domingo, 7 de septiembre de 2025

Entre árboles caídos y torres que suben: la memoria en riesgo en Rosario

En Rosario, donde las torres crecen y los árboles caen como si sus raíces buscaran el cielo, hay quienes insisten en mirar hacia atrás para no perderlo todo. Ana María Ferrini es una de esas voces.

En las Señales, tomamos contacto con Ana María Ferrini, profesora, amiga de la casa y una voz activa del grupo Basta de Demoliciones, dedicado a la defensa del patrimonio cultural y urbano de Rosario, especialmente en el barrio Fisherton. Ya hemos conversado con ella en otras ocasiones, siempre involucrada en proyectos interesantes.

Ferrini repasa su historia y la de su ciudad: desde el barrio Fisherton hasta los intentos de desmontes en el Bosque de los Constituyentes; desde las casas del Abasto hasta las 45.000 fotos de Basta de Demoliciones, un grupo que se ha convertido en archivo, trinchera y testimonio.

No solo denuncia lo que se pierde, sino que también celebra lo que sobrevive —una casa, una crónica, una semilla de moringa— y apuesta a nuevos modos de resistencia.

Le pedimos que nos cuente sobre su participación en Casas Rosarinas, una reciente publicación que ha generado mucho interés.
"Bueno, en realidad Casas Rosarinas no lo escribí yo —aclara Ferrini—. Es un libro coral: somos 27 autores. Yo simplemente lo edité, escribí el prólogo (que ni siquiera firmé) y me pasé muchas noches revisando el material, como en mis tiempos de actividad docente. El libro surge de ese grupo de Facebook.

Basta de Demoliciones en 15 años llegó a reunir más de 45 mil fotos. Esas imágenes generaron algo extraordinario: relatos. Personas que se vieron movilizadas por una foto y escribieron. Esa fue la dinámica. Y un día, quienes administramos el grupo nos dimos cuenta de que teníamos un material riquísimo en nuestras manos.

El grupo se llama Basta de... porque propone un parate, un freno. Vos, que sos comunicador, lo sabés bien: decir "basta" es un acto de resistencia. Pero lo triste es que no hubo tal basta: las demoliciones continúan, las torres siguen construyéndose y la destrucción avanza con brutalidad.

Sin embargo, algo permanece. Y eso que perdura también resiste: la memoria. Allí donde se recuerda, hay resistencia.

De esas fotos publicadas, calculamos que al menos 5 mil registran construcciones que ya no existen. Esas imágenes son huellas: lo que la cámara atrapó, la ciudad lo ha dejado atrás. En un tiempo que privilegia la inmediatez y el olvido funcional, recordar es un acto político. Resistir es recordar, y al hacerlo, restituimos aquello que el tiempo, la especulación inmobiliaria o la negligencia intentaron borrar.

Pero no son solo las fotos lo que queda. También está lo que la gente escribió: notas al margen, etiquetas, nombres, fechas. Fragmentos de historias personales que sobreviven como testimonio. Todo eso me lleva a pensar en los cronistas que llegaron a México durante la Conquista. Buscaban oro, y a veces lo encontraban. Pero sin saberlo —o incluso en contra de su voluntad— dejaron algo más valioso: sus relatos. En su escritura, en la mirada con la que registraron lo que veían, está el verdadero oro: una fuente inagotable de memoria, aunque nacida del despojo.

Eso lo decía mi profesor, Adolfo Prieto, quien nos enseñaba a leer entre líneas, a valorar lo que queda en los pliegues del discurso. Y también lo entendía Pablo Neruda, desde otro lugar, desde lo político: en medio de la barbarie, la poesía resiste. Es el mismo principio. Allí donde hay palabra, imagen o relato, hay también una forma de no ceder del todo ante el olvido.
Somos un grupo chico, ni siquiera llegamos a 8.000 personas —hay grupos que tienen 100 mil—, pero la gente dejó historias que merecían ser escritas".

El grupo, nos cuenta, funciona como una especie de archivo espontáneo de la ciudad, de sus casas, calles y vivencias. A pesar de que muchas construcciones ya han desaparecido bajo la piqueta, la memoria resiste.

El libro reúne historias de unas 30 casas, no solo palacetes o residencias de valor histórico evidente, sino también casas de barrio, de adobe, de lata, casas chorizo, casas humildes, incluso viviendas que ya no existen. Participaron investigadores del CONICET, escritores como Beatriz Vignoli —quien escribió un poema—, pero también vecinos comunes que decidieron compartir la historia de su hogar.

"Me arrepentí de no haber puesto también un texto informativo sobre la casa que está sobre el puente, la Casa Barco del Puente Grognet, en homenaje al periodista y poeta Emilio Ortiz Grognet", agrega Ferrini.
Le preguntamos a Ana María cómo pueden hacer los oyentes para acceder a esas fotos, a esas historias y, por supuesto, al libro.

—El libro, aunque no lo creas, se súper agotó —responde, entre risas—. Se convirtió en un verdadero bestseller. Tuvimos el apoyo del subsecretario de Cultura, que nos dio una suma para poder hacer una impresión humilde. No es un libro de lujo, no tiene tapa dura ni fotos a color, como los que uno ve en presentaciones pomposas en el Teatro El Círculo, por ejemplo. Pero sí tiene una edición muy cuidada, muy prolija. Es de tapa blanda, sí, pero hecho con muchísimo esmero.

El libro se vendió en el Museo Estévez y en varias librerías, y también se distribuyó de forma directa, en mano, durante las presentaciones. Hubo tres: una en el Museo Estévez, otra en la Biblioteca Popular Gastón Gori, otra más en la Biblioteca Popular Alberdi... y me estoy olvidando de una cuarta. Ahora ya vamos por la tercera impresión, así que cuando esté lista voy a avisar dónde se podrá conseguir.

También se donaron ejemplares a muchas bibliotecas rosarinas, y hay uno en la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, que nos pidieron especialmente.
¿Y las fotos? Las pueden ver en las redes. En Facebook tenemos una página que se llama Patrimonio Rosarino, y el grupo más activo y militante es Basta de Demoliciones. Pero ojo: quien te diga que somos una ONG, no. Seguimos siendo un grupo de Facebook. Es decir, si Meta un día decide bajarlo, lo puede hacer. No hay estructura formal, pero sí un compromiso muy fuerte. De hecho, estamos pensando en sacar otro libro el año que viene, con otras 30 casas. Porque ahora hay más gente que quiere escribir, que quiere contar su historia.

"Lo de Fisherton es otra historia", dice Ana María con una sonrisa. Y lo dice en serio: la página sobre el barrio Fisherton es un espacio diferente, más cercano, más íntimo.

—A mí me da mucho placer trabajar con ella —cuenta—. Me levanto tempranísimo para llenarla de contenido. Ya no puedo salir todos los días a sacar fotos, porque una va envejeciendo… Pero siempre trato de que algo aparezca.

Durante la pandemia, la página se volvió especialmente activa. Ana María participaba de un proyecto del Museo de la Ciudad llamado El barrio explorado, que la llevó a convertirse, como ella misma dice, en una "cronista de su barrio", junto a una señora escritora cuyos textos también forman parte del libro, y que falleció el año pasado.

—La página nació poquito antes de la pandemia —explica— y empezó a crecer. Hoy tiene lo que podríamos llamar una pequeña ciudad de miembros: vecinos del barrio, más muchos amigos de afuera.

En plena pandemia, decidieron armar un subgrupo específico para servicios, donde la gente pudiera ofrecer sus productos o hacer changas. La página principal, en cambio, quedó reservada para historias, patrimonio y paisajes. Allí, vecinas y vecinos comparten fotos antiguas, casas, recuerdos. Y, poco a poco, empiezan a contar. Y a recordar.
—Imaginate: en plena pandemia, todos encerrados… lo que la gente pudo llegar a contar.

La página, dice, es más heterogénea. A veces aparece un perro perdido, un gato encontrado, algún aviso de algún evento social. Pero siempre hay algo del barrio. Y todo eso también construye historia.

—Así se va armando la identidad del barrio. A eso apunta el proyecto de Barrio explorado. Es un proyecto excelente.

Ana María habla de Fisherton con conocimiento y amor, pero también con preocupación. Señala que es un barrio profundamente desigual.

"Calculo que los otros barrios también lo son —dice—, pero Fisherton tiene esa particularidad de contener realidades muy distintas: gente con mucho dinero, clase media, gente humilde, y desde los años 60, personas que llegaron del interior y se asentaron en villas que forman un cinturón alrededor del barrio. De eso no se habla".

Ella no nació en Fisherton: nació en El Abasto, un barrio que hoy es parte del macrocentro rosarino, pero que en su infancia era bien distinto. Allí vivió hasta los nueve años. Luego, su familia se mudó a Fisherton, a una casa construida por su padre gracias al segundo plan quinquenal —las llamadas "casas Evita" o "chalet californianos".
"Nunca dejo de marcar eso —dice—, porque fue una política que permitió el ascenso y el acceso a la vivienda para personas que de otro modo nunca podrían haber tenido una casa. Hoy, tampoco podrían".

Y contrasta esa experiencia con lo que ocurre hoy: una transformación urbana que va dejando atrás la identidad del barrio. Fisherton, que era un barrio verde, fresco, lleno de árboles, ahora se ve amenazado por la construcción de torres y condominios.

"No se está resolviendo ningún problema habitacional con eso. En los años 50 sí había una solución social real. Hoy, los famosos condominios son inaccesibles. Y lo que es peor: avanzan sobre árboles añosos, que son arrancados. Me hace mucho mal ver eso".
Cuenta que a solo una cuadra de su casa se están construyendo torres, como el complejo Abra. En la esquina de Tarragona y Brassey, tiraron abajo casas y árboles que formaban parte del paisaje cotidiano del barrio. "Yo pienso en el verano —dice—. ¿Qué va a pasar con el calor?"

Algunos vecinos critican las construcciones diciendo que son "Fonavis de lujo", pero Ana María responde con firmeza:

"Aun los Fonavis, les guste o no, resolvieron el problema de la vivienda. Y se construyeron en zonas libres, sin demoler nada".

Frente a su casa hay otra propiedad hermosa en venta, que probablemente sea demolida. Tal vez conserven la casa madre como club house, pero el daño ambiental ya está hecho.

"Yo soy muy sensible con el tema de los animales y las plantas. Me parte el alma ver árboles derribados en pleno verano. ¿Dónde queda la calidad de vida? Se construye para arriba, pero nadie piensa en construir para abajo. Y ya lo vivimos en Rosario con lo de calle Salta 2141".

Se refiere a los servicios: cañerías de gas, agua, luz, internet. Todo obsoleto, sin planificación urbana real. Ella lo vive de cerca: está a una cuadra de uno de estos nuevos complejos.
"El calor es terrible. El árbol es el ser más generoso y antiguo de la creación: te da sombra, te da frutos… hasta agua te da. A mí me regalaron una moringa, que vino en semilla desde Chiapas. Me enteré hace poco que puede liberar litros de agua. En un barrio verde como era este, eso debería valorarse".

En medio de la charla, Ana María vuelve sobre la moringa, ese árbol especial que tiene en su casa.

—Me la regaló un compañero, me regaló el arbolito —cuenta—. Él la trajo en semilla desde Chiapas, de la Selva Lacandona. Tiene algunos árboles grandes ya en su casa, pero nunca le dieron fruto. Y yo te soy sincera: la mía tampoco. Pero sé que da fruto.

Cuenta que su moringa todavía está en un macetón, que es pequeña, pero ya regala algo.

—Si le cortás una hoja, tiene gusto a berro. O sea, el árbol te da sombra, te da agua, te da ensalada. Y por supuesto, oxígeno. Es un árbol adaptado al frío, un árbol de la vida, como lo llaman en la India.

Se ríe de sí misma: "Saqué el tema de la moringa porque soy dispersa", dice. Pero enseguida vuelve a la idea que atraviesa toda la entrevista:

—El árbol es el ser más antiguo y el que menos pide. Y acá, en Rosario, se los derriba con total liviandad. A mí ya me cuesta salir a caminar por el barrio, me da desesperación.

En ese contexto, recuerda una de las luchas recientes: el eucalipto centenario de Fisherton.
—Fisherton tiene 136 años. Ese eucalipto debe andar por ahí, por la misma edad. Lo había convocado un vecino del barrio, que lo vio amenazado por una grúa. Otro vecino pidió ayuda, y nos juntamos varios. Finalmente logramos que se lo declare como árbol protegido a nivel municipal. Y ahora estamos buscando que se lo declare también a nivel provincial.

Hubo otra lucha parecida, quizá más difícil: los cien árboles del Bosque de los Constituyentes. Ana María cuenta que un compañero pasó en bicicleta y vio una escena inquietante: cien árboles, enjaulados, con cruces rojas pintadas en los troncos.

—Estaban condenados —explica—. Los iban a talar para ampliar la avenida Jorge Newbery. Y yo no estoy en contra de que se amplíe, me parece perfecto. Pero, ¿por qué no se amplió hacia el sur? ¿Por qué justo hacia ese lado? Porque ahí hay un terreno que ya tenía propaganda anunciando un futuro condominio.

La pelea llegó hasta el Concejo. Los árboles ya estaban marcados, listos para caer. Pero lograron frenarlo.

—El ingeniero agrónomo Alejandro Gabi, que fue uno de los que ayudó a crear el bosque, nos explicó algo clave: esos árboles protegen del viento y amortiguan el ruido para los que están detrás. Sacarlos no solo era un error ambiental; era un acto de profunda ignorancia.

Finalmente, se logró modificar el trazado. La obra sigue adelante, pero con un recorrido más costoso, que —según Ana María— probablemente le reste algunos metros al terreno destinado a condominios.

—Estamos viviendo un fenómeno grave: la pérdida de identidad —dice Ana María Ferrini, con tono firme.

Y enseguida aclara que las luchas recientes —la del eucalipto centenario, la del Bosque de los Constituyentes— no fueron solo por los árboles.
—No era salvar uno o cien árboles. Era defender una identidad. La de un barrio verde. Un barrio que, te lo vuelvo a decir, es muy diverso.

Se distancia de la imagen elitista que muchas veces se asocia con Fisherton:

—No es solo el Fisherton inglés, el que ve la gente del Jockey Club. Son muchas imágenes. Muchas historias. Muchos barrios en uno.

Y antes de cerrar, se permite un anuncio que mezcla orgullo con incertidumbre:

—Paso un chivo —dice, entre risas—. Aunque no sé en qué va a quedar, porque los libros para niños son carísimos… Se viene Fisherton para niños. Un libro con diez o doce imágenes a todo color, hechas por Rubén Rigatuso, que también es muralista. Yo ya escribí los textos para cada una.

Y enumera, como si abriera las páginas en su mente:

—La estación, la iglesia, las escuelas, el bosque, el eucalipto… Ese es el sitio patrimonial que queremos dejarles también a los chicos.

En tiempos donde las decisiones urbanas parecen alejarse cada vez más de las personas y de la memoria, Ana María Ferrini insiste en mirar con otros ojos. En cada relato, en cada árbol defendido, en cada casa recordada, hay una apuesta: que Rosario no se vuelva irreconocible. Que todavía podamos habitar una ciudad donde el patrimonio no sea una molestia, sino una herencia viva. Donde crecer no sea sinónimo de olvidar.
Fotos: Basta de Demoliciones, Archivo Señales