Por: Celia Castellano Aguilera
Es un edificio amarillo ocre, en forma de cubo. Quienes pasaron por él lo suelen juzgar como un sitio feo y frío. Un lugar, en cierto sentido, privilegiado, si es que se le puede llamar así a algo en una guerra. Cuentan que vibraba monstruosamente cuando se acercaba la artillería.
El Holiday Inn sirvió de base de operaciones a periodistas de toda traza durante los casi cuatro años que duró el asedio de Sarajevo, de cuyo comienzo se han cumplido treinta años. El hotel hoy resiste en su emplazamiento original, en el límite de lo que en su día fue conocida como la avenida de los francotiradores, un nombre que no necesita pie de página.
Fue diseñado por el arquitecto bosnio Ivan Straus a la orilla del río Miljacka, y terminado en 1983, cuando la ciudad se engalanaba para los XVI Juegos Olímpicos de Invierno que se celebrarían un año más tarde. El Holiday Inn era ambicioso incluso para los estándares de las capitales europeas: ya contaba con un inmenso hall con fuente, varias salas de reuniones y una discoteca en el sótano. Tenía algo de crucero, y por sus habitaciones se deslizaban actores, deportistas, escritores y políticos; personajes ilustres y algunos no tan ilustres. Un banderín firmado por Juan Antonio Samaranch colgaba en la recepción. El color del hotel chocaba tanto que, según recoge la BBC, durante su construcción algunos trabajadores creyeron que se trataba de una broma.
Era comienzos de abril de 1992 cuando cayeron las primeras víctimas. Dos chicas, en una manifestación contra la guerra. Una era croata, la otra musulmana. Les dispararon desde una de las habitaciones del Holiday Inn. Allí se celebraron reuniones del recién creado Partido Democrático Serbio y allí se aposentaba la familia de su entonces líder, Radovan Karadžić.
Poco después de ser recuperado de las filas serbias, el hotel reabrió y se llenó de foráneos. "Fue una guerra con muchos periodistas", apunta a Público Plàcid García Planas, quien cubrió el asedio para La Vanguardia. Se convirtió en un Florida -el mítico hotel de Madrid en el que se alojó Hemingway durante la guerra civil- aunque mucho menos lustroso. Allí se hospedó Susan Sontag cuando estrenó Esperando a Godot en verano de 1993. "El siglo XX empezó en Sarajevo y el siglo XXI también comienza aquí", le diría la escritora a Alfonso Armada, entonces corresponsal de El País, en una entrevista.
De una guerra a otra, y alguna más por medio. En Sarajevo se disparó el proyectil que asesinó al heredero de un imperio, precipitando la Primera Guerra Mundial. Fue ocupada y liberada de los aliados nazis en la Segunda. Enterró prontamente el pasado colaboracionista y asumió los equilibrios étnicos que marcó Tito. Arreglos que comenzaron a fallar en el momento en que el mariscal faltó. La aparente convivencia de la ciudad más yugoslavista de Yugoslavia se quebró. Y volvieron las armas.
"Esta es la capital del mundo", escribe Armada en diciembre de 1992.
Los francotiradores disparaban sin criterio definido. Los muertos pronto se acumularon en Koševo, mientras que el estadio de fútbol del barrio de Grbavica, incendiado y minado, se convertía en una gran trinchera. Los combates en Trebević, antigua montaña olímpica, eran frecuentes. En el centro de la ciudad, los habitantes se encajonaban en los sótanos. Solo unos pocos conseguían licencia para huir por el túnel que se construyó bajo la pista del aeropuerto, o en contados convoyes con rumbo al desarraigo.
Los que se quedaban en la ciudad apostaban por mantener la vida con festivales de cine, fútbol, radio, desfiles de moda. Humor y arrojo frente a la pasividad internacional. "Había un grupo de teatro que decidió que para mantener la moral de la ciudad era más importante seguir haciendo teatro que ir a combatir al frente", apunta a Público Armada, quien no dudó en salir a buscar fiestas de cumpleaños. "La guerra en Sarajevo llegó a ser monótona, siempre era lo mismo. Por eso es importante tener miradas laterales", medita García Planas.
Por aquel entonces, intentar cruzar la entrada principal del Holiday Inn, agujereada y con los cristales reventados por las bombas, acostumbraba a ser una apuesta a todo o nada.
En los entresijos del hotel se intentaba mantener la normalidad. "Recuerdo que me parecía absurdo que cambiasen cada día las pastillas de jabón", señala Armada. Los trabajadores conservaban camisa y chaqueta. La comida no faltaba. "Ya nos cobraban lo suficiente para comprarla en el mercado negro. El hotel ofrecía desayuno, comida y cena, algo bastante necesario porque no había apenas posibilidad en otros sitios", anota a Público Gervasio Sánchez, fotorreportero y corresponsal del Heraldo de Aragón.
Las condiciones del alojamiento se fueron deteriorando a medida que el cerco se endurecía y la ciudad se quedaba sin agua y sin luz, pero en semejante panorama todo era suficiente. "Las habitaciones del frontal estaban vacías, nosotros dormíamos en los laterales y en la parte de atrás, que era un poco más segura", explica Sánchez, quien apuntala: "Era extremadamente peligroso entrar y salir del hotel. Entrábamos con los coches hasta el parking, había que hacer muchas maniobras. Los francotiradores disparaban a darte, a mí alguna vez me alcanzaron el coche".
"Había un corresponsal al que le gustaba salir corriendo por la avenida de los francotiradores, jugando con la suerte de una forma un poco absurda", asegura Armada.
"En el Holiday Inn se fueron quedando los medios más potentes y prepotentes, con sus vehículos blindados", escribe García Planas en su libro Como un ángel sin permiso. Era caro, 62 dólares la noche la habitación compartida, y el que podía se agenciaba un piso en la ciudad. Pero quien más y quien menos pasaba por caja en el Holiday Inn. Allí estaban las grandes agencias, el enlace con el mundo exterior. Cuenta Armada que necesitaba camelarse a los corresponsales en posesión de transmisores, y correr para enviar la crónica y que llegase a primera edición. "Aparte de pagar la conexión, que era carísima, a veces había que hacer pequeños sobornos con cerveza y gasolina", explica.
También en aquel hotel se encontraba genuino arropo y camaradería. Se cenaba, se conversaba. "Para mí el Holiday es el piano, el piano blanco de cola que, por la noche, cuando no quedaba casi nadie en el hall, tocaba el técnico de la radiotelevisión italiana", rememora García Planas.
Y cuando el frío paralizaba, no quedaba otra que abrazarse al compañero.
Una noche del primer agosto cayó un mortero en la habitación 601. García Planas, a pocas habitaciones de distancia, ni se enteró, "escuchaba los conciertos de Brandenburgo con un walkman". Algunos periodistas subieron a constatar que seguía vivo (o que estaba muerto). Él bajaba tranquilamente las escaleras.
El 28 de agosto, Armada escribió en su diario, recogido en su libro Sarajevo: "He puesto el colchón de Keith contra la ventana -él huyó esta mañana de esta pobre ciudad maldita- y la única lámpara que da luz está en el suelo medio cubierta por una manta". Al día siguiente, escribía: "Un hotel con vistas sobre la muerte. Escribo a la luz de una vela. Trato de que el miedo no agriete mi voluntad".
"A veces disparaban directamente contra el hotel, y como tiene un espacio hueco, un gran patio central, la propia estructura hacía de caja de resonancia y multiplicaba el impacto. Era espantoso, daba pavor", relata Armada. Por entonces la discoteca servía de búnker. "Gervasio y yo tomamos la decisión de no bajar al sótano, no por exceso de valor sino porque si bajábamos, ¿luego a dónde íbamos? Decidimos aguantar el medio para no agotar las últimas reservas, y bajar cuando el nivel de pánico fuese insoportable", explica el corresponsal, sin gravedad. "Poníamos tape en las ventanas en forma de equis, para que en caso que la onda expansiva reventase el cristal este no fuese un arma más", apostilla Sánchez.
Diez mil civiles murieron durante el asedio de Sarajevo. Cien mil en toda la Guerra de Bosnia. Casi dos millones fueron desplazados. Los Acuerdos de Dayton de 1995 se firmaron tarde y mal, y repartieron étnicamente el país consolidando las fronteras forzadas por la guerra. Una chapuza que, a día de hoy, se paga cara, con periódicas amenazas veladas de vuelta a la violencia.
"En Sarajevo se informó de forma constante y fidedigna sobre lo que ocurría y, sin embargo, eso no provocó una gran reacción. Esa ausencia hizo que la guerra se envileciera y que Bosnia se convirtiera en un país imposible. Las atrocidades se toleraron hasta la matanza de Srebrenica. Al final, el mensaje que se envió es que, a pesar de las promesas tras la Segunda Guerra Mundial, la fuerza podía imponer su ley, y ahora lo volvemos a ver con Ucrania", razona Armada.
El Holiday Inn, rebautizado hoy simplemente como Holiday, carga con la mística de los hoteles que han visto demasiado. La de aquellos que ayudan a tejer la memoria y reciben visitas por el respeto que invocan. "Las guerras son también sus hoteles, y el Holiday está cosido a mi biografía", sentencia García Planas. Un día, el corresponsal escribió: "Hay hoteles de imposible check out".
Es un edificio amarillo ocre, en forma de cubo. Quienes pasaron por él lo suelen juzgar como un sitio feo y frío. Un lugar, en cierto sentido, privilegiado, si es que se le puede llamar así a algo en una guerra. Cuentan que vibraba monstruosamente cuando se acercaba la artillería.
El Holiday Inn sirvió de base de operaciones a periodistas de toda traza durante los casi cuatro años que duró el asedio de Sarajevo, de cuyo comienzo se han cumplido treinta años. El hotel hoy resiste en su emplazamiento original, en el límite de lo que en su día fue conocida como la avenida de los francotiradores, un nombre que no necesita pie de página.
Fue diseñado por el arquitecto bosnio Ivan Straus a la orilla del río Miljacka, y terminado en 1983, cuando la ciudad se engalanaba para los XVI Juegos Olímpicos de Invierno que se celebrarían un año más tarde. El Holiday Inn era ambicioso incluso para los estándares de las capitales europeas: ya contaba con un inmenso hall con fuente, varias salas de reuniones y una discoteca en el sótano. Tenía algo de crucero, y por sus habitaciones se deslizaban actores, deportistas, escritores y políticos; personajes ilustres y algunos no tan ilustres. Un banderín firmado por Juan Antonio Samaranch colgaba en la recepción. El color del hotel chocaba tanto que, según recoge la BBC, durante su construcción algunos trabajadores creyeron que se trataba de una broma.
Era comienzos de abril de 1992 cuando cayeron las primeras víctimas. Dos chicas, en una manifestación contra la guerra. Una era croata, la otra musulmana. Les dispararon desde una de las habitaciones del Holiday Inn. Allí se celebraron reuniones del recién creado Partido Democrático Serbio y allí se aposentaba la familia de su entonces líder, Radovan Karadžić.
Poco después de ser recuperado de las filas serbias, el hotel reabrió y se llenó de foráneos. "Fue una guerra con muchos periodistas", apunta a Público Plàcid García Planas, quien cubrió el asedio para La Vanguardia. Se convirtió en un Florida -el mítico hotel de Madrid en el que se alojó Hemingway durante la guerra civil- aunque mucho menos lustroso. Allí se hospedó Susan Sontag cuando estrenó Esperando a Godot en verano de 1993. "El siglo XX empezó en Sarajevo y el siglo XXI también comienza aquí", le diría la escritora a Alfonso Armada, entonces corresponsal de El País, en una entrevista.
De una guerra a otra, y alguna más por medio. En Sarajevo se disparó el proyectil que asesinó al heredero de un imperio, precipitando la Primera Guerra Mundial. Fue ocupada y liberada de los aliados nazis en la Segunda. Enterró prontamente el pasado colaboracionista y asumió los equilibrios étnicos que marcó Tito. Arreglos que comenzaron a fallar en el momento en que el mariscal faltó. La aparente convivencia de la ciudad más yugoslavista de Yugoslavia se quebró. Y volvieron las armas.
"Esta es la capital del mundo", escribe Armada en diciembre de 1992.
Los francotiradores disparaban sin criterio definido. Los muertos pronto se acumularon en Koševo, mientras que el estadio de fútbol del barrio de Grbavica, incendiado y minado, se convertía en una gran trinchera. Los combates en Trebević, antigua montaña olímpica, eran frecuentes. En el centro de la ciudad, los habitantes se encajonaban en los sótanos. Solo unos pocos conseguían licencia para huir por el túnel que se construyó bajo la pista del aeropuerto, o en contados convoyes con rumbo al desarraigo.
Los que se quedaban en la ciudad apostaban por mantener la vida con festivales de cine, fútbol, radio, desfiles de moda. Humor y arrojo frente a la pasividad internacional. "Había un grupo de teatro que decidió que para mantener la moral de la ciudad era más importante seguir haciendo teatro que ir a combatir al frente", apunta a Público Armada, quien no dudó en salir a buscar fiestas de cumpleaños. "La guerra en Sarajevo llegó a ser monótona, siempre era lo mismo. Por eso es importante tener miradas laterales", medita García Planas.
Por aquel entonces, intentar cruzar la entrada principal del Holiday Inn, agujereada y con los cristales reventados por las bombas, acostumbraba a ser una apuesta a todo o nada.
En los entresijos del hotel se intentaba mantener la normalidad. "Recuerdo que me parecía absurdo que cambiasen cada día las pastillas de jabón", señala Armada. Los trabajadores conservaban camisa y chaqueta. La comida no faltaba. "Ya nos cobraban lo suficiente para comprarla en el mercado negro. El hotel ofrecía desayuno, comida y cena, algo bastante necesario porque no había apenas posibilidad en otros sitios", anota a Público Gervasio Sánchez, fotorreportero y corresponsal del Heraldo de Aragón.
Las condiciones del alojamiento se fueron deteriorando a medida que el cerco se endurecía y la ciudad se quedaba sin agua y sin luz, pero en semejante panorama todo era suficiente. "Las habitaciones del frontal estaban vacías, nosotros dormíamos en los laterales y en la parte de atrás, que era un poco más segura", explica Sánchez, quien apuntala: "Era extremadamente peligroso entrar y salir del hotel. Entrábamos con los coches hasta el parking, había que hacer muchas maniobras. Los francotiradores disparaban a darte, a mí alguna vez me alcanzaron el coche".
"Había un corresponsal al que le gustaba salir corriendo por la avenida de los francotiradores, jugando con la suerte de una forma un poco absurda", asegura Armada.
"En el Holiday Inn se fueron quedando los medios más potentes y prepotentes, con sus vehículos blindados", escribe García Planas en su libro Como un ángel sin permiso. Era caro, 62 dólares la noche la habitación compartida, y el que podía se agenciaba un piso en la ciudad. Pero quien más y quien menos pasaba por caja en el Holiday Inn. Allí estaban las grandes agencias, el enlace con el mundo exterior. Cuenta Armada que necesitaba camelarse a los corresponsales en posesión de transmisores, y correr para enviar la crónica y que llegase a primera edición. "Aparte de pagar la conexión, que era carísima, a veces había que hacer pequeños sobornos con cerveza y gasolina", explica.
También en aquel hotel se encontraba genuino arropo y camaradería. Se cenaba, se conversaba. "Para mí el Holiday es el piano, el piano blanco de cola que, por la noche, cuando no quedaba casi nadie en el hall, tocaba el técnico de la radiotelevisión italiana", rememora García Planas.
Y cuando el frío paralizaba, no quedaba otra que abrazarse al compañero.
Una noche del primer agosto cayó un mortero en la habitación 601. García Planas, a pocas habitaciones de distancia, ni se enteró, "escuchaba los conciertos de Brandenburgo con un walkman". Algunos periodistas subieron a constatar que seguía vivo (o que estaba muerto). Él bajaba tranquilamente las escaleras.
El 28 de agosto, Armada escribió en su diario, recogido en su libro Sarajevo: "He puesto el colchón de Keith contra la ventana -él huyó esta mañana de esta pobre ciudad maldita- y la única lámpara que da luz está en el suelo medio cubierta por una manta". Al día siguiente, escribía: "Un hotel con vistas sobre la muerte. Escribo a la luz de una vela. Trato de que el miedo no agriete mi voluntad".
"A veces disparaban directamente contra el hotel, y como tiene un espacio hueco, un gran patio central, la propia estructura hacía de caja de resonancia y multiplicaba el impacto. Era espantoso, daba pavor", relata Armada. Por entonces la discoteca servía de búnker. "Gervasio y yo tomamos la decisión de no bajar al sótano, no por exceso de valor sino porque si bajábamos, ¿luego a dónde íbamos? Decidimos aguantar el medio para no agotar las últimas reservas, y bajar cuando el nivel de pánico fuese insoportable", explica el corresponsal, sin gravedad. "Poníamos tape en las ventanas en forma de equis, para que en caso que la onda expansiva reventase el cristal este no fuese un arma más", apostilla Sánchez.
Diez mil civiles murieron durante el asedio de Sarajevo. Cien mil en toda la Guerra de Bosnia. Casi dos millones fueron desplazados. Los Acuerdos de Dayton de 1995 se firmaron tarde y mal, y repartieron étnicamente el país consolidando las fronteras forzadas por la guerra. Una chapuza que, a día de hoy, se paga cara, con periódicas amenazas veladas de vuelta a la violencia.
"En Sarajevo se informó de forma constante y fidedigna sobre lo que ocurría y, sin embargo, eso no provocó una gran reacción. Esa ausencia hizo que la guerra se envileciera y que Bosnia se convirtiera en un país imposible. Las atrocidades se toleraron hasta la matanza de Srebrenica. Al final, el mensaje que se envió es que, a pesar de las promesas tras la Segunda Guerra Mundial, la fuerza podía imponer su ley, y ahora lo volvemos a ver con Ucrania", razona Armada.
El Holiday Inn, rebautizado hoy simplemente como Holiday, carga con la mística de los hoteles que han visto demasiado. La de aquellos que ayudan a tejer la memoria y reciben visitas por el respeto que invocan. "Las guerras son también sus hoteles, y el Holiday está cosido a mi biografía", sentencia García Planas. Un día, el corresponsal escribió: "Hay hoteles de imposible check out".
Fuente: Diario Püblico