El consumo de series en modo maratónico acabó definitivamente con el “tiempo en blanco” que imponía el modelo tradicional. Todas las empresas ponen juego estrategias psicológicas que tienen como fin la permanencia el mayor tiempo posible de los usuarios en sus redes
Por: Emanuel Respighi
(NdE: En PáginaI12 la nota no salió firmada por decisión de la asamblea ya que sus trabajadores no cobraron la paritaria)
“No pasés tanto tiempo frente al televisor que te va a hacer mal”. Todo niño escuchó alguna vez esa advertencia –palabras más, palabras menos– saliendo de la boca de alguna madre, tía o abuela. Aquella militancia anti tele se fundaba más en razones instintivas, mitos y fantasmas epocales que en argumentos científicos. Ese aviso –que a los oídos infantiles sonaba más a reprimenda que a alarma– podría tranquilamente parafrasearse en la actualidad, ante la enorme exposición a las pantallas en la que se encuentra el ciudadano tecnologizado del siglo XXI. En plena era dorada de las series, en una época en la que el consumo maratónico marca la supremacía del Ello freudiano, la frase de antaño de los adultos responsables se resignifica, generando nuevos interrogantes. ¿Es posible que la era digital esté moldeando un nuevo “cerebro vidente”? ¿Cómo afecta el cada vez más extendido consumo maratónico a la capacidad de recepción? ¿Se consume más de lo que el cerebro puede procesar?
La posibilidad de ver series y películas de cualquier lugar del planeta a un click de distancia, sin moverse de casa, es una experiencia tan novedosa como única. La accesibilidad a un catálogo infinito de contenidos audiovisuales para todos los públicos resulta tan placentera como difícil de cuestionar. Sin embargo, la era digital parece estar imponiendo un tipo de consumo voraz que enciende las primeras luces de alarma: según un estudio de Netflix, la cantidad de usuarios que consumieron una temporada completa durante las primeras 24 horas de su lanzamiento creció más de 20 veces desde 2013 hasta el año pasado. Y nada hace pensar que esa tendencia se haya modificado en 2018. Más bien todo lo contrario: el binge-watching, que podría traducirse como exceso o atracón de mirar, resulta un ejercicio cada vez más cotidiano y popular.
Obesos de series
El perfil del espectador digital actual dista mucho del analógico del pasado. Básicamente porque la manera de acceder al contenido ha cambiado. Hasta no hace mucho, los televidentes accedían a las ficciones según lo dispusieran los programadores en la grilla televisiva. Las ficciones tenían un formato de emisión diario o semanal, por lo que por más fanatismo que provocasen siempre pasaba un tiempo prudente entre un episodio y el siguiente. El televidente analógico consumía, incluso fervorosamente, pero su potencial “adicción” estaba condicionada por los designios del programador, por un otro que imponía formatos, horarios y hasta tandas comerciales. El “tiempo muerto” acompañaba el visionado, aumentando la expectativa entre los televidentes, pero fundamentalmente permitiéndoles reflexionar sobre lo visto. Aquél televidente analógico tenía la “digestión televisiva” obligada.
Poco parece haber heredado el espectador digital del modelo conformado por décadas de televisión lineal. La posibilidad de acceder a programas de aquí y de cualquier parte del mundo en cualquier momento y a través de distintos dispositivos modificó la experiencia de ver y, por tanto, también el perfil del usuario. El consumo de series en formato maratónico, durante horas y sin interrupciones, acabó definitivamente con el “tiempo en blanco” que imponía el modelo tradicional. Cada cual se pudo trasformar en su propio y despota programador, en un sueño hecho realidad pero que en la práctica corre el riesgo de esconder un engaño: también construye su propio espectador adicto, de consumo voraz e impaciente, sin otro límite que el que impone el sueño o las obligaciones. Ese mundo anómico está configurando un nuevo sujeto vidente, atraído por mucho más que cuestiones artísticas. Hay procesos cerebrales que también intervienen en el voluminoso consumo de series actual.
“La dopamina es un neurotransmisor que el cerebro segrega cada vez que algo nos da placer, o cuando imaginamos la posibilidad de que ese placer se materialice. El cerebro segrega dopamina de antemano y activa conductas, motivación y deseo por aquello que podés consumir, sea una torta, la compra de ropa o de un capítulo de una serie. Hay una activación que te lleva a buscar la recompensa”, le explica a PáginaI12 Federico Fros Campelo, ingeniero e investigador de los procesos cerebrales, autor de El genio que llevamos dentro: innovación como nadie te enseñó. “Las series y sus nuevas maneras de consumo –detalla– están todo el tiempo proponiendo un consumo inconcluso. Ese capítulo que deja cabos sueltos con la intención de que quieras ver el siguiente están segregando dopamina y la persistencia hasta el final de la temporada de querer ver más y más. La absorción de dopamina en el cerebro funciona de la misma manera que una adicción. La diferencia es que la de las series es una adicción sin sustancia. Pero sus fundamentos son los mismos. Las llamamos adicciones conductuales, que se verifican sobre los medios digitales”.
La adicción conductual que generan plataformas como Netflix, Hulu, Amazon o HBO Go no pareciera ser obra exclusivamente de la calidad de las propuestas. Cada uno de los servicios on line tiene estudiado al detalle el perfil de cada uno de sus clientes, segmentados según sus preferencias, a partir de la monitorización de sus audiencias. Netflix, por ejemplo, ha identificado un total de 1300 comunidades de gustos entre los 130 millones de clientes dispersos en los 190 países en los que tiene presencia. Una big data que los servicios de video on line utilizan no solo para producir series a medida de cada uno de los segmentos reconocidos, sino también para personalizar y volver más eficiente la “experiencia de sentidos” que buscan diseñar cada vez que alguien usa sus plataformas. “Nada llega al intelecto que no haya pasado antes por los sentidos”, dijo Aristóteles cientos de años a.c, cuando el entretenimiento digital ni siquiera era una quimera.
“Una cosa que no debemos dejar pasar por alto es que Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, por ejemplo, estudió psicología además de programación”, afirma Natalia Zuazo, la directora de la consultora Salto y autora del libro Los dueños de Internet. “En los equipos directivos de las plataformas y las redes sociales no sólo hay desarrolladores de productos y especialistas en marketing: también hay psicólogos que estudian y trabajan sobre el efecto adictivo de los servicios que brindan. Todas las empresas ponen juego estrategias psicológicas que tienen como único fin la permanencia el mayor tiempo posible de los usuarios en sus redes”, subraya la periodista.
Pinchar la burbuja
La pregunta que parece necesaria hacerse en tiempos de plataformas encantadoras de usuarios es si se están construyendo espectadores más libres y críticos que los de antaño. O si, en realidad, están produciendo una generación de consumidores más adictos y pasivos, siendo rehenes de la tecnología. ¿Puede haber real voluntad de elección cuando, ni bien finaliza un episodio de la serie que está viendo, el usuario se topa con un reloj en cuenta regresiva que le da 10 segundos para decidir ver o no el capítulo siguiente, como sucede en Netflix? ¿O cuando YouTube carga automática e inmediatamente el próximo video relacionado al que se acaba de ver? ¿Hay mayor libertad de elección en la era digital? El tipo de consumo maratónico, ¿responde a una “necesidad” propia de seguir viendo más o es creada, guiada y estimulada por la tecnología?
“Hay múltiples tipo de consumo en la actualidad”, analiza Santiago Marino, doctor en Ciencias Sociales, magister en Comunicación y Cultura y licenciado en Ciencias de la Comunicación (FSOC-UBA). “El consumo maratónico –señala– es un elemento que hoy está más disponible pero que antes estaba programado, como los maratones de Los Simpson, que habilitaban esa posibilidad sin que el receptor decidiera en que momento lo ve. No es que el consumo ahora solo es maratónico, voraz e impaciente. Está esa forma de consumo, irreflexivo, pero también el que está segmentado y mira solo lo que le interesa y reflexiona sobre lo que ve participando en foros. Lo que sucede, por ejemplo, en torno a Game of Thrones, que tiene espacios de discusión y podcasts como los que hace Posta.fm, que se estrenan no bien termina el último episodio para discutir sobre lo visto. Hay una combinación de consumos: el voraz e impaciente, que solo consume, y el que aún siendo maratónico discute y conversa sobre aquello que consumió”.
¿Y qué pasa con aquellos que siendo rehenes del visionado maratónico no pueden ejercitarlo porque sus series favoritas siguen emitiéndose semanalmente? ¿Cómo reaccionan ante ese impedimento los millones de fanáticos de todo el mundo de Game of Thrones, Better Call Saul o The wlaking Dead? “La insatisfacción genera un exceso de dopamina, que con la acumulación se transforma en adrenalina y noradrelanina, las hormonas del stress. El exceso de deseo termina generando nerviosismo, stress y ansiedad. El que espera desespera es un dicho popular pero que tiene razón de ser en procesos cerebrales y neuroquímicos”, reconoce Fros Campelo.
La manera en la que se consumen las series en estos tiempos, y sus efectos sobre la recepción, no es el único aspecto a tener en cuenta a la hora de pensar el perfil del usuario que está moldeando el nuevo modelo audiovisual. La utilización de los algoritmos también plantea otras inquietudes, en tanto las compañías personalizan sus mensajes y las sugerencias de series o películas para ver en función del historial en el consumo de cada usuario. Esos modelos predictivos que ponen en práctica las plataformas podrían llegar a construir usuarios cada vez más fijados en sus intereses y preferencias, reafirmando sus gustos una y otra vez, atentando contra la posibilidad de conocer nuevos lenguajes, otros universos. Un modelo que, en la búsqueda de la eficiencia, produce no solo contenidos estandarizados sino también espectadores (y ciudadanos) estandarizados.
“Los algoritmos lo único que hacen es forzar a ver más de lo que nos gusta”, subraya Fros Campelo. “Netflix, por ejemplo, tiene algoritmos que recomiendan aquello que ya vimos en nuestro historial de usuarios. Lo mismo sucede en YouTube, Instagram y en el resto de las redes sociales. Lo que se recomienda es más de aquello que te gusta. Entonces, la permanente exposición a contenidos semejantes hace que desde tu procesamiento cerebral tengas la impresión de que el mundo orbita alrededor de aquél contenido que a uno le gusta, sin tener noción de que hay infinidad de otras alternativas. Esta tecnología se puede combinar con un fenómeno de nuestro procesamiento mental que se llama sesgo de disponibilidad, que le hace creer a nuestra mente que solo lo que vemos es lo que está disponible en el mundo”, explica el autor de Mapas emocionales.
El riesgo algorítmico de darle al usuario lo que el usuario quiere, todo el tiempo, es el de moldear usuarios predecibles, a los que se les da más de lo mismo. “La periodista y psicóloga social Aleks Krotoski, autora de la revolución virtual, me dijo alguna vez que los algoritmos produce un efecto anti sedentipia, que es el efecto de encontrar cosas inesperadas. Ese efecto anti eureka, de limitar la posibilidad de descubrir cosas nuevas, es la consecuencia del condicionamiento algorítmico. Las redes sociales crean burbujas sociales, en el mejor de los casos, e individuales, en el peor. Las recomendaciones mainstream basadas en lo que todos están viendo y en nuestro propio historial atenta con la posibilidad de encontrar cosas nuevas. El usuario digital debe ser consciente de ese efecto y no encerrarse en la burbuja. ¿Cómo se hace? No mirando solamente una plataforma, leyendo recomendaciones por fuera del mundo digital. No porque Netflix no sea interesante, sino porque Netflix no es el mundo. Por suerte”, analiza Zuazo.
La lucha del espectador digital, entonces, es la de intentar no ser atrapado por esa peligrosa burbuja algorítmica, que los quiere predecibles y homogéneos. Este visionado, basado en las huellas digitales que cada usuario deja cada vez que consume un contenido, también termina condicionando la producción audiovisual. La “intuición” de antaño a la hora de producir contenido es reemplazada por las estadísticas ultradesagregadas de los usuarios. ¿Y la creatividad? “Si el consumo masivo en servicios audiovisuales online que se instala –analiza Marino– es el que descansa en lo que nos recomienda el algoritmo, lo que va a suceder es que será cada vez más difícil para las novedades y productos emergentes instalarse y alcanzar un nivel de visibilidad significativo. Al menos hasta tanto sean comprados por la empresa que controla el algoritmo y nos lo recomiende. No sé si va a afectar la creatividad pero sí la posibilidad de que creaciones nuevas lleguen a audiencias masivas.”
Encontrar la fórmula infalible, minimizar al máximo el “fracaso”, es una búsqueda con la que todos los productores del mainstream sueñan. En la era digital, esa obsesión encuentra más y mejores herramientas, a partir de conocer las conductas previas de cada consumidor, pero también del neuromarketing. “Las grandes empresas –ejemplifica Fros Campelo– hacen estudios de neurociencia real aplicadas al marketing y al desarrollo de producto para que esté lo más verificado científicamente posible que el producto guste. Por ejemplo, con electroencefalografía miden la actividad cerebral, las ondas electromagnéticas del cerebro, en el que verifican la activación de excitación que genera lo que vemos. Es posible exponer al público a dos finales posibles de una serie y, a través de estos métodos, elegir a aquél que más excitación haya provocado. Esto se hace, incluso, con publicidades para el Superbowl o en los Mundiales de fútbol, que son eventos masivos en los que se estrenan anuncios con mucho impacto”.
Entre la adicción que alimenta el consumo maratónico, el modelo prefabricado que impone la aplicación de los algoritmos y la neurociencia aplicada al marketing, el espectador digital se enfrenta al desafío de que el Homo Videns no se fagocite al Homo Sapiens.
Fuente: Diario PáginaI12