viernes, 3 de abril de 2015

Lilia Ferreyra: Una vida plena

Una vida plena
Por: Julián Varsavsky
El martes murió Lilia Ferreyra, editora periodística en este diario y la última compañera de Rodolfo Walsh, con quien estuvo en la primera línea durante los años de fuego y fuera coprotagonista de luchas, victorias y derrotas.
“Tuve una vida plena”, me dijo hace un tiempo, estando sentados en el living de su casa, frente a un cuadro con la foto de su gran amor, portando sombrero campesino en Cuba. Al lado estaba la foto de ella con Néstor Kirchner, saludándola en la inauguración del Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA), donde también trabajaba. En la biblioteca estaban los libros en inglés de Rodolfo, salvados del saqueo en la casa de San Vicente, y otra foto del gran periodista argentino haciendo la “entrevista más corta de su vida” a Ernest Hemingway. Lo abordó en el aeropuerto de La Habana, cuando el escritor norteamericano iba a tomar un avión, preguntándole qué pensaba de la reciente invasión a Cuba en Bahía de Cochinos. La respuesta con acento yanqui fue: “No-sotros los cubanos vamos a ganar”.
En su living, Lilia había hecho levantar el suelo con una tarima de madera junto a la ventana, para poder sentarse en su sillón mirando un fragmento del Río de la Plata desde la 9 de Julio. Esa era su posible conexión –decía– con Rodolfo: el río. Sentada allí escuchaba las Variaciones Goldberg de Bach por Glenn Gould y la trompeta de Miles Davis en Kind of Blue, con sus dos gatos anarquistas a los pies.
“En esta casa los gatos hacen lo que quieren”, decía. A tal punto que comían de su propio plato sobre la mesa a la hora de la cena (y del de los invitados). Pepito, un dictador antes que un anarquista, abría la heladera con sus garras, se servía lo que quería y hasta se daba el gusto de romper el plato contra el suelo con total impunidad, otorgada por su dueña. Eran las reglas de la casa.
En ese living me contó sobre el día en que los citaron a Rodolfo y a ella en el Hotel Nacional de La Habana y los recibió Fidel. Y sobre el vuelo en bimotor desde La Habana a Praga. Al regreso de Praga, ella propuso parar en Barcelona y visitar a García Márquez, con quien Rodolfo había fundado Prensa Latina. Pero su enigmática respuesta fue: “No, ya es muy famoso”.
De aquellos tiempos violentos le quedaba, como por instinto, la costumbre de caminar en sentido contrario al tránsito de los autos, para que nunca la sorprendieran por atrás.
Cuando le desaparecieron a Rodolfo se mantuvo estoica: la menor debilidad le habría costado la vida. No se permitió ni una lágrima en los primeros días. Le llevó tiempo contactarse con quien la sacaría del país y se quedó sola en la calle, con las bestias al acecho. Voló a Manaos y a México, donde la esperaba Nicolás Casullo. Y una vez a salvo sí, se derrumbó de rodillas, se desahogó.
Cuando condenaron a los asesinos de Rodolfo ella imaginó un diálogo con él, “imposible porque trasciende la muerte”, en el que habría querido decirle “no pudieron con vos”. Soñaba con encontrar el último cuento de Walsh –“Juan se iba por el río”– que le robaron en el allanamiento: “En algún lado tiene que estar, tiene que estar....”, repetía.
En vez de doblegarse ante la tragedia, militó toda su vida, atenta hasta su último día casi al devenir político del país, a sabiendas de que ella ya no iba a estar, siempre solidaria pero resistiéndose a que la ayudaran. –Rodolfo me dijo una vez: “Todo esto que hacemos está pensado a una escala de 30 años”. Y cuando Néstor Kirchner llegó a la Presidencia entendí aquel pensamiento estratégico, porque fue más o menos ése el tiempo que nos llevó llegar al poder para cambiar la realidad, en otro contexto, pero fue así –me contó hace poco mientras miraba el río.
Otra vez, cenando en su casa, me aclaró: “Estás comiendo en una mesita histórica: sobre este fieltro verde se escribió la famosa Carta Abierta a la Junta Militar”. Y agregó que ellos nunca habían imaginado la trascendencia que tendría después su obra ni que se la estudiaría en las universidades del mundo por décadas, o que se harían tesis y libros, conferencias y cátedras.
Durante su compleja convalecencia me dijo: “Algo que tuvimos claro en los ’70 era que no podíamos rendirnos nunca; cuando la mataron a Vicky Walsh, Rodolfo estuvo mal varios días. Pero un día se levantó y se puso a escribir como endemoniado, evitando que la tristeza lo paralizara”. Y Lilia tomaba eso de ejemplo en su circunstancia reciente. Al enfermarse se encerró a batallar por tres años sin bajar los brazos, como la mujer dura que era, rebelde y angelical. Después de dos años de aislamiento, me llamó conmovida e identificada por la enfermedad en común, el día que murió Hugo Chávez, para retomar nuestro contacto.
Lilia enfrentó con hidalguía la batalla más tremenda de su vida, la que no se gana nunca. Se fue con elegante discreción, a su estilo orgulloso, sin querer llamar la atención. Una parte importante se le había ido con Rodolfo, aunque no pudieran con ella. La lastimaron en lo más profundo y soportó ese dolor permanente el resto de su vida, desde la juventud. Pero con ella fallaron. Los militares la esperaron hasta 15 minutos antes de su llegada, ocultos en la casita sin luz de San Vicente, donde la pareja vivía disfrazada de ancianos. Y se les escapó casi delante de sus narices. Habrían querido desollarla viva, pero se quedaron con la sed y la frustración. A la larga, esa mujer delgada con voz bajita, de aspecto frágil como una ardilla pero con espíritu de leona, los hizo meter en una jaula al Tigre Acosta y a Astiz, como querellante en la causa ESMA. Desde ese día comenzó a dormir más alivianada, con otra plenitud.

Adiós, compañera
Por: Marta Dillon
Se ha muerto Lilia Ferreyra; los ojos de una testigo de nuestro tiempo se han cerrado. Sus ojos, que vieron el horror y la resistencia, que se ilusionaron en los últimos años con la recuperación de la palabra y la militancia, esos ojos ya no ven, ya no están y en ese silencio y esa oscuridad algo de nuestra historia común se repliega como si el pasado amenazara con tragarse ese presente que se grita cuando se nombra a los que se llevaron.
Era la última compañera de Rodolfo Walsh, eso dicen ahora, a la hora de escribir unas palabras urgentes, las notas que pueden rastrearse en la web, el escueto obituario que se le dedica mientras su cuerpo viaja a la Biblioteca Nacional donde fue velado entre amigas y amigos, sobrevivientes como ella a la noche más oscura de la historia argentina. Pero era más que eso, Lilia era periodista, gremialista, integrante de la Juventud de Trabajadores Peronistas, era una mujer alegre que bailaba el tango como ninguna, que lloraba por su compañero desaparecido, pero clamaba por su obra robada, sus últimos papeles, los que ella ayudó a transcribir, los que rodeaban la cama donde las mejores noches de amor y sexo se acunaron al filo del miedo y de la muerte.
Sus ojos claros se dejaban encandilar por el mar. El exilio en México, después de un breve paso por Brasil, la había devuelto a su amor por la arena y las olas en esos años en que su corazón en carne viva apenas podía escuchar el primer acorde del “Otoño Porteño”, de Piazzolla, porque ésa era la música melancólica que sonaba una y otra vez cuando la clandestinidad la mantenía a ella y al inmenso escritor y periodista que fue su compañero encerrados entre cuatro paredes prestadas. Con Walsh habían planeado una quinta con lechugas y bordeada de álamos en el Tigre; a su lado supo de la pérdida inminente mientras él fraguaba la Carta abierta a la Junta Militar, que fue su último acto.
Ella sobrevivió, era una sobreviviente, aferrada a su cigarrillo como si fuera su única compañía, refugiada en el último escritorio de la redacción, envuelta en sus pensamientos pero sin dejar nunca de intervenir en las asambleas, solidaria y dispuesta a dejarse tender la mano. Ilusionada con un proceso político que la había llevado, justamente a ella, que había perdido lo que más quería en las catacumbas de la ESMA, a soñar con un proyecto de museo, de memoria y de recuperación histórica de ese predio como representante del Estado Nacional en el Ente Tripartito que dirigió el lugar. No fue sin costo, no fue sin discusiones, aunque ella disfrutaba de haber vuelto a manejar, comprarse un auto con el que había ganado independencia para ir y venir de su oficio de periodista a su compromiso político, su compromiso como testiga, su corazón combativo. No quería ser sólo la viuda de Walsh, aunque eso sea lo primero que se anote de ella, aunque aquel amor haya sido tan refulgente que opacaba todo lo que siguió después. Aun así se animaba, iba a fiestas cruzando generaciones y volvía a sacarle viruta al piso y vale la frase anacrónica para honrar su esmerado estilo de tango que se reconvertía en cualquier otro ritmo.
Trabajó en La Opinión y en este diario, clamó por justicia en la causa ESMA, asistió a Carta Abierta, puso el cuerpo cuando en 2008 la disputa por las retenciones a la elite agropecuaria empezó a polarizar los ánimos. Después fue debilitándose, su cuerpo ya no la acompañó para nuevas aventuras, pero fue tenaz en la resistencia como lo fue en los años de sangre y fuego.
Murió Lilia Ferreyra, sus ojos testigos se han cerrado, la noche es más oscura esta semana, aunque la luna esté creciendo al principio de abril porque cada vez que una testiga muere el pasado parece un animal de fauces abiertas que nos deja, a todos y a todas, un poco más solas.

Lilíada
El martes 31 murió en Buenos Aires Lilia Ferreyra, tras una larga enfermedad. Luego del velorio en la Biblioteca Nacional fue trasladada a su Junín natal. Su amigo Horacio Verbitsky escribió en 1997 esta semblanza reveladora de la persona que Lilia era y que excedía con mucho su carácter de compañera en los últimos diez años de vida de Rodolfo J. Walsh.
Por: Horacio Verbitsky
Escritores y artistas de generaciones y escuelas que no suelen coincidir en filias, en fobias ni en lugares acompañaron a Lilia Ferreyra el 22 de mayo de 1997 a pedir a la Cámara Federal la restitución del cuerpo de Rodolfo Walsh y “de sus obras secuestradas, las que forman parte del patrimonio cultural de la sociedad por la que vivió y murió”. La compañera del escritor asesinado el 25 de marzo de 1977 y su abogada Alicia Oliveira se cruzaron en la mesa de entradas con Laura Damianovich de Cerredo, la única jueza en la historia de los tribunales argentinos destituida por haber asistido a sesiones de torturas a detenidos, a raíz de una denuncia de la propia Oliveira y de la también jueza Carmen Argibay. “Yo no estoy con ningún grupo. Vine a ver un expediente”, chilló, temerosa de ser confundida. En la puerta del edificio, Osvaldo Bayer, Luisa Valenzuela, Leónidas Lamborghini, José Pablo Feinmann, Laura Yusem, Rodrigo Fresán y Charlie Feiling ya se habían topado con las testigos dichas y desdichas en el caso Cóppola. “Lo mejor y lo peor” dijo Fanny Mandelbaum en el noticiero de canal 11. Un camarógrafo de Crónica TV preguntó a quién enfocar. “Y... al grupo. Son todos intelectuales. No los conoce nadie”, respondió el cronista. Cuando el medio centenar de acompañantes solidarios desembocó en la puerta del tribunal, los custodios preguntaron alarmados: “¿Quién es el jefe de ustedes?”. Al salir, Lilia les agradeció su presencia, mientras León Rozitchner y David Viñas se perdían en un ascensor que en vez de bajar subía.
La presentación detalló la obra de Rodolfo robada en la casa que compartía con Lilia en San Vicente:
Cuentos:
  • “Juan se iba por el río”, que comenzaba con el párrafo “Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina; y su mujer, Teresa”, donde narra la historia de ese personaje a quien caracterizó como “el argentino derrotado del siglo pasado” y al que ubica en el contexto de hechos de la historia del país, como el desembarco en el puerto de Buenos Aires de los restos del general José de San Martín. Juan y su amigo Ansina, un mulato, habían formado parte de los ejércitos del general Mitre. Ya viejo y sentado en un banquito frente al río, Juan navega por su memoria de paisano y de soldado en guerras que no eran las suyas. Rodolfo empezó a escribir la versión final en enero de 1977, alternando con la redacción de la Carta a la Junta Militar. Recuerdo que el 22 de marzo de 1977, tres días antes de su asesinato, lo ayudé a pasar en limpio el último borrador de este cuento. (Lo que no dijo es que Teresa era el nombre de encubrimiento que Rodolfo había elegido para ella).
  • “El 27”, año del nacimiento de Rodolfo, sobre la memoria de su padre y de su propia infancia en el campo.
  • “Ñancahuazú”, basado en un reportaje que Rodolfo realizó en Bolivia al mayor Rubén Sánchez, quien fue prisionero de la guerrilla del Che Guevara;
  • “El aviador y la bomba”. Cuento sin título definitivo (penúltimo borrador) sobre la historia de uno de los aviadores navales que bombardearon la Plaza de Mayo en junio de 1955. Cada texto estaba en una carpeta distinta junto con los informes y notas que había utilizado para su elaboración. En la carpeta del cuento sobre el bombardeo estaba la nota titulada “2-0-12 No Vuelve” que había publicado en los años cincuenta en la revista Leoplán, y varias páginas referidas a su hermano Carlos Walsh, quien llegó a ser comandante de la Aviación Naval y que Rodolfo recreó como personaje en ese texto porque también fue uno de los pilotos que volaron sobre la Plaza.
  • borradores de proyectos de otros textos literarios;
  •  textos de sus memorias organizadas en tres temas: su relación con la política, con la literatura y con la dimensión afectiva de su existencia que tituló “Los Caballos”;
  • carpetas con páginas de su diario personal;
  • carpeta con una selección de sus notas periodísticas, preparada para una próxima edición;
  • carpeta con borradores de una novela, que había empezado a desagregar en cuentos. “Juan se iba por el río” es el primero.
  • carpetas para trabajos de investigación;
  • carpetas con material de archivo periodístico;
  • documentos internos de la Organización Montoneros.
Entre esos escritos se encuentra una carta que Rodolfo escribió a su hija María Victoria Walsh después de haber escuchado la noticia de su muerte, que una detenida-desaparecida en la ESMA pudo sacar del campo de concentración; carta al militar que condujo el operativo para que “usted, coronel, sepa quién era la joven de 26 años que ustedes mataron”, y copias de la Carta Abierta a la Junta Militar.
Lilia también pidió que se llame a declarar a Massera, a los marinos Alfredo Astiz, Jorge Acosta y Jorge Radice, a los periodistas que colaboraron con la Armada Lapegna, Castellanos y Aronin, al subcomisario Weber; al suboficial Juan Carlos Linares y al mayor del Ejército Juan Carlos Coronel. Aunque sólo saben mentir, los marinos de la ESMA no saben mentir bien. En la causa iniciada a raíz de los recursos de hábeas corpus presentados por Lilia y por la hija de Rodolfo, Patricia Walsh, el capitán Acosta dijo que los materiales que varios prisioneros declararon haber visto en el campo de concentración habían sido recogidos por el grupo de tareas en una casaquinta que Walsh alquilaba en el Delta. Agregó que entre esos papeles “recuerdo claramente la ‘Carta a mi hija’ y documentos de la Organización Montoneros”. Le responde el escrito de Lilia: “Resulta imposible que allí estuviera la Carta a Vicki, porque ella murió en septiembre de 1976, es decir en fecha posterior al allanamiento en el Tigre”, que ocurrió en julio.
Terminado el trámite, Lilia se sentó en un bar a tomar un café y fumarles encima a su abogada, a su compinche de redacción y de exilio Luis Bruschtein, a Rogelio García Lupo, el más antiguo amigo y compañero de Rodolfo de cuantos se habían reunido, y a mí. Dijo que había cruzado la angustia de la noche anterior a la presentación releyendo los últimos cantos de La Ilíada de Homero, que devoró por primera vez en su adolescencia y a la que vuelve en momentos especiales. Siempre empieza diciendo que ella no es una oradora ni una narradora y después mantiene a cualquier audiencia en vilo con un relato de cuya atmósfera se tarda más en salir que lo que cuesta entrar. Le pregunté por qué no lo escribía para el diario y dijo que necesitaría más tiempo porque, claro, cree que tampoco es una escritora. Entonces le pedí que me lo repitiera para escribirlo yo por ella. Con el viejo tomo encuadernado en tela roja sobre la mesa, fue leyendo y comentando los cantos del poema dedicados a la recuperación del cuerpo de los muertos, al duelo y las honras fúnebres luego de la guerra librada entre aqueos y troyanos.
Aquiles, el de los pies ligeros, se había retirado del campo de batalla. Su amigo Patroclo fue muerto por Héctor, el campeón de los troyanos. El cuerpo de Patroclo es despojado de la armadura y Héctor se dispone a arrastrarlo para que los gusanos lo descompongan. Los aqueos vuelven al campo de batalla pero el objetivo de la guerra ha cambiado. Aquiles está dispuesto a recuperar el cuerpo de Patroclo para rendirle los honores fúnebres. Aquiles clava su lanza en el cuello de Héctor y mientras agoniza lo apostrofa: “Creíste, Héctor, cuando despojabas el cadáver de Patroclo que ya nada tenías que temer porque yo estaba ausente. Insensato. Quedábale un vengador más fuerte que él en las cóncavas naves. Quedábale yo, que he quebrantado tus rodillas. Los perros y las aves van a destrozarte vergonzozamente y en cambio Patroclo recibirá de los aqueos los honores fúnebres”. Con la punta de la lanza asomando por la nuca, Héctor le ruega “por tu alma, tus rodillas y por tus padres que no permitas que los perros me despedacen y me devoren”. Aquiles lo rechaza: “No me supliques, perro, y ojalá que mi furor y mi coraje me dieran valor para comerme tu carne cruda a cambio de los agravios que me has inferido”.
Aquiles conduce los dos cuerpos al campamento de los aqueos. Ata el de Héctor al carro de combate y con él da vueltas alrededor de la pira formada para las ceremonias fúnebres de Patroclo. Le hará lo que Héctor intentó hacerle a su amigo. En el último canto, Príamo, padre de Héctor, inquiere a Hermes, mensajero de los dioses, si “está aún el cuerpo de mi hijo junto a las naves o lo destrozó ya el hijo de Peleo para arrojarlo a los perros”. Hermes informa al anciano que “ni los perros ni las aves lo han devorado todavía. Doce días transcurrieron desde su muerte y el cuerpo está aún incorrupto y no le comen los gusanos que enseguida se apoderan de los cadáveres de los guerreros que perecen combatiendo”. Cada nuevo día, “Aquiles lo arrastra en torno de la tumba de Patroclo, pero aún así no se desfigura, tú mismo te verías admirado de ver cuán fresco se mantiene. Su sangre ha sido lavada, no tiene pues, mancha alguna, y cuantas heridas le infirieron están cerradas. De tal modo cuidan de tu hijo los inmortales aún después de muerto, porque les era querido”.
Hermes hace abrir todas las puertas y sorteando guardias y consignas conduce a Príamo hasta la misma tienda de Aquiles, quien entiende que los dioses lo han socorrido. “Afligidos por la pena lloraron ambos”, cada uno por sus muertos. “No me pidas que repose, cuando aún está Héctor insepulto en tu tienda. Entrégame su cadáver para que pueda yo contemplarlo”, implora Príamo. “Ah desdichado, cuán numerosos son los infortunios que en tu corazón has sufrido. Pero ¿cómo te has atrevido a venir solo hasta las naves aqueas y a soportar la presencia del hombre que dio muerte a tantos de tus valerosos hijos? De hierro es tu corazón”, le responde Aquiles, el de los pies ligeros, antes de llamar a las esclavas y ordenarles lavar y ungir el cuerpo de Héctor. Luego de envolverlo en una túnica y un manto y colocarlo en el carro pregunta a Príamo de cuántos días desea disponer para las honras fúnebres. “Durante este tiempo permaneceré inactivo y contendré al Ejército”, le promete. Príamo pide nueve días para llorarlo, el décimo para enterrarlo, el undécimo para erigir el túmulo. “Y al duodécimo volveremos a combatir si es necesario.” Aquiles asiente: “Se hará según tu deseo”.
Esta mera transcripción sólo procura que los lectores puedan compartir los sentimientos más profundos sobre la vida y la muerte que el género humano expresó en un poema hace dos mil seiscientos o tres mil años, y que Lilia nos devolvió a tres privilegiados en esa mesa de café, a metros del lugar más prosaico de la tierra más desprendida de la épica.Fuente: PáginaI12
Ver anterior: Lilia Ferreyra 1945 - 2015

Otras Señales

Quizás también le interese: