Se calcula que hay más de seis mil radios que no responden a grandes grupos o empresas y que resisten los embates de una legislación perimida. En el mapa radiofónico argentino, lo alternativo genera sus propios espacios
Por: Cristian Vitale
Hace un tiempo figuraban en las mediciones como “radios no identificadas”, hoy la mayoría de los rankings ni siquiera las ponderan. Ocurre que de a una tienen, por lógico efecto de alcance, poco peso en el universo mediático. Pero en conjunto –se calcula que hay más de seis mil entre Ushuaia y La Quiaca– cosechan entre un 30 y 40 por ciento de preferencia entre los radioescuchas. Los grupos interesados en evitarlas las llaman ilegales, truchas o simplemente “no autorizadas”. Otros, en cambio, prefieren términos menos peyorativos: alternativas, populares, barriales o cooperativas. Lo cierto es que a la mayoría las une un rasgo común: el contacto cara a cara con los vecinos de su área de influencia.
“Nos vemos con la gente todos los días y nunca adoptamos posiciones neutrales, la gente sabe que estamos de su lado, abriendo el micrófono para dar cuenta de lo que les pasa”, dice a Página/12 Mario Farías, director de FM Sur, ubicada en Villa Libertador, Córdoba. Pese a que trasmite sólo con 1 kw de potencia, la radio llega al 70 por ciento de la ciudad –unas 120 mil personas– y, como tantas, tiene fluida relación con las organizaciones sociales. “Interactuamos con unas 100 organizaciones barriales. Aquí se dictan talleres y cursos de capacitación, proyectos de radios escolares, etc.”, agrega. Calles rotas, contaminación ambiental, inundaciones o simplemente la necesidad de expresión de la población –el derecho a ser o pensar diferente– son otras preocupaciones centrales de las radios cooperativas. Radio Encuentro de Viedma opera sobre esta realidad. Néstor Busso, su director, lo explica así: “La comunidad participa en la programación y la producción de la radio. Esto es central en las emisoras comunitarias. La relación con la sociedad es muy intensa”.
El ámbito cooperativo abarca también organizaciones que no son precisamente radios, pero sí generan programas para el micrófono. Entre ellas está Incupo, una productora independiente de la ciudad de Reconquista, Chaco, que produce programas –en vivo o envasados– para unas cien FM’s de Chaco, Corrientes, Formosa, Santiago del Estero y Santa Fe. “Los programas están relacionados a la cultura campesina, la producción agroecológica, el cuidado de la salud en manos de la comunidad, la lucha de los pueblos indígenas por la tierra, etc.”, manifiesta Luis Nocenti, significando una realidad apta para relacionarla con las actividades de FM Pocahullo, de San Martín de Los Andes. Roberto Arias, que integra su directorio, sostiene que están construyendo una nueva realidad con las necesidades del Pueblo Nación Mapuche. “Otro poder, diríamos que más popular”, sostiene.
Las más de 6 mil radios que operan en el país en estas condiciones soportan desde hace 24 años los efectos de la ley 22.285, que fue sancionada durante la última dictadura y sostenida en democracia por grupos concentrados o cámaras empresariales (llámese Daniel Hadad o todo lo que se parezca). En efecto, una de las razones que ellas aluden para que no se derogue la ley (ver aparte) ancla en causas ideológicas. Es habitual que, al reproducir los problemas concretos del vecindario, suelan tener inconvenientes con funcionarios o empresas con alguna responsabilidad en la problemática barrial.
“La critica nunca es bien digerida. Nosotros no asumimos posiciones ultras, pero si hay critica fuerte y bien fundada son los oyentes quienes interpelan y discuten con funcionarios. Hay algunos que se esconden, pero a la larga nos atienden, porque saben que pagan un precio bastante alto”, dice Miguel Farías. Arias va más a fondo y reconoce que las relaciones con las autoridades son muy malas. “Hemos sufrido amenazas, sabotajes y denuncias de todo tipo. Una vez –ejemplifica– descubrimos a un funcionario municipal y lo grabamos cuando planificaba quemarnos la radio. También un compañero fue amenazado de muerte por el secretario privado del intendente, Sergio Schroh.” En este sentido, las anécdotas del universo radial alternativo son numerosas. Busso cuenta que, si bien las relaciones con el municipio no siempre son inicuas, han tenido muchos problemas con los funcionarios. “El gobernador de Río Negro se enojó varias veces y salió a insultarnos por otros medios... también nos atacó la policía y ganamos juicios consiguiendo la condena de un comisario mayor.”
Otro rasgo común a todas las radios es la mirada negativa sobre monopolios y multimedios. “Nosotros producimos un hecho que quedará en nuestra historia”, ejemplifica Claudio De Luca, de Radio Aire Libre de Rosario. “Durante el litigio en Bolivia levantamos la programación para transmitir en vivo con la Red Erbol. Los compañeros de Indymedia lo subieron a internet y en las madrugadas recibíamos llamadas de distintos lugares del planeta que nos pedían no interrumpir la transmisión. Si en este país tuviéramos los beneficios de Manzano, otra sería nuestra historia, no tendríamos que pelear el lugar con más de 150 radios en el aire y nuestro trabajo tendría mayor llegada y repercusión.” Farías prefiere apelar a la historia para explicar lo mismo. “Las políticas neoliberales favorecieron la concentración económica y mediática, medios que aplaudieron el modelo económico de exclusión.” Busso agrega: “Romper los monopolios es condición para asegurar la democracia”.
El nivel de exposición y los peligros que acarrea mantener una actitud autónoma respecto del poder motivó que las radios cooperativas se nuclearan en una organización tendiente a proteger sus derechos: el Foro Argentino de Radios Comunitarias (Farco), que además de tener activa participación tendiente al dictado de una nueva Ley Nacional de Radiodifusión, es miembro de la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER) y de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias (Amarc), que define a este tipo de emprendimientos radiofónicos como “contraculturales”. “En el Foro –explica Arias– pretendemos enmarcar a todas aquellas radios que son de propiedad social, ya sean fundaciones, asociaciones, clubes o juntas vecinales que tengan tres características básicas: propiedad social, gestión democrática y participación.”
Entre los intereses que defienden las organizaciones están los económicos. De hecho, muchas de ellas desaparecen por no poder mantener la infraestructura mínima de funcionamiento. Y las que logran mantenerse, sobre todo las que sostienen una postura ideológico-social comprometida, se pierden la posibilidad de ser auspiciadas por grandes empresas u organismos de gobierno, y a menudo son sostenidas por pequeños comercios de barrio o filántropos interesados. La mayoría de ellas no vende espacios (como sí hacen otras radios que, pese a autodenominarse “cooperativas”, funcionan en realidad como empresas comerciales que venden sus espacios al mejor postor). “Acá no se le vende el espacio a nadie –afirma Arias–, los programas son de la radio y para mantenerlos vendemos la tanda comercial a cinco pesos la salida o buscamos auspicios. El teléfono y la luz, por ejemplo, lo solventamos con canjes.” “Nosotros tampoco vendemos espacios –ratifica Busso–, sólo publicidad, siempre y cuando no condicione los contenidos.” FM Sur no escapa a la generalidad. “Tenemos coproducciones para los programas deportivos, pero el 70% de la programación es propia. No vendemos espacios.” Otro canal de financiación –el auspicio– cuenta con estrategias propias de la comunicación alternativa, aunque muchas radios comerciales también la apliquen. Sur, por ejemplo, tiene un plan para pequeños anunciantes –les cobra 100 pesos por mes por 8 menciones diarias– y otro para grandes, que van desde el gobierno provincial o municipal, hasta grandes empresas. “Nuestra radio tiene presupuesto anual de 120 mil pesos, en concepto de publicidad, eventos, alquiler de sala de grabación, ejecución de proyectos sociales. Parte de ese presupuesto está destinado a los sueldos de once personas y al pago de servicios”, afirma Arias, de Pocahullo, que funciona con un transmisor de 300 watts.
La cantidad de gente que demanda una radio comunitaria standard para funcionar normalmente no supera las 30 personas, entre periodistas, productores, administradores, operadores y conductores. En Pocahullo trabajan cerca de 50 “sin sueldo fijo”. “Nos repartimos lo mucho o poco que hay para repartir”, informa Arias, redondeando el espíritu comunitario de las emisoras hasta hoy perseguidas por una ley de la dictadura.
Esa ley de la dictadura
El sistema democrático le debe hace más de 20 años a la sociedad una Ley de Radiodifusión que equilibre la balanza entre los grandes medios y los pequeños. La ley actual (22.285) fue dictada en 1980 por la dictadura y favorece claramente la concentración, las corporaciones y el monopolio. Hace un tiempo la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad del artículo 45, que impedía a las organizaciones sin fines de lucro acceder a la propiedad de los medios de comunicación y generó perspectivas auspiciosas, pero que tardan en pasar al plano de la realidad. La movida inconclusa obedece a una causa iniciada por la Asociación Mutual Carlos Mugica, que opera en la radio comunitaria “la Ranchada” (103.7), de Córdoba. “Esta situación de semilegalidad ha facilitado el crecimiento desmedido de las grandes empresas multimedia”, dice Luis Nocenti, de Incupo. La legislación actual es además incompatible con la Convención Americana de Derechos Humanos, el Tratado de Torremolinos –que afirma que el espectro radioeléctrico es patrimonio común de la humanidad– y el Pacto de San José de Costa Rica. “Estoy preocupado por la alta concentración de medios y la inacción de la clase política que en 30 años se animaron a vender todo y no tuvieron los huevos necesarios para sacar una verdadera ley de radiodifusión”, enfatiza De Luca.
Pese a la derogación del artículo 45, la ley sigue vigente y amerita la crítica de quienes eligieron la comunicación alternativa. “Es inconstitucional, inaplicable y fue modificada por decreto para facilitar la concentración en la propiedad de los medios. Nosotros la objetamos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, remata Busso.
Medios bárbaros
Por: Martín Becerra* y Guillermo Maestrini**
Cuando asumió la intervención del Comfer, en junio de 2003, Julio Bárbaro planteó un ambicioso programa político, que incluía la rápida sanción de una ley de radiodifusión de la democracia, la reducción de la concentración de la propiedad de los medios, la discusión pública de las licencias y la progresiva nacionalización de la propiedad de las emisoras. Para fines del año pasado, no sólo se mantenía vigente la ley de la dictadura, sino que la agenda había cambiado completamente. El único tema que quedó en la agenda es la propiedad argentina de los medios. Creemos importante plantear la discusión en torno de este punto, y volver a discutir los otros.
¿Fue mejor militar Pedro E. Aramburu por poseer pasaporte argentino que Líber Seregni, el fundador uruguayo del Frente Amplio? ¿Y Palito Ortega, el autodidacta tucumano, es un compositor de mayor calibre que la chilena Violeta Parra? ¿Son mejores los programas de televisión plenos de banalidades hipercomerciales y desapego moral que las emisiones que desde hace 35 años realiza el TV Cultura en San Pablo, Brasil? ¿Son preferibles las películas criollas de calibre paramilitar rodadas en la dictadura que un ciclo de Fellini? ¿Es preferible un aforismo nacional que un verso de Antonio Machado? ¿Cuál es el límite que lo “nacional” presenta en la creación cultural y en la gestión y el control de los medios de comunicación?
En ponencias y entrevistas periodísticas, Bárbaro se explaya con verborrea sobre las ventajas de contar con Raúl Moneta o Daniel Hadad como interlocutores, ya que “son de los nuestros, empresarios nacionales”. Lo demás, afirma Bárbaro, es secundario.
Sin embargo, cualquier mirada atenta a la política de medios contrasta con los categóricos barbarismos de Bárbaro. La nacionalidad de los propietarios de los medios, que suele ser protegida en casi todas las latitudes, aparece complementada por rigurosas normas que posibilitan la diversidad de voces, desalentando la concentración en pocas manos de esos medios, y la pluralidad de opiniones, contrarrestando la tendencia monocorde de los empresarios nacionales que suelen acceder a la gestión de las licencias. Cabe recordar además que en los primeros días del gobierno de Kirchner, el Congreso de la Nación sancionó una ley (llamada de Protección de las Industrias Culturales) que permitió (aunque algunos pretendan señalar que limitó) hasta un 30 por ciento de propiedad extranjera en los medios.
La Argentina es uno de los países con más alta concentración de medios y el interventor del Comfer no parece preocupado por ello, mientras los licenciatarios (a quienes se trata como dueños y no como proveedores de un servicio que es público) tengan pasaporte nacional. Tal vez uno de los socios de Moneta, otrora ministro del Interior de Menem, pueda echar algo de luz sobre cómo se consigue ese valioso documento que para Bárbaro confiere patente de corso.
La exasperación del discurso nacionalista de Bárbaro es un axioma fallido. Bárbaro se ofusca cuando se le demuestra que las prácticas de muchos empresarios nacionales fueron y son nocivas para la mayoría de los argentinos (como la estatización de la deuda privada). La inmensa mayoría de los crímenes cometidos en nuestro país (desde la Campaña del Desierto, pasando por la Semana Trágica y siguiendo por la Triple A y la última dictadura) fueron perpetrados por argentinos contra argentinos, con la bandera como insignia y con buena parte del empresariado local celebrando matanzas.
El barbarismo nacionalista omite que en las industrias culturales los flujos transfronterizos de capitales, de productos y servicios, que son cotidianos y globales, cuentan con la contribución de los “empresarios locales”. Estos no sólo no sirven como valla de contención ante los capitales globales, sino que son su mejor punto de apoyo. Los empresarios locales de medios son socios, y desean incrementar sus sociedades, de los grupos globales de medios.
Con el anacronismo nacionalista ocurre ahora lo que ha ocurrido siempre: se pretende distraer la atención sobre las consecuencias de poner al Estado al servicio absoluto de los capitales privados. ¿Qué consecuencias? El mapa argentino de medios e industrias culturales lo muestra: concentración de la propiedad, centralización de la producción en un solo polo geográfico (la zona metropolitana de Buenos Aires), ausencia de un Estado que controle y ejecute políticas de servicio público. El recurso bárbaro del nacionalismo exime al Estado de poner debido coto a la lógica hipercomercial, discriminatoria, exitista, individualista y banal que impera en los medios donde los degradados representantes de la derecha autoritaria emiten en cadena para exigir, por ejemplo, el “despido” (sic) del rector de una universidad pública.
La protección de las industrias culturales, por su doble importancia política (porque están vinculadas con las expresiones y valores de la sociedad) y económica (porque inciden crecientemente en la generación de PBI), no puede reducirse al tema del pasaporte de los licenciatarios de medios. Los límites de la capacidad estatal para intervenir en el mercado de medios se refleja cuando el Grupo Prisa (España) negocia la compra de Radio Continental. La excusa encontrada en este caso deja en ridículo la estrategia nacionalista: los que compran tienen la misma nacionalidad que los que venden (Telefónica).
Hasta que el Estado no promueva la diversidad de contenidos, hasta que no aliente la descentralización de la producción, hasta que no controle los abusos de los licenciatarios de los medios, hasta que no incorpore a entidades de la sociedad civil como potenciales concesionarias, estaremos condenados a concebir que la cultura industrializada quede en manos del mercado, sea cual fuere el pasaporte de los empresarios que acceden a las licencias.
* Universidad Nacional de Quilmes.
** UBA.
Fuente: Página/12