Hacía diez años que el hombre faltaba del pueblo y sabía que la fábrica se hallaba cerrada. Pero no le importó demasiado, porque sus intereses estaban en otra parte y ya no era peón ni capataz. Así que visitó a sus amigos y arregló sus asuntos sin pasar por la fábrica, hasta que una tarde sus pasos lo llevaron, cruzó distraído un puente, atravesó el portón y dice que el silencio lo hizo despertar. Hacía tiempo que el hombre no lloraba.
La chimenea está allí: sesenta y cinco metros de ladrillo vertical en cuya punta supo flamear, los días de festejo, la bandera inglesa. Pero ya nadie sube sus peldaños oxidados. Las víboras fluyen por el canal de humo, asoman a los derrumbes, se meten en las oficinas desiertas.
-Este mes matamos cuarenta –dice Reinaldo Silva.
Las manos y los gestos del último empleado de La Forestal, en Villa Ana, reconstruyen los tres pisos que faltan entre las paredes con espesor de muralla, los huecos que fueron ventanas, las aserrineras convertidas en fosos. Bosta de caballo cubre el piso que presumió de parqué, y un retoño de ombú crece entre la invasora maleza amarilla.
Aquí se molía el quebracho, los rollizos empujados por el gato hidráulico gemían y se desintegraban contra las cuchillas de acero; aquí pasaba la cinta transportadora por el aserrín que iba a cocimiento. Uno puede imaginar a los hombres semidesnudos, cubiertos apenas por el chiripá, sudando entre nubes de vapor junto a las baterías de difusores, las tinas y los vácum, cortando con el brazo el chorro espeso y caliente que secaría tomando la forma de las bolsas, la cortante dureza del quebracho y su color, antes de ser embarcado para curtir los cueros y las pieles de medio mundo.
Pero es inútil. Las máquinas que trituraron un bosque han desaparecido; mojarritas nadan en la pileta que alimentó las baterías y sirvió de piscina a los gerentes; las calderas duermen amontonadas como grandes elefantes muertos.
La fábrica de tanino de Villa Ana no fue la primera, ni la última, ni la más importante entre las plantas de La Forestal clausuradas en los últimos veinte años. Pero ninguna dejó un testimonio tan impresionante de la caída de un imperio. A su alrededor, el pueblo agoniza desde 1957. Sus nueve mil habitantes se redujeron a tres mil. Diez mil hacheros de la zona emigraron o cayeron en primitivas formas de subsistencia.
No quedan huellas de sus ranchos de paja, pero el pueblo Forestal, que albergó a funcionarios y empleados, subsiste con sus casas de ladrillos encalados en color crema, sus galerías de tirantes rojos, sus techos a dos aguas. Cuatro de cada diez están hoy desocupadas, y una que ocupa media manzana con jardín acaba de venderse en setenta mil pesos.
Sobre la plaza, en una esquina, la puerta del único hotel permanece inexorablemente cerrada. Nada se mueve bajo el abrasador sol de la siesta. Un potrero donde pastan los caballos fue pista de aterrizaje; la cancha de golf donde se jugaron torneos internacionales ha sido removida por el arado. “Aquí vino la reina de Inglaterra”, dice una voz que también parece ausente. Y ella misma contesta:
-Vivimos de recuerdos.
De los recuerdos más bien se muere, pero le voy a contar una cosa insignificante. No vale la pena que la anote. Yo tenía nueve años y estaba muerto de sueño, esperando que empezara el cine. Papá y mamá también, y todo el pueblo inquieto, porque era la época en que se alzaron los hacheros. Hasta que entró el gerente y se apagaron las luces. El cine empezaba cuando llegaba el gerente de La Forestal.