sábado, 26 de julio de 2025

La tierra (a)guarda: memoria violentada, respuesta que evita incomodar

La muestra titulada La tierra (a)guarda se exhibe en la Biblioteca Argentina Dr. Juan Álvarez. Había sido montada a partir de un registro fotográfico del colectivo documental Posteo, como se informó poco más de un mes atrás, durante los preparativos finales. El proyecto rescata una historia íntima y, a la vez, profundamente política: los libros que un abuelo enterró durante la última dictadura cívico militar y que su nieta desenterró décadas después. Aquella recuperación fue registrada en imágenes que hoy forman parte de la muestra.

El martes 22 de julio, ese trabajo fue vandalizado. Se escribieron mensajes de odio con marcador rojo indeleble que arruinaron parte del texto de sala y algunas de las copias montadas. 

En Señales dialogamos con Nicolás Chárles, subsecretario de Innovación Cultural de la Municipalidad de Rosario, para entender qué sucedió en la Biblioteca Argentina tras un grave episodio de vandalismo. Según relataron personas que frecuentan la biblioteca, el autor del ataque no habría protagonizado por primera vez una acción de este tipo: gritos, insultos, maltratos. Esta vez, sin embargo, fue más allá. Dañó directamente una obra de arte con lo que parecía ser un crayón o marcador rojo, con el que escribió palabras insultantes y agravios.

Chárles remarcó que la obra La tierra (a)guarda, construida a partir de una investigación de María Julia Blanco y el trabajo artístico del colectivo Zafarrancho, representa una reflexión profunda sobre la dictadura, la memoria y su vínculo con el presente. Según explicó, la propuesta artística surge de un acto íntimo y político: el entierro de libros por parte de un abuelo durante la dictadura, en un gesto de supervivencia y amor. Décadas después, esa memoria fue recuperada por su nieta y convertida en imágenes que hoy componen la muestra.

Desde la curaduría, contó Chárles, se decidió que las paredes pudieran ser intervenidas como parte del proyecto, buscando vincular pasado y presente, dictadura y juventud. Señaló que casi todas las intervenciones previas —realizadas con lápiz o lápices de colores— habían sido respetuosas, invitando al diálogo y la reflexión. Pero destacó que en este caso puntual, una persona utilizó un fibrón rojo para escribir insultos y mensajes cargados de odio, alterando el sentido del espacio.

Si bien repudiaron la agresión, Chárles sostuvo que el hecho permitió visibilizar la violencia discursiva que circula en otros ámbitos, como las redes sociales, y que muchas veces se naturaliza. En cambio, en este caso, al materializarse en una muestra artística, cobró otra dimensión. Señaló que el episodio encendió una alarma sobre el tipo de tensiones que pueden emerger, especialmente en un año previo al 50° aniversario del golpe de Estado de 1976, donde, estimó, este tipo de conflictos simbólicos podrían intensificarse.
Durante la entrevista, también se puso sobre la mesa un punto importante: el hecho de que la intervención artística propuesta por el colectivo Zafarrancho no era ilimitada. Desde un comienzo, esa participación del público —dibujar, escribir o dejar mensajes en las paredes— se pensó desde una lógica colectiva, cuidada y con un sentido estético-político definido, y con un tiempo acotado. Por eso, se le planteó a Chárles que lo ocurrido excedía esos límites de manera evidente.

El funcionario admitió que, efectivamente, este caso desbordó el concepto original de intervención artística. Dijo que, si bien la muestra había sido pensada para habilitar la interacción del público, lo sucedido distorsionó completamente esa intención. Reconoció que hubo un tiempo excesivo en la acción del agresor, que nadie intervino a tiempo para frenarlo, y que el contenido escrito fue abiertamente violento, insultante y agraviante.

Este exceso, explicó, llevó a revisar el modo en que se gestiona ese tipo de propuestas participativas dentro de espacios públicos. Señaló que, tras debatirlo con el colectivo y el equipo de la Biblioteca, se optó por no borrar las marcas ni tapar lo sucedido, sino sostener la muestra hasta el 8 de agosto y transformarla en una acción de desmontaje colectivo. Una forma, según dijo, de visibilizar lo que pasó, repudiarlo públicamente y, al mismo tiempo, fortalecer el sentido de la propuesta original.

Chárles insistió en que no se avala bajo ningún punto de vista lo escrito por el agresor, pero que, lejos de invisibilizarlo, se optó por que ese hecho —doloroso y perturbador— quede expuesto y pueda servir como disparador para el debate, la reflexión y el fortalecimiento del diálogo democrático en un momento especialmente cargado de tensiones políticas y simbólicas.

Sobre el agresor, confirmó que ya fue identificado: se trata de una persona que asiste regularmente a la biblioteca y se le señaló que ha mostrado comportamientos agresivos no sólo durante este episodio, sino también hacia trabajadores y trabajadoras del lugar. Chárles mencionó que se intentó generar un espacio de diálogo con la persona, aunque reconoció que, por su posicionamiento ideológico, fue inviable mantener una conversación sana.

Aclaró que no se realizó una denuncia formal, aunque sí se consultó a los asesores legales de la municipalidad. En ese marco, subrayó la importancia de cuidar la institucionalidad, y aseguró que, llegado el caso, se tomarán las medidas necesarias, siempre priorizando el consenso, la reflexión y la pedagogía, por sobre las reacciones impulsivas.
Uno de los libros enterrados
Finalmente, Chárles destacó el impacto positivo que tuvo la muestra en la comunidad: por su enfoque innovador, por su capacidad de conectar con jóvenes y escuelas, que pasaron por el lugar, y por cómo acercó un tema complejo desde un lugar sensible. A pesar del hecho lamentable, insistió en la necesidad de capitalizar lo ocurrido para abrir un debate más amplio sobre cómo, como sociedad, se enfrentan los discursos de odio y la violencia simbólica, sin caer en respuestas punitivas automáticas. "Hay que repensar, respirar hondo, y seguir trabajando en cómo construir espacios comunes desde la diferencia", concluyó.

Consultado sobre el agresor, Nicolás Chárles indicó que se trata de una persona de mediana edad, sin brindar más detalles. Sin embargo, el eje de la conversación se desplazó rápidamente hacia el contenido del comunicado difundido por el colectivo Zafarrancho el mismo martes del hecho y publicado, en partes, en las redes de la biblioteca pública. En ese texto, los artistas señalaron sin eufemismos que la acción vandálica tenía la intención de bloquear y obturar la acción artística de lectura y escritura colectiva que la muestra proponía. Además, agregaban que ese intento de silenciar el pasado pretendía reinstalar la teoría de los dos demonios, desconociendo la experiencia histórica concreta del terrorismo de Estado. Y aún más: advertían que este tipo de gestos no eran aislados ni apolíticos, sino habilitados desde la violencia que —según sostuvieron— expresa a diario el actual presidente de la Nación, Javier Milei. La omisión no pasó desapercibida, generando incluso ruido dentro de la audiencia de Señales.

Frente a esta observación, Chárles respondió con una aclaración que puso en primer plano la tensión entre la dimensión personal y la responsabilidad institucional. Dijo que, en lo personal, coincidía con gran parte del análisis del colectivo —recordó que Rosario fue la primera ciudad del país en contar con un Museo de la Memoria y que desde hace décadas mantiene una militancia activa en la defensa de los derechos humanos—. Pero, subrayó, el rol público exige otra prudencia: "Tenemos que ser lo más cuidadosos posible para hablarle a la mayor cantidad de población posible", sostuvo.

Reiteró su repudio al acto vandálico, pero explicó que la comunicación oficial no puede replicar todas las expresiones políticas de un colectivo artístico, por más afinidad que exista. Insistió en que ese cuidado no implica neutralidad ni tibieza, sino una decisión institucional de construir consensos amplios, sin dejar de atender los contextos ni de buscar estrategias para que los discursos de odio no encuentren espacio en espacios culturales como la Biblioteca.

La respuesta dejó en evidencia un punto de fricción: mientras Zafarrancho señala sin vueltas que el ataque se inscribe en un clima político de hostilidad promovido desde el poder, el municipio optó por una línea comunicacional más moderada, consciente del lugar desde donde se habla.

Sobre el cierre de la muestra, Chárles confirmó que el 8 de agosto se realizará una acción especial impulsada por el colectivo, en formato de desmontaje colectivo, para visibilizar lo ocurrido y reafirmar el valor del trabajo artístico. Señaló que estarán acompañando esa instancia, entendiendo que el episodio, aunque lamentable, permite redoblar el compromiso con una cultura democrática, participativa y profundamente ligada a la memoria.

En Señales se reafirmó esa lectura: lo que ocurrió no fue un hecho aislado ni espontáneo. El agresor intervino con tiempo, con intención de provocar y de marcar una postura. Inscribió insultos, califió de zurdos y tachó textos, escribió frases con una carga ideológica evidentemente negacionista, incluso ironizando sobre el nombre del colectivo ("sí, obvio, son un zafarrancho"). Tal como expresó Zafarrancho en su comunicado original, fue un intento de silenciar una acción colectiva de memoria y una expresión más del discurso que busca reinstalar la teoría de los dos demonios.

No se trató solo de un daño material. Fue un gesto político y, como tal, debe ser leído en su contexto: un presente atravesado por la disputa del sentido sobre nuestra memoria reciente y el lugar que esta ocupa en el espacio público; un momento de creciente agresividad discursiva, de ataques simbólicos, y de discursos que habilitan estas expresiones desde los más altos niveles del poder político. Desde Señales se reiteró la solidaridad con el colectivo Zafarrancho, y se informó que, si bien sus integrantes prefirieron no hablar en estos días, las puertas siguen abiertas para cuando decidan hacerlo.