sábado, 20 de mayo de 2023

Murió Luis Rubeo: Carlos Razzetti sigue pidiendo justicia por el crimen de su padre

Murió Luis Rubeo (padre), dirigente del peronismo santafesino. Nació en Rosario el 24 de julio de 1936 y se desempeñó como sindicalista, tres veces diputado nacional y senador nacional por Santa Fe. Tras su paso por el Congreso, desempeñó diversos cargos en el Parlamento Latinoamericano (Parlatino).

En los últimos años, la Justicia revisó el caso del crimen del también militante peronista y vicepresidente del Banco Municipal Carlos Razzetti. El hecho ocurrió la madrugada del 14 de octubre de 1973 luego de una cena en un club en zona Norte por el regreso al país del general y ex presidente exiliado Juan Domingo Perón. En ese momento, ninguna organización se atribuyó el crimen. Diversas investigaciones judiciales y algunas periodísticas asociaron a los acusados -entre los que se menciona la participacion de Rubeo-, a la Triple A, una banda parapolicial que operaba en ese entonces.

En abril de este año, la Cámara de Apelaciones revocó la absolución que había sido otorgada el 21 de febrero de 2021 en primera instancia al ex senador nacional y al militante Eduardo Aguilera, acusados como autores del crimen.

En las Señales Carlos Razzetti repasa el caso del crimen de su padre, también militante peronista y vicepresidente del Banco Municipal de Rosario, Constantino Razzetti.  En su libro: "La Triple-A", Ignacio González Janzen revisa la relación de Rubeo con la Tripla A, la Alianza Anticomunista Argentina. El libro fue editado por la editorial Contrapunto (1986), con la dirección de Eduardo Luis Duhalde y prólogo de Horacio Verbitsky. Compartimos fragmentos del primer capítulo y el que detalla un encuentro en el Círculo Militar.


La Triple-A
El 20 de junio de 1973, en Ezeiza, se inició la escalada de la derecha. Todos los grupos subordinados a López Rega y a la burocracia sindical desplegaron sus fuerzas para controlar la multitudinaria recepción a Perón. Fueron ellos, encabezados por Rucci y Miguel, así como dos provocadores de la talla de Jorge M. Osinde y Norma Kennedy, los que impusieron un dispositivo que pretendía evitar la aproximación de las columnas de la tendencia revolucionaria. Adjudicaron a sus planes una enorme importancia política —erigirse en guardia pretoriana de Perón— y reclutaron para ello a elementos parapoliciales, paramilitares, mercenarios extranjeros, guardaespaldas sindicales y activistas de extrema derecha.

En ese primer "estado mayor" de la federación de grupos de derecha se destacaron, también, Manuel Damiano, Luis Rúbeo, Alberto Brito Lima, Julio Yessi,
Felipe Romeo, Eduardo Auguste y José Miguel Tarquini —jefes e "ideólogos" de pequeñas bandas—, así como un buen número de ex oficiales del Ejército como Ciro Ahumada, Mario Franco, Fernando del Campo, Roberto Chavarri, Mariano Smith y el general Miguel Angel Iñiguez.

El resultado de ese "bautismo de fuego" —según la cuidadosa investigación de Horacio Verbitsky— fue trece muertos identificados, y aproximadamente 400 heridos2. El caos y fuego a discreción provocado por Iñiguez y Osinde no acabó con el "enemigo" , pero frustró la recepción de Perón y dejó un tendal de víctimas entre el pueblo peronista.

Desde ese 20 de junio en adelante, los ataques, atentados, agresiones, secuestros y crímenes perpetrados por la derecha se convertirían en un cruento recuento, primero intermitente y luego cotidiano. Rucci y López Rega compartieron, pese a sus agrias disputas, la jefatura de esa "policía interna" de neto corte fascista. La competencia entre ellos concluyó el 25 de septiembre de 1973, cuando Rucci fue emboscado por la guerrilla. Desde entonces, López Rega quedó como jefe supremo de los escuadrones de la muerte, a los que reforzó con una "Unidad Especial" formada por mercenarios, y el apoyo de los nuevos jefes que impuso en la Policía Federal....

Rucci fue un gran promotor de la creación de una "policía interna" en el peronismo. Una fuerza de choque dirigida a enfrentar y liquidar a la tendencia revolu-'
cionaria; esa tendencia que surgió en 1955 y se opuso desde entonces a los burócratas, que permaneció fiel a Perón durante 18 años, y que justamente por eso recogió la adhesión de los jóvenes que se incorporaron al movimiento al despuntar la década del 70. 

La coalición de derecha dentro del peronismo se formó ante la certidumbre, basada en la experiencia, de queel repudio de la mayoría sería un aluvión incontenible. Sabían que podían ser desbordados (como ocurrió finalmente en junio de 1975). Tenían plena conciencia de su aislamiento y desprestigio, y observaban con temor las movilizaciones populares, las nuevas organizaciones, las consignas de viejos luchadores revividas por una generación emergente.

Pese a las diferencias (las agrias disputas entre Rucci y López Rega y Miguel y Osinde y Rúbeo; los ajustes de cuentas pendientes entre Fernández Rivero, Giovenco y Norma Kennedy; los enfrentamientos porque la UOM tenía más recursos que la CGT, o porque López Rega retenía los fondos de Bienestar Social), la derecha se federó para sobrevivir. Se repartieron los hombres y las armas, concurrieron juntos a Ezeiza, reclamaron juntos la destitución de Cámpora, y contribuyeron con sus efectivos y su "potencia de fuego" a la formación de la Triple-A.

Muerto Rucci, López Rega asumió la jefatura de la federación derechista. Miguel no se la disputó: prefirió aparentar una neutralidad que le permitiera "negociar la postguerra". Pero sus tropas permanecieron activas, al servicio de esa "policía interna" que comenzó a secuestrar, torturar y asesinar antiguos y nuevos militantes peronistas, así como activistas de los partidos de izquierda.

Aquelarre en el Círculo Militar
La "federación de bandas" de derecha que bajo la conducción de López Rega adoptó el nombre de Alianza Anticomunista Argentina (AAA) perfiló sus planes en el verano del 74. Preveían la muerte de Perón y se preparaban para un combate frontal que les permitiera apoderarse de todos los resortes del gobierno. Su primera "acción estratégica" había sido la masacre de Ezeiza, un año antes, y el golpe final sería una ofensiva de aniquilamiento contra la tendencia revolucionaria del peronismo y el desplazamiento de los sectores terceristas.

En operaciones preliminares, las bandas ya habían asesinado a un centenar de cuadros medios y militantes de la Juventud Peronista y otras organizaciones de base, habían destruido con explosivos numerosos locales y unidades básicas y tomado por asalto seccionales sindicales que se oponían a la burocracia. También habían participado en el "Navarrazo" en Córdoba y en acciones contra otros gobernadores en Buenos Aires, Mendoza y Neuquén. Estaban listos para la "guerra total." 

El invierno se descolgó en junio y reaparecieron los abrigos encubriendo las pistolas. El frío de las mañanas se interrumpía al mediodía con un rato del sol que invitaba a un café en las veredas; tres hombres compartieron una mesa en "Las Delicias" de la avenida Callao. Eran viejos conocidos, pero se observaban con recelo en aquel encuentro casual. Alfredo Correa y Juan Carlos "el loco", veteranos de Tacuara y miembros de la CNU, sabían que su invitado era de "izquierda."

La charla se volvió amena y después de un café pidieron un whisky. Al fin y al cabo, el invitado lo había sacado a Castro de la facultad de Arquitectura una vez en que el SUD fue batido por la FUBA. "¿En qué estás?" , le preguntaron. "En nada" , respondió el tercero con prudencia. "¿En nada?" , insistieron. "En nada..." , reiteró. El diálogo se hizo más cordial.

Correa y Castro comentaron que ellos, en cambio, "estamos hasta las bolas" , y explicaron que "las cosas están por reventar" . Todo lo que ocurrió hasta ahora, "no es nada con lo que viene" , dijo Correa. A su vez Castro advirtió una sonrisa: "Hay momentos en que nos da miedo que la cana se eche atrás y nos meta a todos presos... Algunos están calientes por el ascenso de López Rega a comisario general" . Otro whisky. "Lo que pasa —intervino Correa— es que estamos haciendo el trabajo sucio que ellos no se animan a hacer... Pero yo no me arriesgo a que cambien de idea: me voy a España" . 

"¿En qué anda Jorge Money?" —preguntó Castro. "Creo que en nada" , contestó el invitado. "No jodás; —dijo Correa— está con los bolches..." 

La conversación se centró entonces en el viaje de Correa a España, y Castro se refirió a una pequeña cena de despedida. "Si querés podés venir; —dijo— mañana a la noche en el Círculo Militar" . Correa no se mostró muy de acuerdo... "Sí... podés venir... si no tenés nada mejor que hacer" . Se despidieron. Castro insistió: "Vení mañana, no dejés de venir" .

El invitado lo pensó todo el día y también al siguiente: si en la comida de despedida de Correa seguía la charla, podían aclararse muchas cosas sobre el "trabajo sucio" que estaban haciendo los nacionalistas de derecha y cosas que estaban "por reventar" . El problema no sería tanto entrar al Círculo Militar, como eventualmente sacar la cabeza de la boca del león. 

Fue una decisión difícil, temeraria. Con la tarjeta que le había dado Castro, el hombre salió hacia el Círculo Militar convencido que era un verdadero convidado de piedra, un comensal cristiano en el Circo Romano. No tenía ningún apuro y fue el último en llegar. El viejo edificio de Santa Fe y Maipú parecía vacío desde afuera; nada indicaba que en el salón comedor había cientos de personas. Cruzó la puerta giratoria y saludó a los porteros. Preguntó en qué salón era la reunión y subió lentamente las escaleras alfombradas, reconociendo sus propios pasos pesados. Una gran puerta cerrada le flanqueaba la entrada, y escuchó voces y rumor de gente. En la penumbra pensó en el "trabajo sucio" al que se había referido Correa. Abrió la puerta y entró al comedor casi cegado por la intensidad de las luces. 

Largas mesas con sus manteles blancos corrían paralelas a la puerta. El salón estaba repleto, pero muy pocas personas se interesaron en ver quién entraba: miraban hacia la izquierda, atentos a alguien que hablaba en voz alta. A la derecha estaba la cabecera con Correa y aquellos que presidían el encuentro. Frente a la puerta, un lugar vacío lo invitó a sentarse. Lo primero que pensó fue que era demasiada gente para una simple comida de despedida; había por lo menos 250 personas. 

Se acomodó en la silla. A su derecha reconoció a "Cuki" De la Garma, un viejo militante derechista, Jefe de Tacuara en Mar del Plata. Lo vio en retrospectiva de uniforme con camisa parda, arengando a sus seguidores. Se saludaron con un gesto. Miró a un lado y otro, y se dio cuenta que estaban pasando revista a los militantes más conocidos de los grupos nacionalistas: estaban todos. Cruzó algunos saludos con un movimiento de cabeza. 

Las palabras "guerra santa" le llamaron la atención, y descubrió que el que hablaba en el extremo izquierdo del comedor era el sacerdote Sánchez Abelenda, uno de los capellanes de las bandas. Un mozo le preguntó si iba a cenar y él respondió que no. Cuando el mozo insistía, una voz interrumpió al cura desde la cabecera: Mariano "Caballo" Gradín preguntó casi a gritos: "¡¿Qué hace acá el mismo tipo que entregó a la prensa una foto de Giovenco con un fierro en la m ano?!..." Un silencio enorme se apoderó del salón mientras varias personas se ponían de pie.

Habían pasado apenas tres o cuatro minutos desde que el último invitado entró al comedor. Y él sabía que Gradín lo apuntaba directamente. El abogado Guillermo MalmGreen se paró y preguntó también: "¿Quién es ese hijo de puta?..." Una gritería invadió la sala y varias personas empuñaron pistolas.

El convidado de piedra también se paró. Pero no giró hacia la puerta, en la que había un grupo de hombres de cabello corto con aspecto de militares. En un extraño arrebato, gritó: "Fui yo, ¡¿y qué?!" y mientras lo puteaba a Gradín caminó hacia la cabecera para increpar a Correa. Sabía que no podía salir y que sólo podía enfrentar la situación creando la mayor confusión posible. Desde la cabecera gritó que los mercenarios de López Rega eran traidores a Perón, gritó otras cosas por el estilo y sintió que lo alzaban en vilo entre varias personas que lo golpeaban. Lo último que atinó a gritarle a Correa fue que lo hacía responsable de lo que pasara... 

La foto de Giovenco había sido publicada por el diario Noticias y la revista Nuevo Hombre cuando el custodio de la UOM había volado al estallar una bomba que llevaba. Giovenco aparecía en la foto de portada con un revólver 38 en la mano, y la crónica de su vida y muerte incluía cartas de su puño y letra, escritas en la época en que dirigía la Juventud del Partido Revolución Libertadora. Para sus compañeros había sido un golpe muy duro porque dejó en evidencia la militancia antiperonista de un cuadro que abogaba por la "pureza del justicialismo" . Ese material pertenecía al archivo de la organización Descamisados —que encabezó Dardo Cabo— y que formó parte de la tendencia revolucionaria del peronismo.

Amigo y compañero de Cabo, el invitado figuraba en la lista de sospechosos de haber entregado a la prensa ese y otros materiales que comprometían a la derecha. Ya oportunamente había sido "condenado a muerte" por el grupo de Giovenco, según afirmó su viuda en una comunicación telefónica con el director de Noticias, Miguel Bonasso.

Pero en esos momentos todo pasó demasiado rápido: los hombres con aspectos de militares o policías, y otros más que se sumaron al grupo, sacaron a su prisionero al corredor del primer piso y cerraron las puertas del salón. Sólo una persona se interpuso y pidió a gritos que lo escucharan; era el "loco" Castro que trataba de impedir que lo mataran, y repetía "¡Déjenlo... es un viejo peronista!".

En esos momentos salió del comedor otro grupo de personas, y un hombre relativamente joven, de baja estatura, se presentó como el teniente Antinori y explicó que él había pedido el salón del Círculo Militar y lo que estaba ocurriendo lo comprometía ante el Ejército.

"¡A la mierda el Ejército!" gritó otra persona y aclaró: "Yo soy Luis Rúbeo, del sindicato de la Carne, y les voy a demostrar cómo se mata a un perro" . Rúbeo tenía una pistola 45 en la mano y golpeó con todas sus fuerzas en la frente del prisionero, abriéndole una herida profunda. El hombre cayó al piso y fue pateado por todos los que lo rodeaban, menos Castro que todavía intentaba que sus amigos "paren la mano." 

Desde el suelo, y mientras se cubría la cabeza con las manos, el hombre escuchó cómo sus agresores se peleaban el cadáver: "Entréguenmelo o lo mato acá adentro", gritaba Luis Rúbeo. Por su parte, Antinori proponía que se lo llevaran y lo mataran "en otro lado." 

Una persona a la que el resto le decía "comisario" afirmó que "si lo dejamos vivo va a identificar a todos". Castro logró meterse al círculo y con un pie a cada lado del cuerpo del prisionero lo cubrió por un momento de las patadas. Fue un instante y el hombre pudo ver enfrente de él los barrotes de la escalera... ¿podría saltar por el hueco hacia la planta baja? Encogió las piernas y saltó con todas sus fuerzas, pero se encontró de pie todavía a unos pasos de los primeros escalones. "¡Se escapa!", gritó Rúbeo y alzó su 45 con las dos manos. Castro volvió a interponerse y quedó en la línea de tiro; durante algunos segundos los tres se movieron sobre un mismo plano vertical.

"¡Córrete que les voy a mostrar lo que hacemos con estos mierdas los muchachos de la Carne!", gritaba Rúbeo buscando un ángulo para disparar, mientras el prisionero saltaba sobre la baranda y caía a un descanso a mitad de la escalera. El hombre rodó y se dio cuenta que estaba en la planta baja. Muy cerca, los porteros, atónitos, miraban sin entender qué estaba ocurriendo ni reaccionar de ninguna forma. 

El convidado de piedra no vio la puerta giratoria porque la sangre le cubría los ojos, chocó con ella y volvió a caer. Pero se levantó y corrió hacia la calle. El aire fresco de la noche le indicó que estaba en la vereda. Se limpió los ojos con la mano y se alejó hacia la calle Maipú, en dirección al pequeño museo militar rodeado de cañones antiguos.

Caminó lo más rápido que pudo y cuando se dio vuelta para ver si lo seguían, vio que Antinori y otras personas salían del Círculo Militar en la dirección contraria. Al llegar a la esquina vio un taxi detenido por un semáforo rojo, abrió la puerta y le pidió al conductor que se alejara lo más rápidamente que pudiera. El taxista no se impresionó, apretó el acelerador y cruzó el semáforo en rojo; varias cuadras después preguntó "¿A dónde lo llevo?". 

El invitado-prisionero-prófugo, se limpió la cara con un pañuelo del taxista. Estaba dolorido pero no aturdido. Se fue a su casa a buscar a su esposa y de allí a un lugar más seguro. Mientras le curaba la herida en la frente apoyó la mano sobre la máquina de escribir y apretó algunas teclas; escribió algunos nombres que nunca olvidaría y ciertas frases que escuchó esa noche —nombres y frases que eran el preludio de una época sangrienta. Había comenzado a escribir este libro.