El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, cuando fue puesto en libertad en noviembre de 2019
Por: Irene López Alonso
Clausewitz, que dijo aquello de que la política es la continuación de la guerra por otros medios, se sorprendería probablemente al ver el giro que en los últimos años ha dado el panorama internacional: el lawfare, un fenómeno en expansión a nivel mundial, desafía las democracias de la actualidad convirtiéndose, podría decirse, en la continuación de la política por otros medios. Medios judiciales.
Solo con este juego de frases puede advertirse una grave paradoja: si la política debiera evitar la guerra y conseguir la resolución de los conflictos de manera pacífica, el derecho también. El derecho es, como dice el jurista argentino Eduardo Barcesat, “la vía menos dolorosa para todo cambio social”. Para resolver los conflictos sociales sin guerras ni revoluciones, sin derramamiento de sangre. Pero el lawfare ha convertido al derecho en todo lo contrario: un arma de guerra, un instrumento para perseguir, represaliar y derribar al adversario político.
Ahí radica la perversidad del fenómeno: cuando se utiliza la vía judicial para encarcelar a una candidata, para inhabilitar a un ex jefe de Estado o para criminalizar a un presidente en ejercicio, se está violando el derecho en nombre del mismo derecho.
“Víctimas que no han tenido un solo día en corte, abuso de la prisión preventiva, presunción de culpabilidad en vez de inocencia, violaciones al derecho de defensa o al derecho a la privacidad de las comunicaciones entre abogados y clientes… son algunas de las deficiencias que observamos en los sistemas judiciales de la actualidad”, explica Renata Ávila, abogada de Julian Assange. Mecanismos con los que el poder judicial está, en definitiva, interviniendo en política. Y hay que recordar que el judicial es, precisamente, el único poder que no se presenta a las elecciones.
Un poder “de carácter conservador, aristocrático, patricio”, en palabras del jurista Gabriel Chamorro, “que no está sujeto a votación y que constituye el último reducto que la burguesía se guardó para sí misma”. Un dominio reservado en casi todos los sistemas políticos de la actualidad.
Por ello es tan peligrosa la judicialización de la política: los nuevos “golpes de toga” tumban ilegítimamente lo que deciden las urnas.
Este escenario, el de la violencia simbólica ejercida por el lawfare, el de los procesos sin hábeas corpus y con pruebas falsas, el de los sumarios inventados y amplificados por la prensa, el de la corrupción de la norma jurídica y la instrumentalización del derecho, es el que ha hecho necesaria la creación del Tribunal de Acción Común (CAT), impulsado por la Fundación Common Action Forum.
Un tribunal ético internacional, conformado por magistrados, abogados y juristas de consagrado prestigio que, a semejanza del Tribunal Bertrand Russell, el Tribunal Permanente de los Pueblos u otros ejemplos similares de la historia, denunciará las violaciones a los derechos humanos que corren el riesgo de quedar impunes. También las que se cometen en la misma sede judicial.
Con el objetivo de presionar a la comunidad internacional cuando esta no da respuesta suficiente ante los crímenes de lesa humanidad, ambientales o sistémicos; el CAT se centrará especialmente, durante este primer año en el que echa a andar, en los efectos devastadores del whistleblowing y del lawfare. Es decir, en el hostigamiento que se comete contra los llamados alertadores, y en las injusticias que se perpetran desde el propio sistema judicial.
*Irene López Alonso es miembro de Common Action Forum