sábado, 6 de julio de 2019

Andrew Graham-Yooll 1944 - 2019

El periodista Graham-Yooll, falleció este viernes en Londres, adonde había llegado pocas horas antes para asistir al casamiento de su nieta. Era hijo de una inglesa y un escocés pero nació en Buenos Aires, donde vivió hasta 1977, cuando tuvo que exiliarse y volver a la tierra de sus padres por las amenazas que recibía por sus acciones desde el Buenos Aires Herald
La noticia la dio a conocer su amigo y editor de Daniel Divinsky: "No soy contribuyente de Facebook salvo excepciones. Hoy haré una. Falleció anoche en Londres, adonde había llegado 12 horas antes para asistir al casamiento de una de sus nietas, mi amigo Andrew Graham-Yooll, periodista de raza, uno de los valientes que desde el Buenos Aires Herald dirigido por Cox publicaba las noticias sobre desapariciones que llevaban los familiares durante la última dictadura cívico militar. Poeta bilingüe exquisito, traductor de poetas argentinos, redactor de las más precisas cronologías del país que se puedan conseguir, publicó decenas de libros sobre distintos temas, inclusive una novela autobiográfica que tuve el honor de editar: "Goodbye Buenos Aires". Fue defensor del lector y columnista del diario Perfil, publicó en PáginaI12 memorables entrevistas y cosechó amistades duraderas".
Mi padre era escocés y chacarero. Mi madre era inglesa, vino como institutriz. Se conocieron acá. Mi madre viajó ida y vuelta varias veces a Inglaterra; mi padre vino en 1928 y nunca salió de Sudamérica. Yo estudié en la Argentina, Uruguay e Inglaterra. Me fui a Montevideo a los 14. De ahí a Inglaterra y volví en el 60. Del 62 al 66 recurrí a la colectividad. Fui a pedir trabajo a un frigorífico británico. Intenté escribir desde los 12 años, pero fui colectivamente ridiculizado, entonces dejé por un tiempo y retomé gracias a un profesor, en Montevideo, a los 15, un hombre de Oxford, de un humor finísimo que decidió que yo, académicamente, no iba a ser gran cosa, pero me dijo que leyera, y que la biblioteca del British School era mía. Hasta faltaba a las clases para quedarme en la biblioteca.
Regresó a la Argentina en 1982 como corresponsal del diario The Guardian, para cubrir cómo se vivía la Guerra de Malvinas en Argentina.
En 1994 volvió a vivir a Buenos Aires, donde se convirtió en director del periódico escrito en inglés Buenos Aires Herald. Luego fue ombudsman (defensor del lector) en Perfil, donde seguía escribiendo hasta la actualidad en el diario en inglés de esa editorial, Buenos Aires Times.

"Su profundo compromiso con la búsqueda de la verdad dejó una huella imborrable en el periodismo y la comunidad anglo-argentina", destacó la Embajada Británica, al lamentar hoy su fallecimiento.

El editor Daniel Divinsky en su facebook lamentó la muerte del periodista y destacó una de sus últimas obras, "Goodbye Buenos Aires" una novela autobiográfica que, dijo, tuvo "el honor de editar".
La iglesia acompañó a la conspiración militar, ya antes del golpe un obispo dijo que la Argentina debía "lavarse en sangre". De ahí es obvio que la iglesia acompañara y apoyara a la dictadura.
Graham Yooll fue autor del famoso libro "Buenos Aires, otoño 1982", que reunía sus crónicas durante la Guerra de Malvinas; había escrito también "Memoria del miedo (Retrato de un exilio)", "Pequeñas guerras británicas en América latina. Memoria Personal de Malvinas" ; "Rosas visto por los ingleses"; "En blanco y negro. Represión, censura y olvido en Sudáfrica" (1992), entre muchas otras obras.
El periodismo, todavía depende mucho del oficio y no es una profesión. Primero, gracias a Dios, no nos une una especie de corporación. No quiero ser parte de una corporación que rige cómo voy a trabajar o desarrollarme. Prefiero la idea de oficio, que es el que usa el talento, el conocimiento y busca darle una forma buena, elegante y completa a lo que produce. Ese es el artesano de la palabra. El título de comunicador me parece muy interesante, muy útil, porque permite llevar a la redacción gente formada. Pero eso no lo hace una profesión.
Malvinas
Llegué el 3 de abril y me fui poco después de la visita del Papa, el 16 ó 17 de junio. The Guardian no era la corporación fortísima de hoy, era un diario pequeño, inestable, con muchos problemas, y yo me tenía que arreglar. No tenía dinero para pagar un télex en Río Gallegos, no podía utilizar Reuters porque de repente les agarró un ataque de pánico y dijeron que no querían que los metieran en cana o los cerraran por mandar lo nuestro. Por intermedio de amistades, encontré una oficina pequeña, de contadores o abogados, que muy amablemente me dijeron: “Nosotros te mandamos todos los télex, lo que vos quieras; lo único que queremos es que The Guardian nos deposite en la cuenta tal el costo del tiempo”. Cubrí la guerra desde esa oficina, muy cerca de la avenida Santa Fe. Lo interesante es que desde el sur era mucho más fácil mandar un télex doméstico. El gran problema era el pinchado de lo que salía al exterior. En The Guardian se portaron bárbaro, y, además, contentísimos: yo vivía en casa de amigos, no en el Sheraton, y así ahorraba los pesos de un diario en una situación financiera, no precaria, pero no muy fuerte. Cuando volví, me dijeron: “Fabuloso, todo lo que pudimos ahorrar con vos lo utilizamos para cubrir la invasión del Líbano” (risas).
"Escribir sin información y alimentarnos de los propios rumores fue la más patética situación por la que tuvimos que pasar los corresponsales extranjeros durante la Guerra de las Malvinas. Creo que ni los medios locales sentían que informaban honestamente, ni el público sintió que era informado.", dijo Graham Yooll.
La censura es algo contra lo que uno siempre tiene que pelear, es parte del oficio. La autocensura significa la declaración de la derrota propia sin haber combatido, es lo peor que nos puede pasar en este oficio. Es desistir de enfrentar una situación sin haberla peleado. Como decían en varias redacciones de Buenos Aires: “Nosotros no podemos publicar esto de desapariciones, pero vayan al diario de los ingleses que ellos son tan locos que por ahí se lo publican”
Misión diplomática
En 1993, mientras todos se preparaban para la Navidad con regalos para la familia y los amigos, los Graham-Yooll empaquetaban Pingus para los habitantes de las Malvinas, hecho que relata en el libro "Pequeñas Guerras..."

"Guido Di Tella me había anticipado en noviembre último que quería mandar a los kelpers un regalo de Navidad como señal de buena voluntad. El elegido era un popular dibujito de la BBC llamado Pingu, un pingüinito que se mete en problemas y que era favorito de sus nietos", recordó el periodista.

Como la Cancillería acababa de hacerle un gran favor arreglando una entrevista con Menem y se imaginaba que podría salir una buena nota del envío, Graham-Yooll accedió a colaborar.

"Un cadete de la embajada argentina en Londres llevó a casa unas cinco cajas con 600 videos de Pingu y mis hijos los ensobraron y llevaron al Correo. Luego envié la nota sobre el regalo, sin mencionar mi intervención, al Buenos Aires Herald, y la repercusión que tuvo fue impresionante", agregó entusiasmado.

A pesar de asegurar que "las guerras sólo sirven para una cosa: hacer avanzar la carrera de un periodista", Graham-Yooll cubrió el conflicto del Atlántico Sur como corresponsal para medios ingleses, con enorme cinismo y tristeza.

"Era como mirar a dos adultos que se pelean como chicos, la misma sensación que tuve con los iraquíes en 1991. Sólo que en 1982 sirvió para que yo me diera cuenta del todo de que no era un inglés en Londres, ni completamente un argentino en Buenos Aires. Pero que de las dos, me quedaba con la última, aunque me tomó doce años más volver aquí para siempre".
Liberalismo: En la dictadura el liberalismo no existió. Los militares dijeron: “Bueno, no hay más restricciones aduaneras, traigan heladeras, bañaderas llenas de televisores, pero nosotros vamos a seguir adelante con nuestra ‘liquidación’ y no nos van a molestar porque se están divirtiendo”. Y lo lograron. Pero eso no tiene nada que ver con el liberalismo, y es difícil pensar que Martínez de Hoz pueda creer que él practicó un liberalismo. Con Menem había elementos de descentralización que parecían liberales desnaturalizados por su aceleración y su corrupción. Hay que pensar que Thatcher tardó 10 u 11 años en lograr algunas privatizaciones y Menem las logró en un año y medio... y muchas veces en dos semanas.
Su adiós al Herald:
Fin de una historia mínima, relato de la memoria orgullosa de un pequeño gran periódico valiente
Por: Andrew Graham-Yooll, Director 1998 - 2007
Atrajo un aluvión de condolencias. El fin del Buenos Aires Herald fue previsible desde que sus dueños norteamericanos se lo regalaron al patriota Sergio Szpolski en diciembre de 2007. La muerte del diario estaba anunciada luego de cumplir 140 años el pasado 15 de septiembre. ¡Ay… Cómo duele! El salvajismo de la dictadura cívico-militar le facilitó una vidriera de fama, pero el Herald fue mucho más que los siete años de ese régimen infame.

El Herald fue una variedad de cosas para poca gente, pero ese grupo lector, más argentinos de habla inglesa que extranjeros, siempre influyó. En el paso de casi un siglo y medio fue muchas cosas para mucha gente. A poco de su fundación en 1876 por un escocés, el editor decidió que un periódico en inglés debía publicar artículos políticos. Localmente estaba mal visto. Durante la primera presidencia de Juan Perón (1946-1952) se publicaba la información que podía caerle mal al Gobierno en pequeños recuadros en las columnas sociales o en los clasificados o, con más frecuencia, entre los avisos marítimos. La publicidad de agencias marítimas salvó económicamente al diario en aquellos tiempos. El golpe fascista de junio del 43 ya había decretado, el 4 de septiembre, que los comentarios editoriales en inglés debían ser acompañados por la traducción al castellano. Igual, se publicaba lo que otros colegas no pudieron reproducir. Eso no empezó con la última dictadura.

Como en cualquier redacción, el anecdotario del Herald era interminable. No era sólo política. Los marineros con resacas monumentales, abandonados en tierra hasta enganchar en otro barco, venían a pedir trabajo al Herald luego de una noche de amor en los piringundines de la calle 25 de Mayo. Fuimos testigos de casamientos, también de tragedias denunciadas en la Comisaría 1ª a la vuelta. Las trasnochadas con colegas en los bares del centro servían para destilar la información del rumor.

Los “setenta” empezaron en los sesenta para el Herald, en el Cordobazo y el Rosariazo, en los asesinatos de los gremialistas José Alonso y Augusto Timoteo Vandor, en tratar de saber quién asesinó al general Pedro Eugenio Aramburu. Cada informe era “levantado” por las corresponsalías extranjeras. Citaban al Herald y localmente fuimos el “diario inglés”. Pero el diario nunca fue británico, siempre fue de propiedad “angloargentina residente”, hasta la compra de la mayoría de acciones por la Evening Post Publishing Company, de Charleston, Carolina del Sur, en 1968.

En 1974 decidimos llevar una lista de los “desaparecidos” y muertos políticos y también detenidos. Algo andaba seriamente mal en el país para que la agencia Reuter-Latín rechazara como “no importante” el dato de la detención del poeta y abogado jujeño Andrés Fidalgo. En 1975, año del horror previo al terror, cada día comparábamos “la lista” con Stuart Russell, jefe de redacción de la agencia Reuter. Era una tarea funeraria. Algunos dirán que había otras listas, pero cotejando lo que compilamos no hay otra fuera del Herald. A medida que aumentaba la matanza, el director, Robert Cox, revisaba la información entrante con cada vez más ansiedad. ¿Cómo cubrir todo eso? La verdad: nunca hicimos suficiente. Nos faltó peso y nos faltó la ayuda, faltó el apoyo de colegas. Aun así, se hizo un buen diario. Estamos orgullosos.

Poco después del 24 de marzo de 1976 fui llamado a la oficina del capitán Carpintero, secretario de Información Pública. Recibí un papelito, sin membrete, sin firma, propio de la cobardía de esos militares en el poder. Decía que no debíamos publicar información de muertos ni capturados en la represión. El capitán Corti, en la oficina de Carpintero, dijo, “Llevale ese papel a tu jefe (Cox) y le dicen a todos que no pueden publicar estas cosas”. Le dije a Cox que Corti había dicho “decile a todos”. Cox miró el papelito durante una hora, y me repreguntó si estaba seguro de que Corti dijo “decile a todos”. Pasaba la medianoche. Con una copa de cognac en la mesa Cox preguntó por última vez, “¿te dijo, todos?”. Sí. “Vamos”. La información salió en ancho de caja en la portada del sábado. A Cox le dijeron que querían cerrar el Herald pero se pelearon entre ellos. A comienzos de mayo de 1976, “desapareció” el gran escritor Haroldo Conti. Interesante fue que ninguna otra publicación dio la noticia. La noche argentina era cada vez más oscura. El 4 de julio de 1976, Cox fue a cubrir el asesinato de los curas pasionistas. La mención del grafiti que confirmaba una venganza del régimen enfureció a los jerarcas navales. En septiembre, el capitán Carpintero nos invitó, a Cox y a mí, a almorzar en Casa de Gobierno: Old Smuggler, Vasco Viejo, pollo al horno con papas. En medio de uno de esos silencios desagradables que ocurren cuando hablan varias personas y de repente callan el capitán Carpintero me dijo: “Dejate de joder porque te la damos”. Para mí fue el fin. Me iba y sentía que no había hecho suficiente. Para Cox, los tres años siguientes fueron un infierno.

Finis.
Un adiós al Herald #PeriodismoQueIncomoda
Por: Andrew Graham-Yooll, desde Sheffield, Inglaterra
Contaron los más viejos de la redacción que en la oficina de uno de los editores colgaba un retrato de Winston Churchill, el famoso primer ministro británico. Hasta que un pesado y caluroso 24 de enero de 1965, fecha en que falleció el eminente político, el cuadro cayó con ruido fuerte a vidrio roto detrás de un armario. Y se perdió de vista, hasta que tuvieron que correr el mueble para mudar al Buenos Aires Herald de la calle Rivadavia a la torre en 25 de mayo y Tucumán. A partir de 1965 el diario se imprimió en lo de Alemann, junto con los diarios Argentinisches Tageblatt, en alemán, La Opinión y otros. La mudanza fue el adiós a la imprenta COGTAL, antes propiedad del Herald que se cooperativizó durante el primer gobierno (1946-1952) de Juan Perón. En esa cooperativa nació la amistad con Raimundo Ongaro (1924-2016), histórico gremialista nacido en Mar del Plata que había sido compositor de música de cámara en una provincia andina antes de iniciarse como gráfico en la calle Rivadavia. Esa dirección, detrás del café Tortoni, fue donde más permaneció el diario que inició un escocés como una sola hoja el 15 de septiembre de 1876.

Abundan anécdotas. Un pequeño espacio arriba de la imprenta Alemann era de los correctores donde la disciplina la imponía un irlandés cuya tropa incluía un inglés de gran consumo alcohólico, artista de oleos abstractos, por un tiempo marido de la traductora que había inspirado el personaje de La Maga en Rayuela de Julio Cortazar. Otro corrector era un sueco de unos noventa años, boxeador retirado, a quien un pibe armado trató de asaltar en una parada de colectivo. El sueco le plantó una trompada de tal ferocidad que hubo que llamar a la ambulancia de la Asistencia Pública para salvar al pibe.

En un oscuro y miserable invierno de 1974 nos mudamos a la nueva planta, oficinas e imprenta, en la calle Azopardo. Durante la década siguiente ese domicilio pasó a ser el más conocido del diario. Nadie quiso el mote de prócer, pero así fue visto el diario de Robert Cox a partir de marzo de 1976. La crisis política crecía anterior al triste 24 de marzo. El diario comenzó a llevar una lista de asesinatos políticos (de todos los sectores y agrupaciones) a partir de la muerte de Juan Perón el 1° de julio de 1974. No existe aún hoy otra lista que se parezca a la del Herald. Nadie más la hizo, parecía no importar. El año que ofreció el escenario más siniestro fue 1975, con unos mil muertos identificados o registrados. El diario recibía amenazas casi diariamente, venían ya familiares de “desaparecidos”, llegaban temerosos, llorando algunas veces: les servíamos una taza de té, pero poco se pudo hacer. No hicimos suficiente, quizás no pudimos hacer más.

El diario fue invadido por hombres armados en octubre de 1975. Era la Triple A, con ganas de matar. Cuando fracasó el operativo, se anunció que fue un allanamiento en busca de material subversivo y se inició causa penal por haber concurrido a la liberación del empresario Jorge Born por Montoneros (en octubre de 1983, el presidente Raúl Alfonsín me invitó a ser testigo de cargo contra Mario Eduardo Firmenich, jefe montonero. Naturalmente, concurrí al juzgado federal en San Martín).

Quizás uno de los puntos más importantes del diario en esos años fue que Robert Cox haya concurrido al lugar del asesinato de los pasionistas (4 de julio de 1976) y consignó como nadie que la salvajada había sido obra de sectores militares. El Buenos Aires Herald registró en caliente la historia argentina en su pequeña medida mejor que nadie durante la pesadilla que duró siete años. Mirando atrás, es razonable decir que al margen de los que se quedaron sin trabajo, el gran perdedor por la muerte del Buenos Aires Herald fue la Argentina misma. Es muy triste el cierre del “diario de los ingleses”. Ah, olvidé decir, los dueños siempre fueron liberales “anglo argentinos”, empresa británica nunca, hasta 1968 cuando una empresa norteamericana compró la mayoría de las acciones.
En Memoria del miedo, el compendio de crónicas periodísticas de Andrew Graham-Yooll durante su primer paso por el periódico Buenos Aires Herald durante la dictadura militar argentina. En primera persona, Graham-Yooll se convierte en un testigo de excepción que conoce el sabor del miedo y a los protagonistas del horror: por el libro desfilan madres y padres de desaparecidos, jóvenes militantes, José López Rega, Isabel Martínez de Perón, Eduardo Firmenich, Rodolfo Galimberti, batallas irracionales y una ciudad convertida en un matadero. La importancia del relato de Graham-Yooll, además de su valor humano, es que pone sobre la mesa que las versiones de una historia no son únicas, sino múltiples, y que enunciar, poner nombre a lo que pasa, es vital para comprender la historia.
Adiós, inglés
Por: Sergio Kiernan
Con la muerte somos como chicos, pensando que los que queremos son eternos. Y entonces llega el mensaje, el que avisa que Andrew Graham-Yooll tuvo en Londres un último fallo de su corazón mañoso, que lo perdimos. Lo perdimos todos, los que lo leían, los que éramos sus amigos, los que ni sabían que existía este lenguaraz que hacía de puente entre sus dos culturas. Todos le decían “el inglés”, pero raramente se podía encontrar alguien más argentino .

Graham-Yooll fue periodista, historiador, traductor, poeta y un apasionado difusor de argentinos y argentinas a la lengua inglesa, uno que vivía atando hilos para que saliera otra antología de nuestro teatro por allá, otra colección de poetas. Era el traductor “oficial” de Mafalda, un título que le concedió Quino y le daba un orgullo íntimo porque pocas eran tan argentinas y él podía acercarlas más al mundo.

Nacido en el sur porteño en 1944, de padre escocés y de madre inglesa, tuvo una infancia difícil que le dejó unas cuantas cosas que él haría crecer. Una fue una rebelión intensa, que se expresó en fugas adolescentes al Uruguay, un país que siempre amó con lealtad de familia, y a la lejana, casi irreal Gran Bretaña. Ese pibe le dejó al hombre un coraje interno notable, una capacidad de bajar la cabeza y seguir, sabiendo que se podía seguir. Y un chiste, que repetía como una enseñanza: nunca te pierdas una buena pelea… y se señalaba la nariz rota de un puñetazo.

Otra cosa que ese pibe le dejó al escritor fue la tarea de construir identidad, la que comparten todos los hijos de inmigrantes pero se complica con los de su rincón del ring. Es que los británicos tienen una tradición de nacer por ahí, en cualquier parte y en cualquier idioma, pero ser británicos. Esa fue una rebelión que le duró a Graham-Yooll la vida entera, la de ser argentino, la de considerar a la cerveza un refresco y al vino la verdadera bebida, al bife de chorizo la base de una culinaria. A la hora de comer, el inglés era criollazo.

Casi sin educación formal, Graham-Yooll se hizo periodista en el Buenos Aires Herald, que en 1966 era senior entre los todavía abundantes diarios argentinos no editados en castellano. Añares después, explicaba la movida a su manera irónica, modesta, contando que si uno era anglo-argentino había redes para conseguir conchabo en bancos, navieras o ferrocarriles. Pero si uno era medio inútil, te mandaban al Herald. Que en rigor, era un diario de dueños argentinos y norteamericanos…

Ahí vino la etapa más famosa de ese diario y de sus protagonistas, la de ser un foco de luz durante la dictadura de Onganía y luego bajo la ferocidad de Videla y su jauría. Amenazados, espiados, apretados, los periodistas del Herald –Bob Cox, James Neilson, Uki Goñi- contaban bajo el paraguas del idioma inglés cosas que otros no. A Graham-Yooll encontraron una manera original de atacarlo: lo procesaron por haber entrevistado a la directiva del ERP, un acto subversivo en sí. Finalmente tuvo que ser evacuado con su esposa Micaela y sus dos primeros hijos, chiquitos ellos, en un auto de la embajada francesa directo a un avión de British Airways.

Después vinieron 18 años de exilio, los primeros libros, trabajar en el Telegraph, el Guardian, la revista South y esa notable patriada llamada The Index on Censorship, denunciadora de abusos de los derechos humanos y de censuras en el mundo entero. Graham-Yooll descubrió que en Gran Bretaña nadie recordaba cosas como nuestras invasiones inglesas y ahí arrancó como historiador, con Pequeñas guerras imperiales. Y también se sacó varios dolores escribiendo un clásicointernacional, Memoria del miedo, contando al mundo cómo es vivir bajo la violencia del terrorismo de estado .

En 1994, a los cincuenta, Graham-Yooll dejó su vida inglesa y se volvió a Argentina definitivamente. Hijos, casa, carrera, todo quedó atrás y cuando le preguntaban por qué la respuesta era simple: no daba más, quería volver a ser argentino. Volvió a su ciudad, al Herald, a escribir más libros, a ver amigos, buscar peleas nuevas. Hubo viajes, separaciones, un cuarto hijo, reportajes y reseñas publicadas en Página/12. Luego la sorpresa de una Orden del Imperio Británico, el dolor de ver morir el Herald y las columnas políticas en el Buenos Aires Times.

En esos años, recuperando su idioma y la costumbre de quedarse hasta tarde hablando alrededor de una botella, Graham-Yooll escribió un libro notable, su única novela. Adiós Buenos Aires es la historia de un padre contada por un hijo, un libro de rara belleza que dice cosas sobre esa relación, ese fantasma, que pocos nos animamos ni a pensar. Pero, se sabe, él era valiente y no se perdía ninguna pelea.

Al final, se hizo una última casa en Larroque, Entre Ríos, una provincia de la que se había ido enamorando. Era verde, con un jardín y sus libros, tiempo para escribir, a mano de Buenos Aires, los cardiólogos del Hospital Británico, de los amigos, de la querida hermana Joanne.

El jueves, Graham-Yooll salió para Londres por una alegría. Se casaba una nieta, iba a ser bisabuelo. Llevaba copias de su último libro, Espanglish. El viernes se sintió mal y fue operado de urgencia. Esta vez no resistió. En este fin de semana largo y frío, frío como él detestaba que fuera, nos quedamos sin este mediador, este poeta, este amigo. Ojalá que en el paraíso anglicano haya bifes de chorizo, argentinos para charlar y Malbec.

Adiós, inglés.

Andrew Graham Yooll, tributo de un lector
Por: Guillermo Saccomanno
Andrew Graham Yooll siempre me pareció un personaje digno de Graham Greene. Como Fowler, el corresponsal de “El americano impasible”, testigo de la intervención yanqui en Viet Nam, no vacila tomar partido y jugarse cuando el dolor del otro lo salpica. Podía ser periodista de un diario inglés, pero no un colonialista. Y no le temía al compromiso con la realidad que le tocaba vivir. Es cierto, fue un periodista excepcional, pero sus dotes eran las de un escritor que no pasaba por alto la injusticia. Lo que explica sus años de exilio debidos a su paso por The Buenos Aires Herald, las denuncias contra el terrorismo de estado.

Si la memoria no me pifia, nos conocimos en el primero de los míticos encuentros de narradores acá en Villa Gesell en los 90. Esas noches conversamos, me acuerdo, de literatura. Hablamos de Conrad y de Hudson. Y de poesía, porque Andrew también supo no sólo curtir la poesía sino también difundir la que acá se escribía traduciéndola con inteligencia y sensibilidad.

La memoria y también la tristeza que inspira su pérdida me impulsó a buscar qué había escrito sobre uno de sus libros esenciales en este diario en el 2001. Que se lea como tributo, me gustaría. Pero más como recomendación de un trabajo imperdible que refiere su talento.

En su biografía sobre Arthur Koestler, Andrew Graham-Yooll cuenta que, en más de una oportunidad, el escritor inglés temía que el periodismo afectara su escritura novelística. Puede parecer obvio sugerir que la relación que une al biógrafo con el biografiado contiene, por lo general, una serie de identificaciones que se plantean como necesarias para la existencia del género, la biografía. Pero ocurre que Koestler es un intelectual emblemático para Graham-Yooll. ¿Sería desatinado conjeturar que la fascinación que Graham-Yooll, nacido en Buenos Aires en 1944, experimenta con la realidad violenta de la Argentina es similar a la que Koestler tenía por España y su etapa revolucionaria del 36?

Así como Koestler se movía con nerviosismo entre los géneros, respondiendo a distintas urgencias (las políticas y las literarias, casi siempre entreveradas), Graham-Yooll también experimenta con un género y otro, como recelando de las especificidades de cada uno.

En Goodbye Buenos Aires, novela sobre su propio padre, Graham-Yooll cita a Christopher Isherwood: “No veo mucha diferencia entre una autobiografía y una novela”. Acá, la opinión de Isherwood viene a confirmar la inestabilidad de las fronteras entre géneros.

Si un ensayo biográfico puede ser leído como una novela y una autobiografía también, entonces cabe preguntarse qué clase de libro es Agonía y muerte de Juan Domingo Perón. En superficie, el libro se compone de una rigurosa compilación de textos redactados desde el poder (partes médicos, comunicados oficiales, gacetillas, notas, etc.) que cubren el período comprendido entre el 12 de octubre de 1973, cuando Perón acepta ser ungido presidente, hasta el 1º de julio de 1974, cuando fallece. Pero en una segunda lectura, Agonía y muerte... se plantea como la base del iceberg narrativo que sostiene una ficción de magnetismo poderoso, una tierra de nadie en la que la realidad y la fantasía se confunden, propiciando nuevas aproximaciones.

Como bien señala Graham-Yooll, esos días fueron turbulentos: “Todo argentino recuerda, y todo latinoamericano lector de las noticias pudo intuir, cómo no hubo dos días que transcurrieran sin algún sobresalto en esos pocos meses”. Los documentos seleccionados por Graham-Yooll constituyen un material imprescindible para sumergirse en ese bloque histórico.

La intención de Graham-Yooll consiste en demostrar que “lo oficial” termina por anular la versión, aun las versiones echadas a rodar “oficialmente”. Al respecto, Rogelio García Lupo apunta: “Las manos anónimas de la burocracia no renunciaron a colocar cada lugar común exactamente donde debía estar, y la respuesta de la gente fue leer lo contrario de lo que esas palabras decían”.

Leídos desde acá, desde ahora, los materiales que articula Graham-Yooll se ofrecen como las señales alarmantes de una tragedia que se aproximaba inminente. Señales, obviamente, que muchos se negaban a aceptar. Los discursos de Perón, un prodigio de viveza criolla y tautologismo, las pompas retóricas de López Rega, la irrupción mentecata y represiva de Isabelita, el oportunismo de Balbín disfrazándose de venerable amigo del gran muerto, los dobles discursos de las acechantes Fuerzas Armadas, son apenas algunos de los momentos que el libro nos entrega, procurando que la interpretación de la historia quede a cargo de los lectores. En este nivel, el objetivo periodístico de Graham-Yooll está cumplido.

Pero, aplicando al libro esa mirada literaria a que hacíamos referencia al principio, se aprecia entonces que cada documento seleccionado se propone como un capítulo más de esa novela que subyace agazapada. Teniendo en cuenta esa mirada y las referencias anteriores (la biografía de Koestler, la novela del padre), se advertirá entonces que Agonía y muerte... responde a un andamiaje literario cuya trama resulta tan apasionante como aterradora. Apelando a un gesto de ocultamiento extremo, Graham-Yooll prefiere que cuente la disposición de los materiales antes que la voz del compilador. Este deliberado bloqueo del yo, con el ascetismo que propone sólo la lectura de textos oficiales, agudiza el pathos de lo que se narra, los meses sombríos de agonía y muerte del presidente anciano.

En este sentido, el libro de Graham-Yooll se impone de manera tácita, aunque provenga del periodismo, como una novela latinoamericana de dictador. En este carácter novelesco de lo documental repara también Tomás Eloy Martínez en el prólogo, comentando que, en sus años de exilio, mientras escribía La novela de Perón, repasaba una y otra vez Agonía y muerte..., cuyo original se llamaba por entonces La salud del presidente.

Más allá de la honesta admisión de una deuda con ese material, es interesante que también Eloy Martínez define el libro desde (y en) la literatura: “Graham-Yooll narra en presente lo que es ya pasado, devuelve al pasado esa esencia de lo presente que tan bien define Gilles Deleuze cuando estudia la obra de Proust: la materia en la que se talla el signo y, a la vez, la emoción que produce el signo. El lector que toma al azar un hecho en los libros de Graham-Yooll es como el que moja su madelaine en el té proustiano: el tiempo resucita y regresa tal como fue”.

Junto con Tiempo de tragedia y Tiempo de violencia, sus ensayos de los años 70, Agonía y muerte... se constituye en fuente de consulta indispensable para revisar ese período, pero también como aguda edición literaria de la materia cruda que forma una novela.

De cómo vuelve el miedo
Por: Andrew Graham-Yooll
Lo que más vergüenza me da es haber sentido el ridículo del miedo una vez más: me dio miedo leer mis propias pruebas de la nueva edición de Memoria del miedo, cuando me llegó el paquete enviado por la editorial. Llegué hasta un punto y luego le pedí a Rosa Amuchástegui, quien me ayuda a pasar originales en limpio, que las leyera ella. Leerme era vivirlo, y vivirlo era parte del ridículo. No me parece mal: es bueno recordar el miedo, para no repetirlo. Pero ¿cómo pudimos, toda una sociedad, vivir en compañía del miedo como si fuera normal? ¿Cómo pudimos, como país, vivir diciendo Por algo será, o, la otra, En algo andará? Y esos dos refugios del cretinismo permitieron a una sociedad salir de paseo a Miami y crear la imagen del consumismo alocado, bajo el lema Déme dos, que también sirvió para encubrir la locura del miedo como norma de vida.

Finalmente leí las pruebas, cuando Rosa las devolvió. Pero las leí a las ocho de la mañana, cosa de tener el día por delante, que no cayera la noche y me encerrara con el miedo.

Memoria del miedo tiene su historia, como cualquier libro. Yo estaba empleado en la redacción de The Guardian, en Londres, cuando el poeta inglés Alan Ross, dueño y director del London Magazine, me invitó a que dejara de relatar en el pub las historias de esa crueldad que nos abrumaba día y noche en Buenos Aires y que escribiera algo para él. El primer artículo que apareció en esa revista literaria fue en julio de 1978. Le siguieron otros, publicados en el Partisan Review (Boston) y en el New Edinburgh Review (Escocia). Roger Omond, un colega sudafricano exiliado en Londres que había trabajado con Donald Woods (el periodista fugado, autor de la biografía de Steve Biko), me presentó entonces a su amiga Anne Beech, dueña de la editorial Junction Books, de Londres. A partir de esos artículos, Beech publicó Portrait of an Exile (Retrato de un exilio) en setiembre de 1981.

A partir de ahí, que nadie me diga que los libros no retienen su influencia, a pesar de los cambios en las comunicaciones. Un capítulo, el de la liberación en junio de 1975 del empresario Jorge Born secuestrado por Montoneros, fue usado por el gobierno de Raúl Alfonsín en la extradición y juicio de Mario Eduardo Firmenich (nunca supe cuál fue el arreglo político para acordar esa extradición). Por ese capítulo (el cuarto del libro) fui convocado por el gobierno de Alfonsín a declarar en el juicio a Firmenich. Durante el juicio, en noviembre de 1984, tuve numerosos custodios, probablemente para mayor impacto publicitario político. Con cierta mala suerte, cabe aclarar: el jefe de la custodia era el mismo que había encabezado el allanamiento del Buenos Aires Herald en octubre de 1975 cuando, según su propia afirmación, había ido con orden de”hacerte boleta”. Al descubrir la coincidencia del encuentro, el hombre me dijo, imperturbable: “Mirá lo que son las cosas de la vida”.

En 1982 el libro se reeditó en Nueva York como A Matter of Fear (Una cuestión de miedo). En Buenos Aires se publicó por primera vez en 1985, en Sudamericana. En 1986 Eland Books, de Londres, lo reeditó como A State of Fear (Un Estado de miedo), con la suerte de que fuera elegido como libro del año por el Good Book Guide y por Graham Greene, en The Observer, a quienes les debo el éxito de las sucesivas ediciones. También se editó en hebreo, el año pasado, por una editora de Tel Aviv.

En vísperas de la presentación de la nueva edición de Memoria del miedo, que hizo Raúl Alfonsín en la última Feria del Libro, este año, Julia “Chiquita” Constenla me comentó que era un libro triste, que le parecía un álbum de tristeza familiar. Rogelio García Lupo, por su parte, me dijo que le parecía que había escrito un libro muy violento.

Me sorprendieron, una y otro. Nunca pensé que había escrito un libro triste ni violento. Para mí siempre ha sido el libro de un cobarde que necesita vomitar lo visto y lo vivido por el miedo a repetirlo. Algo así como el diario de un cagón, que no quiere volver a cagarse, a ser vencido por el miedo.

Lo prefiero así: aunque no pueda releerlo a veces, quiero tenerlo a mano, para mantener la memoria del miedo, para no repetirla.
Fotos: Néstor Grassi, Néstor García, La Nación, Clarín, Perfil
Fuentes: TelAm, La Nación, Perfil, BAE, PéginaI12, Archivo Señales