Por: Gonzalo Curbelo
Élfico, atractivo, elegante y definitivamente cool, Assange es la primera superestrella emergente del mundo disidente de los hackers y el primero que ha tenido una incidencia real en la política internacional. Su difusión a lo largo de 2009 y 2010 de una enorme cantidad de documentos clasificados de la diplomacia estadounidense mediante el sitio WikiLeaks lo convirtió en una de las figuras más elogiadas (y simultáneamente detestadas) de lo que va del presente siglo, y planteó toda una serie de nuevas relaciones sobre el acceso a la información en la era de la informática. El resultado casi inmediato fue la encarcelación del soldado Bradley Manning -que suministró el grueso de los documentos filtrados por WikiLeaks- y la reclusión en carácter de asilado político de Assange en la Embajada de Ecuador en Londres.
Aunque el caso todavía dista de haber llegado a su fin, Alex Gibney decidió que era un buen material para dedicarle un documental que, aparentemente, comenzó a ser realizado con una óptica muy positiva hacia lo hecho por Assange y los suyos. Pero Assange, que hasta hace poco tiempo no tenía problemas en ser entrevistado incluso por la ultraderechista cadena Fox, se negó a colaborar con Gibney y a ser entrevistado por él. Según el director, le exigió una cuantiosa suma monetaria (un millón de dólares) para cubrir sus gastos judiciales, a lo que Gibney se negó -algo que los portavoces de WikiLeaks no han desmentido-, hecho que puede haber influido en cierta animosidad hacia el hacker australiano perceptible en el documental.
En una entrevista concedida a la revista Salon, previa al estreno de la película, Gibney sostenía que Assange había terminado convirtiéndose en lo que supuestamente combatía y que sufría de lo que llamaba “corrupción de la causa noble”, que afectaría a los que, al estar al servicio de una causa justa, se consideran más allá del bien y del mal. Por su parte, los voceros de WikiLeaks, el colectivo Anonymous y otras figuras de la izquierda mediática arremetieron contra Gibney, afirmando que el director -caracterizado por una obra muy crítica y combativa en relación al capitalismo occidental (ver nota contigua)- se había vendido a la administración Obama, sumando su talento y prestigio a una campaña de difamación a Assange y WikiLeaks. ¿Qué había de verdad y mentira en este cruce de acusaciones que recuerda antiguas luchas intestinas de la izquierda mundial? Es bastante difícil de saberlo, pero hay una interesante serie de elementos, a favor y en contra de cada postura, para evaluar el caso.
Ataque
Apenas estrenado el documental, Chris Hedge, corresponsal de guerra y autor de varios libros sobre la Guerra del Terror (además de ser una de las principales voces de la izquierda estadounidense) abandonó momentáneamente el periodismo político para escribir una reseña cinematográfica de We Steal Secrets en la página Common Dreams. En ésta acusó a Gibney de ser sumiso al gobierno de Barack Obama y calificó a la película como pieza de propaganda estatal. En su iracunda lectura del documental, Hedge hacía algunas preguntas válidas, como por qué Gibney dedicaba una buena parte del rodaje a estudiar la vida sexual de Bradley Manning -abiertamente homosexual-, y amplificaba las denuncias de violación surgidas en Suecia contra Assange por parte de dos mujeres, que originaron el pedido de extradición, ante el que el australiano optó por refugiarse en la Embajada de Ecuador, argumentando que éstas eran sólo una excusa para extraditarlo posteriormente a Estados Unidos. En realidad el espacio dedicado en el documental a esto, como reconocía también el crítico Andrew O’Hewir -quién mantiene una óptica afin a la de Gibney-, parece algo excesivo y, sobre todo, parece divergir el punto central del problema, que es el evidente hostigamiento que WikiLeaks y sus responsables sufrieron luego de las filtraciones de 2010, que incluye no sólo la amenaza de deportación sino también el congelamiento de las cuentas de colaboración con el sitio y otras medidas de dudosa legalidad.
El cine de Gibney se ha caracterizado justamente por esquivar los detalles individuales a los que suele aferrarse la prensa, e intentar ofrecer visiones más globales de los problemas; en parte, este documental parece hacer lo contrario. Hedge le recriminó también hacer un juicio moral de Assnge muy estricto, algo que no había hecho en relación a otros retratados anteriores, como Eliot Spitzer, cuando en realidad el australiano no ha sido declarado culpable de ningún delito y las acusaciones que pesan sobre él son bastante dudosas. También señaló que el documental, distribuido por una multinacional como Universal, había tenido una distribución mucho mayor que cualquier otra de sus obras, y que presenta bajo una luz comprensiva al hacker Adrian Lamo, que delató a Manning y se convirtió en el Judas de los insubordinados informáticos.
Desde un punto de vista algo conspirativo, las acusaciones tienen una cierta verosimiltud; ¿quién mejor que alguien identificado con el progresismo y la oposición al siniestro gobierno de George W Bush como Gibney para desprestigiar a Assange? Muchos adhirieron a esta visión y llamaron a boicotear el documental, lo que se hizo de varias formas e incluso redundó en una votación masiva negativa en el sitio IMDB -el banco de datos cinematográficos más consultado de la web- con el fin de bajar la calificación hecha por sus usuarios de la película, que apenas cuenta con 4,1% de aprobación, aunque las críticas han sido casi unánimemente positivas. Pero, ¿es We Steal Secrets una obra que prueba que el feroz director de Taxi to the Dark Side se pasó al lado oscuro? No es algo tan fácil de determinar viendo el documental.
Contraataque
Aunque las reacciones contrarias parecen hablar de un libelo de acusación pura y dura contra Assange, no es ésa la impresión que da el documental. Por el contrario, éste se plantea durante buena parte de su rodaje como un registro admirado de la difusión que WikiLeaks ha hecho de materiales como la filmación de una siniestra ejecución de un grupo de civiles iraquíes desde un helicóptero estadounidense. Tampoco se condena la filtración masiva de los documentos reunidos por Bradley Manning, ni tampoco se hace eco de la acusación de que Assange y los suyos habrían sido responsables de que el soldado -que el documental presenta en cierta forma como un héroe- haya sido detenido. Más bien elabora una serie de preguntas en relación a la autosuficiencia y la pretensión de pureza infalible que parece emanar de las acciones y declaraciones de WikiLeaks. Da la impresión, por momentos, de que el principal problema es la personalidad de Assange; si bien es imposible negarle al australiano una genuina intención de revelar las zonas oscuras de la diplomacia internacional, o no reconocerle una respetable cuota de valentía personal -posiblemente menor que la de los revolucionarios del siglo XX, pero sin dudas considerable-, es evidente que es una figura propensa a la arrogancia y el personalismo. Los testimonios más hostiles no provienen tanto de sus adversarios políticos sino de individuos que ocuparon lugares clave en la estructura de WikiLeaks, como el alemán Daniel Domscheit-Berg -número dos de la organización por mucho tiempo- que fueron purgados o se alejaron en situaciones, como mínimo, dudosas.
Por otra parte, parece haber una gran ignorancia de los críticos respecto del lenguaje propio de un documental y las vertientes expresivas que puede utilizar un cineasta como Gibney. Es fascinante (si se tiene mucho tiempo y paciencia) revisar un texto, posiblemente escrito por Assange, que WikiLeaks publicó, en el que se dedican a analizar escena por escena todas las falsedades que supuestamente contiene el documental. Esta extensa y agotadora pero instructiva defensa “punto por punto” de la figura de Assange ante las calumnias de Gibney demuestra, además de la obsesividad puntillosa que suele caracterizar a algunos comunicadores relacionados con la informática, que sólo pueden ver al diablo en los detalles, una alarmante falta de comprensión cinematográfica.
Dejando de lado la incapacidad de reconocimiento de algunos logros formales (We Steal Secrets es una auténtica maravilla del montaje) hay interpretaciones que sorprenden por lo literales. Para dar una idea de lo tosco del análisis, basta señalar que comienza quejándose amargamente del título (“Robamos secretos: la historia de WikiLeaks”) argumentando que confunde al público y le hace creer que se trata de una afirmación arrogante de los responsables de WikiLeaks, cuando la frase en cuestión es dicha en el documental por el ex director de la CIA Michael Hayden. Evidentemente, el título de Gibney busca confundir al público, pero hay que ser alguien más bien negado para no darse cuenta de que esa elección claramente es una defensa de WikiLeaks o, por lo menos, un ataque a la hipocresía de la CIA. Mientras que Assange y los suyos han sido etiquetados por algunos medios justamente como ladrones de secretos, Gibney parece suscribir esa visión al denominar así a su película, para luego sorprender al espectador revelando que quién asume su condición de ladrón de secretos no es Assange sino Hayden, y relativizando todo el concepto de “robo de información”. Pero el esforzado exégeta del guion no pudo percibir algo tan evidente.
Sin embargo, y aunque la mayoría son idiosincráticas, hay observaciones interesantes sobre datos vagos o directamente erróneos del documental. Datos de una inexactitud rara en los films de Gibney (todo el procesamiento de Manning se basa en textos del soldado y referencias nebulosas, lo que le ganó ácidas críticas de los periodistas que han seguido el caso) y algunas chicanas de fácil rebatimiento, como cuando Gibney ironiza acerca del hecho de que Assange se haya refugiado en la Embajada de Ecuador, un gobierno que “ha encarcelado a muchos periodistas”, a lo que WikiLeaks contesta con el dato irrefutable del Committee to Protect Journalists de que no hay periodistas encarcelados en Ecuador por su trabajo.
En todo caso es interesante revisar tanto el documental como la reacción de sus detractores para adentrarse en una historia que posiblemente no tenga -como casi todo en el mundo- figuras definibles en blanco y negro, y que aún no ha terminado de resolverse (el documental no llegó a registrar, lógicamente, el proyecto Prism). Lo que sí está claro es que hay dos nuevas escuelas de aproximación a la política y la información, y que no se están entendiendo entre ellas.
Recientemente la revista Esquire argumentó que Alex Gibney se está volviendo “el documentalista más importante de nuestro tiempo”. En realidad sería difícil negar que ya lo es; con una obra prolífica y en constante crecimiento (en los últimos tiempos ha hecho entre tres y cuatro documentales por año), Gibney ha sustituido a Michael Moore como la voz de la denuncia progresista en ese ámbito. Pero más allá de sintonías ideológicas, poca cosa tiene que ver su trabajo con el del autor de Bowling for Columbine. Gibney es un documentalista de la vieja escuela, un editor exquisito que puede recurrir a montajes muy fragmentados de imágenes pero que no incluyen elementos humorísticos externos a su temática.
Aunque realiza muchas de las entrevistas, nunca aparece en pantalla y no confronta a los entrevistados buscando el acto fallido o el acceso de furia (hasta las figuras más conservadoras parecen cómodas en las entrevistas de Gibney). Tampoco se caracteriza por encontrar materiales particularmente reveladores o secretos, sino que suele basarse en materiales ya conocidos por el público.
Pero el talento del director es su capacidad para organizarlos en forma periodística y no impresionista. Aunque no es un expositor frío que ignore el poder emotivo de las imágenes, su interés nunca es el de la anécdota aislada, sino los sistemas que generan esas anécdotas. Crítico feroz del capitalismo actual, Gibney posee una notable elocuencia expositiva que lo hace explicar en forma clara problemas más bien complejos e insertarlos en un marco mayor y más expresamente político. Dentro de su nutrida -y poco conocida en Uruguay- filmografía rescatamos los principales títulos.
Enron: The Smartest Guys in the Room (2005). Si no el mejor documental de Gibney, seguro el más profético, en cierta forma predijo la crisis financiera de 2008 y sigue siendo el testimonio cinematográfico más elocuente de los peligros de las desregulaciones en relación a las grandes compañías. Diáfano, a pesar de meterse en laberintos financieros supuestamente incomprensibles para los legos, presenta una de las características más notables de Gibney como expositor; a partir de un ejemplo concreto y fácilmente identificable (los delincuentes de cuello blanco de Enron, en este caso), el director va ampliando el objetivo para ir a lo sistémico, a lo que hace posible que existan este tipo de delincuentes. No hay accidentes en sus documentales: hay sistemas perversos que el director disecciona sin ubicarse como portavoz de ninguna ideología, pero dejando en claro lo que le parece que está mal.
Taxi to the Dark Side (2007): Es una de las escasas películas recientes que tienen un consenso de 100% fresh (es decir, de críticas positivas) en el sitio Rotten Tomatoes, que recopila reseñas de la crítica estadounidense, y en su momento ganó el Oscar a Mejor Documental. Una vez más, Gibney va de lo particular a lo general, partiendo del terrible caso de Dilawar, un taxista afgano encarcelado y torturado hasta la muerte por las fuerzas estadounidenses bajo acusaciones falsas de terrorismo. Pero lejos de quedarse en la simple denuncia de esta monstruosidad (sobre la que cuenta, extrañamente, con el testimonio de los soldados involucrados en el asesinato), Gibney demuestra que, lejos de tratarse de un incidente aislado, fue parte de una política deliberada de Estados Unidos, con la cual abandonó los postulados de la Convención de Ginebra para ir al “lado oscuro” al que hace referencia el nombre del film (una expresión terrorífica del entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld) y legalizar distintas formas de tortura como método válido de interrogatorio. Ninguna película ha denunciado en forma más implacable los horrores de la Guerra al Terror y la sistemática violación de los derechos humanos que se realizó en su nombre, y todo eso sin perder jamás la dimensión humana e inmediata de esos crímenes. No es precisamente un documental fácil de ver, pero todo el mundo debería hacerlo, especialmente como contrapartida de la inmoralidad ficcional de La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012) y su canto a la tortura.
Gonzo: The Life and Work of Dr. Hunter S. Thompson (2008): Aparentemente sería una desviación de la temática política de los últimos documentales de Gibney, pero desde el principio -en que Johnny Depp lee las reflexiones de Thompson (un personaje cuya vida de por sí es una especie de declaración política), luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001- queda claro que esa desviación no será tal. Una excelente muestra de la capacidad narrativa y expositiva del director, esta vez aplicada al recuerdo y la exaltación del que obviamente era uno de sus ídolos periodísticos.
Casino Jack and the United States of Money (2010): Esta vez Gibney se dedica casi exclusivamente a un caso: el del lobbista Jack Abramoff, condenado por fraude, evasión fiscal y corrupción. Aunque esta vez la investigación gira alrededor del apodado Casino Jack sin abrir demasiado el abanico, de cualquier forma la capacidad de este vulgar estafador proveniente de la ultraderecha estadounidense para ascender a los más altos estratos políticos de Washington habla por sí misma. En este caso parecería innecesario explicar el problema sistémico, porque todo se parece mucho a la simple delincuencia callejera.
Client 9: The Rise and Fall of Eliot Spitzer (2010): El segundo documental de Gibney en el mismo año se centra, al igual que el anterior, en un caso particular y de relativo interés fuera de Estados Unidos, pero plantea una serie de preguntas que podrían hacerse al propio realizador en relación a We Steal Secrets. La película sigue la ascendente carrera de Eliot Spitzer, primero fiscal general de Nueva York y luego gobernador de dicho estado, quien emprendió una cruzada personal contra los delitos empresariales y la corrupción en las altas esferas, hasta que fue defenestrado por un escándalo relacionado con su afición a las prostitutas de lujo. En cierta forma prefigura lo desarrollado en We Steal Secrets (las causas nobles degradadas por el personalismo egocéntrico), pero Gibney parece tenerle más simpatía al defenestrado Spitzer que a Assange.
Mea Culpa Máxima: Silence in the House of God (2012): Otra de las metonimias ampliadas de Gibney, esta vez para contar el caso de cuatro sordos que en su adultez decidieron denunciar los abusos sexuales de los que habían sido víctimas durante su niñez y adolescencia en un internado católico para discapacitados auditivos. El caso fue pionero en relación a los escándalos relacionados con la Iglesia Católica, pero una vez más Gibney no se queda en la anécdota, sino que va subiendo por sus ramificaciones hasta llegar al Vaticano, la alta curia y los papas Wojtyla y Ratzinger. Por momentos demoledor en su exposición brutal del sistema de encubrimientos de estos abusos, Gibney mantiene un tono sereno y completamente desprovisto de morbo, que vuelve su denuncia más incisiva e irrefutable, además de contar con el enorme carisma de los cuatro sordos denunciantes, que valen todo el documental. A pesar del material volcánico e indignante que presenta, el film pasó bastante desapercibido, lo cual es todo un misterio.
Los auténticos ladrones de secretos
Entre filtraciones y vigilancias: Prism.
Por: Ezequiel Rivero
Dos semanas después de que se divulgara la existencia del proyecto Prism, que relaciona al gobierno de Estados Unidos con las mayores compañías de tecnología del mundo, se tiene una imagen más clara de su funcionamiento, aunque la información sigue siendo tan confusa como tediosa.
El 6 de junio, dos artículos en The Washington Post y The Guardian daban a conocer Prism, un programa de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por su sigla en inglés) que permitía el acceso a una infinidad de datos de usuarios por intermedio de las grandes empresas de Silicon Valley: Google, Microsoft, Yahoo, Facebook, AOL, Skype y Apple. El programa se dedicaba exclusivamente a acceder a todo tipo de datos de personas no residentes de Estados Unidos: correos electrónicos, registros de chat, audios, videos, llamadas telefónicas vía internet, transferencias de archivos y prácticamente cualquier cosa que hagamos en internet. Esta información se dio a conocer en forma de imágenes de presentaciones en Power Point rústicas y poco claras, que contribuyeron al impacto inicial y a la vaga y discordante recepción por parte de los medios.
Las empresas partícipes de Silicon Valey no tardaron en poner el grito en el cielo y negar todo conocimiento del proyecto. Cada una de ellas publicó un statement en el que indicaba que la información de sus usuarios es totalmente segura y sólo accesible al gobierno de Estados Unidos mediante un pedido específico y un procedimiento legal. Pero, a su vez, se dio conocer que la NSA manda miles de solicitudes de información por mes a todas estas empresas, y que varias de ellas (por ejemplo, Microsoft, Google y Facebook) cuentan con una infraestructura específica que permite que la agencia de seguridad tenga cómodo y rápido acceso a sus sistemas y a los datos de sus usuarios.
Luego de unos pocos días (y miles de artículos y especulaciones al respecto), el director de Inteligencia, James Clapper, confirmó la existencia de Prism y que la información que recauda muy valiosa para las tareas de Inteligencia de Estados Unidos. Por otro lado, varios gobiernos de Europa se mostraron furiosos ante esta violación de los derechos de los ciudadanos de la Unión Europea. Este intercambio terminó con el mismo Barack Obama comunicando la existencia del proyecto, al que justificó como una pérdida de derechos “necesaria” para proteger al país de amenazas terroristas.
Todo esto generó una interesante discusión sobre el valor del anonimato y la privacidad en internet. Muchos saltaron, furiosos e indignados, en cataratas de comments en todo tipo de revista o portal web. Pero muchos otros se encogieron de hombros y no consideraron tan terrible que el gobierno revise un montón de datos de extranjeros, por las dudas. Activistas como Julian Assange y Jacob Appelbaum consideran que Prism viola la cuarta enmienda constitucional y que acerca al gobierno de Estados Unidos a un Estado de vigilancia. Como dato de color, las ventas en Amazon.com de 1984, de George Orwell, aumentaron 60%.
Cuando Edward Snowden -el empleado de la NSA que destapó el proyecto Prism- sacó el asunto a la luz, miles de periodistas y curiosos se pusieron a buscar su nombre en internet para encontrar poco y nada: no había ningún perfil de Facebook, ninguna cuenta de Twitter, ni nombres de familiares, ni conocidos, ni similares. Snowden es una de esas personas totalmente conscientes de su espacio virtual, de la huella que cualquier usuario deja en internet, y decidió minimizarla para no afectar a ningún conocido o familiar, para volver imposible hacer conjeturas sobre su vida o su posible futuro paradero.
David Simon -creador de la brillante serie de televisión The Wire- escribió en su blog (davidsimon.com) que la reacción ante Prism era una exageración ridícula y que no se diferencia de las operaciones en los años 80 con el rastreo de teléfonos públicos en Baltimore, excepto en la magnitud del rastreo. Simon se olvida de un detalle muy importante: el problema con esta extracción de datos no es sólo su escala, sino lo que ésta conlleva. No hay una oficina con miles de investigadores del FBI revisando exhaustivamente cada uno de los datos. Para procesar los miles de millones de gigas de documentos, textos, relaciones y vínculos entre personas, correos y llamadas, la información se filtra con algoritmos que buscan patrones y conexiones, vínculos que pueden consistir en colocar a cierta cantidad de personas como sospechosos o personas “a tener en cuenta”. La envergadura de esta información es tal, que sólo es posible crear conjeturas y aproximaciones, en las que cada persona es sólo un plano borroso de conceptos y conexiones, utilizados por un sistema para definirlos como sospechosos o no.
La persona promedio no está realmente preocupada por la seguridad en internet, y le parece suficiente asegurarse de cerrar su cuenta de Facebook cuando se conecta en la casa de un amigo. Aunque la mayoría de la gente pueda ser consciente de que hay cierta recopilación de datos constante entre las cosas que uno hace, lo ve como algo común, normal, como cierta commodity: ya están en el pasado los días de paranoia al notar que la publicidad en Gmail se refiere precisamente a cosas sobre las que uno estuvo escribiendo. Pero esta tendencia puede modificarse, y la conciencia de la seguridad y la privacidad de datos de internet cada vez esta más presente.
Para los que más se preocupan por la seguridad hay varias opciones para usar internet de forma más anónima. Proyectos como TOR (www.torproject.org) permiten a cualquier persona navegar de forma segura y haciendo difícil el rastreo de sus datos. Es muy fácil de utilizar y sólo implica usar un navegador web alternativo y gratuito. Duck Duck Go (www.duckduckgo.com) es un buscador de internet alternativo a Google que no guarda ningún dato de ningún usuario ni búsqueda de ningún tipo, ni filtra tus búsquedas con respecto a tus hábitos en internet (como hace Google). En la última semana y gracias a las notas e informes sobre las prácticas de la NSA, su uso se triplicó. Por el lado de las empresas, sin embargo, no se puede afirmar que el destape de Prism haya causado mucho cambio. Pese a que todas las empresas partícipes intentaron blanquear su participación para quedar sepultadas posteriormente, los precios de sus acciones en Wall Street se mantuvieron inmóviles.
Aunque Prism y su funcionamiento no estén totalmente claros, y sus connotaciones en la vida online no preocupen a la mayoría de la población, es indudablemente un elemento más de lo que debería ser un debate sobre la persistencia de la privacidad.
Fuente: La Diaria
Entre filtraciones y vigilancias: Prism.
Por: Ezequiel Rivero
Dos semanas después de que se divulgara la existencia del proyecto Prism, que relaciona al gobierno de Estados Unidos con las mayores compañías de tecnología del mundo, se tiene una imagen más clara de su funcionamiento, aunque la información sigue siendo tan confusa como tediosa.
El 6 de junio, dos artículos en The Washington Post y The Guardian daban a conocer Prism, un programa de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por su sigla en inglés) que permitía el acceso a una infinidad de datos de usuarios por intermedio de las grandes empresas de Silicon Valley: Google, Microsoft, Yahoo, Facebook, AOL, Skype y Apple. El programa se dedicaba exclusivamente a acceder a todo tipo de datos de personas no residentes de Estados Unidos: correos electrónicos, registros de chat, audios, videos, llamadas telefónicas vía internet, transferencias de archivos y prácticamente cualquier cosa que hagamos en internet. Esta información se dio a conocer en forma de imágenes de presentaciones en Power Point rústicas y poco claras, que contribuyeron al impacto inicial y a la vaga y discordante recepción por parte de los medios.
Las empresas partícipes de Silicon Valey no tardaron en poner el grito en el cielo y negar todo conocimiento del proyecto. Cada una de ellas publicó un statement en el que indicaba que la información de sus usuarios es totalmente segura y sólo accesible al gobierno de Estados Unidos mediante un pedido específico y un procedimiento legal. Pero, a su vez, se dio conocer que la NSA manda miles de solicitudes de información por mes a todas estas empresas, y que varias de ellas (por ejemplo, Microsoft, Google y Facebook) cuentan con una infraestructura específica que permite que la agencia de seguridad tenga cómodo y rápido acceso a sus sistemas y a los datos de sus usuarios.
Luego de unos pocos días (y miles de artículos y especulaciones al respecto), el director de Inteligencia, James Clapper, confirmó la existencia de Prism y que la información que recauda muy valiosa para las tareas de Inteligencia de Estados Unidos. Por otro lado, varios gobiernos de Europa se mostraron furiosos ante esta violación de los derechos de los ciudadanos de la Unión Europea. Este intercambio terminó con el mismo Barack Obama comunicando la existencia del proyecto, al que justificó como una pérdida de derechos “necesaria” para proteger al país de amenazas terroristas.
Todo esto generó una interesante discusión sobre el valor del anonimato y la privacidad en internet. Muchos saltaron, furiosos e indignados, en cataratas de comments en todo tipo de revista o portal web. Pero muchos otros se encogieron de hombros y no consideraron tan terrible que el gobierno revise un montón de datos de extranjeros, por las dudas. Activistas como Julian Assange y Jacob Appelbaum consideran que Prism viola la cuarta enmienda constitucional y que acerca al gobierno de Estados Unidos a un Estado de vigilancia. Como dato de color, las ventas en Amazon.com de 1984, de George Orwell, aumentaron 60%.
Cuando Edward Snowden -el empleado de la NSA que destapó el proyecto Prism- sacó el asunto a la luz, miles de periodistas y curiosos se pusieron a buscar su nombre en internet para encontrar poco y nada: no había ningún perfil de Facebook, ninguna cuenta de Twitter, ni nombres de familiares, ni conocidos, ni similares. Snowden es una de esas personas totalmente conscientes de su espacio virtual, de la huella que cualquier usuario deja en internet, y decidió minimizarla para no afectar a ningún conocido o familiar, para volver imposible hacer conjeturas sobre su vida o su posible futuro paradero.
David Simon -creador de la brillante serie de televisión The Wire- escribió en su blog (davidsimon.com) que la reacción ante Prism era una exageración ridícula y que no se diferencia de las operaciones en los años 80 con el rastreo de teléfonos públicos en Baltimore, excepto en la magnitud del rastreo. Simon se olvida de un detalle muy importante: el problema con esta extracción de datos no es sólo su escala, sino lo que ésta conlleva. No hay una oficina con miles de investigadores del FBI revisando exhaustivamente cada uno de los datos. Para procesar los miles de millones de gigas de documentos, textos, relaciones y vínculos entre personas, correos y llamadas, la información se filtra con algoritmos que buscan patrones y conexiones, vínculos que pueden consistir en colocar a cierta cantidad de personas como sospechosos o personas “a tener en cuenta”. La envergadura de esta información es tal, que sólo es posible crear conjeturas y aproximaciones, en las que cada persona es sólo un plano borroso de conceptos y conexiones, utilizados por un sistema para definirlos como sospechosos o no.
La persona promedio no está realmente preocupada por la seguridad en internet, y le parece suficiente asegurarse de cerrar su cuenta de Facebook cuando se conecta en la casa de un amigo. Aunque la mayoría de la gente pueda ser consciente de que hay cierta recopilación de datos constante entre las cosas que uno hace, lo ve como algo común, normal, como cierta commodity: ya están en el pasado los días de paranoia al notar que la publicidad en Gmail se refiere precisamente a cosas sobre las que uno estuvo escribiendo. Pero esta tendencia puede modificarse, y la conciencia de la seguridad y la privacidad de datos de internet cada vez esta más presente.
Para los que más se preocupan por la seguridad hay varias opciones para usar internet de forma más anónima. Proyectos como TOR (www.torproject.org) permiten a cualquier persona navegar de forma segura y haciendo difícil el rastreo de sus datos. Es muy fácil de utilizar y sólo implica usar un navegador web alternativo y gratuito. Duck Duck Go (www.duckduckgo.com) es un buscador de internet alternativo a Google que no guarda ningún dato de ningún usuario ni búsqueda de ningún tipo, ni filtra tus búsquedas con respecto a tus hábitos en internet (como hace Google). En la última semana y gracias a las notas e informes sobre las prácticas de la NSA, su uso se triplicó. Por el lado de las empresas, sin embargo, no se puede afirmar que el destape de Prism haya causado mucho cambio. Pese a que todas las empresas partícipes intentaron blanquear su participación para quedar sepultadas posteriormente, los precios de sus acciones en Wall Street se mantuvieron inmóviles.
Aunque Prism y su funcionamiento no estén totalmente claros, y sus connotaciones en la vida online no preocupen a la mayoría de la población, es indudablemente un elemento más de lo que debería ser un debate sobre la persistencia de la privacidad.
Fuente: La Diaria