martes, 27 de noviembre de 2018

"Desde el Rosario", el nuevo libro de Horacio Vargas

El 4 de diciembre, a las 19.30 horas se presenta el libro “Desde el Rosario”, del periodista y escritor Horacio Vargas. La actividad será en el Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, ubicado en San Martín y San Juan
El libro Desde el Rosario (Homo Sapiens Ediciones, 2018) del periodista y escritor rosarino Horacio Vargas es una crónica histórica de la entonces Villa del Rosario, a partir de un hecho poco abordado por los historiadores: en enero de 2019 se cumplirán 200 años del día que la villa fue incendiada por orden del general porteño Juan Ramón Balcarce, tras encontrarse sitiado por las tropas del Brigadier Estanislao López.

Pero este suceso de las guerras civiles después de la independencia, llevó a su autor a trazar una novela histórica de Rosario a partir de nueva documentación recogida durante los años de investigación que le llevó hacer el libro. Con las herramientas de la No Ficción –género literario que fusiona periodismo y literatura a partir de hechos verídicos-, Vargas repasa los orígenes de este pueblo a través de su primer poblador Romero de Pineda, reivindica las figuras de Pedro Tuella, Francisco Godoy y los indios calchaquíes, retoma el diario de marcha de Manuel Belgrano para izar la bandera nacional por primera vez, destaca la influencia de José Artigas en una Santa Fe que por declararse autónoma del poder central fue invadida por ejércitos porteños por orden de directores supremos como Alvarez Thomas, Pueyrredón y al mando de generales como Díaz Vélez, Dorrego, Viamonte, el propio Belgrano, aliados locales, Balcarce y Rondeau. El Rosario se transformaba en la puerta de ingreso de los invasores, y también en el último lugar antes de llegar al Arroyo del Medio al que traspasaban ante las derrotas que sufrían en manos de los montoneros de López.

Justamente, el último capítulo del libro de Vargas hace referencia a un hecho casi desconocido para el gran público. En enero de 1819, sitiado por los santafesinos, el ejército porteño emprende la fuga, pero antes incendia el Rosario. Este verano se cumplirá entonces otro Bicentenario.
200 años
Horacio Vargas*
Imagino la voz altisonante de Andrés Rivera ante la pregunta del periodista sobre ese gran libro llamado La revolución es un sueño eterno: “Yo no escribo novelas históricas. Es una estupidez decir eso. Ni hago historia. No soy ladero de Bartolomé Mitre o de otro historiador mucho mejor que él, como José Luis Busaniche”.

–Lo que va a importar es que el libro no aburra al lector a las diez primeras páginas, que es una ley no escrita – decía Rivera.

Desde el Rosario se empezó a gestar un verano de 2013. Primero iba a ser un artículo extenso para un diario. Tenía una imagen poderosa para partir: fuego en el Rosario, en 1819, cuando el general porteño Juan Ramón Balcarce, sitiado por los montoneros de Estanislao López, ordena prender fuego a los ranchos, y huir.

Tres amigos escritores, Rafael Ielpi, Marcelo Scalona y Martín Prieto, se encargaron de fijar las directrices justas para encontrar el tono del relato.

No, no es un riguroso libro de historia de Rosario, ni una novela. Es un relato de hechos reales a partir del cruce entre el periodismo –el oficio de uno – y la literatura, con recursos de la no ficción, el género creado por tres maestros indiscutidos: Rodolfo Walsh (Operación Masacre), Gay Talese (Los hijos) y Truman Capote (A sangre fría).

El paso del tiempo, las obsesiones profesionales por el dato preciso, los documentos inéditos y la búsqueda incesante en los archivos públicos del país, terminaron por constituir una crónica regional, pintar la aldea (la no fundación, la Revolución de Mayo en la pequeña villa, el diario de Belgrano en su marcha al pueblo triste donde creará la bandera, las guerras civiles que perdieron en Santa Fe los invasores porteños, Artigas y los pueblos libres, las traiciones y las lealtades, la victoria en los campos de Cepeda y la entrada triunfante de los federales, feos, sucios y malos, a Buenos Ayres en 1820).

En 2019 –cuando este libro empiece a circular- se cumplirán 200 años del incendio del Rosario. No habrá que esperar festejos variopintos por este Bicentenario, por la batalla ganada, pero sí recordar aquel fuego, nuestros fuegos.
*Prólogo del libro Desde el Rosario (Homo Sapiens, 2018).

El incendio del Rosario
Las guerrillas de López atacan diariamente, se repliegan y vuelven a atacar. Balcarce se desespera cuando los montoneros arrebatan el ganado con que contaba para la subsistencia de la tropa.

El Rosario está sembrado de cadáveres y heridos de sitiados y sitiadores.

Atrincherado, Balcarce insiste con que la infantería no puede presentarse al enemigo sin protección de la caballería, cree que con la llegada de seiscientos hombres podrá dar batalla a los rebeldes, exterminarlos en medio de las sombras de la noche que cubren el ataque final que nunca llega.

-- A cavar zanjas -ordena Balcarce como último recurso defensivo, y la soldadesca, palas en manos, abre la tierra que rodea la capilla y la plaza central.

Después de dos meses de estar sitiado por las tropas de López y la flotilla de Campbell, el ejército porteño está en disolución.

Desde Buenos Ayres, Pueyrredón no tiene otra opción que poner en marcha al ejército auxiliar del Perú, a cargo de Belgrano.

-- ¿Antes del deseado arribo del señor general, me conservaré a la defensiva? ¿Lo esperaré para hacerlo? -pregunta Balcarce y esos interrogantes deben entenderse como una fina ironía: ambos no simpatizan desde la Revolución de Mayo.

-- De ningún modo abandone el punto del Rosario, sería un descrédito este paso, aguarde que las considerables fuerzas que se reúnen en San Nicolás lo salven -le responde Pueyrredón. La comunicación llega tarde. Balcarce ya ha decidido levantar su cuartel del Rosario.

El ejército -escribe- en esta situación no tiene ya objeto, los rebeldes no se atreverán a atacarme aunque reúnan todo su poder, ni yo alcanzo a distraerlos con otras operaciones.

Su última orden es incendiar el Rosario. Y los oficiales y la tropa que aún se mantienen a su lado, ante tanta deserción, cumplen con su exigencia y salen con sus antorchas de fuego -los extremos de los palos envueltos en un trozo de paño empapado de brea-, a quemar todo lo que encuentren a su paso.

El fuego se vuelve de grandes proporciones, transforma en cenizas el techado de quincho, los manojos de paja atados con un junco, los pequeños ventanucos que se abrían y cerraban durante las noches de lluvias y fríos, los cráneos de vacas que se usaban como asientos de los parroquianos, la cumbrera de techo a dos aguas, la argamasada de barro y paja con que se levantaban las paredes; el mojinete donde alguna vez hubo una ventana hueca o de cuero o de madera, el piso de tierra apisonada hecho polvo.

Arremeten con furia contra endebles ranchos y casas dispersas, pulperías de aleros saledizos… La plaza de carretas, el cementerio, el camino de postas, las calles menores en la bajada grande, las pequeñas callejuelas por donde podían circular el sastre y el carnicero, el barbero y el albañil, el isleño y el carpintero, el quintero y el estanciero, los negros y los esclavos, los hijos ilegítimos y los huérfanos de la guerra están atravesados por el humo de la destrucción. Los aldeanos huyen ante tanto fuego arrasador, pero lo hacen sin dirección alguna, como las vacas, ovejas, gallinas y yeguadas; los perros ladran frente al pajonal que arde incesante.

Ciento sesenta y cuatro ranchos del Rosario han quedado reducidos a cenizas. Solo se salvaron del fuego la Capilla (aunque un sector quedó destruido) y dieciséis casas. La de Justa Moreyra, de diez varas, no tiene más ni techos ni puertas, se ha desplomado, uno de los cuartos ha sido destruido hasta sus cimientos; de la casa de Rico sólo queda una viga de tronco. Lo mismo sucede con las casas de Juan, el aserrador; Matatoros; la finada tía Lucha; el indio Juan Ventura; el paraguayo Lorenzo; el ronco Pedro José; Antonia, hermana de José, el zapatero; la suegra de Puebla; han quemado la Casa de Animas, y la del ex comandante Domingo Ramírez. Han incendiado las casas de los terratenientes Tiburcio Benegas, Matías Nicolarich y Juana Grandoli, la de los ex alcaldes Carbonel y Vidal, las de comerciantes de españoles Zamora, Fernández, Puebla, López, las de las viudas Catalina Belioso, María Molina, Pascuala Melián, Gabriela Ríos, Florentina Javes, Laura Cabrera, Gabriela Salazar, Isaura Nobrega, Valeriana Páez, Anita Cuevas, y las de las solteronas hermanas Juana y Romualda Rosendo.

Uno de los pobladores más ricos de la pobre aldea se para frente a un pequeño grupo que intenta apagar el fuego de su casa con caronas y tinajas. El uso de mantas de abrigo o vasijas con agua que traen de la bajada es un esfuerzo sin resultados positivos. -Hay que hacer un contrafuego -explica. Primero hay que despejar la vegetación y después repartir la tierra en una zona ancha de terreno para que el fuego no se expanda.

Doña Petrona Villarroel, parada frente a su rancho demolido, cita de memoria un versículo del Apocalipsis: -Y los reyes de la Tierra que cometieron inmoralidad y vivieron sensualmente con ella, llorarán y se lamentarán por ella cuando vean el humo de su incendio.

¿Qué ve Estanislao López el 12 de enero de 1819 desde su cuartel general del Rosario? A los enemigos, que se hallan reducidos a la estrechez de este pueblo, sin atreverse a salir un paso. A pesar de esto siguen en el proyecto de devastación, han incendiado una multitud de casas del Rosario, a la vista de todos.

Desde el Rosario incendiado, el brigadier López escribe: "Santa Fe ya no tiene nada que perder desde que tuvo la desgracia de ser invadida por un ejército que venía de los mismos infiernos. Nos han privado de nuestras casas porque las han quemado, de nuestras propiedades porque las han robado, de nuestras familias porque las han muerto por furor o por hambre".

Desde el Rosario, primero desde su puesto de observación en la barranca del Paraná, y luego desde la proa del "Chacabuco", en su retirada por el río, el general Juan Ramón Nepomuceno Balcarce ve cómo se extiende el fuego, como una lengua, como una rara bruma en verano, cómo crece hacia el cielo, cómo ilumina el color marrón del río; huele el olor de los pastizales, escucha el crujir de los techos de pajas de los ranchos perdidos en la inmensidad de la llanura.

El primer cronista del Rosario
Me llamaban el tolerable autodidacta. Me conformo con que digan de mí: Pedro Tuella, el primer cronista del Rosario
Cuando divisé el puerto en el Río de la Plata, se terminaba el viaje por el Atlántico, se apagaba el sonido de las olas, el crujir de las maderas del barco atiborrado de gente, desaparecía la inmensidad del cielo. A mis veintiún años, la villa de Naval, mi pueblo de Aragón, se volvió un recuerdo melancólico. Desarmé mis valijas en Montevideo, donde ejercí como maestro de escuela, volví a repetir la escena cuando arribé al Chillán, un colegio de la misión guaraní de Itapúa, Misiones, donde di clases durante quince años. Después desembarqué, accidentalmente, en el Rosario, poblado de escasos ranchos de barro y tolderías, donde todo estaba por hacerse. Uno de los tantos españoles que se había radicado aquí se encargó de darme la bienvenida.

Fui nombrado Receptor de la Oficina de la Real Hacienda de la ciudad de Santa Fe y administrador de Rentas de Tabaco y Naipes. Como súbdito del rey, como administrador de la aldea debía escuchar las reiteradas quejas de los vecinos por los altos impuestos que pagaban, las pocas ventas y el incesante contrabando de mercaderías que llegaban desde Colonia de Sacramento.

También fui pulpero. Coloqué trastos, cajones y pequeños bancos para la charla distendida. "Pague y les doy", les decía a los clientes que llegaban para comprar vino, aperos, fideos, anzuelos, telas, sombreros, naipes y tabaco.

Los domingos después de misa, mientras en las casas se jugaba a la báciga y se tomaban mates, y otros se dedicaban a sacar un pacú del Paraná, me encargaba de recitar letanías a Dios a las señoras en el interior de la capilla.

En una aldea analfabeta, era el único habitante que estaba suscripto a El Telégrafo Mercantil, el primer periódico de Buenos Ayres donde escribían Manuel Belgrano y Juan José Castelli. Tenía ocho páginas, salía los miércoles y sábados, pero luego sólo los domingos. Allí publiqué una crónica de la que se ha hablado por siempre: Relación del pueblo y jurisdicción del Rosario de los Arroyos. Un grupo de calchaquíes buscó refugio en el norte chaqueño pero los abipones y mocovíes, guerreros de temer, originarios del lugar, lo impidieron. Sobrevivientes de una peste que diezmó a la tribu liderada por el cacique Tomás Lencina, llegaron a la reducción (a la fe católica) del río Salado, guiados por misioneros franciscanos. Levantaron una capilla con la imagen de Nuestra Señora del Rosario que les había donado el sargento de la familia Montiel.

1720 fue un año violento en la ciudad de Santa Fe. Al mando del cacique Lariguá, los abipones bajan del norte y llevan adelante vastas incursiones en las estancias para apoderarse de ganados, objetos y cautivos, que otorgan prestigio y reconocimiento político a los jóvenes indios. El panorama es devastador, la guerra no cesa hasta la destrucción de la reducción del pago del Salado.

Con su brazo de plata colgado al cuello como un blasón honorífico, el gobernador y capitán general del Río de la Plata, Bruno Mauricio de Zavala, llega a Santa Fe. La ciudad agoniza, está despoblada por la hostilidad de las naciones bárbaras y la peste de viruela, vecinos reducidos a yertos cadáveres, y pobladores en continuo movimiento, siempre vigilantes en su propia defensa, de día y de noche. Aun en el momento de ir a misa entraban a los templos con las espuelas puestas y las armas en las manos, dejando en la puerta a los caballos ensillados. Era tal el asedio que para traer leña a dos leguas de distancia se juntaban todos los dueños de carretas y salían con escolta, o con una guarnición de cien hombres para asegurarse el alimento en la otra banda del río Paraná. El gobernador Zavala tiene una idea: trasladar toda la población, desde el Carcarañal hasta los arroyos del sur, donde se ha retirado parte de la vecindad, y, como ya lo había hecho con Montevideo, fundar una ciudad.

—Lo he visto con sus propios ojos, no hay pueblos ni villas allí, apenas algunas casas de campo —le escribe Zavala al rey Felipe V, a la espera de una señal de aprobación que nunca llegará.

Fui el primero que se atrevió a asegurar, usando como fuente el relato oral, como si eso fuese una impostura, que el Rosario fue fundado por indios.

El principio de este pueblo fue en 1725.

Había por las fronteras del Chaco una nación de indios reducidos, pero no bautizados, llamados calchaquíes o galchaquiles, a quienes les hacían la guerra e incomodaban mucho los guaycurúes, nación brava y numerosa. Era muy amigo de los calchaquíes don Francisco Godoy, quien para libertarlos de estas extorsiones los trajo a estos campos. Godoy se vino con ellos y con su familia, a quienes siguió su suegro, el capitán Nicolás Martínez. No tardaron en venir otras familias que entablaron estancias, porque a lo agradable de estos campos se les sumaba la conveniencia de tener subordinados a los calchaquíes que eran guapos, pero conducidos por los españoles defendían estas tierras contra todo insulto de los indios infieles.

Godoy nació en tierra de caracarás, timbúes y corondas, respetuosos del gran río al que veían como una creación sobrenatural, y continuó la idea que pregonaba el gobernador Zavala. A Godoy, el amigo cristiano de los indios reducidos, no le resultó difícil convencer al cacique Lencina de trasladar a su pequeña tribu calchaquí. El jefe indio escuchó atento el relato de la existencia de tierras regadas por arroyos en un lugar incierto llamado el Rosario. Había que huir de los indios invasores.

Godoy y su suegro Martínez levantaron una casa de techos pajizos y paredes de ladrillo crudo a pocos metros de las tolderías que los calchaquíes montaron, a metros de la plaza Mayor, fabricadas con troncos, ramas de árboles, cuero de potros y espontáneamente dieron origen al primer poblado en tierras de don Domingo Gómez Recio, el nieto de Romero de Pineda, el primero en instalarse en el Pago sin ánimo de fundar nada.

¿Cómo? ¿Hay historiadores que sostienen que Godoy nunca existió? ¿Mito? ¿Me acusan de escribir un relato ingenuo por el solo hecho de no haberse encontrado la fecha de nacimiento del fundador (impostor) en los libros parroquiales o en las escrituras públicas que se tomaron el trabajo de revisar? ¿Se burlan de mí por haber insinuado que los calchaquíes fueron los primeros rosarinos? Han argumentado los investigadores sobre la invención del acta fundacional, han dicho que describí un escenario imaginario, me calificaron de peculiar personaje en busca de una historia oficial con contenido simbólico más que por la validez de los datos vertidos.

El "historiador" del Rosario dijo que fue un nacimiento espontáneo por necesidades espirituales antes que políticas, algo —cito— harto más honroso que el artificio de cualquier hipótesis indemostrable tejida a base de indios vagabundos.

Señores, a las pruebas me remito:

¡Yo no inventé al capitán Nicolás Martínez! El capitán era hijo de Melchor, quien había sido propietario del terreno donde se fundó Coronda, y un importante estanciero.

Acta de cabildo de Santa Fe, del día 26 de junio de 1720: El Capitán Nicolás Martínez que a expensas del Cabildo edifica una Capilla en el pago de Coronda, pide la ayuda de una licencia para traer vacas de la Otra banda del Paraná. Se determina darle la Providencia conveniente. El capitán Martínez se casa el 17 de noviembre de 1680 con María Cristal. Una de sus hijas, Micaela Cristal, contrae matrimonio el 20 de abril de 1704 con Francisco Godoy, quien tendría 20 años. La pareja tuvo una hija a la que bautizaron el 16 de junio de 1707 con el nombre de María Josefa. (Las partidas de casamiento están a disposición de los incautos).

En 1732, el capitán seguía viviendo en el Rosario. Fue padrino de un casamiento de Ignacio Zaperón, y un año después de un niño. Hay otros Godoy viviendo en la aldea, Elvira y Bernarda (tal vez hermanas de Francisco), José, Gerarda, Gerónimo y Esteban Godoy, testigo del casamiento de indio Francisco, también llegaron al Rosario otros Godoy, Salvador y su hijo Pedro, Sebastián para acrecentar las relaciones de familia y con ellos llegaron Antonio Ludueña, Luis Farías, Santiago Montenegro, Miguel Arias Montiel…

¿El Rosario es hija de nadie? ¿Se puede decir desembozadamente que nació por generación espontánea? No. Godoy, Francisco, no tuvo el propósito de fundar ciudad alguna pero sí de poblarla con los emigrantes de Santa Fe. Pero con su humanitarismo y con la colaboración de los indios, y no en estado de guerra con ellos, Godoy dejó una huella cuando se levantó el rancherío.
Capítulos incluidos en el libro Desde el Rosario
Horacio Vargas: Es periodista. En 1980 fue editor de la revista Risario, en 1990, fue uno de los fundadores de RosarioI12, donde actualmente ejerce como jefe de redacción. En 1987 ingresó a PáginaI12 como corresponsal. Ha sido corresponsal también de la revista El Periodista de Buenos Aires, publicó en Sex Humor, El Porteño y Estación 90; del semanario deportivo Rumbo a la A, co-fundador del portal digital Rosarionet.com y ejerció la docencia como profesor titular del taller de redacción de la escuela de periodismo TEA Rosario. Ha escrito los libros: “Crónicas de Rosario”, “El Negro Fontanarrosa”, “Fito Páez, la vida después de la vida”, “Reutemann, el conductor “ y el fascículo “La Trova Rosarina” y "Gente con Swing". Tiene un sello discográfico, BlueArt, con el que ganó un Grammy Latino como productor del disco “Postangos en vivo en Rosario” de Gerardo Gandini. Condujo programas de jazz en Radio Clásica Rosario y Radio 2. Es productor de espectáculos