Por: Paco Audije
3 de mayo, el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Fue una iniciativa de la UNESCO, que aprobó la Asamblea General de la ONU en 1993. Era el primer período posterior a la Guerra Fría y quizá una época demasiado optimista. El mundo digital mantenía su discurso primero y primario, inicial, no sé si vocacional, utópico y bienintencionado, o más bien directamente empresarial, voraz y artero. Terminó habiendo de todo. Dicen que todos nos lo creíamos entonces. Desde luego nunca fue mi caso. Cada mañana seguí diluyendo un azucarillo de escepticismo en mi primer café.
Porque nunca me agradaron los empujones que nos daban (y nos siguen dando) los “expertos” para que dejáramos (dejemos) atrás todo nuestro bagaje vital y cultural previo. Siempre sospeché de las presiones que sufríamos (y sufrimos) para evitar cualquier posibilidad de reflexión ante lo que se avecinaba. Por eso, decidí resistir (sigo) a la voracidad estratégico-comercial de Facebook, donde no faltan las patadas a la intimidad de las personas. Un campo de disputa geopolítica, también, como la energía, los servicios, los medios de comunicación, el cine, la industrialización o las energías menos o nada renovables. Zuckerberg y Sillicon Valley no son China, pero se acomodan a los modos firmes de Pekín. Ahí sitúo el Día Mundial de la Libertad de Prensa, este 3 de mayo de 2016.
Y como pequeña contribución personal, intentaré establecer (de corrido) los enemigos esta libertad específica.
Primero, desde luego, la acumulación de poderes mediáticos, de prensa, audiovisuales, informativos y digitales en pocas manos. La concentración mediática y digital es siempre un peligro, una amenaza. A veces, actual, otras posible, en perspectiva. En algunos países, vigente, en otros potencial. ¿Por qué hablamos tan poco de la concentración como enorme peligro para esta libertad fundamental? ¿Por qué no señalamos con mayor frecuencia a quienes concentran en sus manos uno de los mayores poderes de nuestro tiempo?
Segundo, la desfiguración y dispersión del oficio de periodista. En general, muchos ciudadanos han decidido convertirse en informadores de la sociedad. Y eso es estupendo; pero la intoxicación aumenta con la idea de que buena parte de esos “periodistas ciudadanos” pueden llevar a cabo esa tarea prescindiendo del compromiso, de la fatigosa verificación de las noticias. No faltan blogueros que considero hermanos de vocación y merecedores de agradecimiento y solidaridad; pero en en otros, numerosos casos, se multiplica la confusión entre prejuicios, mentiras, rencores personales, simples datos automatizados y verdaderas noticias. Los periodistas podemos tener como aliados a una parte de esos ciudadanos. Otros, por el contrario, sólo contribuyen a demoler lo que quedaba del periodismo socialmente útil. No hay más remedio que ir caso a caso. ¿Por qué olvidar este rastreo diario para detectar objetivos espurios, los desconocimientos o -sencillamente- las verdades lo más desnudas posible?
Tercero, la precariedad laboral de los periodistas. Es una amenaza mayor. La pobreza material (que se extiende a muchos sectores sociales), la corrupción de alta, media y baja intensidad, y el miedo aumentan con esa inestabilidad y precariedad de los contratos de trabajo. La sumisión y la censura se imponen con menor resistencia; la autocensura se abre paso. No es fácil resistir dentro, aunque -afortunadamente- tenemos buenos ejemplos de periodistas -digamos de la resistencia- en todo el mundo. ¿Por qué nos vamos olvidado de que la negociación colectiva es otro derecho fundamental? ¿Por qué contribuimos a extender la idea de todos los periodistas son -o aspiran a ser- grandes personajes populares que cobran fortunas por explicarnos su sesgada visión del mundo? El periodismo es un oficio colectivo. La precariedad extiende la enfermedad del individualismo profesional, que sólo favorece a unos pocos.
Cuarto, la violencia. Según la Federación Internacional de Periodistas (FIP o IFJ, según sus siglas en inglés), calcula que más de 2300 periodistas y trabajadores de los medios han sido asesinados desde 1990. Son cifras mayores que las de Reporteros Sin Fronteras o el Comité de Protección de los Periodistas, porque la FIP incluye a todos los empleados de los medios. Pero esa violencia extrema, no incluye, ni mucho menos, las palizas, las amenazas, el acoso físico y moral, telefónico o digital, la violencia contra las mujeres periodistas. Los periodistas locales, las mujeres periodistas, los que informan en puntos y zonas de conflicto, quienes trabajan a la pieza y sin protección son víctimas principales. El desprecio y el olvido de ellos por parte de quienes están atareados en ser estrellas mediáticas o ignoran voluntariamente el periodismo callejero forman parte de este apartado.
Quinto, la digitalización y la red global nos facilitan la documentación, el acceso a determinados aspectos, documentación y posibilidades nuevas; pero también nos convierten en objeto de ataques e intoxicaciones de nuevo tipo. Con frecuencia, los estados legislan contra los apartados que favorecen la libertad de los medios y los periodistas. Cada vez más y cada vez peor. Y no sólo sucede en Turquía o China, sino en los países europeos donde se aprueban leyes para castigar la fotografía “inoportuna” o los textos “antipatrióticos”. Internet también sirve para limitar la libertad, cuando se convierte en instrumento de autoridades decididas a interpretar qué es ser “patriota”, “moral”, “decente”, “conveniente”, “oportuno” o “debidamente respetuoso”. ¿Hace falta hacer un respaso de leyes mordaza, cierres de medios o bloqueos de redes sociales? ¿De desvío de búsquedas en internet que terminan en algún sitio absurdo o contrario a lo que buscamos? ¿Quien está detrás, sino los servicios tradicionales que batallan, manejan y pelean en estas llanuras de lo digital?
Sexto, y relacionado con lo anterior, la vigilancia de múltiples orígenes, con frecuencia de las autoridades y de los gobiernos; aunque no exclusivamente. Nos vigilan desde todas partes, con más facilidad que nunca. Lo de menos es para vendernos publicidad comercial. Lo peor es cuando lo hacen servicios, funcionarios y gabinetes oscuros para acabar con cualquier posible información de impacto social. Es la sociedad misma quien sufre las consecuencias. Y las fuentes, los llamados ‘whistleblowers’, quienes dan información útil a los periodistas de investigación, se callan o se distancian. ¿Por qué no hay mayores manifestaciones contra las leyes que protegen los ‘secretos comerciales’ menos confesables? ¿Por qué los tratados internacionales de mayor calado planetario, los que amenazan los servicios sociales y la pluralidad cultural, están siendo negociados con secretismo?
Séptimo, la extensión y multiplicación de leyes antiterroristas que terminan dirigiéndose no contra el terrorismo, sino contra aquello que unas pocas autoridades determinan que puede serlo. En general, esas leyes identifican comportamientos diversos, demasiado diversos, y siempre dicen actuar “en nombre de la seguridad nacional e internacional”. ¿No hemos tenido bastante con la experiencia que ofreció al mundo el conjunto de iniciativas legales que desplegó Estados Unidos (y Europa), tras el 11 de septiembre? ¿No es posible buscar un equilibrio entre seguridad y libertad? ¿No podemos buscarlo partiendo siempre de la idea de que la seguridad completa nunca será posible?
Octava, las restricciones y cierres de medios y de otras vías de información y comunicación. Tienden a darse más en países emergentes o sometidos a regímenes autoritarios. Pero no exclusivamente, en los países considerados más democráticos, los gobiernos tienen una tendencia excesiva a intentar controlar los medios públicos, sobre todo los medios audiovisuales. ¿Es tan difícil de entender que amenazar la independencia de los medios públicos restringe la libertad de prensa del siglo XXI? ¿Es tan difícil aceptar que sean controlados de manera independiente, con mayor implicación de la sociedad civil y de la manera menos partidista posible?
Novena, las viejas leyes de difamación, de injurias y calumnias. La idea de que la blasfemia es definible jurídicamente y de que alguien puede establecer qué, cuando y cómo hay que castigarla. ¿Es tan problemático contestar y responder lo que no nos gusta en lugar de castigar a los periodistas? ¿Cuantos países europeos mantienen las leyes de difamación como una amenaza, que se aplica cada día más (como en el pasado)? ¿Es posible exigir la abolición de esa amenaza?
Décima, en determinadas circunstancias, los propios periodistas somos una amenaza para el mejor periodismo. Cuando no criticamos las informaciones falsas, cuando distorsionamos intencionadamente, cuando no respetamos la verdad o no hacemos el esfuerzo suficiente para precisarla. Cuando no utilizamos los medios más honestos posibles para obtener la información, cuando ponemos a un lado datos relevantes de manera intencionada o falseamos la noticia de manera voluntaria, cuando deformamos una información gráfica de manera intencionada y sin explicarlo, cuando actuamos de manera retorcida o presionamos a nuestras fuentes haciéndolas correr riesgos excesivos o innecesarios, cuando discriminamos por cuestiones de nacionalidad, origen étnico, por el idioma que habla un ciudadana, por su orientación religiosa o política, por el sexo o por la tendencia sexual, por la clase social o la pobreza personal de los individuos objeto de la noticia. ¿Es que no hay corruptos también en la profesión? ¿Los denunciamos suficientemente?
Si tenemos todo eso en cuenta en este 3 de mayo, podremos reclamar mejor el acceso a la información necesaria para nosotros mismos y para el resto de la ciudadanía.
Esta jornada, como otras proclamadas universalmente, puede ser útil si volvemos a hacernos las preguntas que nos cuestionan y que hacen avanzar la madre histórica de todas las libertades: la libertad de prensa y expresión. Vale.
Fuente: Periodistas en Español.com