Por: Gustavo Noriega
Está en marcha el proyecto para cambiar la Ley de Radiodifusión. Quizás desde de los albores de la gestión Kirchner, cuando se removió a los miembros más impresentables de la Corte Suprema y se los reemplazó por gente proba y capacitada, que esta administración, considerada en continuidad con la anterior, no tiene una causa tan claramente positiva para actuar. Por qué el Gobierno tardó tanto y por qué sus pasos anteriores en la materia (renovación de las licencias por diez años y aprobación del cuasi monopolio del cable) fueron en la dirección opuesta es motivo de una discusión, no menos importante que ésta. Pero lo cierto es que es necesario cambiar la Ley: hay que participar del debate y garantizar una normativa democrática y moderna.
Uno de los motivos que se invocan para derogar la vieja Ley es que fue sancionada por la dictadura. De hecho, un artículo escrito por el presidente del Sistema Nacional de Medios Públicos, Gustavo López, publicado la semana pasada en Página/12, comienza diciendo: “¿Por qué la democracia le debe a la ciudadanía una nueva Ley de Radiodifusión? La respuesta es sencilla. No puede estar vigente una ley que lleva la firma de Videla, Harguindeguy y Martínez de Hoz” (el resto del texto es notablemente confuso). Este argumento, además de ser demagógico, presenta un inconveniente: los artículos más urgentes a ser derogados, los más distorsivos de la práctica periodística, fueron modificaciones introducidas durante el gobierno menemista, elegido dos veces por voluntad popular. Según cuenta la excelente nota de Damián Glanz publicada en este diario el 29 de abril: “Uno de los cambios más importantes que recibió aquel texto fue introducido en septiembre de 1999 mediante un decreto de necesidad y urgencia que firmó Carlos Saúl Menem. Aquel DNU elevó de cuatro a 24 el límite de licencias que una misma persona o empresa puede concentrar.” Las licencias permitidas en la ley original, promulgada por la dictadura, para una misma empresa eran cuatro. Ni el proyecto más progresista puede hoy aspirar a una normativa tan estricta.
Las modificaciones menemistas permitieron el fenómeno de los multimedios: diarios que son dueños de canales, de sistemas de cable, de revistas, de radios, etc. Obviamente, el ejemplo más evidente es el del Grupo Clarín. Un grupo que posee tal concentración mediática es capaz de instalar agenda casi a voluntad. No se trata de que esté a favor o en contra del Gobierno o del campo: todo eso es coyuntural y efímero. Tampoco de poner en duda su voluntad y buena fe periodística. Se trata, en cambio, de una frase repetida hasta haber sido vaciada de contenido: calidad institucional. Un país moderno y democrático tiene que garantizar la pluralidad de voces desde sus bases legislativas y la concentración mediática se da de bruces con este propósito. Ahora, la pregunta que queda picando es la siguiente: ¿puede el mismo gobierno que falsea las estadísticas públicas tomar alguna acción creíble en términos de calidad institucional?
Fuente: Crítica de la Argentina