Por: Martín Caparrós
Argentinos, ¿de verdad se volvieron tarados?
Solíamos creernos un pueblo inteligente, educado, capaz de entender y no dejarse engañar. Se diría que ya no lo somos.
Porque, si no, no hay forma de explicar que nos traguemos una tras otra, sin chistar, las boludeces de un fabulador serial de poca monta. Ya sabemos que insulta a troche y moche, que nos quiere dejar "el culo como un mandril", que todos somos "ratas despreciables", que un socialista es un "excremento humano". Ya sabemos que eso crea un clima de violencia innecesario, brutal, que se agrega al clima de violencia creado por su insistencia en arruinarle la vida a millones de personas, cada vez más pobres, cada vez menos alimentadas. Pero, además, no para de decir estupideces, y nadie le contesta o se le ríe. Aquí van solo tres ejemplos.
La primera boludez ya es uno de sus clásicos: el presidente argentino repite, cada vez que puede, que "hace 120 años la Argentina era la primera potencia mundial". No hay manera de sostener esa invención. A principios del siglo XX Argentina tenía un Producto Interno Bruto per capita entre los diez más altos del mundo porque unos pocos terratenientes se habían hecho riquísimos exportando carne y trigo, y la población por la que había que dividir para las estadísticas esos ingresos era muy escasa. Pero la gran mayoría era pobre. Ya sabemos: la estadística es esa disciplina que dice que todos los seres humanos tenemos una teta y un testículo –y el PIB per capita es su expresión más perversa–. En aquellos años Inglaterra todavía controlaba buena parte del mundo, Estados Unidos se convertía en la gran potencia industrial, Alemania unificada se sentía tan poderosa que se lanzó a la guerra contra todos; la Argentina iba muy por detrás de esos tres y Francia y Rusia y China y Turquía y varios más. Era, ya entonces, una gran promesa mentirosa. Ahora, en boca del presidente, es sólo una mentira retroactiva.
La segunda boludez es habitual: el presidente argentino y muchos de los suyos repiten, cada vez que pueden, que "el mal manejo de la pandemia mató, en Argentina, a 100.000 personas que no tendrían que haberse muerto" y que, por lo tanto, "aquel gobierno es culpable de un terrible genocidio, peor que el de Videla". Me tomé el trabajo –muy menor– de buscar los datos reales y hacer cuentas. Comparada con los otros países grandes de América Latina, la Argentina lo hizo medianamente bien: Perú tuvo 6.170 muertos por millón de habitantes; Brasil, 3.110; Chile, 3.050; Argentina, 2.765; Colombia, 2.730; México, 2.640. Salvo Perú, que fue un auténtico desastre, los demás sufrieron cifras parecidas, y las argentinas están entre las más bajas. O sea que no hubo ningún "suplemento de muertes", por supuesto que ningún genocidio, pero el señor presidente lo escupe una y otra vez, impunemente.
La tercera boludez es casi un estreno: hace unos días comunicó que eso de la superpoblación son "estupideces de zurdos asesinos". Frente a un auditorio sonriente de empresarios tecnológicos anunció que "a todos nos gustaría vivir en Mónaco" y que Mónaco tiene una densidad de 36.000 habitantes por kilómetro cuadrado –falso, tiene 38.000 habitantes en dos kilómetros cuadrados, 19.000 en cada uno–, pero eso no importa, como tampoco importa que Mónaco sea una piedra llena de edificios, el paisito más urbano del mundo. Ni que haya dicho que la Argentina tiene 3 millones de kilómetros cuadrados cuando tiene 2,78 –porque la diferencia es solo la superficie total del Reino Unido–. Lo impresionante fue que ese baile de cifras le permitió decir que lo de la superpoblación era una estupidez porque sólo en la Argentina, si tuviera la densidad de Mónaco, cabrían 108.000 millones de personas. "Trece veces y media la población total del planeta. O sea que todos esos aborteros que andan asesinando gente lo hacen porque son unos ignorantes o unos hijos de puta…".
Su visión es magnífica: 108.000 millones de personas –100.000 millones más que toda la humanidad– amontonados en millones de edificios de varios pisos amontonados en cada metro de tres millones de kilómetros cuadrados, sin agua ni plantas ni espacios libres ni lugar para producir comida ni para evacuarla ni nada de nada, inundados por su propia mierda. La imagen no es siquiera apocalíptica de puro inverosímil, pero nadie en la distinguida concurrencia –ni en la prensa subsiguiente– tuvo la vista o los ovarios necesarios para decirle que decía boludeces, que alguien que propone eso tiene la cabeza muy vacía o muy torcida.
Los ejemplos podrían multiplicarse por docenas, pero no tenemos tanto tiempo para la tontería. Muchos podrán decirme que por qué preocuparnos por esas cosas cuando ese mismo señor está reventando la educación y la salud públicas, el sustento de los jubilados, la comida de tantos, las vidas de millones –y yo estaría de acuerdo–. Pero aún así hay algo que me parece intolerable en tolerar a un jefe de Estado que se jacta de saber de números y no para de falsearlos o tropezar con ellos, que se jacta de no saber de nada más y lo demuestra con cuidado día tras día.
Humilla que te maneje un tonto. Una cosa es un malvado inteligente, uno que arma tremendos planes maquiavélicos para quedarse con todo; otra cosa es un malvado poderoso, uno que maneja tantos soldados, tantos bancos, que nadie le puede resistir. Perón o Videla tenían sus argumentos. Pero la subsistencia de un malvado que no es inteligente ni poderoso sólo depende de la sumisión de sus súbditos. Es, por lo tanto, culpa de esos mismos súbditos: nuestra culpa.
Argentinos, yo sé que la gran mayoría de ustedes arde de bronca por lo que han hecho los gobiernos anteriores; yo también. Pero eso no debería convertirnos en tarados incapaces de reaccionar ante un señor que –además de arruinar tantas vidas– dice estupidez tras estupidez, mentira tras mentira. Yo recuerdo que no éramos así: que hubo tiempos en que una sola boludez de estas habría bastado para ridiculizar a un gobernante, para perderle cualquier tipo de respeto. Quiero creer que ese país existía, que no ha muerto, que está en alguna parte y pronto va a volver a estar en su lugar. Ojalá. Realmente lo necesitamos.
Foto: Agustín Marcarian - Reuters
Fuente: Diario El País