Un chiste, un malentendido, un error o la difusión de datos maliciosos no serían tan peligrosos si no contaran con el alcance, la monetización y la permanencia que ofrecen los medios digitales. ¿El Estado debería intervenir?
Las redes sociales influyen en la búsqueda de un puesto de trabajo | Freepick
Por: Javier Pallero*
La desinformación y los discursos antidemocráticos han sido señalados como grandes problemas a la hora de lograr consensos en política y hasta para instaurar medidas sanitarias (como la vacunación y las cuarentenas originadas por la pandemia de la COVID-19). ¿Cuál es la respuesta adecuada desde el Estado? ¿Deberían regularse? Y si así fuera, ¿cuáles son las formas adecuadas para no dañar la libertad de expresión?
En primer lugar, es esencial definir qué entendemos por desinformación. A los fines de esta columna, englobamos tanto la información falsa creada deliberadamente con la intención de influir en el debate público o generar confusión, como la información falsa que circula sin esa intencionalidad (distinción que en inglés suele hacerse con los términos "disinformation" y "misinformation", respectivamente).
Por otro lado, encontramos discursos específicamente dirigidos a socavar los fundamentos e instituciones de la democracia liberal, conocidos como discursos "antidemocráticos", que pueden o no formar parte del fenómeno de la desinformación.
Estos discursos se manifiestan al cuestionar maliciosamente y sin fundamentos los sistemas de votación, los resultados electorales, la institucionalidad, la división de poderes, la legitimidad de la oposición política, el imperio de la ley y los principios fundamentales de convivencia, como las garantías constitucionales contra la discriminación de grupos vulnerables y los abusos del estado.
Es importante destacar que no creemos que estos problemas sean exclusivos de las redes sociales o las tecnologías, y su solución no se limita únicamente a tecnologías mejores o diferentes. Una regulación que asuma alguno de estos postulados caerá en lo que suele llamarse "determinismo tecnológico" o "tecnosolucionismo".
Somos conscientes de que este es un problema multicausal, donde intervienen la alfabetización digital, los incentivos económicos, la crisis de confianza en las instituciones y la afectación a los lazos sociales durante crisis económicas y políticas. En este sentido, una política pública efectiva para abordar este fenómeno debe abarcar diversos aspectos.
La desinformación y los discursos antidemocráticos presentan particularidades en su definición, alcance y manifestación en el debate público, especialmente en el ámbito digital. Sin embargo, al pensar en soluciones regulatorias, identificaremos características comunes para exponer las dificultades y oportunidades, delineando así una posible respuesta estatal a este problema.
La primera característica común es la vaguedad en los conceptos. Las definiciones que hemos presentado son solo algunas entre muchas que existen en la literatura sobre el tema. En la mayoría de los casos, los conceptos integrados en las definiciones resultan difíciles de especificar. La falta de especificidad en la regulación corre el riesgo de lesionar la libertad de expresión y ser incompatible con tratados internacionales de derechos humanos.
Tomemos como ejemplo el concepto de "información falsa". La determinación de falsedad puede ser sencilla cuando se contrasta una afirmación con su correlato en la realidad. Si decimos que un evento no ocurrió y hay evidencia de que sí sucedió, la discusión se resuelve. Sin embargo, cuando existen divergencias de opinión en la interpretación de un suceso o cuando las afirmaciones reflejan solo una parte de la realidad (verdades "a medias"), el juicio de verdad-falsedad se vuelve más complicado.
Definir qué es la verdad y cómo se presenta se convierte en un problema excesivamente complejo. Además, no hemos considerado los casos en los que no hay intencionalidad de crear o difundir desinformación, como errores, parodias y la ficción en todas sus formas.
Aquí cabe destacar la dificultad de probar la intencionalidad de un actor para imponerle una sanción estatal, al menos en casos aislados. Esta complejidad también se aplica a los discursos antidemocráticos mencionados anteriormente, especialmente al examinar ejemplos de dudas infundadas sobre los resultados de las elecciones en lugares como Estados Unidos, Brasil y más recientemente Argentina.
La segunda característica, que abre la puerta para considerar soluciones regulatorias, se refiere a los elementos "amplificadores del daño". Estos elementos incluyen el alcance, la caracterización, la velocidad, la monetización y la permanencia que las redes sociales y otras tecnologías de comunicación añaden a la información.
La diferencia es notable entre cinco personas en una mesa de bar afirmando que una elección fue fraudulenta y esa misma afirmación expresada en un foro masivo en línea, donde el alcance es infinito, está recomendado algorítmicamente, no hay manera fidedigna de jerarquizar la información, se distribuye rápidamente y queda registrada de manera permanente. En nuestra opinión, respaldada por algunos expertos en libertad de expresión, esta característica es clave para determinar el potencial dañino en los casos más difíciles mencionados anteriormente.
Un chiste, un malentendido, un error e incluso casos de desinformación maliciosa no serían tan peligrosos si no contaran con el alcance, la caracterización, la velocidad, la monetización y la permanencia que ofrecen los medios digitales. Por ende, al abordar la regulación, el enfoque no debería centrarse en lo que se dice ni perseguir a particulares por expresiones que no constituyen delitos.
En cambio, se debe evaluar el funcionamiento de las redes sociales mediante obligaciones de transparencia. Estas obligaciones permitirían establecer medidas adecuadas para abordar los elementos amplificadores del daño, regulándolos de manera efectiva sin afectar indebidamente la libertad de expresión.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar el rol que juegan en estos temas los funcionarios públicos y las figuras públicas con impacto en la conversación social (como candidatos, periodistas, etc.). A todos les corresponden obligaciones éticas respecto de la desinformación y los discursos antidemocráticos. Aquí hay una gran deuda de los comités de ética de los partidos políticos y los espacios correspondientes que vigilan la ética profesional en el periodismo, los cuales deben adaptarse y hacerse cumplir para realizar un aporte a la solución de este complejo problema.
En síntesis, la solución a este problema multidimensional debe atender a sus dinámicas particulares y alejarse de la opción punitivista. Al mismo tiempo, debemos perder el miedo a discutir herramientas regulatorias eficaces que solucionen las afectaciones que ya tenemos a la libre expresión y al debate informado. Solo así podemos lograr el espacio digital que una sociedad democrática necesita.
*Dirección General - Contextual
Fuente: Diario Perfil