Por: Hugo Grimaldi
Es verdad. Tal como lo dijo la Presidenta, "algunos periodistas tienen que inocularse la antirrábica".
Sin embargo, en su festiva y no menos irónica afirmación, Cristina Fernández probablemente no tomó en cuenta la raíz de la cuestión que el Diccionario glosa a partir de la definición de "rabia": una enfermedad que se produce en algunos animales y que se transmite por mordedura a otros o al hombre, al inocularse el virus por la saliva o la baba del animal rabioso.
Descripción que precisa, sin ambigüedades, que la cadena de la rabia que se busca controlar no tiene su origen en la acción del periodismo, sino que éste es una víctima.
El problema es que cada vez son más los periodistas que se han contagiado y que necesitan la inyección que les quite la espuma de la boca, porque lo que se vive por estas horas en la relación entre los medios y el poder está violentando a la profesión de manera extrema. Escraches, juicios populares, carteles anónimos o difamaciones varias que hoy han puesto a los periodistas a la defensiva, reacción que muchos intentan antes que sentirse amordazados o condenados a la autocensura, son la génesis de una situación de violencia que viene de arriba para abajo. Mala consecuencia, además, para una tarea que necesita, para ser llevada a cabo con valía, de la menor cantidad de prejuicios posibles. Una situación así, que se genera para condicionar la libertad de expresión, no le sirve a la prensa, ni al Gobierno ni a los ciudadanos.
Las patotas de Guillermo Moreno, los exabruptos de Hebe de Bonafini o las agachadas de Gabriel Mariotto y de los seudointelectuales que operan a través de la televisión pública, son la cara visible de las usinas que buscan irradiar esa rabia, hacia quienes no piensan como ellos. Son cada vez más los periodistas que juran que nunca en su vida profesional han tenido que lidiar con tamaño bombardeo de virus, como el que hoy se inocula desde la cultura de la crispación. Con el mismo tono amable que usó la Presidenta para contestarle al notero de CQC en La Plata, bien podría concluirse con el refranero cervantino que, para terminar con la causa del problema, "muerto el perro se acabó la rabia".
Fuente: Agencia DyN