martes, 5 de noviembre de 2024

Martín Caparrós: la enfermedad es un piloto kamikaze

"Te cuentan que, al morirte, tu vida desfila ante tus ojos concentrada en segundos. Yo, siempre lento, me he tomado unos meses. Espero que eso me dé derecho, en ese trance, a un espectáculo más interesante. Y así tendría, pese a todo, algo que esperar". En su autobiografía, "Antes que nada" (Random House, octubre de 2024), el escritor Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) desvela que padece ELA, enfermedad que afecta a las neuronas motoras del cerebro y de la médula espinal, y narra las consecuencias de un diagnóstico que recibió hace dos años y medio en un bellísimo y conmovedor capítulo que se reproduce íntegro bajo estas líneas. No obstante, las memorias del autor de obras como "El Hambre" o "Ñamérica" -entre otros títulos mayores- son mucho más que un diagnóstico: "Antes que nada" es el testimonio de uno de los grandes escritores de su generación, maestro del periodismo, de la novela y del ensayo; es un magnífico artefacto literario donde cada palabra cuenta, donde el cómo importa tanto como el qué. Porque en "Antes que nada", Caparrós narra su vida a lo largo de casi 700 páginas: de sus militancias y exilios a sus amores y derrotas, todo Caparrós está en esta fascinante crónica de una vida superlativa.
Por: Martín Caparrós
Martín Caparrós en su casa en la sierra de Madrid, en una imagen del año 2024

Hay veces, todavía, en que puedo rizarme las puntas del bigote; sé que no va a durar. 
Entonces, quizás, empezaré a ser otro. 

Sí, es una vida rara, intervenida. Pero quizá leída –escrita, quizá– parezca más dramática de lo que es en verdad. Son días largos, monótonos pero agradables, horas y horas frente a la pantalla y la ventana, las flores, las urracas, los recuerdos y algún hallazgo leve. Sí, no puedo levantarme; no, no vivo desarmado. Hago lo que puedo y por ahora no es poco. Miro los pajaritos, miro a Tita, tomo mate, como mi chocolate, hablo, escribo. No es dramático; es raro. 

Salvo cuando me acuerdo. 

La idea súbita de que no me quedan muchas chances y todavía no sé muy bien quién soy, cómo soy, qué hice y qué no hice. Tengo tantas ideas pretendidamente claras o establecidas sobre tantas cosas y sobre esta no: voy a morirme sin saber quién fui. No que sirviera para mucho, pero no puedo negar que me molesta –siempre fui, eso sí sé, curioso y caprichoso. 

Hace unos meses que trato de no verme en los espejos. 
(No por nada, pero ¿para qué?) 

Ya me cuesta lavarme la cara o llevarme a la boca la comida, subir a la cama es un deporte olímpico, darme media vuelta en ella un buen recuerdo, pero sigo pudiendo escribir. Pareciera que los últimos movimientos que la puta enfermedad me va a quitar son estos: como si, disfrazada de generosidad, quisiera asegurarse de que voy a contarla hasta que esté por acabarse 
y acabarme: la enfermedad es un piloto kamikaze.

(Una venganza muy menor: la muy hija de puta terminará conmigo. Sí, se termina conmigo.) 

Y esa extrañeza total, la humillación: que sean otros los que manejen mi cuerpo, que precise pedirlo casi todo, que lo más íntimo se me haya vuelto ajeno.

Íntimo es un concepto que se va 
deshaciendo, 
otro músculo que pierdo y se me pierde. 

Ya casi nada, pero todavía podemos coger de tanto en tanto. La enfermedad es rara: te va comiendo poco a poco pero no se come esa energía que uno nunca está seguro de tener. Se diría que la muy turra juega conmigo, se divierte. 

Estoy seguro de que a veces se divierte. 

Ahora ya tiene identidad. Los muchachos la llaman "esclerosis lateral amiotrófica": el nombre es de terror pero después te aclaran que la etiqueta cubre muchos males variados, que no se puede saber cómo va a ser en cada quien, cómo en mi cuerpo.

Y el nombre pertenece, además, a esa clase nueva de denominaciones recién venidas, casi oportunistas. Son tanto más nobles esas enfermedades con su nombre propio –la malaria, la gripe, el cáncer, las paperas– que estos inventos nuevos que acumulan palabras para decir lo que no saben. 

La función más regular de las palabras: 
decir lo que no saben. 

Placer perverso, la pequeña ventaja: en cualquier discusión boba –con funcionarios, policías, esas cosas– alcanza con deslizar en algún pliegue de la conversación que tengo ELA y dejan de contradecirme y se abatatan y conceden. El empoderamiento de la víctima, tan reforzado por el espanto de la enfermedad: tengo un poder, sí, el de hacer evidente que no tengo ninguno, que estoy hecho mierda, que voy a morirme pronto y mal. A veces lo disfruto o, por lo menos, lo utilizo.

Y se puede pensar que lo ¿mejor? de tenerla es que ya no tenés miedo de tenerla. El miedo a algo produce las mayores zozobras: uno debe imaginarse cómo sería ese algo, anticipar sus sufrimientos, aterrarse sin límites. En cambio cuando ese algo te sucede es solo lo que hay: ya no el terror ilimitado sino un conjunto de sufrimientos precisos y concretos. 
No sé si es cierto, quizá me lo parece. Pero, si lo fuera, se podría decir que los miedos siempre son peores que lo temido, porque al vivir lo temido lo limitás –mientras que, al temerlo, lo ampliás incesante. Lo cual se podría decir de casi todo salvo, por razones obvias, de la muerte, donde no vivís nada. 

La función más regular de las palabras:
hablar a medias, siempre 
a medias. 

Temía morir por mis pulmones: géminis, hermes, mercurio, el cigarrillo, todo apuntaba en esa dirección. Y será cierto, solo que será por una enfermedad tan prepotente, tan taimada, que se toma el trabajo de ir parando poco a poco cada músculo, todos mis músculos hasta que llegue, por fin, a los que me hacen respirar. 

A los que me hacen aspirar, 
expirar, pirarme de una vez 
por todas. 

Nos mudamos a una casa nueva –a 50 metros de la casa vieja–, donde las escaleras no son esa barrera insalvable que últimamente eran. Nos instalamos: la casa es agradable, el paisaje magnífico. Mi escritorio se abre a los árboles, flores, cielo, siempre las urracas. Y sin embargo, todo el tiempo, el final que me ataca: ¿cuánto tiempo más podré sentarme aquí? ¿Un año? ¿Dos? ¿Alguno más? 
Es extraño instalarse con un plazo tan cierto. 

Creo –de verdad creo– que esta será mi última casa. 

(Guardo papeles en cajas de cartón sabiendo que no las voy a abrir. Pienso si alguien lo hará. Pienso qué pensará. Pienso que no me importa. Pero sí.)

Lo más extraño es que, hasta que uno se muere, está bastante vivo. 
(Lo suficiente, al menos, como para morirse.) 

Sí, lo más perverso, lo más cruel de morirse es que para hacerlo hay que estar vivo. Y qué cruel que para estar muerto haya que morirse.
Pero qué bien pensado que para internarse en ese lugar tan tenebroso que es la muerte uno ya tenga que estar muerto. 

A veces pienso que setenta años no está mal: son tres más, son la famosa generación del ’27, la Septuaginta, los setentas, todas esas cosas. Y, además, con setenta ya me puedo dar por viejo.

Y me pregunto si ahora debería hacer algún balance, tratar de decidir qué fue mi vida, qué me importó de ella, qué conseguí y qué no. Lo intento: por un oscuro respeto de los ritos finales llevo un tiempo intentándolo, y no llego a conclusiones claras. Me gusta haber querido, haber sido querido, haber hecho la mitad de un hijo, haber viajado, haber escrito. Me gusta haber tratado de mirar el mundo, no haberme encerrado en cualquiera de las innumerables celdas suaves, acolchadas que estos tiempos ofrecen. Me gusta haber tratado de entender cosas que no entendí, e incluso dos o tres que sí –o que creí que sí. Me gusta esta sensación de haber hecho bastante con mi vida, aunque sé que podría haber hecho tanto más. 

Por eso, a veces, me decepciona haber sido un escritor y me duele, sobre todo, la sensación de arar en un pantano. La pretensión insostenible inconfesable de que todo podría ser mejor si más gente escuchara y asumiera lo que algunos decimos, esa sorpresa bochornosa de que sean tan tarados como para armarse tantas vidas sin gracia, ambiciones menores, ideas repetidas, desinterés por cualquier cosa que no sea ellos mismos, que sean tan tarados. O que sus ambiciones sean tan pobres. Y, una vez más, la duda de si es una época particular, la que la suerte o mala suerte nos tiró a la cabeza, o realmente los hombres somos esto. No creo en las ontologías pero sí creo en lo que veo, en lo que aprendo. El pronóstico no parece bueno, y sin embargo mi esperanza –que ya se va volviendo ajena. 

Los balances son mitos 
que alguien construye 
para creer que ha sido siempre 
uno.

Han sido meses duros. Se murieron personas que quise, que quería: Jorge Dorio, Marcelo Cohen, el Polaco Chejfec, Luis Chitarroni y Blas de Santos, el ex marido de mi madre, el abuelo de mi hijo. Hombres, parece: siempre hombres, demasiadas muertes. Esas muertes solían darme mucha culpa: ellos muertos y yo sigo vivo. Ahora, por razones obvias, no. Es más: me da, con ellos, como una rara solidaridad. Yo sé de qué se trata –aunque no sepa tres carajos. Y ellos, que sí saben, ya no saben. 

La extraña promesa de al fin no saber nada. 
El alivio de terminar por no saber. 

Mientras, creo que solo hay una cosa peor que escribir fallecer: fallecer. Y yo no pienso hacerlo. Por ustedes, por mí: cuando me muera digan por favor que me morí. 

No quiero, no sabría, no debo fallecer. 

Y entonces pienso que tengo dos maneras de pensar mi muerte: como esta larga historia que lleva tanto tiempo matándome de a poco, sacándome de a poco todo lo que tenía, o como unos minutos que no merecen que los piense tanto. 
Ojalá pudiera convencerme. 

Cuando de golpe se me cruzó una forma de decirlo que me sonó más atractiva o, por lo menos, más interesante: no "me voy a morir pronto" sino "me voy a tener que morir pronto". 
Vale la pena encontrar las diferencias. 

Aunque lo malo de saber que te vas a morir pronto es que te apena. 
Y te provoca incluso dudas bobas. 

Digamos, por ejemplo: ¿de quién son estas historias que he contado? ¿Quién es –quién era– ese muchacho que, se dice, andaba por París o Sudán, por San Telmo o Segovia, por Mongolia? ¿Qué relación puedo tener ahora con él? ¿Cómo seguir simulando que soy yo?

Esas historias, parece, son las mías. Pero su protagonista no soy yo. Su protagonista, creo, es un pariente lejano que se murió hace mucho. Qué cosa rara es la familia. Pronto lo voy a acompañar.

(Y mientras tanto juego con la idea de que, entre todas estas historias, estas escenas, estas sensaciones, debo incluir alguna falsa. Una sola: lo suficiente como para plantar la duda, para que un lector –sigo pensando, piense lo que piense, en un lector– pueda dudar de todo, deba dudar de todo, porque nunca sabrá cuál es la falsa: la ley del 28 de diciembre. No decido si hacerlo o no hacerlo: yo también dudo de todo o casi todo. Quizá sí. 
O no, quién sabe: venganzas de la duda.) 

Pero es cierto que cuando todo se derrumba –cuando ya ni intento caminar, cuando no puedo hacer casi nada de lo que solía– escribir es el penúltimo refugio: aquí todavía puedo, aquí todavía soy, de algún modo, el que era; aquí todavía consigo, algunas frases, quererme o aliviarme o admirarme –con perdón. 

(Aquí, a veces, sentado en mi escritorio, tecleando todavía, concentrado, me olvido de que ya. Me creo, por un rato, que sigo siendo el mismo 
yo mismo. 
Nada nunca lo es.).

Me quedan en el tintero –¿en el tintero?– varios libros: además de la Enciclopedia del adiós hay uno que me importa mucho y se llama BUE o Azar acecha, quizá mi mejor novela después de La historia, un estallido de trozos y trocitos para armar Buenos Aires; uno, cortito y repugnante, que se llama El odio, el inodoro y trata del general Videla, su bruta vida y su mierdosa muerte; uno, vulgar, que se llama Recursos Humanos y es una compilación comentada de tantas entrevistas: Fuentes, Cortázar, Bioy, Rulfo, Vargas, Kapuscinski, María Elena Walsh, pero también ciertos ladrones, un condenado a muerte, un almirante fusilador y muchos otros; uno, extraño y casi aireano por lo malo, que se llama Lapapada y se dedica a recorrer la mía y sus estribaciones; uno, tan deseado y cantado y dibujado, la Vida de José Hernández contada por su personaje Martín Fierro en versos gauchescos, ilustrados por mi amigo Rep; uno, metódico, que se llama Las palabras de la tribu y recopila ese intento de escuchar realmente cómo hablamos –leer cómo escribimos– que he publicado en el diario El País durante años; ese que se llama Los abuelos y edité yo mismo para regalar a mis amigos cuando cumplí sesenta años –y alguno más, seguramente. Me resulta tan raro pensar en esos libros que, si acaso, se publicarán –o no se publicarán– cuando yo ya no pueda verlos: ¿cómo será un libro mío que yo ignore? 

Un libro mío que solo verán otros. 

Mientras tanto, me cambié de hospital: ya no me atiende un médico notario resignado sino un equipo de varios y varias enfermeras y otro personal, y están llenos de iniciativas y sonrisas. En todo caso se empeñan en conocer a sus pacientes, nombres historias, preocupaciones –y mostrarles que se ocupan de ellos. En estas enfermedades sin esperanzas de curarse, lo que uno quiere, creo, es calor y sonrisas. 

Al menos las sonrisas. 

A veces me alegra pensar lo relativamente calmo que he llegado hasta aquí. A veces, esas misma veces, me aterra pensar que ya llegué hasta aquí: no queda mucho. 
Y me sorprende que, desahuciado como estoy, no esté más deprimido, más aterrado, más descorazonado. A veces temo no haberme dado cuenta todavía –y lo que pueda pasar cuando suceda. 
Pero por ahora me lo tomo con una suavidad que no me convence. Sospecho que en algún momento voy a desesperarme, casi espero ese momento de desesperación –como algo que será más verdadero, más real que esta ¿resignación? 
Esto que se podría confundir con entereza. 

Aunque a veces creo que no me lo creo. A veces, muchas veces: que si me lo creyera no podría soportarlo. 

Si lo creyera, no 
podría soportarlo.

Últimamente cada vez que tengo que hacer algo difícil –un movimiento oblicuo, un esfuerzo para el que no me dan las fuerzas– cierro fuerte los ojos. Después cuando los abro veo cuánto más amplio, más claro, más sugerente resulta todo con los ojos abiertos. Ojalá los tenga así cuando me toque.

"Para entrar en la muerte 
con los ojos abiertos", 
dice el poema que todos escribimos. 

Aunque a veces estoy digamos en el inodoro y pienso bueno entonces cuando me levante tengo que lavarme las manos y después ir hasta la cocina, y quizás recién entonces me doy cuenta de que me estoy pensando como ya no soy. 
Me pasa demasiado. 

Pero, al mismo tiempo, esta rara sensación muy tenue, siempre presente, casi imperceptible, de que yo soy este. Nunca podría ser otro, no soy uno que podría haber vivido veinte años más y solo va a vivir tres o cuatro; soy uno que va a vivir tres o cuatro años más, y eso es lo que hay –y lo que soy. 

O, peor: uno que no camina porque no habría ninguna posibilidad de que sí, porque así era. Lo más patético que puedo pensar, lo más estúpido: que el mundo me quedó debiendo veinte años, y todo lo que podría haber hecho en ellos. Intento desecharlo. 
(Como si al mundo le importara algo.) 

Recién ahora empiezo a entender –trato de convencerme– que es tan raro que lo que se lamente sea la muerte y no la vida. Digo: quien vivió vivió, y todo se termina y es así. El problema es quien se muere sin haber vivido, y son tantos, tantos, 
tantos. 

Y, de mientras, la idea de que vivir se me irá volviendo un esfuerzo intolerable. O quizá ni siquiera intolerable, pero más doloroso que no hacerlo.
Y cierta urgencia, incluso, en estas páginas: poder terminarlas antes de no poder.

Te cuentan que, al morirte, tu vida desfila ante tus ojos concentrada en segundos. Yo, siempre lento, me he tomado unos meses. Espero que eso me dé derecho, en ese trance, a un espectáculo más interesante. 
Y así tendría, pese a todo, algo que esperar.

Es extraño el tiempo sin futuro, tan 
vacío. 
Para qué hacer las cosas que uno hace. 

(Lo decía: ahora aprender algo interesante –una de las cosas que siempre me dieron más placer– suele teñirse de melancolía: lástima que lo sabré tan poco tiempo.) 

¿Para qué hacer las cosas que uno hace? 
¿Solo porque después será imposible?

Y lo brutal de esta certeza de que no hay mejora: que todo va a ser siempre un poco peor, hasta que ya sea nada. Lo brutal es dejar atrás miles de años de cultura que, por tan diversos métodos y medios, siempre trataron de convencerse de que hay algo mejor, allí adelante, de que el futuro, el dios, la cura, algo. 
Acá no hay nada –más que el deterioro. 
Saber que todo es cuesta abajo, que no tengo siquiera la esperanza de conseguir una esperanza. Saber que no puedo hacer nada, intentar nada, ni siquiera engañarme pensando que algo puede mejorar. Saber que cada uno de estos días de mierda es el mejor del resto de mi vida, la concha de su madre. 

O, dicho de otra manera: todo esto parece un poco innecesario. Con lo bien que se vive con un buen infarto de miocardio –diez minutos y ya. 

Mientras, voy perdiendo mi penúltimo espacio: en cada vez más sueños soy el de ahora, el que no puede. 

Creo que nunca en mi vida aprendí algo tan útil: cuando tenía veinte años tuve que aprender a tipear con todos los dedos para poder usar las IBM de aquel taller parisino. Tipear con todos los dedos es olvidarse de los dedos, dejar que el cuerpo funcione por su lado –y confiar en él. Desde entonces, escribir fue pensar palabras que mis dedos iban reproduciendo sobre el papel, primero, y la pantalla, después, sin el menor esfuerzo: como sin mediaciones. Digo: escribir era pensar y verlo en la pantalla. 
Pero ya no: mis dedos están dejando de hacer lo que les digo. No sé si podré escribir de otra manera, no sé si –por un lapso más o menos breve– podré hacerlo dictando; sé que, hasta ahora, nada me acercó tanto a la muerte. 

Sé –imagino– que cuando se ponga insoportable lo puedo terminar. No me entusiasma mucho lo que viene después, pero supongo que no hay más salidas. 
Y entonces sí, por fin, democrático al fin, voy a estar con la inmensa mayoría. 

Aunque nunca seré el que quise, el que esperaba. 
Soy, si acaso, este que cuenta esto. 

Pero a menudo me pregunto dónde está todo esto que cuento en estas páginas. No está sin duda en estas páginas ni en ninguna otra parte: no está, y sin embargo.
Foto: Lisbeth Salas
Fuente: Lengua