Publicaciones y videos en Facebook criticando conductas de la empresa y sus representantes, expresiones en la prensa referidas a la falta de seguridad en las instalaciones de la empleadora y sobre el mal estado de los productos comercializados a los consumidores, publicación de opiniones políticas y expresiones en defensa de derechos de las mujeres en Instagram, videos bailando y con bromas en la red social Tiktok; todas estas conductas tuvieron idéntico desenlace para las y los trabajadores que las realizaron: su despido.
¿Cómo es posible que la expresión de ideas, opiniones o críticas fuera del lugar de trabajo queden peligrosamente sometidas a la discrecionalidad empresarial?
La idea de que el trabajador tiene un deber de no criticar o al menos de no hacerlo en forma irónica o agresiva a la empresa, la buena fe o la anticuada lealtad ciega del trabajador hacia su empleador, han calado en forma tan profunda en nuestra idiosincrasia que se ha expandido la creencia de que el trabajador tiene un deber especial de cuidado con los intereses de la empresa y, por tanto, debe abstenerse de cualquier discurso o manifestación que no se acomode a estos.
Pero esta idea resulta cuestionable –principalmente– por dos motivos: por un lado, por el alcance del derecho a la libertad de expresión del trabajador y su proyección al interior de la relación de trabajo; y, por otro, porque no existe ningún derecho del empleador que tenga como contenido algo así como una inmunidad al discurso crítico o a opiniones de sus trabajadores.
Partamos por el primero. La libertad de expresión es un derecho ampliamente reconocido en la normativa del derecho internacional e interna (especialmente en nuestra Constitución), y esto se debe a que hay pocos derechos tan importantes como este: “No es un derecho más, sino, en todo caso, uno de los primeros y más importantes fundamentos de toda la estructura democrática”,(1) lo que implica dos cosas: un sentido amplio de la libre expresión y una protección especial.
Así, el alcance de este derecho no sólo incluye cuestiones obvias como opiniones o declaraciones verbales, también abarca la ejecución de actos o conductas que sirvan para la expresión de ideas, tales como bailes, representaciones o expresiones gestuales o artísticas, e incluso la protesta. De hecho, salvo especiales formas de discursos, toda expresión queda dentro del ámbito protegido de este derecho fundamental, incluso, como ha declarado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aquellas que resulten “ingratas” (Caso Ríos y otros vs. Venezuela, sentencia del 28 de enero de 2009).
Podría decirse, entonces, que los trabajadores están en todo su derecho de exteriorizar –por el medio que crean conveniente– sus ideas, creencias y pensamientos, aunque estos pudieran molestar, inquietar o disgustar a quien se dirigen, sin ser sancionados por eso, pues así lo requieren el pluralismo y la tolerancia, sin los cuales no existe sociedad democrática. En este preciso sentido, también la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que a través de la libertad de expresión “no sólo se protege la emisión de expresiones inofensivas o bien recibidas por la opinión pública, sino también la de aquellas que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios públicos o a un sector cualquiera de la población” (Caso Kimel vs. Argentina, sentencia del 2 de mayo de 2008).
Este derecho, entonces, goza de una suerte de plus de protección en relación con el resto de los derechos fundamentales, al ser una pieza clave para el funcionamiento de la democracia, ya que es indispensable para la consolidación y desarrollo de una sociedad la formación de la opinión, el libre debate de ideas, pensamientos y la divulgación de información. Esto deberá ser tenido muy en cuenta en caso de conflicto con cualquier otro derecho, pues su restricción podría dañar la esencia misma del sistema democrático.
Las restricciones a la libertad de expresión del trabajador por parte de la empresa –que adopten la forma de despido u otra conducta empresarial– deben considerarse en principio ilícitas y lesivas del derecho fundamental.
Este aspecto es bien relevante para un contexto como la empresa, ya que la situación de sujeción en la que se encuentra el trabajador como resultado de someterse a un poder organizacional ajeno hace especialmente necesaria la tutela del discurso crítico y conflictivo como forma de superar esta situación. Y dicha tutela puede manifestarse en dos momentos distintos: en forma previa, prohibiéndose al empleador la censura o cualquier conducta que limite o dificulte el ejercicio de la libertad de expresión (por ejemplo, estableciéndose en el contrato de trabajo la prohibición para el trabajador de usar sus redes sociales para realizar críticas a la empresa); o, luego de realizada la expresión, prohibiéndose al empleador cualquier represalia que adopte como consecuencia del ejercicio de la libertad de expresión por parte del trabajador (por ejemplo, llamados de atención, sanciones o el despido).
La comunidad internacional se ha manifestado en este preciso sentido señalando que “la libertad de expresión requiere que nadie sea arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso Lagos del Campo vs, Perú, sentencia del 31 de agosto de 2017).
Llegados a este punto, alguien podría decirnos (con algo de razón) que el planteo hasta el momento ignora los derechos de los empleadores, ya que puede ocurrir que estos se vean afectados por las expresiones del trabajador. Y si bien es cierto, no siempre hay afectación.
Veamos, entonces, el segundo motivo. Las restricciones a la libertad de expresión del trabajador por parte de la empresa –que adopten la forma de despido u otra conducta empresarial– deben considerarse en principio ilícitas y lesivas del derecho fundamental, salvo que exista una justificación de peso extremo y prioritaria para la salvaguarda de otro interés constitucional en juego. Es decir que primaría la posición de la empresa solamente en casos de una intensa afectación a la propiedad (daño de gravedad a la imagen de la empresa o la divulgación de secretos comerciales), la honra (daño al honor del empresario), etcétera.
Así, quedan descartados todos los intentos por sostener una inmunidad del empleador ante los discursos críticos o hirientes a partir del uso de categorías infraconstitucionales, y por lo tanto, sin la fuerza necesaria para limitar la libertad de expresión de rango constitucional. En este sentido, ni el deber de buena fe, ni menos las obligaciones o deberes éticos que nacen del contrato de trabajo, tienen la jerarquía jurídica suficiente para convertirse en el fundamento de una restricción a la libertad de expresión del trabajador en términos de impedir el discurso crítico contra la empresa.
Los problemas a propósito del ejercicio de la libertad de expresión son de larga data; no obstante, su relevancia ha sido desde siempre ponderada. De hecho, su historia resulta entrecruzada con el liberalismo, y todo lo expresado recupera en cierta medida las ideas de John Suart Mill, seguidor de esta doctrina, quien sostenía que nunca es bueno suprimir una opinión, y ello porque “si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.(2) Sería recomendable que nuestros liberales locales volvieran a su lectura, para que no olviden que su defensa de las restricciones a la libertad de expresión se ubica en el lugar más pobre y cuestionable de las aplicaciones del liberalismo.
*Andrea Rodríguez Yaben es abogada especialista en derecho del trabajo
1.- Gargarella, Roberto (2007). El derecho a la protesta: el primer derecho. Buenos Aires, Ad-Hoc, página 26.
2.- Mill, John Stuart (2017). Sobre la libertad. Madrid, Alianza editorial, página 91.
2.- Mill, John Stuart (2017). Sobre la libertad. Madrid, Alianza editorial, página 91.
Fuente: La Diaria