lunes, 29 de septiembre de 2008

La información en un mundo globalizado

Por: Carlos Gabeta*

Medios de comunicación
La situación actual de las comunicaciones, y en particular de las informaciones, se inscribe en el fenómeno de la globalización mercantil, económica, financiera, tecnológica, científica y cultural. Puesto que el tema de las comunicaciones es demasiado vasto, me referiré aquí solamente a la información periodística. Asistimos a un doble fenómeno, aparentemente contradictorio. Por un lado la información, es decir el flujo informativo, se multiplica, acelera y expande en todas direcciones, abarca el planeta entero. Por otro, y al mismo tiempo, los medios de comunicación se comprimen; es decir se fusionan, se integran en un número cada vez menor de megaempresas. Este fenómeno obedece a varias causas, pero estructuralmente se debe al extraordinario desarrollo científico y tecnológico operado en las últimas décadas. En el campo de la información, tres elementos que antes funcionaban por separado -la telefonía, la televisión y la computadora; es decir, el transporte, el soporte y la base de datos- tienden a devenir uno solo. De manera natural, las empresas que los diseñaban y fabricaban se inclinan a fusionarse. Además, la digitalización y otros progresos tecnológicos han logrado unir el sonido, la imagen y la letra impresa en un mismo soporte.
Estas tres expresiones, que antes “viajaban” por separado, ahora lo hacen juntas. La digitalización descodifica la imagen, el sonido y la letra impresa, los transforma en un único sistema numérico y los transporta al mismo tiempo por un mismo canal. Así, todos los elementos de la información viajan ahora juntos y a la velocidad de la luz. De ahí que la información se universalice y los medios se concentren, ya que la tecnología no sólo lo permite: podría incluso decirse que “lo pide”. ¿No tienden acaso a fundirse en un solo aparato el televisor, la computadora, el teléfono y hasta la radio y el equipo de música? Hoy por hoy, en la computadora se pueden ver, manipular y transmitir fotos, imágenes en movimiento, música, textos escritos. Esta revolución tecnológica plantea una serie de problemas extremadamente interesantes, en varios niveles. Por un lado, se altera la noción, el concepto mismo de cuál es la función informativa. Por otro, se pone en cuestión la relación del receptor tanto con el mensaje como con su emisor. El primer fenómeno se produce porque la inmediatez anula en la mayor parte de los casos lo esencial de la función del informador, que es responder a las preguntas clásicas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo y, de ser posible, por qué. Si un informador llega al lugar de un hecho y todo lo que puede hacer es apuntar su cámara y sostener un micrófono (puesto que ya está “informando” en directo), es evidente que la investigación, la verificación de informaciones, el contraste de datos, su confiabilidad y veracidad -aspectos esenciales de su función- no pueden ser llevados a cabo. Una cultura de la inmediatez, vinculada con la imagen, reemplaza poco a poco el espíritu de verificación, de contraste, de crítica.
Lo inmediato es, por definición, fugaz, y está destinado a ser reemplazado por lo “en vivo y en directo” del momento siguiente, sin que resulte posible establecer relaciones de contexto, efecto y causalidad. El segundo fenómeno -la relación del receptor con la información y con su emisor- tiene que ver con la difusión de la idea de que “ver” (ser testigo), equivale a comprender. El ciudadano que se está informando -frente a la pantalla de televisión, escuchando una radio o leyendo un periódico- apenas unos momentos después de ocurrido un hecho (cuando no viéndolo en directo, lo que ocurre cada vez con más frecuencia), debe preguntarse si ser testigo de un acontecimiento en tiempo real significa, necesaria y automáticamente, comprenderlo, ya que no es lo mismo ver que comprender.
En efecto, se ha difundido la idea de que, puesto que asistimos a un acontecimiento en tiempo real, lo entendemos. Y esto no es necesariamente así. Tomemos por ejemplo la famosa frase “una imagen vale más que mil palabras”. Se trata nada más que de eso, de una frase. Aunque en muchos casos algunas imágenes son extremadamente expresivas, en la comprensión racional de un fenómeno nada reemplaza el conocimiento previo y general, y la investigación posterior. Si vemos, por ejemplo, una fotografía o una película de un accidente de tránsito, la mayoría de las preguntas básicas no podrán ser respondidas por la simple visión. Esto es fácilmente verificable preguntando a los testigos de cualquier hecho: la experiencia prueba que, habiendo visto todos la misma cosa, las versiones difieren y, en muchos casos, son contradictorias. La percepción de un testigo está “filtrada” por sus aptitudes físicas, la situación en que se encontraba en el momento, su capacidad de observación, su memoria, su cultura, sus prejuicios, el mayor o menor conocimiento del tema.
Los dos fenómenos apuntados –cambio en la función informativa y en la relación del receptor tanto con el mensaje como con el emisor- están provocando otro fenómeno global, contradictorio y muy preocupante: las sociedades disponen de cada vez más información -y más barata- pero los ciudadanos tienen un conocimiento cada vez menos acabado no ya del conjunto de los sucesos mundiales, sino de la media docena de asuntos vitales para su vida cotidiana. Esto es así porque la información se hace abundante y menos cara, pero pierde calidad. La información de calidad, como es el caso de los papers especializados que reciben ciertos ejecutivos de empresas y dirigentes políticos, es en cambio muy cara. Si consideramos que en las sociedades modernas un ciudadano medio se sirve de la información de que dispone para su trabajo, sus inversiones, la educación de sus hijos, elegir a sus representantes políticos, su futuro y hasta su tiempo libre, vemos hasta qué punto el tema de “conocer” al emisor de la información y de “comprender” realmente los mensajes es importante no sólo para cada individuo, sino para la sociedad en su conjunto.

La polución informativa
Pero hay un fenómeno más difícil de captar y más preocupante aún, porque sencillamente distorsiona, altera y modifica la información, en muchos casos hasta desnaturalizarla por completo. Se trata de los efectos de la concentración empresaria sobre el proceso informativo y sobre la noción misma de información.
El desarrollo científico y tecnológico genera, por un lado, necesidades de capitales (la investigación para llegar a estos descubrimientos es cara) y por otro, se origina la necesidad -y la posibilidad concreta- de reducir costos. Ambos objetivos se logran mediante la fusión de distintas empresas, posible ahora, como se ha dicho, por la “coincidencia” tecnológica de distintos elementos que antes funcionaban por separado. Esto tiene una serie de efectos-por ejemplo la “racionalización” productiva y administrativa, es decir, la supresión de puestos de trabajo y la sobrecarga de funciones en los remanentes- pero para lo que nos interesa aquí, uno esencial: esas fusiones empresarias suponen, del mismo modo que en el plano tecnológico, la unión de intereses empresariales que antes funcionaban por separado o eran incluso competidores. Por ejemplo, la de las industrias del entretenimiento, de la publicidad, del marketing, de la encuestas de opinión, etc., con la de la información. Fusiones como la de Time, Warner, CNN y otras son un ejemplo de esto. A lo que debe agregarse que el gran movimiento de capitales que estas megafusiones requieren hace que la propiedad de estas empresas se desplace desde el periodista/empresario de antaño (Randolph Hearst, Roberto Noble, por ejemplo), hacia miles, a veces millones de accionistas. De manera natural, el “objetivo”, el “cliente”, el target de los administradores de esas empresas pasa a ser otro: de la necesidad de conquistar a un lector, oyente o televidente con informaciones útiles y confiables, se pasa a la necesidad de satisfacer el interés económico de los inversionistas.
El mundo informativo está así cada vez más controlado por megaempresas que abarcan todas las ramas del negocio de la comunicación. Con varios efectos: eliminación de fuentes de trabajo, aceleración y polución de la información y restricción en la variedad de fuentes. No es lo mismo que en una ciudad haya cuatro diarios, tres canales de televisión y dos radios pertenecientes a propietarios distintos, a que estos mismos medios pertenezcan a un par de propietarios, cuando no a uno sólo. Estas empresas fusionadas siguen ofreciendo servicios informativos, pero ya no son gestionadas por periodistas, sino por gerentes económicos o administrativos o de finanzas, cuyo punto de referencia no son los lectores, no es el público, sino los accionistas o los patrones de la empresa.
Una cosa es un periodista propietario y director de una empresa periodística y otra un gerente administrativo en la misma función. El periodista apunta a ganarse al público; el gerente administrativo tendrá una tendencia natural a preocuparse por la reacción de los accionistas si no aumenta el nivel de ganancias, si el retorno de capital no es el adecuado. Otra transformación importante, producto de la influencia de la industria del entretenimiento, de la publicidad, etc., sobre la información y de ciertas colisiones entre los intereses respectivos: la información, que tradicionalmente debía responder a dos requisitos para ser transmisible (ser verdadera y verificable), ahora debe ser atractiva, interesante, y de ser posible, divertida. Por supuesto, no es que se diga que no debe ser verdadera, sino que se pone el acento, se insiste, en que debe ser atractiva, lo que es completamente diferente.
También en que debe ser comprendida por todos (es decir, por un público masivo), lo que lleva a nivelar hacia abajo la calidad del suministro de información. Una buena información no necesariamente es atractiva ni simple, a veces es deprimente o compleja, pero los ciudadanos tienen el derecho de enterarse de esas cosas, lo más aproximadamente posible tal como son. Pueden apagar el televisor, la radio, desconectarse de Internet o dejar de leer el periódico si no quieren enterarse de ciertas cosas o si no las entienden; es su derecho. Pero su derecho esencial es encontrar esas noticias allí donde están, con la garantía de que no estén polucionadas por otros intereses ni criterios ajenos a la información, porque necesitan formarse su propio criterio sobre lo que pasa, sobre la realidad. Y los servicios que el ciudadano paga para informarse deben ofrecer la garantía de transparencia, seriedad y profesionalidad; deben informar sobre toda la realidad, atractiva, compleja, o no. De modo que el problema de la información -y aquí llegamos al meollo del problema- es cuál es el concepto; qué es la información ¿se trata de un servicio público, de un derecho de los ciudadanos, o es una mercancía, algo que debe tratarse como tal, algo que debe venderse? ¿Debe tratarse a los ciudadanos como consumidores, es decir las informaciones deben seleccionarse y eventualmente “adornarse” para “ser vendidas”, o los hechos deben ser tomados tal como ocurren, seleccionados con la mayor objetividad, tratados con la mayor honestidad e independencia intelectual posible y suministrados a los ciudadanos para brindarles un servicio?
¿Deben ser presentados tal como son o, por lo contrario, vestidos para que sean atractivos y entretenidos, para ser comprados? Quizá convenga terminar con un ejemplo que demuestra de qué modo el tiempo real, la competencia entre medios y los nuevos criterios que poco a poco se han impuesto sobre el concepto de información, llevan a distorsionar su suministro. En 1989, en las postrimerías del régimen dictatorial rumano de Nicolae Ceacescu, es descubierta una fosa común en la localidad de Timisoara. Un periodista de televisión encuentra allí decenas de esqueletos enterrados. Apresurado por salvaguardar la primicia, el periodista afirma que se trata de los restos de una masacre del régimen. Así, con prisas, sin verificación, sobre la base de puras suposiciones, se conoció en los días siguientes, para escándalo de todo el mundo, “la masacre de Timisoara”. Después se descubrió que era una fosa que tenía muchos años de antigüedad, pero no era lo mismo decir que se trataba de una masacre reciente que advertir que podía tratarse de una fosa con decenas de años de antigüedad… La verdad no importaba. Este ejemplo tiene más moraleja aún. Un periodista del diario francés Liberation, que llevaba tiempo en Rumania, se tomó el tiempo de investigar un poco más. Sospechando que algo no encajaba, llamó a su jefe de redacción en Paris y le dijo que era muy dudoso que esos esqueletos pertenecieran a una masacre reciente. El jefe de redacción -que contó autocráticamente la anécdota en un libro, años después- le contestó: “¿cómo va a ser mentira si lo estoy mirando ahora mismo en la televisión? ¿Cómo me dices que no hay cadáveres?”. El periodista contestó: “No estoy diciendo que sea mentira ni que no hay cadáveres. Sino que parece ser que no son producto de una masacre reciente; este es un osario viejo, no tiene nada que ver con nada”. El jefe insistió: “pero lo estoy mirando en la televisión y hay un vecino que dice que sí”. Total, que la información falsa también salió publicada en un periódico, un medio que no transmite en tiempo real y dispone de más posibilidades de investigar. Por un lado “lo que se ve” tiene garantía automática de veracidad; por otro, la competencia obliga: si los demás periódicos titulan con “la masacre de Timisoara”, ¿cómo quedarse atrás? Es muy importante entender estos fenómenos porque vivimos en una época de imágenes, en una cultura de imágenes y de velocidad. Se trata de un progreso, pero depende de cómo y para qué se utilice. La conclusión es que informarse no es una tarea fácil. Pero es a través de la información que recibimos que, muchas veces sin darnos cuenta, decidimos sobre nuestro presente y nuestro futuro. De la calidad de la información de que disponemos depende nuestra calidad de vida.
La información es un servicio público, no una mercancía. A nadie se le ocurriría pensar, aunque en los hechos ocurre, que la salud es una mercancía y no un servicio público; un derecho de los ciudadanos. Sin embargo, empieza a parecernos normal que alguien no profesional, una presentadora o presentador nada más que con buena presencia, nos pase información sin ser periodista, o que la información nos llegue mezclada con anuncios publicitarios, o con aderezos de entretenimiento.
Debemos reivindicar el derecho a informarnos. Para ello debemos asumir que, como a todas las cosas importantes de la vida, debemos dedicarle tiempo y atención.

* Carlos Gabetta es periodista y escritor. Actualmente es director de Le Monde
Diplomatique en castellano, edición Cono Sur. De larga trayectoria profesional en
Francia, España y México, fue director del semanario El Periodista, de Buenos Aires (1984-1988). Publicó, entre otros, los libros Todos somos subversivos (Bruguera,
Buenos Aires, 1984), Qué hacemos con este país (Contrapunto, Buenos Aires, 1988),
y La debacle de Argentina (Icaria, Barcelona, 2003)

Publicada en el Boletín de información alternativa del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE) 2008