Por: Martín Becerra*
La privatización del 11 y el 13 tuvo un efecto aleccionador, transgresor y transformador por alcanzar al medio de información y entretenimiento más masivo, que opera como dispositivo alfabetizador en el país. Fue aleccionador porque con ello Carlos Menem, tras su asunción, en julio de 1989, daba una rotunda señal acerca de su signo privatizador, traduciendo en hechos las definiciones de la Ley de Reforma del Estado –conocida como “Ley Dromi”, por el entonces ministro de Obras y Servicios Públicos–. Aprobada con una contundente mayoría peronista y radical en el Congreso, la “Ley Dromi” resumía un programa de reestructuración de la sociedad que contaría con altos niveles de consenso social construido, en buena medida, por los propios medios audiovisuales.
Para cambiar la sociedad era necesario modificar el orden comunicacional. Por ello, la ley incluyó modificaciones parciales del decreto-ley de radiodifusión 22.285 de la dictadura (hoy restaurado por la suspensión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, 26.522). El decreto-ley de Videla de 1980 impedía la conformación de multimedios porque prohibía la propiedad cruzada (los dueños de diarios no podían tener licencias audiovisuales), vedaba la participación de sociedades anónimas en radio y TV y establecía un límite estricto a la cantidad de licencias (4) por parte de un mismo titular. Estos impedimentos fueron desactivados por la Ley de Reforma del Estado, que habilitó así una nueva estructura concentrada, con una producción de contenidos centralizada en Buenos Aires, modernizada tecnológicamente, en algunos casos extranjerizada, y permeada por capitales financieros y sociedades anónimas.
Algunas de estas tendencias pueden rastrearse ya en los años previos a la privatización, a partir de la inclusión de Clarín, La Nación y La Razón como accionistas de Papel Prensa al inicio de la dictadura, de la creación de agencias privadas de noticias como fruto del acuerdo entre diarios (DyN y NA), y de la gestión vía testaferros de emisoras de radio AM y FM en los ’80 por parte de empresas periodísticas. Pero fue la ola privatizadora post 1989 la que modificaría el sistema. La privatización fue, asimismo, transgresora: iniciar un mandato presidencial desprendiéndose de los canales de TV contradecía la experiencia de gestiones constitucionales anteriores. Fue gesto osado pero rebosante de confianza en el credo neoliberal por parte de un presidente peronista. Una figura que, además, dominaba los tiempos de la TV y nadaba como pez en el agua impúdica de la farándula vernácula.
La gestión privada de los canales renovó su programación, inaugurando un sistema de productoras en algunos casos independientes y en otros dependientes de las emisoras, que introdujeron nuevas estéticas, formatos y tecnologías a los predominantes hasta entonces. La ponderación de la TV privada desde 1990 debe considerar, además, su sincronía con el auge de señales temáticas de una TV por cable que se masificaría en el mismo período. Los beneficios de este nuevo paisaje audiovisual para el televidente podrían apreciarse mejor si no existiera una competencia descarnada, guiada por el afán hipercomercial, o si las mediciones del artificio del rating fueran auditadas públicamente.
La privatización de los canales, junto a la enajenación de ENTel iniciada en el momento, tuvieron procesos licitatorios controvertidos y acusados de favoritismo. Hoy, la información sobre la privatización de los canales –que permitiría evaluar el cumplimiento de los compromisos de la licitación y analizar los decretos de Néstor Kirchner de diciembre de 2004 y mayo de 2005, que en conjunto prorrogaron veinte años las licencias en beneficio de los privados– no es de acceso público.
Privatizar los canales y ENTel posibilitó la concentración de capitales a una escala inédita en dos polos: el audiovisual –mercado liderado por el grupo Clarín, dada su expansión en TV paga– y el de telecomunicaciones, dominado por el grupo Telefónica. No es causal que las licencias del 13 y el 11 estén explotadas por estos dos grupos, si bien en el caso del 11 el arribo de Telefónica se debió a la compra de la licencia originalmente asignada a un consorcio de Editorial Atlántida y emisoras del interior, operación que tampoco está exenta de objeciones.
Veinte años después, la evolución convergente del audiovisual y de las telecomunicaciones está protagonizada por una terca disputa entre estos grandes actores corporativos. Junto a un Gobierno ahora activo en el lanzamiento de la TV digital, los grandes grupos despliegan sus apuestas para seguir marcando el ritmo televisivo de la Argentina.
* Universidad Nacional de Quilmes - CoNICeT
Fuente: Diario PáginaI12