martes, 2 de febrero de 2010

Tomás Eloy Martínez: Un maestro admirado por sus colegas

Tomás Eloy fue el escritor que nos acercó a la verdad
Por: Carlos Fuentes
Conocí a Tomás Eloy Martínez en el lejanísimo verano de 1962 y en un balcón suspendido sobre la avenida Quintana. En Buenos Aires. En compañía de Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato y Francisco Petrone. Admirando a nuestra anfitriona, la bellísima señora de Galli Mainini. Temerosos de que el balcón no aguantara nuestro peso. Porque, como la República Argentina, el balcón crujía.
Lo abandonamos en aras de la supervivencia, pero también porque nuestra juventud estaba llena de proyectos de vida y trabajo que no merecían terminar destrozados en las aceras de la bella capital argentina. Para mí, la más bella ciudad de América latina.
Gracias a que el balcón no se cayó pudimos disfrutar, durante el siguiente medio siglo, de una obra, la de Tomás Eloy Martínez, terrible y hermosa, puntual e imaginativa, recreación literaria de esa interrogante humana y política que llamamos "la Argentina".
De La Novela de Perón a Purgatorio, pasando por Santa Evita, El vuelo de la reina y El cantor de tango, Tomás Eloy nos indica que si sólo pudiéramos vernos dentro de la historia, sentiríamos terror. Para superarlo, el novelista que fue -que es- Tomás Eloy no niega la historia, sino que la resucita, la transforma, la reinventa para hacerla no sólo visible, sino comprensible.
Tomás Eloy Martínez escribió la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imaginó europeo, racional, civilizado, y un día amaneció sin ilusiones, tan latinoamericano como México o Venezuela, tan brutalmente salvaje como sus dictadores militares, tan brutalmente corrupto como sus políticos, tan ciego como todos ante las poblaciones de la miseria que fueron bajando hasta las avenidas porteñas, donde hoy recogen basura a la medianoche para comer.
Por decir esto, en La pasión según Trelew, Tomás Eloy fue perseguido y debió exiliarse. Su última novela, Purgatorio, viene siendo un espléndido resumen del terror, la imaginación y la esperanza argentinos.
En Purgatorio, Tomás Eloy Martínez se propuso darle relevancia literaria a un tema que pesa sobre la política argentina: los desaparecidos, las prácticas brutales de la dictadura militar de los años 1976 a 1981; prácticas llamadas, con eufemismo delirante, Proceso de Reorganización Nacional. Apresar disidentes; torturarlos en presencia de sus mujeres e hijos; asesinar a toda persona sospechosa de leer, pensar o actuar de una manera desaprobada por la dictadura; secuestrar niños, darles otro nombre y familia distinta.
Tan odiosa violación de la persona puede ser denunciada en un diario, en un discurso, en una manifestación. ¿Cómo incorporarla a una ficción, cuando la realidad rebasa cuanto la literatura puede imaginar?
Purgatorio relata la historia de una mujer, hija de un magnate argentino que apoya a la dictadura y participa de sus diversiones, hasta el grado de invitar a Orson Welles a filmar el campeonato mundial de fútbol, como Leni Riefensthal filmó los juegos olímpicos de Berlín en 1936, bajo el régimen nazi. Emilia Dupuy, la hija del magnate, está casada con un cartógrafo, Simón Cardoso, obligado profesionalmente a recorrer el país, midiéndolo. La policía de la dictadura lo confunde con un terrorista y lo hace desaparecer.
¿Dónde buscar a un "desaparecido"? Desesperada, Emilia sigue todos los itinerarios que su marido pudo tomar: Brasil, Venezuela, México y, al cabo, los Estados Unidos, hasta el día en que, establecida en una pequeña ciudad universitaria de Nueva Jersey, Emilia reencuentra a su marido perdido.
Sólo que él sigue siendo un hombre de 30 años y su reaparición va a destruir la costumbre de Emilia: vivir recordando la ausencia del único hombre que amó y que, ahora, regresa con "una sonrisa llegada de muy lejos".
No diré más. Sólo añadiré que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos, ya que, en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades posibles, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo.
Tomás Eloy Martínez buscó -y encontró- en la novela la realidad de lo que la historia ha olvidado. Y puesto que la historia ha sido lo que ha sido, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido y, a veces, lo que nunca ha dicho. En la obra de Tomás Eloy, el lenguaje, portador de duda frente a la ideología, la certeza religiosa, el conformismo moral o la mascarada política, no puede dejar de lado ni a la ideología, ni a la religión, ni a la moral ni a la política. La diferencia estriba en que la novela no puede ser dominada por ninguna de las cuatro. Por el contrario, puede presentar ideología, religión, moral o política como problemas, abriéndole la puerta a la interrogación, elevando el techo de la imaginación, descendiendo al sótano de la memoria y, sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal: "Vengo a proponerles una duda".
La riqueza de la cultura argentina contrastaba con la pobreza de su vida política y económica. Tal es el enigma de esa gran nación, planteado una y otra vez en la obra de Tomás Eloy: ¿por qué, teniéndolo todo, la Argentina acaba teniendo nada? ¿Por qué la cultura vigorosa e ininterrumpida de la República del Plata no le da vigor y continuidad a su vida política?
Quizá Tomás Eloy Martínez nos advierta, desde su vida, desde su muerte, que cuando al cabo entendemos nuestra miseria, podemos entender sus abismos y sus cumbres y, a partir de ello, conocer la verdad.
Tomás Eloy Martínez, como pocos, nos acercó a la verdad. Huidiza, interminable. Como la libertad misma.

El autor es escritor; su última novela es Adán en Edén

Fuente: Diario La Nación

Tomás Eloy Martínez: 16 de julio de 1934 - 31 de enero de 2010.
Un hombre que sabía celebrar la vida
La mirada íntima de una colega que conoció al escritor. Su carrera, sus expectativas y las enseñanzas de un intelectual fundamental de la Argentina.
Por: Susana Viau
Decía que de sus obras quería especialmente una “novelita” -el diminutivo le pertenece- que había publicado entre La novela de Perón y Santa Evita, para limpiar el paladar de personajes tan grandes. La mano del amo, la tituló, y está al alcance de quien quiera leerla. La última vez que nos vimos, hace poco más de una semana, me gustó darle la razón: también yo prefiero La mano del amo, el mito sobre el que fundó su punto de vista sobre la vida y la literatura: “A Madre, para que no vuelva / a quemar lo que escribo”. Hablamos precisamente de ella, de su madre -que a su modo extraño siempre había estado pendiente de lo que él escribía-, y de su padre, menos interesado en sus libros (según su relato) que en su afecto.
Detrás de esas menciones solía colarse toda una constelación de personajes tucumanos, como el tío tartamudo que lo llevaba a ver el fútbol y gritaba los goles con una demora que provocaba las burlas de la hinchada. Durante la comida -alrededor de la mesa estaban su hijo Gonzalo y su primo Oscar-, le avisaron que su hermano había llamado preguntando si podía pasar a verlo. “¡Cómo no va a poder pasar, si es mi hermano!”, contestó. Sentí que le había dado a la palabra “hermano” una extraña densidad.
Alguna vez lo escuché quejarse de que había llegado tarde a la literatura: que el periodismo, la salida rápida con que se ganaban la vida los que soñaban con ella en el siglo pasado, le había devorado muchos años y mucha fuerza. Había escrito su primer cuento en la infancia, cuando le prohibieron ir al cine y leer libros porque se había escapado a ver una función de circo. Pero también le agradecía al oficio la convivencia formadora con los correctores de La Gaceta de Tucumán y la mudanza a Buenos Aires. En la ciudad donde murió el domingo a la noche, Tomás fue central para la avanzada de la modernización del periodismo en Primera Plana, Panorama y La Opinión. Desde Pri-Pla, así la llamábamos, con una tapa dedicada a “América, la gran novela”, le dio identidad a lo que se insinuaba como “el boom de la literatura latinoamericana”. Hay quienes dicen que ese fenómeno nunca existió. En todo caso la fórmula fue suya. Un paraguas bajo el que se guarecieron García Márquez, Onetti, Cortázar, Fuentes, Donoso, Vargas Llosa o el recuperado Felisberto Hernández. Tomás fue, a la vez, padre e hijo del boom.
En esa cresta de la ola estaba cuando le preguntó al mar, literalmente, si la vida valía la pena. Salió de esa crisis con el deseo de escribir Sagrado, su primera novela, que publicó en 1969 y nunca quiso reimprimir. “Fue apenas un ejercicio”, explicaba, y en nuestra última charla insistió en esa idea. Menos suyo, más público, fue su libro siguiente: La pasión según Trelew. En 1973 narró la masacre de dieciséis guerrilleros en la base Almirante Zar y la rebelión popular -el estado de comuna- que siguió en la ciudad. Al valor simbólico del libro se sumaron los avances de una investigación judicial sobre delitos que se creían olvidados.
Por esa obra, que disgustó a la Triple A, debió exiliarse en 1975. Escribía cartas a los cuatro hijos que había dejado en Buenos Aires. Lugar común la muerte -una recopilación de sus narraciones periodísticas que después fotocopiaron un par de generaciones de estudiantes- lo dedicó a los dos pequeños que volvieron a la Argentina con su madre. En Caracas, donde debió quedarse durante la última dictadura, conoció a Susana Rotker, la madre de su hija menor. La niña nació en Washington, mientras él terminaba La novela de Perón con una beca del Wilson Center.
Entonces le cayó la fama. El juego entre realidad y ficción que había marcado el eclipse de Saint-John Perse en Lugar común la muerte (donde él supo contar como ficción la realidad) o su entrevista a Juan Domingo Perón interrumpida por su mucamo José López Rega (donde la realidad nacional se empecinó en tomar la forma de la ficción), trabajo que años después publicaría en Las vidas del general, iniciaron una voz literaria que crecería hasta volverse singular.
Si Santa Evita -otro juego en el que usó la matriz verosímil del periodismo para contar una ficción- le dio la popularidad en su país y en las treinta y seis lenguas a las que fue traducida, Purgatorio, su última novela, funde los dos territorios. El narrador vive en el pueblo de New Jersey donde vivió Tomás; es un escritor argentino que enseña literatura en la Universidad de Rutgers como él; los médicos que lo tratan son los que lo trataron a él. La enfermedad lo preocupa como lo preocupaba a él. La literatura cumple el mismo papel que cumplía para él: “Escribir siempre fue para mí un acto de libertad, el único por el que mi yo se pasea sin rendir cuentas”, dice el narrador. “Quiero ver qué hay al otro lado de las palabras, en los paisajes que no se ven, en los relatos que desaparecen a medida que los despliego”.
Un silencio prolongado separó Santa Evita (1995) de El vuelo de la reina (2002), dedicado a su última esposa, Gabriela Esquivada. Pero desde entonces volvió a publicar -El cantor de tango, Purgatorio- y exploraba en estos días el otro lado de las palabras en una historia del Olimpo desde los dioses griegos hasta el centro clandestino de detención de Floresta.
A fines de 2005 contó en una columna, “Con los ojos abiertos”, la historia de una mujer que, al enterarse de que le quedaban semanas de vida, organizó una fiesta para celebrar la experiencia de haber pasado por este mundo y para despedirse de sus amigos. “Yo también quiero esperar la muerte con los ojos abiertos”, me comentó cierto día, en una larga conversación telefónica hablando de esa nota y de la enfermedad. Tenía muchos motivos para celebrar su vida. Habíamos tenido tiempos, gente, entusiasmos, afectos y desafectos comunes. Incluso compartimos la aparición de algunos males. Fue a raíz de esa coincidencia infeliz que un mediodía me contó de su nefrectomía y del viaje interminable hacia el quirófano, boca arriba en la camilla. Pensaba, me dijo, en la posibilidad de flaquear ante la muerte y en el dilema de Pascal. “¿Y al final rezaste?”, le pregunté, y con esa carcajada medida que lo caracterizaba me contestó que no. Me estaba enseñando algo.
Lejaim, por la vida, Tomás. Porque no hay otra, pero la tuya está tramada en tus libros. Allí la encontrarán los que no te conocen cuando los que te conocimos no estemos para recordarte. Los datos indican: Tomás Eloy Martínez, 16 de julio de 1934 - 31 de enero de 2010. Pero hay otros puntos de vista.

Fuente: Crítica de la Argentina


Adiós al Maestro
Por: Miguel Russo
Tomás, ¿qué es lo peor de ver el país desde afuera?", le pregunté una noche, hace unos seis años, a un Tomás Eloy Martínez recién llegado de Nueva Jersey, mientras caminábamos por Libertador sin un rumbo sensato después de una entrevista en la cual los dos habíamos cumplido el rol de hacer que no nos conocíamos. "Que no se ve", dijo, eligiendo las palabras. Se paró de pronto en medio de la vereda, me tomó del brazo como si recién se diera cuenta, y repitió: "que no se ve".
Algo similar a lo peor de la muerte: que no se vuelve a ver al que se muere. Pero cuando el que se muere es un maestro, lo peor se duplica con esa tremenda certeza actual de que nadie ocupa ese lugar. Digo, en primera persona, como siempre me enseñaron que nunca se debería escribir en periodismo: tuve tres grandes maestros en esto de ganarse la vida haciendo lo que uno quiere, como escribir. Uno: Osvaldo Soriano, con el que aprendí algo de la dictadura y la rebelión de los horarios y mucho de la sapiencia animal a la hora de dar el sí a un texto. Dos: Homero Alsina Thevenet, del cual todavía recuerdo su cara de noble uruguayo rompiendo en mil pedacitos la hoja tres de las cuatro entregadas, cuando no había computadora ni economía que permitiera hacer copias del original entregado, y diciendo "empalmá, era largo". Tres: Tomás. Tomás y su constante modo de hacer que el otro, el que lo escuchaba, el que lo leía, el que devoraba sus libros o sus notas, yo, por caso, pareciera más inteligente que él.
Soriano y Homero se fueron hace un tiempo. Ayer le tocó a Tomás.
Costará dejar de ver a Tomás Eloy Martínez. Dejar de verlo, en su caso, es saber, también, que no habrá un nuevo libro. Costará dejar de escucharlo contar a los 70, con la misma fresca indignación de los 35 cuando lo escribió, la represión desatada en el Rosariazo que él transformó en un magnífico alegato contra el terrorismo de Estado desde las páginas de Primera Plana. Costará dejar de verlo sonreír mientras recuerda sus discusiones con Gabriel García Márquez sobre las bondades y maldades del realismo mágico o sus largas charlas con Paul Auster sobre el valor literario de las casualidades. Costará dejar de viajar con él a aquella descabellada entrevista de varias semanas con Perón en Puerta de Hierro en la cual la voz del líder era el solícito -y ya energúmeno- José López Rega que contestaba las preguntas en primera persona como si él fuera el mismísimo General. Costará dejar de verlo reír a carcajadas mientras contaba parte de aquella demencia: "Hubo un momento en que el Brujo dijo, hablando por boca de Perón 'conocí a López Rega en el Colegio Militar, apenas ingresé, en 1910. Yo traté de subsanar el error y me dirigí a Perón: 'General, López Rega nació seis años después de esa fecha'. Perón me miró como despertando de una pesadilla y López Rega siguió su relato, imperturbable". O escucharlo contar las atrocidades de Isabelita acostándose al lado del cadáver momificado de Eva para que el Brujo intente (a todas luces, de manera infructuosa) pasarle los poderes de una a otra. Costará dejar de preguntarse y preguntarle cómo hizo con todo eso para armar esa maravilla de La novela de Perón. Y costará dejar de verlo pedir otro café en el bar de Belgrano y Perú (pequeño o extenso recreo de todos los periodistas en la esquina de la vieja redacción de Página/12), y decir algo tan genial y tan indescifrable como "la cosa es sentarse a escribir y tener ganas de hacerlo".
Sentarse a escribir y tener ganas de hacerlo. Puro Tomás, pura lección de literatura. Justamente, nunca pude preguntarle dónde empezaba la literatura y dónde terminaba el periodismo (el saberse inteligente al lado de Tomás tenía sus límites, y uno a veces sabía dónde estaba por decir una idiotez y callaba a tiempo). De todos modos, Tomás hubiera contestado con un pedazo de su vida, con "la vez aquella que..." o con "una vuelta, estábamos en...". Y todo hubiera sido develado.
Costará dejar de verlo en el otro lado de la mesa en una parrilla de Montevideo cuestionando la falta de un bloque férreo de pensamiento latinoamericano. Costará dejar de verlo cuestionando a "los empresarios de medios que se arrodillan ante el Financial Times o el New York Times pero piensan para sus diarios y revistas nacionales que el lector promedio es el mismo que ve televisión o pasa largas horas frente a Internet". Costará dejar de escucharlo decir en el cuartito que aquel viejo suplemento literario que se llamaba Primer plano y que él dirigía ocupaba en la redacción de Página: "No hagamos lo que ellos esperan. No seamos un residuo del boom latinoamericano. No nos pensemos en la categoría de hace cuarenta o cincuenta años".
Costará dejar de verlo caminando como hace seis años por Libertador, de ningún lado a ningún lado, pateando por patear por Buenos Aires, después de tanto Nueva Jersey. Y nos seguirá costando mucho eso de no poder sustituir a ciertos maestros.

Fuente: Diario Diagonales


Me enseñó a ver y a escribir
Por: Alejandro Castañeda

Por él me hice crítico de cine. Y periodista.
Yo tenía 15 años y el cine era para mí un pasatiempo. El mejor de todos, el único capaz de trasladarme a otro mundo. Pero un día llegó accidentalmente a mis manos una crítica de Tomás Eloy Martínez en La Nación. Y desde ese día, el cine y el periodismo fueron, para siempre, otra cosa. Aprendí que había algo inasible y sugerente, más allá de lo que reflejaba la pantalla. Y que esas sensaciones se podían compartir y transmitir. Su prosa deslumbrante parecía incitarme a emularlo como espectador y como periodista. Debo tener guardadas más de una crónica de aquella época y aún recuerdo de memoria párrafos de Tomás Eloy sobre "El séptimo sello" o "Hiroshima mon amour".
Dos años después lo vi tomando un café en un bar de la calle Rivadavia en Mar del Plata. ¿Qué hago? ¿Le cuento de mi admiración? Me animé, entré y me presenté. Y dos años después, cuando me inscribí en Bellas Artes para estudiar la carrera de Cine, lo reencontré. Tomás daba la materia Teoría general del cine. No era mi profesor, yo estaba en los primeros años. Pero cada sábado lo esperaba y lo acompañaba hasta Plaza Italia para tomar el Expreso Buenos Aires o el Río de la Plata. Le mostraba emocionado recortes de sus críticas, que repasábamos juntos, mientras saboreábamos los infaltables bloquecitos de Suchard que Tomás compraba en el kiosco. Era como una cita sacramental que yo paladeaba más que ese chocolate. Después lo perdí de vista, pero siempre seguí muy de cerca su fenomenal carrera. Me gratificaban sus logros como novelista, aunque para mí siguió siendo el crítico que un día me llevó al cine y no me dejó alejarme jamás. Y el periodista que me marcó.
Gracias, Tomás, por haberme enseñado a amar el cine y las palabras.

Fuente: Diario El Día