Padecía un cáncer y su estado se había agravado en las últimas semanas. Se hallaba internada en el Instituto de oncología Alexander Fleming.
Con una larga trayectoria, Viau había trabajado en La Opinión, de Jacobo Timerman, y en el viejo El Cronista, de Rafael Perrota. Luego con el golpe militar del '76 debió exiliarse y se radicó en Madrid. Allí vivió durante 10 años, hasta que en 1986 volvió al país.Pasó a formar parte de la redacción de Página 12, luego del diario Crítica y finalmente, a Clarín, donde se transformó en una de sus más destacadas analistas políticas. Escribió un libro de investigación sobre el empresario Raúl Moneta titulado "El Banquero".
El periodista Martín Caparrós también eligió la red social para manifestar su tristeza por el fallecimiento de su colega: "Que se haya muerto un 24 de marzo es casi un guiño -o un grito- final. La tristeza, el cariño, el respeto por Susana Viau.
Susana Viau por Miguel Bonasso
Ha muerto Susana Viau, una de las mejores periodistas de este país. Una militante en serio, de cuando militar te costaba la vida y no te ayudaba a sortear el costo de vida con la paga del mercenario. Hasta el final tuvo que luchar contra el cáncer y contra la gran mentira de esta Argentina emputecida que también la carcomía. El gangster de Aníbal Fernández se atrevió a decir en su twitter que la Negra era “periodista insignia de la furia del multimedio”. Dante Palma, un recién llegado a todo –carnaza de 678- dijo mientras ella agonizaba este domingo: “un domingo sin Susana Viau no es domingo”. El odio de los cretinos a sueldo no se detuvo ni ante la muerte. Como no es el Papa no se arrepentirán de la mierda arrojada imprudentemente. Yo diré simplemente que se acaba de ir, en un triste domingo, una de las amigas más entrañables de mi vida pública y personal. Un ser valiente. Una mirada que desenmascaró a los poderosos y a sus alcahuetes.
El recuerdo de La Negra Viau
La muerte de Susana Viau pone en duda mi añejo ateísmo: resulta inconcebible pensar que sus frases punzantes que ocultaban su ternura, la energía sobrehumana con la que llegó –trabajando- hasta pocas horas antes del final, se diluyan en la nada. Me lo digo y pienso, absurdamente, en su yo empírico, en La Negra, La Petisa como tal. Con sus inesperadas carcajadas de asombro ante un dato filoso que le gustaba. Con sus confesiones puntuales, pudorosas sobre el enemigo que tenía adentro desde hace más de ocho años. Ese enemigo que parecía controlado por el coraje de Susana y se desbocó y la mató, justo un 24 de marzo. Para que coincidiera el cáncer personal con el cáncer histórico.
Tenía 68 años, pero tenía muchos más. Como tantos de nosotros había visto caer a los mejores compañeros en edad temprana. A los treinta años ya estaba colmada de fantasmas entrañables, como una abuela de ochenta.
Yo la conocí antes de la tempestad, al comenzar los setenta, en La Opinión de Jacobo Timerman. Era una ardilla hiperkinética y troska que más de una vez polemizó con nosotros, los peronistas del Bloque de Prensa. La recuerdo discutiendo con la sombra grande de Rodolfo Walsh por una de esas cuestiones tácticas que nos llevaban horas de pasión y saliva. Y se que Rodolfo hubiera podido decir de ella, lo que Lenin dijo cuando murió Rosa Luxemburgo: “Teníamos diferencias y las discutimos pero era un águila, no un ave de corral ”.
Venía de trabajar en el semanario Panorama donde se había consolidado por dos virtudes que la hicieron grande en el oficio: la capacidad de investigar y una prosa fina, filosa, alimentada por miles de lecturas.
Paralelamente militaba en el PRT, escribía en Nuevo Hombre y se perfilaba para los servicios de inteligencia como una peligrosa “ideóloga”.
En aquel decisivo 1973, dio un paso franco hacia el periodismo militante y se sumó a las filas de El Mundo, el diario del PRT-ERP, que dirigía Manuel Gaggero y que fue clausurado con lujo de violencia por el lopezreguismo en ascenso.
Allí conoció al compañero de su vida, Enrique Pacheco, un yoruga perseguido por la dictadura del Uruguay, que laboraba, el rostro adusto y el corazón tierno, en la seguridad del explosivo periódico.
Tras la clausura de El Mundo, regresó a la prensa profesional, que también estaba traspasada de militancia y pronto quedó a merced de la persecución, cuando los escuadrones de la muerte se llevaron al director de El Cronista Comercial, Rafael Perrota, un hombre del establishment que se había volcado a la causa revolucionaria.
Vino un período oscuro de clandestinidad y allanamientos, entre los gritos soterrados del 76, encerrados con el pequeño hijo Enrique en un monoambiente de la hermana Mónica Viau. Allí Susana fatigaba una IBM 82, de las de bolita, apoyada sobre una tabla en el bidet, con ella sentada en el inodoro.
Luego vinieron los largos años del exilio en Madrid, donde hubo que aprender los más duros oficios terrestres y convertirse en buhoneros para vender “biyuta” cerca del Rastro. Allí nació María, la segunda hija y allí vivieron, como vivimos todos, sin colgar las cortinas, la mirada puesta en el Buenos Aires congelado de la nostalgia.
Hasta que un buen día, enamorado de su prosa, cayó por su departamento cercano al Retiro, Jorge Lanata y la reclutó para PáginaI12.
Allí la reencontré, a fines de los noventa, escribiendo como toda la generación: el ceño fruncido, el pucho en la boca y una mueca de contrariedad por el remate que no se deja atrapar.
De Página nos fuimos ambos para Crítica, diario fugaz y malogrado, donde igual pudo imponer su prosa de lujo, su solidaridad siempre disponible y una desconfianza existencial frente a todas las patronales del mundo. Incluyendo, claro, las supuestamente izquierdistas.
Cuando la vi como columnista en Clarín me alegré, porque le habían dado el espacio dominical que merecía. Seres bajos del lupanar político, como Aníbal Fernández, la quisieron etiquetar como “periodista insignia de la furia del multimedio”, ignorando que La Negra de haber tenido motivo no hubiera vacilado en mentarle la madre al propio Magnetto. Porque no era alcahueta de nadie, como Dante Palma, uno de los mercenarios de la infumable 678, que escribió mientras ella agonizaba: “Un domingo sin Susana Viau no es un domingo”.
Peor aún, la necrológica escueta y burocrática de PáginaI12, que remeda la prosa inodora del último Pravda, quiso también condenarla al olvido.
Pero estás más allá, Negra: en el balance final que cierra el contador implacable. El mismo que certifica tu genio y tu decencia, atravesando la noche de esta Argentina mediocre y agachada.
Hinde Pomeraniec @hindelita39mPara que aprendan los que no saben: la Viau que sigue enseñando a escribir y analizar la política:
Lo último que sus ojos miraron
Por: Susana Viau
–Voy, pero primero subo a cambiarme los zapatos
–¿Para qué?
–Porque vamos a tener que correr.
–¡No embromes! Si la gente está saliendo con los chicos.
–A una marcha que no convoca nadie, tampoco la desconcentra nadie. Y la van a desconcentrar con gases. No nos van a dejar amanecernos en la Plaza.
Los grupos que salían de las esquinas alucinaban al mirar hacia atrás: eran ríos sin fin, un hormiguero que brotaba no se sabía de dónde. En la Plaza el ambiente era festivo y, quizá, un poco heterogéneo. La mujer, subida al monumento para espiar la masa compacta que avanzaba y cubría la Avenida de Mayo hasta el horizonte, reconoció vagamente una cara en las cercanías. La cara se sintió reconocida y, orgullosa, se le acercó.
–Qué impresionante es esto –dijo la cara para entrar en conversación-. Lástima que ya ahí, de ese lado, se están juntando los zurdos.
–Es que esta Plaza es de ellos. Los que no tienen lugar en la Plaza son ustedes –le contestó la mujer que a esa altura ya había descubierto que la cara respondía al nombre de Cosme Beccar Varela.
La cara huyó entre la multitud llevándose consigo a Tradición, Familia y Propiedad. Esa difusa mezcla de intereses que en los primeros momentos pobló los canteros y los caminos de la Plaza iba a hacer que, luego, muchos eligieran el 20 de diciembre como emblema. En las casas, al menos en las casas de la gente vinculada desde siempre a hechos que, como aquél, se conjeturan memorables, los teléfonos sonaron casi hasta el amanecer. Crónica repetía una y otra vez la imagen del hombre asmático desangrándose en la escalinata del Congreso; las fogatas humeaban en las calles, las radios mostraban los efectos de las reestructuraciones y, sin movileros, se limitaban a pasar música. Nadie sabía con qué se despertaría al cabo de la que estaba por ser la noche más larga del año. Cuando llegó la mañana, el calor infernal coaguló el clima espeso, presagiante, de los días anteriores. El vapor, los gases cubrían de bruma la figura de las Madres pechadas por los caballos, los hidrantes corridos a ladrillazos, los móviles ululando, las ambulancias levantando los chicos heridos. La confusión de la jornada anterior se había disipado: la gente regresaba a la calle después de diez años; volvía la lucha de calles después de muchos más. La calle sería la protagonista del verano del 2002; en la calle se dirimirían las hegemonías en los meses siguientes; la calle devendría escenario del pulso entre los planes oficiales y el rechazo a la exclusión.
Fueron siete los muertos de la Plaza y sus inmediaciones, treinta y dos en todo el país. Para mí y para mi hermana, y aquí viene la historia menor, hubo uno más. Mientras yo cruzaba la 9 de Julio mirando los motociclistas de la policía que disparaban al bulto que se moviera, los coches particulares con hombres de civil sacando las armas por la ventanilla y oliendo más humo y más gases, mi madre observaba el espectáculo por televisión. “Ponga otra cosa, señora Mercedes, que le hace mal”, le dijo la acompañante que la cuidaba. “Dejame, nena, dejame”, me contaron que pidió ella, aferrada a lo que veía en la pantalla. Había nacido en un hogar reaccionario, en el que menudeaban los uniformes y donde, como solía recordar, “obrero y estudiante eran dos malas palabras”. La vida la había obligado a cambiar, le enseñó a quemar papeles, a manejar y entender códigos, a refugiar en su departamento a los perseguidos que, café de por medio, le confiaban sus secretos. En 1977 le allanaron la casa y la buscaron en su trabajo. Sin mucha convicción, se fue al exilio. Ella, que se había sentido una dama, limpió pisos de periodistas y planchó sábanas de actrices premiadas, se vistió en los roperos de la Iglesia Evangélica. La vergüenza que al principio le provocaron la salida del país, la pérdida de su objetos, de sus muebles, de sus parientes, de sus amigos, de sus fotografías, de su pequeño mundo,se fue convirtiendo con el tiempo en un nunca admitido orgullo. Después intuimos que en esas horas de diciembre la televisión le hizo sentir que todo volvía, que lo que creía ido seguía estando ahí, con otros nombres, y aunque se guardó muy bien de compartirla, apareció la angustia. Murió esa tarde del 20 de diciembre viendo la masacre de la Plaza. No la velamos, como seguramente hubiera querido, porque la ciudad era un infierno y no podíamos obligar a nadie a atravesarla; la trasladamos a la bóveda familiar cuya llavecita tenía escondida para que no se la quitaran (“¿Y esto qué es, la llave del tesoro?”, le había preguntado una semanas antes la acompañante. “Es del lugar donde me van a llevar cuando me muera”, explicó ella.) Apenas la lloramos, nosotros, los adultos, porque tenía 83 años y la calle estaba sembrada de muchachos perforados a balazos; los dolores propios no tienen derecho a ser ciegos. Eso sí, para mi hermana y para mí entre las cuentas del 20 hay una, anotada en letra chica, en los márgenes del gran relato, estrictamente privada: que esos cuerpos jóvenes, lastimados, agonizantes hayan sido lo último que sus ojos miraron.
Semblanza de Azucena VIllaflor
Por: Susana Viau
Para Azucena Villaflor de De Vincenti la peregrinación comenzó en los primeros días de diciembre, cuando empezó a inquietarse porque no tenía noticias de uno de sus cuatro hijos, Norberto, ni de su nuera Raquel Mangin.
Cuenta Enrique Arrosagaray –autor del libro Biografía de Azucena Villaflor–, que, intuyendo algo terrible, ella reconstruyó los pasos de su hijo, localizó la inmobiliaria y dio por fin con la casa de la calle Agüero, de Villa Dominico, que la pareja había alquilado.
Fue la propietaria la que le dijo que los jóvenes habían sido secuestrados el 30 de noviembre, que a Norberto lo habían sacado malherido.
Era 1976.
Seis meses después, el 30 de abril del ’77, Azucena convocó a la primera ronda en la Plaza de Mayo.
La voz se corrió entre el puñado de mujeres que se habían conocido en las colas que desde las cinco de la mañana se formaban a las puertas del Ministerio del Interior.
Eran las mismas
que volvían a encontrarse en la capilla Stella Maris, de Retiro, donde era dueño y señor un hombre relativamente joven, de cara afilada y buenos modales que las escuchaba de pie, sin ofrecerles siquiera un asiento.
Ese individuo sinuoso se hacía llamar “monseñor” Emilio Grasselli y era apenas el secretario de Adolfo Tortolo, el ultramontano vicario castrense.
A Azucena Villaflor algo le sonaba a falso en la estudiada piedad del sacerdote.
La corazonada no le falló.
Dicen sus compañeras de la plaza que ella era una mujer valiente y se definía peronista.
En su caso, la filiación política resultaba casi una fatalidad.
Había nacido el 7 de abril de 1924; su madre, Emma Nitz, tenía poco más de 15 años; su padre era Florentino Villaflor, trabajador de una lanera.
Azucena tenía una historia típica: al terminar la escuela primaria, su padre le hizo saber que hasta allí llegaban sus posibilidades y de ahí en más debía ganarse la vida.
Entró a trabajar a los 16 como telefonista de Siam, la fábrica de electrodomésticos que se había convertido en estrella del proyecto de sustitución de importaciones.
En Siam conoció a Pedro De Vincenti, delegado de la Unión Obrera Metalúrgica.
La actividad sindical no era ajena a los Villaflor.
Por el contrario, además de la relación estrecha que la unía a Magdalena, la única hermana mujer de Florentino, todos o casi todos en Avellaneda conocían a su tío Aníbal Villaflor.
El hombre, se enorgullecían sus parientes, había participado del 17 de Octubre.
Es más, el abogado Mario Landaburu recuerda que “Don Aníbal” solía mencionar su militancia laborista y la creación del CUS, el Comité de Unidad Sindical de la provincia de Buenos Aires, al que le atribuía un rol principalísimo en el movimiento.
Don Aníbal alcanzaría a ser, con el tiempo, delegado interventor del municipio de Avellaneda.
Azucena, entre tanto, cuidaba de su casa y de sus hijos.
Las conversaciones de las tardes en la casa de la calle Crámer 117, de Sarandí, sin embargo no dejaban de mencionar la militancia de sus primos, Raimundo y Rolando Villaflor, hijos de Don Aníbal, y del otro, José Osvaldo Villaflor, dirigente gráfico, militantes todos de la CGT de los Argentinos.
Se mencionaba como una hazaña –en todo caso, se le parecía– que a mediados de los ’50, con 22 o 23 años, Raimundo había sido elegido secretario general de la comisión interna de Tamet, una de las más grandes metalúrgicas de la época.
Rodolfo Walsh hizo de Rolando y Raimundo Villaflor –quienes junto a José Osvaldo formaron parte del Peronismo de Base y de las Fuerzas Armadas Peronistas– los protagonistas de ¿Quién mató a Rosendo?, el libro que señaló a Augusto Timoteo Vandor, el poderoso secretario general de la UOM, como responsable del tiroteo en la pizzería Real, frente a la Plaza Mitre, en pleno centro de Avellaneda.
Era casi un sino, entonces, que alguno de los hijos de Azucena se sumara a la militancia peronista.
La búsqueda desesperada de Azucena terminó con su secuestro, el 10 de diciembre de 1977.
Fue llevada a la ESMA, igual que su primo Raimundo y que la hermana y el cuñado de éste, Josefina –“la Negrita” Villaflor– y José Luis Hazan.
Ni Néstor, ni Raimundo, ni Josefina, ni Hazan volvieron a aparecer.
Los restos de Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, fueron identificados a mediados de este año por el Equipo Argentino de Antropología Forense, junto a los de otras dos pioneras, Esther Careaga y María Eugenia Bianco.
Tomás Eloy Martínez, la novela, el periodismo y la vida
Por: Susana Viau
Un hombre que sabía celebrar la vida
Decía que de sus obras quería especialmente una “novelita” –el diminutivo le pertenece– que había publicado entre La novela de Perón y Santa Evita, para limpiar el paladar de personajes tan grandes. La mano del amo, la tituló, y está al alcance de quien quiera leerla. La última vez que nos vimos, hace poco más de una semana, me gustó darle la razón: también yo prefiero La mano del amo, el mito sobre el que fundó su punto de vista sobre la vida y la literatura: “A Madre, para que no vuelva / a quemar lo que escribo”. Hablamos precisamente de ella, de su madre –que a su modo extraño siempre había estado pendiente de lo que él escribía–, y de su padre, menos interesado en sus libros (según su relato) que en su afecto.Por: Susana Viau
–Voy, pero primero subo a cambiarme los zapatos
–¿Para qué?
–Porque vamos a tener que correr.
–¡No embromes! Si la gente está saliendo con los chicos.
–A una marcha que no convoca nadie, tampoco la desconcentra nadie. Y la van a desconcentrar con gases. No nos van a dejar amanecernos en la Plaza.
Los grupos que salían de las esquinas alucinaban al mirar hacia atrás: eran ríos sin fin, un hormiguero que brotaba no se sabía de dónde. En la Plaza el ambiente era festivo y, quizá, un poco heterogéneo. La mujer, subida al monumento para espiar la masa compacta que avanzaba y cubría la Avenida de Mayo hasta el horizonte, reconoció vagamente una cara en las cercanías. La cara se sintió reconocida y, orgullosa, se le acercó.
–Qué impresionante es esto –dijo la cara para entrar en conversación-. Lástima que ya ahí, de ese lado, se están juntando los zurdos.
–Es que esta Plaza es de ellos. Los que no tienen lugar en la Plaza son ustedes –le contestó la mujer que a esa altura ya había descubierto que la cara respondía al nombre de Cosme Beccar Varela.
La cara huyó entre la multitud llevándose consigo a Tradición, Familia y Propiedad. Esa difusa mezcla de intereses que en los primeros momentos pobló los canteros y los caminos de la Plaza iba a hacer que, luego, muchos eligieran el 20 de diciembre como emblema. En las casas, al menos en las casas de la gente vinculada desde siempre a hechos que, como aquél, se conjeturan memorables, los teléfonos sonaron casi hasta el amanecer. Crónica repetía una y otra vez la imagen del hombre asmático desangrándose en la escalinata del Congreso; las fogatas humeaban en las calles, las radios mostraban los efectos de las reestructuraciones y, sin movileros, se limitaban a pasar música. Nadie sabía con qué se despertaría al cabo de la que estaba por ser la noche más larga del año. Cuando llegó la mañana, el calor infernal coaguló el clima espeso, presagiante, de los días anteriores. El vapor, los gases cubrían de bruma la figura de las Madres pechadas por los caballos, los hidrantes corridos a ladrillazos, los móviles ululando, las ambulancias levantando los chicos heridos. La confusión de la jornada anterior se había disipado: la gente regresaba a la calle después de diez años; volvía la lucha de calles después de muchos más. La calle sería la protagonista del verano del 2002; en la calle se dirimirían las hegemonías en los meses siguientes; la calle devendría escenario del pulso entre los planes oficiales y el rechazo a la exclusión.
Fueron siete los muertos de la Plaza y sus inmediaciones, treinta y dos en todo el país. Para mí y para mi hermana, y aquí viene la historia menor, hubo uno más. Mientras yo cruzaba la 9 de Julio mirando los motociclistas de la policía que disparaban al bulto que se moviera, los coches particulares con hombres de civil sacando las armas por la ventanilla y oliendo más humo y más gases, mi madre observaba el espectáculo por televisión. “Ponga otra cosa, señora Mercedes, que le hace mal”, le dijo la acompañante que la cuidaba. “Dejame, nena, dejame”, me contaron que pidió ella, aferrada a lo que veía en la pantalla. Había nacido en un hogar reaccionario, en el que menudeaban los uniformes y donde, como solía recordar, “obrero y estudiante eran dos malas palabras”. La vida la había obligado a cambiar, le enseñó a quemar papeles, a manejar y entender códigos, a refugiar en su departamento a los perseguidos que, café de por medio, le confiaban sus secretos. En 1977 le allanaron la casa y la buscaron en su trabajo. Sin mucha convicción, se fue al exilio. Ella, que se había sentido una dama, limpió pisos de periodistas y planchó sábanas de actrices premiadas, se vistió en los roperos de la Iglesia Evangélica. La vergüenza que al principio le provocaron la salida del país, la pérdida de su objetos, de sus muebles, de sus parientes, de sus amigos, de sus fotografías, de su pequeño mundo,se fue convirtiendo con el tiempo en un nunca admitido orgullo. Después intuimos que en esas horas de diciembre la televisión le hizo sentir que todo volvía, que lo que creía ido seguía estando ahí, con otros nombres, y aunque se guardó muy bien de compartirla, apareció la angustia. Murió esa tarde del 20 de diciembre viendo la masacre de la Plaza. No la velamos, como seguramente hubiera querido, porque la ciudad era un infierno y no podíamos obligar a nadie a atravesarla; la trasladamos a la bóveda familiar cuya llavecita tenía escondida para que no se la quitaran (“¿Y esto qué es, la llave del tesoro?”, le había preguntado una semanas antes la acompañante. “Es del lugar donde me van a llevar cuando me muera”, explicó ella.) Apenas la lloramos, nosotros, los adultos, porque tenía 83 años y la calle estaba sembrada de muchachos perforados a balazos; los dolores propios no tienen derecho a ser ciegos. Eso sí, para mi hermana y para mí entre las cuentas del 20 hay una, anotada en letra chica, en los márgenes del gran relato, estrictamente privada: que esos cuerpos jóvenes, lastimados, agonizantes hayan sido lo último que sus ojos miraron.
Semblanza de Azucena VIllaflor
Por: Susana Viau
Para Azucena Villaflor de De Vincenti la peregrinación comenzó en los primeros días de diciembre, cuando empezó a inquietarse porque no tenía noticias de uno de sus cuatro hijos, Norberto, ni de su nuera Raquel Mangin.
Cuenta Enrique Arrosagaray –autor del libro Biografía de Azucena Villaflor–, que, intuyendo algo terrible, ella reconstruyó los pasos de su hijo, localizó la inmobiliaria y dio por fin con la casa de la calle Agüero, de Villa Dominico, que la pareja había alquilado.
Fue la propietaria la que le dijo que los jóvenes habían sido secuestrados el 30 de noviembre, que a Norberto lo habían sacado malherido.
Era 1976.
Seis meses después, el 30 de abril del ’77, Azucena convocó a la primera ronda en la Plaza de Mayo.
La voz se corrió entre el puñado de mujeres que se habían conocido en las colas que desde las cinco de la mañana se formaban a las puertas del Ministerio del Interior.
Eran las mismas
que volvían a encontrarse en la capilla Stella Maris, de Retiro, donde era dueño y señor un hombre relativamente joven, de cara afilada y buenos modales que las escuchaba de pie, sin ofrecerles siquiera un asiento.
Ese individuo sinuoso se hacía llamar “monseñor” Emilio Grasselli y era apenas el secretario de Adolfo Tortolo, el ultramontano vicario castrense.
A Azucena Villaflor algo le sonaba a falso en la estudiada piedad del sacerdote.
La corazonada no le falló.
Dicen sus compañeras de la plaza que ella era una mujer valiente y se definía peronista.
En su caso, la filiación política resultaba casi una fatalidad.
Había nacido el 7 de abril de 1924; su madre, Emma Nitz, tenía poco más de 15 años; su padre era Florentino Villaflor, trabajador de una lanera.
Azucena tenía una historia típica: al terminar la escuela primaria, su padre le hizo saber que hasta allí llegaban sus posibilidades y de ahí en más debía ganarse la vida.
Entró a trabajar a los 16 como telefonista de Siam, la fábrica de electrodomésticos que se había convertido en estrella del proyecto de sustitución de importaciones.
En Siam conoció a Pedro De Vincenti, delegado de la Unión Obrera Metalúrgica.
La actividad sindical no era ajena a los Villaflor.
Por el contrario, además de la relación estrecha que la unía a Magdalena, la única hermana mujer de Florentino, todos o casi todos en Avellaneda conocían a su tío Aníbal Villaflor.
El hombre, se enorgullecían sus parientes, había participado del 17 de Octubre.
Es más, el abogado Mario Landaburu recuerda que “Don Aníbal” solía mencionar su militancia laborista y la creación del CUS, el Comité de Unidad Sindical de la provincia de Buenos Aires, al que le atribuía un rol principalísimo en el movimiento.
Don Aníbal alcanzaría a ser, con el tiempo, delegado interventor del municipio de Avellaneda.
Azucena, entre tanto, cuidaba de su casa y de sus hijos.
Las conversaciones de las tardes en la casa de la calle Crámer 117, de Sarandí, sin embargo no dejaban de mencionar la militancia de sus primos, Raimundo y Rolando Villaflor, hijos de Don Aníbal, y del otro, José Osvaldo Villaflor, dirigente gráfico, militantes todos de la CGT de los Argentinos.
Se mencionaba como una hazaña –en todo caso, se le parecía– que a mediados de los ’50, con 22 o 23 años, Raimundo había sido elegido secretario general de la comisión interna de Tamet, una de las más grandes metalúrgicas de la época.
Rodolfo Walsh hizo de Rolando y Raimundo Villaflor –quienes junto a José Osvaldo formaron parte del Peronismo de Base y de las Fuerzas Armadas Peronistas– los protagonistas de ¿Quién mató a Rosendo?, el libro que señaló a Augusto Timoteo Vandor, el poderoso secretario general de la UOM, como responsable del tiroteo en la pizzería Real, frente a la Plaza Mitre, en pleno centro de Avellaneda.
Era casi un sino, entonces, que alguno de los hijos de Azucena se sumara a la militancia peronista.
La búsqueda desesperada de Azucena terminó con su secuestro, el 10 de diciembre de 1977.
Fue llevada a la ESMA, igual que su primo Raimundo y que la hermana y el cuñado de éste, Josefina –“la Negrita” Villaflor– y José Luis Hazan.
Ni Néstor, ni Raimundo, ni Josefina, ni Hazan volvieron a aparecer.
Los restos de Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, fueron identificados a mediados de este año por el Equipo Argentino de Antropología Forense, junto a los de otras dos pioneras, Esther Careaga y María Eugenia Bianco.
Tomás Eloy Martínez, la novela, el periodismo y la vida
Por: Susana Viau
Un hombre que sabía celebrar la vida
Detrás de esas menciones solía colarse toda una constelación de personajes tucumanos, como el tío tartamudo que lo llevaba a ver el fútbol y gritaba los goles con una demora que provocaba las burlas de la hinchada. Durante la comida –alrededor de la mesa estaban su hijo Gonzalo y su primo Oscar–, le avisaron que su hermano había llamado preguntando si podía pasar a verlo. “¡Cómo no va a poder pasar, si es mi hermano!”, contestó. Sentí que le había dado a la palabra “hermano” una extraña densidad.
Alguna vez lo escuché quejarse de que había llegado tarde a la literatura: que el periodismo, la salida rápida con que se ganaban la vida los que soñaban con ella en el siglo pasado, le había devorado muchos años y mucha fuerza. Había escrito su primer cuento en la infancia, cuando le prohibieron ir al cine y leer libros porque se había escapado a ver una función de circo. Pero también le agradecía al oficio la convivencia formadora con los correctores de La Gaceta de Tucumán y la mudanza a Buenos Aires. En la ciudad donde murió el domingo a la noche, Tomás fue central para la avanzada de la modernización del periodismo en Primera Plana, Panorama y La Opinión. Desde Pri-Pla, así la llamábamos, con una tapa dedicada a “América, la gran novela”, le dio identidad a lo que se insinuaba como “el boom de la literatura latinoamericana”. Hay quienes dicen que ese fenómeno nunca existió. En todo caso la fórmula fue suya. Un paraguas bajo el que se guarecieron García Márquez, Onetti, Cortázar, Fuentes, Donoso, Vargas Llosa o el recuperado Felisberto Hernández. Tomás fue, a la vez, padre e hijo del boom.
En esa cresta de la ola estaba cuando le preguntó al mar, literalmente, si la vida valía la pena. Salió de esa crisis con el deseo de escribir Sagrado, su primera novela, que publicó en 1969 y nunca quiso reimprimir. “Fue apenas un ejercicio”, explicaba, y en nuestra última charla insistió en esa idea. Menos suyo, más público, fue su libro siguiente: La pasión según Trelew. En 1973 narró la masacre de dieciséis guerrilleros en la base Almirante Zar y la rebelión popular –el estado de comuna– que siguió en la ciudad. Al valor simbólico del libro se sumaron los avances de una investigación judicial sobre delitos que se creían olvidados.
Por esa obra, que disgustó a la Triple A, debió exiliarse en 1975. Escribía cartas a los cuatro hijos que había dejado en Buenos Aires. Lugar común la muerte –una recopilación de sus narraciones periodísticas que después fotocopiaron un par de generaciones de estudiantes– lo dedicó a los dos pequeños que volvieron a la Argentina con su madre. En Caracas, donde debió quedarse durante la última dictadura, conoció a Susana Rotker, la madre de su hija menor. La niña nació en Washington, mientras él terminaba La novela de Perón con una beca del Wilson Center.
Entonces le cayó la fama. El juego entre realidad y ficción que había marcado el eclipse de Saint-John Perse en Lugar común la muerte (donde él supo contar como ficción la realidad) o su entrevista a Juan Domingo Perón interrumpida por su mucamo José López Rega (donde la realidad nacional se empecinó en tomar la forma de la ficción), trabajo que años después publicaría en Las vidas del general, iniciaron una voz literaria que crecería hasta volverse singular.
Si Santa Evita –otro juego en el que usó la matriz verosímil del periodismo para contar una ficción– le dio la popularidad en su país y en las treinta y seis lenguas a las que fue traducida, Purgatorio, su última novela, funde los dos territorios. El narrador vive en el pueblo de New Jersey donde vivió Tomás; es un escritor argentino que enseña literatura en la Universidad de Rutgers como él; los médicos que lo tratan son los que lo trataron a él. La enfermedad lo preocupa como lo preocupaba a él. La literatura cumple el mismo papel que cumplía para él: “Escribir siempre fue para mí un acto de libertad, el único por el que mi yo se pasea sin rendir cuentas”, dice el narrador. “Quiero ver qué hay al otro lado de las palabras, en los paisajes que no se ven, en los relatos que desaparecen a medida que los despliego”.
Un silencio prolongado separó Santa Evita (1995) de El vuelo de la reina (2002), dedicado a su última esposa, Gabriela Esquivada. Pero desde entonces volvió a publicar –El cantor de tango, Purgatorio– y exploraba en estos días el otro lado de las palabras en una historia del Olimpo desde los dioses griegos hasta el centro clandestino de detención de Floresta.
A fines de 2005 contó en una columna, “Con los ojos abiertos”, la historia de una mujer que, al enterarse de que le quedaban semanas de vida, organizó una fiesta para celebrar la experiencia de haber pasado por este mundo y para despedirse de sus amigos. “Yo también quiero esperar la muerte con los ojos abiertos”, me comentó cierto día, en una larga conversación telefónica hablando de esa nota y de la enfermedad. Tenía muchos motivos para celebrar su vida. Habíamos tenido tiempos, gente, entusiasmos, afectos y desafectos comunes. Incluso compartimos la aparición de algunos males. Fue a raíz de esa coincidencia infeliz que un mediodía me contó de su nefrectomía y del viaje interminable hacia el quirófano, boca arriba en la camilla. Pensaba, me dijo, en la posibilidad de flaquear ante la muerte y en el dilema de Pascal. “¿Y al final rezaste?”, le pregunté, y con esa carcajada medida que lo caracterizaba me contestó que no. Me estaba enseñando algo.
Lejaim, por la vida, Tomás. Porque no hay otra, pero la tuya está tramada en tus libros. Allí la encontrarán los que no te conocen cuando los que te conocimos no estemos para recordarte. Los datos indican: Tomás Eloy Martínez, 16 de julio de 1934 - 31 de enero de 2010. Pero hay otros puntos de vista.
Los restos de Susana Viau serán velados mañana de 10 a 15 en el auditorio de la UTPBA. Av de Mayo 1209.
Fuentes: Clarín, Miguel Bonasso, PáginaI12
Susana Viau en el recuerdo de sus compañeros de PáginaI12
Susana Viau tenía una costumbre. Todos los días, cuando se sentaba, saludaba a sus compañeros de escritorio con una pregunta: “¿novedades?”. Escuchaba; se interesaba por los otros; recién entonces contaba las suyas. Tenía nombre, pero también una trayectoria de años que lo avalaba, y sin embargo siempre elegía ser una par. Compañeros nuevos, de años, de otras secciones, de otras áreas, por todos se podía interesar, y también con todos podía discutir. En nuestras asambleas, siempre estuvo del lado de los trabajadores, en ocasiones acompañando al colectivo aun con disidencias. Siempre aportó al debate, hablando con voz bajita, muchas veces en susurros, invariablemente dispuesta a fortalecer nuestra asamblea.
Fue maestra de periodismo para muchos de nosotros. No necesitaba la distancia ni la solemnidad para enseñar: le alcanzaba con trabajar. Las anécdotas sobran. Durante años, compartió escritorio con los compañeros de Deportes. Todavía hoy recuerdan cierta conversación telefónica con un legislador; la tensión del principio se convertía en gritos. Al cabo de un instante, Susana estalló:“usted es mi senador, yo no soy su periodista”. Cualquiera podía saber que el viernes había estado cerrando su nota de domingo hasta tarde con sólo ver el escritorio: pilas de papeles, colillas de parisiennes, restos de algún café.
Hablaba de fútbol con la misma pasión que de política. Sus opiniones eran contundentes; su información, también. No era mezquina con los datos, tampoco con los contactos; cualquiera podía consultarla.
La Susana Viau que recordamos sus compañeros era una profesional seria, generosa y solidaria; una persona cuya muerte lamentamos.
Asamblea de Trabajadores de PáginaI12
Chau Susana, hasta siempre
Por: Rubén Pereyra
Despedir a alguien querido nunca fue tarea fácil. Sobre todo si ese alguien nunca se enteró de cuánto amor podían generar en mí su honestidad, su entereza, su consecuencia. Lo único que me unió a la periodista Susana Viau fue una relación laboral. Sin embargo, me veo obligado a escribir estas líneas en primera persona. Así lo exigen su trayectoria y su compromiso.
Susana Viau vivió los tumultuosos años ’70 como tantos otros y se jugó la ropa en el PRT. Trabajó en los diarios El Cronista, que dirigía Rafael Perrota, desaparecido por la dictadura en 1977, y La Opinión de Jacobo Timerman. Tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se exilió en España, y regresó al país tan sólo en 1986. En 1987 entró a trabajar en Página 12 (donde la conocí) y se retiró en 2008 para pasar a trabajar en el diario Crítica –que dirigió Jorge Lanata– y posteriormente en Clarín, donde se desempeñó como columnista hasta su muerte, ocurrida el domingo, paradójicamente un 24 de marzo, la fecha en que a Susana la persecución política y el exilio comenzaron a restarle vida.
Pensar que estos datos fríos pueden resumir la vida de Susana es tan injusto como pensar que lo que la representa es lo que escribió y pensó los últimos cinco años.
Me enfrenté con ella, mientras trabajábamos en Página 12, todas las veces que pudimos. No coincidíamos en la visión sobre nada. Sindicalismo, política, militancia, todo nos separaba. Sin embargo, después de cada asamblea, ganara o perdiera su posición cuando yo era delegado sindical, la Negra me encaraba y me seguía la discusión. Mi soberbia de joven militante no me permitía cederle en nada. Ella me escuchaba, abría los ojos grandes, prendía un pucho y seguía el embate. Nunca nos pusimos de acuerdo.
Hasta que en el año 1995 una serie de despidos nos puso otra vez en la misma vereda. Diferíamos en la táctica sobre el conflicto, pero Susana se paró donde tenía que estar: junto a los trabajadores, junto a los que a mediados de los ’90 –nada menos– se quedaban en la calle.
Tras meses de paros, piquetes y asambleas, agotados, los trabajadores fuimos doblegados y despedidos de Página 12. El conflicto se moría. Nos esperaba la calle. Fue en ese marco que Susana se me acercó y ensayó una disculpa: “Con vos me equivoqué. En este conflicto me demostraste que yo estaba equivocada”. Yo, que me había sentido gigante cada vez que le ganaba una asamblea, me achiqué ante tamaña muestra de honestidad y entereza. Peor me sentí cuando me llamó por teléfono para recomendarme para un trabajo. Se sentía en deuda y quería ayudarme. Desde ese día guardé en mi corazón a la mejor Susana que conocí. No me hacía falta más. Me limité a quererla y respetarla a la distancia, a putearla por lo bajo los últimos años, a desconocerla.
Me hubiera gustado ser su amigo, y extrañarla y escribirle hermoso, como lo hace Oscar Muiño, uno de sus amigos, cuyas palabras elijo para cerrar este homenaje a Susana Viau. Chau Negra. Cabrona.
“Era dura la negra. Pero también vital. Disfrutaba, y se reía y se divertía. Seguía siendo la luchadora de siempre, desafiante y burlona.
Una testigo insobornable. Por lo tanto, una testigo insoportable para los que cedían, los que abandonaban, los que se vendieron.
‘Tengo el tumor, pero además del tumor tengo mi familia, tengo mis libros, tengo mis amigos, tengo los partidos de River. Tengo muchas cosas’.
Sí Susana. Tenés muchas cosas. Y las seguís teniendo porque un pedazo tuyo sigue estando en la mejor parte de cada uno de nosotros. Esa parte que nos va a seguir interpelando, diciéndonos, ¿qué diría Susana? Ante cada tentación, ante cada duda.
Y eso lo llevaremos hasta que volvamos a encontrarnos, en algún lugar, donde ella nos va a pedir cuentas. Y después de retarnos volveremos a la eterna tarea de seguir queriéndola y buscando, juntos, el camino para que las gentes sean mejores. Para que sean como Susana”.
Fuente: Revista Veintitres