esto y de venir jugando al fútbol desde hacía tiempo. No al fútbol en sí, al fútbol profesional, a ese formato de fútbol. Soy un tipo muy inquieto, y haber estado tanto tiempo bajo una estructura tan rígida como el fútbol profesional no era para mí, tenía ganas de estar por fuera y de hacer otras cosas. Había decidido dejar de jugar, me estaba entristeciendo. Cuando tomé esa decisión era el año 2000 y se venía una crisis muy fuerte en el país. Mis amigos me preguntaban y les decía que quería laburar de cualquier cosa menos de futbolista, y ellos, que trabajaban en otras cosas, me decían que querían ser futbolistas. Era una cosa muy loca.
¿Qué mundo apareció cuando te retiraste?
Empezó lo nuevo. Un concepto que da terror, porque uno no sabe qué es y porque no hay nada sólido. Hay una frase de Arturo Jauretche que dice que uno muchas veces no sabe lo que quiere pero sabe lo que no quiere. Yo sabía que en el fútbol no quería estar más, entonces, desde ahí, había dado un paso convencido. Luego aparece el tejido afectivo, que son los amigos. Me ofrecen trabajar de albañil, o voy a comprar un cajón de limones al mercado y salgo a fraccionarlo. Soy feliz con eso. O comiendo kilos de facturas en la panadería, cuando antes tenía una rigurosidad física. Ahí me doy cuenta de que soy libre y me puedo acostar a las cinco de la mañana. Yo venía de una estructura bastante rígida, me tomé el fútbol como un lugar serio y como una carrera, no me permitía eso. Cuando iba en bicicleta por ahí me daba cuenta de que era libre y tenía todo por venir.
Albañil, vendedor de limones, artista de circo..., ¿cómo aparece todo eso?
Iban apareciendo cosas, porque la vida te las va tirando. Creo muchísimo en la magia, tengo mucha fe. O en cualquier Dios en el que crea cualquier persona. Creo mucho en esas decisiones que uno toma buscando algo superador, algo que te dé alegría. Si uno lucha, la vida se lo ofrece; no lo hace automáticamente, pero te ve luchar y llega. Se me viene la frase “tarda en llegar y al final hay recompensa”, de [Gustavo] Cerati.
¿Cómo empezaste a escribir?
Entre todas las cosas que hacía, empecé a vender un diario, El Eslabón, de Rosario. Entonces me pidieron que escribiera una columna de opinión porque había jugado al fútbol. Yo primero pensé que no tenía nada que ver haber jugado con escribir, pero luego me di cuenta de que sí, que si uno hace algo durante mucho tiempo está habilitado a escribir; el único problema es que uno mismo se habilite. Entonces empecé a escribir hasta que llegó un momento en que tenía un montón de texto, y un amigo me dijo que tenía un libro, que si lo ilustraba, lo limpiaba y hacía lo que se me cantara el culo, podía hacer un libro. De ahí nació El agua y el pez. Pagué todo el trabajo de diseño, de impresión y de dibujo, y me llevé los 500 libros a mi casa, pensando que me iba a meter 300 libros en el culo [ríe]. Hice números y calculé para mis amigos, mi familia, y quedaban un montón por fuera. Terminé haciendo cinco ediciones de ese libro. Es un libro que a mí me enamora porque nació sin que lo buscara.
Un libro que entregaste en bicicleta, que repartiste, y un día alguien te ofreció un recital de música por ese gesto. ¿Eso qué es?
Con la herramienta de Facebook, trabajando artísticamente, publiqué el libro. Mediante los pedidos, los armaba y salía a repartirlos en bicicleta. Era feliz, y encima me entrenaba. Lograba que el cuerpo no se quedara quieto. Una vez me escribió por Facebook un tal Fabricio Locata. Me pidió el libro y se lo llevé. Bajó a atenderme con un estuche. Me preguntó si tenía cinco minutos y si quería pasar. Me dijo: “Escuchate esto”, sacó un bandoneón y tocó un vals. El loco estaba conmovido, porque hacía poco tiempo que había fallecido su maestro, el que le enseñó todo. “Viste qué lindo vals”. Era algo hermoso. Lo tuve haciendo un minirrecital. Después, antes de que me fuera, me preguntó: “¿Vos sos Lutman? ¿Qué sos del Chiche?”. “Es mi viejo”, le contesté. Me contó que mi padre lo había dirigido en Náutico, un club al que iba a trabajar porque en una época no cobraba un peso en Newell’s. Esa es la magia en la que creo.
¿Qué ves en el fútbol de hoy?
Lo veo alejado de la belleza, corriendo atrás de una zanahoria que se llama éxito. No se cuida el placer de hacerlo, porque el disfrute es fundamental. Yo no concibo nada sin disfrute. Fue muy fuerte lo que viví en la presentación del libro de Agustín Lucas. Estuve en un programa de radio (Rituales paganos) con cinco monos descontracturados y riéndose, desde un disfrute enorme. Traslado eso al fútbol. Se busca el éxito sin disfrute. La belleza raja en un espacio así y pira. Pero, cada tanto, aparece alguien que rompe todo.
¿Qué te genera esa gente que juega el fútbol y busca hacer otras cosas?
Es gente a la que admiro mucho. Todos los futbolistas tenemos cosas para decir, contar y hacer. Nos convencieron de que tenemos que hacer una sola cosa, estar ordenados y cumplir horarios. Pero somos infinitos. ¿Te gusta tocar el violín?
No lo sé, nunca lo hice. Pero me gusta.
Si vos te decidís, en un año estás tocando el violín; tiene que ver con el tiempo, nomás. Somos infinitos. En el arte pasa eso. Hay gente que cree que se nace siendo artista. Eso es una falsedad. Somos todos artistas, falta que tomemos esa definición. También somos todos futbolistas, juega el que quiere al fútbol.
¿Qué te genera lo que está ocurriendo acá con el movimiento Más Unidos Que Nunca?
Es una enorme noticia que futbolistas se encuentren y se miren y se reconozcan fuera de la cancha como un equipo,como un colectivo. Después se verá lo que pase, pero esto ya es un triunfo. No tiene que ver con el desenlace, pero también es importante. Que los jugadores se reconozcan como pares y discutan es un triunfo. Que el jugador de Nacional, que cobra, piense en el que está en la C me parece enorme.
Foto: Alessandro Maradei
Fuente: La Diaria