A casi tres décadas de la recuperación democrática, sobreviven en Argentina las prácticas más autoritarias de su oscuro pasado. Las agresiones contra periodistas, alentadas por el oficialismo, se inscriben en un clima que debe ser desactivado
Por: Norma Morandini
A casi tres décadas de la restauración democrática sobreviven en Argentina las prácticas más autoritarias de su oscuro pasado: si en el inicio de la democratización podía verse colgada de los kioscos la palabra "subversivos" en la tapa de la revista "Cabildo", una publicación de ultraderecha que así calificaba a los 500 periodistas cuyos nombres encolumnados como prontuarios llenaban sus páginas, hoy los afiches anónimos que aparecieron en la ciudad de Buenos Aires con los nombres y fotografías de los periodistas del Grupo Clarín o las agresiones a Fernando Bravo comparten el mismo desprecio, ya no tan sólo hacia periodistas concretos sino a la prensa como actividad constitutiva de la democracia.
Si en el medio no estuviera la tragedia de nuestro país, que tiene entre sus presos-desparecidos una centena de periodistas, todo podría reducirse a una anécdota o a la expresión de grupos minoritarios. Pero cuando desde el mismo poder se descalifica, ataca y agrede a la prensa, a la que se confunde con propaganda o adversario político, se avivan los fantasmas de ese oscuro pasado porque se le abre el camino a la violencia.
Es por eso que apelo al mejor sentimiento y compromiso de la Presidente de la Nación con los Derechos Humanos para desarmar, con la disuasión, esa bomba de tiempo de irracionalidad en la que no ganará nadie porque volveremos a perder todos los argentinos.
La Historia argentina, como todas las grandes tragedias de la humanidad, llámese nazismo o estalinismo, se sustentaron en la idea de que el fin justifica los medios, pero cuando los medios se constituyen en un fin en sí mismo amenazan a los mismos fines proyectados, ya que las cuestiones humanas siempre son imprevisibles.
La violencia verbal, la descalificación y la devaluación del Otro es una lógica que inevitablemente nos lleva al campo de batallas, donde sólo quedan heridos. Y eso lo sabemos muy bien los argentinos. Cuando se lanza a rodar la peligrosa rueda de la descalificación personal en nombre de la defensa de ideas, en realidad, se pierde control sobre la violencia que entraña siempre la confrontación.
Apelo, igualmente, a la mejor inteligencia de nuestro país para que el compromiso sea con el respeto irrestricto a esos mismos Derechos, que por ser valores universales no admiten interpretación. No son de izquierda ni de derecha: son la base de una legalidad compartida.
Tal como sucedió con el nazismo, cuyos horrores dieron al mundo la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el terrorismo de Estado vivificó para los argentinos la idea de Derechos, ajena a nuestra tradición autoritaria. Porque actúo de buena fe, no pongo en dudas la buena fe de los otros. Pero si para fortalecer argumentos políticos es necesario descalificar, insultar o atacar lo que fracasa es la política, que le da la razón a la guerra como su continuación.
Apelo, finalmente, a la mejor energía democrática de nuestro país para que la moderación triunfe sobre los gritos porque, tal como advirtió la filósofa política Hannah Arendt, ya debiéramos saber que cada reducción del poder es una abierta invitación a la violencia, aunque sea por el sólo hecho de que quienes tienen el poder y sienten que se les desliza de las manos, sean el gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil no caer en la tentación de sustituirlo por la violencia. Ojalá la Presidente mujer pueda ofrecernos lo que engrandece a los gobernantes: el respeto a la libertad, ya que sólo con libertad podemos reclamar por la falta del pan y la ausencia de justicia.