El funcionamiento de los medios oficiales, sus formas de gestión, su línea editorial adscripta al gobierno, la política de programación y su financiamiento son objeto de encarnizados debates. Para Martín Becerra estos debates podrían fructificar si asumen las importantes novedades que se produjeron en los medios de gestión estatal en los últimos años
Por: Martín Becerra
Aunque su artillería propagandística produce un alboroto que estorba la mirada serena, la gestión de los medios audiovisuales oficiales (Canal 7, Radio Nacional) introdujo novedades significativas en el panorama de medios en los últimos años. Sin reconocer esas novedades la comprensión de un presente troquelado por política y medios resulta defectuosa.
Carente de política alternativa para los medios del Estado, el libreto de la oposición se reduce a la denuncia de su uso propagandístico por parte del gobierno. Denuncia que es torpe, por dos motivos.
El primero es que la historia de los medios gestionados por el Estado en la Argentina demuestra cabalmente que la adscripción gubernamental de emisoras como Radio Nacional desde 1937 (originalmente denominada Radio del Estado) y Canal 7 de tv desde 1951 son una invariante más allá del signo ideológico de quien gobierne el país. A escala local, en los distritos gobernados por la oposición, se reproduce la discrecionalidad en el mensaje de los medios provinciales o municipales.
Aunque lo comercial y lo gubernamental predominan en el escenario de la comunicación masiva, son en ambos casos modelos extremos: uno utilitarista, que justifica la existencia de los medios como negocios que requieren de un alto rating y programación sensacionalista, y el otro faccioso, que fundamenta su utilización de los medios estatales en provecho del mensaje de una parcialidad, y que impugna o mutila –según el caso- voces críticas.
El segundo motivo es que aún dentro de un registro intemperante con las ideas distintas, tanto Canal 7 como Radio Nacional vienen proponiendo programaciones originales, lograron por primera vez en su historia disputar segmentos de gran audiencia a los operadores comerciales (como el fútbol en tv o el espacio nocturno de Alejandro Dolina en AM Nacional), también de modo inédito están a la vanguardia de la renovación tecnológica a través de la digitalización de equipos y pantallas, producen o tercerizan la producción de ficción con un sólido discurso audiovisual (como en la telecomedia “Ciega a citas”) y rompieron el tabú de la omertá que regía de facto en el periodismo.
Si la histórica apropiación de los recursos públicos por parte del gobierno de turno (sea éste nacional, provincial o municipal, aunque existen excepciones) es considerada como invariante, lo que no significa su consentimiento, entonces corresponde revisar qué sucede con las variaciones que operan, novedosamente, en el dispositivo audiovisual del gobierno.
El común denominador de esas novedades es la superación del complejo de subsidiariedad con que el Estado gestionaba a sus medios, y que le impedía avanzar allí donde la televisión y la radio privada lo habían hecho. Nobleza obliga, fue Eduardo Duhalde en marzo de 2003 con su decreto PEN 1214 quien dio el puntapié para ello, modificando una cláusula de la vieja ley de radiodifusión de Videla (artículo 11 de la ley 22285) que prescribía ese rol subsidiario al Estado en la prestación de los servicios audiovisuales.
Precisamente porque los medios estatales actuaban con un rol subsidiario y habituados a su desprestigio, no representaban competencia ni molestia alguna al predominio que ejercieron (y ejercen) los medios comerciales privados. Hasta hace pocos años, en América Latina en general y en la Argentina en particular los medios oficiales no aspiraban a disputar audiencia ni a mejorar su desempeño.
Liberados de ese complejo, y acompañados por una gestión económica cuya sospechada opacidad también se inscribe en una antigua tradición, los medios gubernamentales pasaron a la ofensiva. En un notable artículo sobre el ciclo “6,7,8” publicado en RollingStone de julio de 2010, Esteban Schmidt apuntaba que “desde el prime time de la televisión pública, a la hora de las botineras, las tómbolas y la política recluida en el cable, 6,7,8 termina con un tabú de veinticinco años de democracia: que hablar en contra de la prensa desde tribunas relevantes es antidemocrático, cuando, lo más cierto de todo, es que la agenda de lo que se discute y se vota en las elecciones resulta siempre deformada por la operación de los medios de comunicación, a los que nadie elige para semejante maldad”.
Sin embargo, una programación que sacude pactos tácitos, transgrediendo sus contornos, y que a la vez incorpora el entretenimiento como cláusula clave del contrato con su audiencia, encuentra sus propias limitaciones en un estilo repetitivo y una convicción maniquea sobre la agenda pública. Ello, combinado con la persistencia de un discurso militante que degrada posiciones distintas a las del gobierno, afecta la credibilidad de los medios gestionados por el Estado socavando su carácter público y debilitando su eficacia comunicacional, excepto entre la minoría de alta intensidad que refuerza así su cohesión.
Quien pierde con la vacancia de medios públicos es la sociedad que no puede acceder por sí misma a la gestión de licencias audiovisuales. Cuando no hay medios públicos, el derecho a la palabra masiva, a la información plural, a contenidos diversos, son resignados en aras del aprovechamiento comercial o del uso oficialista de los medios de comunicación. La sociedad queda confinada así al imperio de los mensajes masivos emitidos con lógica puramente comercial o exclusivamente gubernamental.
En ambos casos, la sociedad es relegada a una posición clientelar: las ciudadanas y los ciudadanos son interpelados como clientes comerciales o como clientes políticos. Una de las consecuencias del uso gubernamental de los recursos públicos en comunicación es la subestimación de la capacidad intelectual de selección de la audiencia, que si contara en los medios públicos con voces que difieran del relato oficial podrían elaborar con mayor fundamento su propia perspectiva, en lugar de recibirla digerida por la edición sesgada. En el temor a incluir voces diferentes al mensaje oficial subyace la inseguridad para sostener las cualidades del propio mensaje si éste tuviera contraste.
*Publicado en Revista El Estadista nº 30 (28/4 al 11/5/2011)
Fuente: Quipú