Es un referente de la crónica latinoamericana. Habla de su flamante proyecto "Anfibia", una revista digital que se propone bucear las posibilidades de una nueva narrativa
Por: Paula Bistagnino
Nacido en Chile y criado en Cipolletti desde los 4 años, Cristian Alarcón es uno de los nombres imprescindibles de la nueva narrativa latinoamericana. Sus libros "Cuando me muera quiero que me toquen cumbia" (2004) -que cuenta la vida y muerte de 'el Frente Vital', y de otros pibes chorros de una villa de la localidad bonaerense de San Fernando- y "Si me querés, quereme transa" (2010) -con el que se sumergió en el mundo del narcotráfico en otra villa, esta vez del Bajo Flores-, son best seller en el continente, recibieron premios e incluso fueron tomados por la academia norteamericana como objeto de estudio. Ahora está escribiendo su tercer libro, que lo devuelve a su Chile natal: una crónica sobre Neltume, un pueblo maderero de la cordillera que en los ’70 fue asentamiento del Movimiento de Izquierda Revolucionaria y en el que hubo una revuelta popular durante el gobierno de Salvador Allende.
Pero en estos días su foco está en Anfibia, una revista digital de crónicas que tiene al juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni nadando en sunga y antiparras en una pileta. “Una de las notas con las que salimos es un perfil de Zaffaroni como nadador. Fue un logro que accediera a nadar para nosotros y que accediera además a ser nombrado anfibio. Más allá de eso, hay un excelente texto trabajado durante seis meses que intenta desentrañar a una figura enorme de la cultura argentina y latinoamericana. Porque, por un lado, Anfibia viene a cuestionar la idea de lo periférico para los medios, de eso que es una anécdota más en cualquier nota y que nosotros hacemos central. Y por otro, fundamentalmente, es un experimento atrevido que se propone unir dos mundos que hasta hace unos años parecían irreconciliables: la narrativa periodística y la producción académica. Es algo que se viene gestando en mi cabeza en esta última década de periodismo y que toma forma concreta cuando aparece la otra pata, que es la Universidad Nacional de San Martín”, adelanta el periodista y escritor, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), creada por Gabriel García Márquez, -que también apoya este proyecto- y coordinador de su sitio cosecharoja.fnpi.org, una red de 250 cronistas judiciales y policiales de todo el continente.
Habla de dos mundos irreconciliables, ¿la academia desprecia al periodismo?
En realidad es un desprecio mutuo basado en malas experiencias. La academia siempre ha puesto al periodista en el lugar del que recaba la información, como si fuese objetiva, para luego transmitirla. No ayudó la formación teórica relativa, pobre en muchos casos, de algunos periodistas que a la hora de divulgar la producción académica han simplificado hasta la brutalidad la investigación y las ideas. Tampoco el lenguaje envejecido de los medios, que se anquilosó en una burocracia administrativa. Nosotros tomamos esto como una oportunidad. Desde hace un año estamos probando parejas anfibias: un periodista que tiene un tema, un personaje o un conflicto social que quiere investigar, con un académico que transita ese tema desde su formación o que quiere hacerse nuevas preguntas. En otros casos, las propuestas surgen desde la academia, que tiene toda una producción de temas que no llegan al público.
La revista promete “desmalezar la realidad”, ¿de qué se trata?
Hay un corrimiento de los temas de la agenda cotidiana para entrar en una búsqueda de aquello de la contemporaneidad que no está siendo dicho. Contemporáneo no como sinónimo de actual, que es lo que toma la dinámica de los medios. Lo que nosotros buscamos es detectar, sobre todo en Argentina y América Latina, esas zonas ocultas y oscuras del bosque, tapadas por la maleza de lo último, de la velocidad y de la noticia.
¿Qué otras crónicas estarán on line?
A lo largo de toda la semana se van a ir subiendo nuevos posts. Entre lo más fuerte, vamos a tener varias crónicas anfibias: "La China Invisible", de Sebastián Hacher y Ariel Wilkis; otra "Vivir para respirar", de Violeta Gorodischer y Nicolás Viotti; un perfil de Gustavo Grobocopatel, en el que están trabajando desde hace varios meses Graciela Mochovsky y Alexandre Roig, viendo quién es este millonario, cómo vive más allá de lo que sabemos de sus empresas, cómo es su relación con el dinero y cómo construye su poder. También hay una crónica muy larga de Juan Villoro sobre un viaje a Corea (Corea del Sur: Mensajes desde el día siguiente), ilustrada por un ensayo fotográfico de Martín Caparrós. Y también hay una crónica anfibia de "Venezuela el Tercer País" y otra de Brasil.
En un momento parecía que lo único oculto era lo marginal, la villa y la delincuencia. ¿Anfibia viene a cuestionar eso?
Hubo un momento de gran confusión del periodismo y se construyó la idea de que no hay nada de oculto en las clases medias y altas, que un millonario tiene intereses y gustos transparentes. Ese es un error enorme, que parte de un prejuicio. Ahí es donde pretendemos entrar.
De todas maneras, en sus años de periodismo buscó más lo marginal, ¿por qué?
Durante un largo tiempo fui eminentemente walshiano, en el sentido de buscar también la denuncia. Entonces pude hacer investigaciones sobre cosas que ahora suenan conocidas pero que en su momento no lo eran: la existencia de un escuadrón de la muerte, el vínculo entre la Policía y la delincuencia, las transformaciones sociales que había dejado el neoliberalismo en las villas, que es de dónde sale la historia de “el frente”, que termina siendo Cuando me muera... Pero en un momento, ya habiendo hecho investigaciones duras, empecé a interesarme más en el periodismo literario, en la posibilidad de escribir historias perennes, textos que pueden ser recobrados dentro de 100 ó 500 años porque siguen diciendo algo que no sólo interesa en lo actual.
En "Si me querés, quereme transa" hay, al revés, una protección de los nombres reales en pos de contar la historia.
Puede parecer un dilema, pero al entrar en estos mundos también hay una desacralización del lugar de la autoridad, del Estado y de sus instituciones, porque en el crimen complejo no hay sólo individuos que delinquen. Entonces hay una decisión muy personal ahí de qué contar, cómo contarlo y para qué contarlo. A mí no me interesaba denunciar a un tipo...
Queda claro el interés periodístico por llegar a esas zonas ocultas, tanto las de la villa como las del millonario, pero ¿cuál es el interés de ellos por aparecer y hablar?
Al principio, siempre hay una enorme dificultad y una barrera entre el sujeto y su entrevistador. Pero lo cierto es que hay algo muy universal del ser humano que es que todos necesitan que alguien los escuche. Hasta el más parco de los sujetos, el más mafioso, el más silencioso e impenetrable, tiene una necesidad de trascendencia. Como la tiene el cronista y como la tiene el escritor de ficción. Porque todos algún día nos vamos a morir. Y en el caso de mis personajes, que han sido muchos de ellos ilegales e imposibles de nombrar, les resultó atractivo formar parte de una trama en la que se ordena aquello que fue caótico y, sobre todo, saber que si no eran ellos los que lo contaban, algún otro lo iba a hacer. El ego de los otros es lo que muchas veces nos beneficia a los cronistas.
Con el panorama que le da dirigir Cosecha Roja, ¿se puede hablar de una violencia en América Latina hoy?
Se puede hablar de similitudes y de la condición transnacional de ciertos crímenes como, por ejemplo, una cierta forma de narcotráfico o la trata de personas. Pero hay que hablar de múltiples violencias, porque la violencia siempre está cruzada por las condiciones sociales, el vínculo entre las personas, y eso es local. Cómo matamos y cómo morimos es distinto en cada lugar. Pero también hay variables: la desigualdad y los índices de pobreza en los más jóvenes fundamentalmente; después la presencia y el acceso a las armas, las estrategias de los estados para controlar la violencia y los niveles de corrupción de las fuerzas de seguridad.
Usted era amigo de Miguel Bru (el estudiante de periodismo desaparecido en La Plata en 1993). ¿Qué cambió en la Argentina desde entonces respecto de la violencia institucional?
Cuando desaparecieron a Miguel, nosotros tuvimos que crear una estrategia de comunicación desde la Universidad para demostrar que la Policía bonaerense podía ser mala. Hoy, cualquier ciudadano bonaerense sabe que estamos hablando de una mafia con distintos niveles de organización. Las organizaciones de derechos humanos y los Estados, de distinta manera asumen que tenemos fuerzas de seguridad que siguen practicando el gatillo fácil y ciertas políticas, como la de la provincia de Buenos Aires con su ministro Ricardo Casal y muchas más en todo el país, siguen proponiendo meter bala. Entonces, pasaron 20 años, ahora se puede enunciar.
Foto: Cátedra Bolaño
Fuente: La Mañana de Neuquén