Bajo los títulos: "Un llamado a la reflexión antes de zambullirnos en la decadencia" y "La televisión no puede ponerse al servicio de las infamias", el diario 'La Nación' publicó una lapidaria nota y un duro editorial contra el programa 'La noche de Mirtha' y su producción
En la edición de este jueves 5 de abril, el diario La Nación con la firma del editorialista e integrante de la Asociación de Entidades Periodísticas (AdEPA), José Claudio Escribano, se publica una nota de opinión donde se sugiere la aplicación de la censura previa: "¿nadie fiscaliza, al margen de la producción específica, lo que se pueda llegar a decir o hacer ante las cámaras y afecte eventualmente el orden legal o la sensibilidad y moralidad públicas?", aunque luego reconoce que "La gran Constitución de 1853 prohíbe por su artículo 14 la censura previa". Escribano no puede ignorar el artículo 13° inciso 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), prescribe que el ejercicio de la libertad de expresión “no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores”, tal como se suscribió en numerosos comunicados de la organización empresaria de medios. Vamos a las notas:
Un llamado a la reflexión antes de zambullirnos en la decadencia
El escandaloso programa de Mirtha Legrand desnudó un problema que excede lo televisivo y que refiere a la ruptura con elementales normas de convivencia de la vida social
Por: José Claudio Escribano
La televisión argentina cayó el sábado por la noche en inolvidable infortunio, pero ¿estará a salvo en adelante de trances aún más traumáticos, más retrógrados, más tristes todavía que el del programa que hoy persevera en boca de todos? Siempre se puede caer más abajo de lo que se ha caído. Siempre habrá aguas más sucias en las cuales enlodarse. El gran tema es cómo evitarlo.
Apartemos de la reflexión el nombre de los periodistas, actores, dirigentes sociales a quienes se quiso asociar con uno de los delitos que en mayor grado repudia la sociedad, incluidas las franjas que se expresan en cruel estilo en la sórdida oscuridad carcelaria. Apartemos también la identidad de las personas que han quedado envueltas en diferentes papeles, por impericia, por bobería, por contraprestación de servicios o por lo que quiera imaginarse, en cuanto a las responsabilidades por lo sucedido ante las cámaras. Deberá corresponder a la Justicia, y solo a ella, determinar la naturaleza del suceso y sus consecuencias.
Apartemos a un lado nombres y patronímicos. Los involucrados en el incidente registrado por las cámaras pudieron haber sido estos u otros. Sin olvido del telón de fondo real, que es una investigación judicial en marcha sobre pedofilia y prostitución, lo esencial del escándalo sabatino concierne a principios y valores, no a personas, con los que se ha jugado con asombroso atrevimiento. Concierne al interés con el que indaguemos qué hacer a fin de que la sociedad salga de la pendiente por la que se han deslizado, con morboso desatino, sus expectativas sobre el mundo y los submundos televisados.
Concierne a que lo sucedido el sábado ha sido, ni más ni menos, que síntoma de una confusión general patética sobre escenarios ideales. ¿Quieren seguir las buenas gentes dando pábulo a las excentricidades que a diario se les propinan desde los medios audiovisuales por el simple motivo de que el rating verifica que eso es lo que ellas precisamente celebran? Esas gentes no son de ningún círculo rojo, sino de un vasto círculo verde, de envenenadas fantasías. Quieren volver a P.T. Barnum y sus freaks, ¿o no? Decídanlo, pero decídanlo bien a riesgo de que se recreen indefinidamente las imágenes y palabras de hace unos días.
Lo del sábado ocurrió en un set de televisión. Pudo haber ocurrido del mismo modo frente a algún micrófono de una constelación radial donde abunda la calidad, pero sobran los esperpentos. O como ocurría hasta no hace mucho en las sucias páginas de revistas o periódicos de circulación restringida, aplicados por vocación o financiación espuria a promover escándalos al voleo contra reputaciones incómodas. Por supuesto, el escándalo del sábado se propagó como llamas entre los gigantescos vertederos de detritos en los que el anonimato azuza en turbas digitalizadas lo más execrable de la condición humana.
¿Por qué todo esto ocurrió el sábado último y no otro sábado de hace veinte, cuarenta o sesenta años? ¿No vale la pena preguntarlo? ¿No vale la pena anoticiarse de que la degradación de los usos y costumbres públicos ha ido con el tiempo en aumento?
Se podrá argüir que detrás de un acto de tremenda desfachatez en el contexto de una mesa anestesiada más de la cuenta pudo haber estado la mano negra de agentes o de exagentes de servicios de inteligencia. O de provocadores, oh sí, de connotación política, nacional o extranjera, o de sujetos con intereses empresarios o económicos o institucionales de cualquier naturaleza, con el objeto de que se agrediera a una o más personas de notoriedad pública. Se podrá conjeturar por igual que no necesariamente todos los afectados eran los destinatarios directos de lo que se quería divulgar de forma aviesa: a veces es útil a tal clase de propósitos, y a fin de disfrazar la procedencia primaria del mensaje, "mezclar la hacienda". Se puede, en suma, razonar sobre la diversidad de puntos abarcados por esta parrafada como se lo habría hecho años o décadas atrás ante situaciones parecidas.
Pero hay, al margen de inferencias sobre antiguas triquiñuelas, un cambio, una mutación trascendente que revela la ruptura descomunal que se vive respecto del pasado. Lo refleja el episodio inaudito del sábado. Parece referir a una cuestión de forma, pero es de fondo. Viene configurada como una ola colectiva creciente, que se abate con absoluta desaprensión contra el sistema de convenciones sociales y profesionales por las cuales generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos tenían ante sí pautas previsibles sobre los límites a los que de ordinario se ceñirían las conductas individuales y colectivas. Superado el estupor inicial, ¿alguien podría afirmar que otros programas, otros canales, otros curiosos paneles de curiosos panelistas van en mejor dirección, con acopio de méritos y contribuciones de valía a una cultura nacional honrosa, que los de la estrepitosa colisión con la sensatez y el buen juicio del sábado 31?
La producción del controvertido programa televisivo había advertido un día antes que "va a salir fuego de esta mesaza". ¿Nadie se preguntó qué se traía en manos el orate, digámoslo prolongando su propia metáfora, con el prenuncio de un incendio? Los titulares de un canal son permisionarios de una concesión del Estado y por más que diversos espacios de su programación se encuentren tercerizados, ¿nadie fiscaliza, al margen de la producción específica, lo que se pueda llegar a decir o hacer ante las cámaras y afecte eventualmente el orden legal o la sensibilidad y moralidad públicas? Estamos seguros de que sí, pero también de que en tiempos en que fuertes corrientes arremeten hasta con ira contra todo lo que esté establecido, el pulso a veces vacila en aplicar al menos el modesto rigor del buen gusto.
¿Es verdad que "por un punto de rating se mata a la madre"? No. Nos negamos a que sea verdad que el nivel ético de la televisión sea tan desprejuiciado como lo que subyace en las redes, tan por debajo, paradójicamente, de los inmensos logros de ellas mismas en favor de la comunicación, el conocimiento y la creatividad entre los hombres y sus culturas. Los diarios que acreditaron el mayor índice de credibilidad en el mundo prosperaron, lo sabemos, impulsados por consignas de otro orden. Vale la pena desempolvar aquí esta que sigue: "Es preferible perder dos primicias antes de que nos desmientan una". Y aun así, sufrían, sufren tropiezos por errores inevitables en el ajetreo de la labor cotidiana.
La gran Constitución de 1853 prohíbe por su artículo 14 la censura previa; también esa cláusula establece, claro, que no hay derechos absolutos, entre otras cosas porque hay derechos de terceros que pueden entrar en conflicto con los de otros. Los derechos, dice, se ejercen "conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio". De ese equilibrio delicado de normas penden nuestras libertades, base de la tolerancia y el respeto recíproco. ¿Vamos a honrar ese espíritu con palabras como las que se difundieron el sábado, y cuyo registro fue inmediato en las redacciones porque todas se hallaban alertadas de que algo grave iba a producirse esa noche?
La mala praxis del sábado recuerda, en principio, la falibilidad del género humano, y que la larga carrera de una de nuestras grandes mujeres del espectáculo mal podría ser confinada, de un día a otro, al infierno de la vituperación y el ostracismo profesional. Tenemos todos una deuda de gratitud con ella y ella una deuda consigo misma sobre lo que significaría seguir adelante sin enmiendas después del traspié habido.
Urge la reflexión social por el contexto en que se expresa el proyecto de vida en común de la nación, si es que estamos concertados en que haya un proyecto solidario para nuestro destino. De menor a mayor la atemperación de la guaranguería, vocablo que fue de uso corriente entre nuestros antepasados, sería un primer paso. Nada simple de ejercitar, con todo: en el fondo de esta crisis que refulgió en cámaras el sábado se halla el padecimiento de la educación popular en el país.
La televisión no puede ponerse al servicio de las infamias
El programa de Mirtha Legrand permitió que un personaje del submundo montara una burda operación y denigrara a conocidas figuras
El sábado pasado, los espectadores del programa La noche de Mirtha, que se emite por Canal 13, pudieron calibrar el nivel de degradación al que puede descender en la Argentina la vida pública. La tradicional mesa que conduce Mirtha Legrand sirvió para que un personaje del submundo que se presentó como prostituta profesional, como Natacha Jaitt, pronunciara un monólogo atroz dirigido a difamar y amenazar sin limitación alguna a figuras de la política, de la prensa y del espectáculo. También de la vida religiosa, ya que los insultos alcanzaron al propio papa Francisco, en plena noche del Sábado Santo. Una maniobra montada con el objetivo de silenciar e intimidar y a la que la producción del programa se prestó sin medir sus muy nocivas consecuencias.
Jaitt profirió sus infamias escudándose en una supuesta indignación por la trata de personas. Pero lo más llamativo fue que se autoincriminó, al confesar que durante un año fue contratada por una empresa para realizar tareas de inteligencia sobre políticos y periodistas. Nada que sorprenda demasiado. No es la primera vez que este personaje formula escandalosas declaraciones basadas en hechos absolutamente incomprobables, como aquellas que, allá por 2011, tuvieron como víctima hasta al actual presidente, Mauricio Macri. Siempre se entendió, sobre la base de innumerables indicios, que se trata de alguien manipulado desde los sótanos de servicios de inteligencia que se mueven con fines extorsivos.
En esta exhibición de indecencia parecen concentrarse varias de las miserias que contaminan la República. Una de ellas es el recurso del escarnio y de la calumnia para intimidar a personajes públicos, sobre todo a periodistas. La práctica de ese método trascendió al gobierno de los Kirchner, que se sirvieron de él hasta el hartazgo. Aunque debe reconocerse que durante esa etapa no se llegó al nivel de agresividad y bajeza al que se asistió el sábado en La noche de Mirtha.
La búsqueda desenfrenada del rating, que es la excusa que ofrecieron los responsables de la producción del ciclo, es inaceptable. Mirtha Legrand lleva más de medio siglo conduciendo su programa y jamás recurrió a un espectáculo tan desagradable para sumar televidentes. Afirmar que se apeló a la bajeza para conseguir rating es un insulto a la audiencia de la conductora. Nadie puede alegar absoluta inocencia respecto del contenido que se ofrecería en la pantalla. La controvertida invitada venía repitiendo en las redes sociales desde hacía varios días las mismas difamaciones que reprodujo esa noche sin que nadie la interrumpiera. Desde esas mismas redes el productor general del ciclo, Ignacio Viale (h.), había prometido durante la tarde del sábado que se trataría de una emisión incendiaria. Viale dijo también anteayer que ignoraba que el programa había sido escenario de una operación de inteligencia, cuando su invitada lo explicó durante su monólogo difamatorio.
Otra desviación que parece adquirir rasgos de cronicidad es el espionaje clandestino. Pero el sábado ocurrió algo inesperado: una persona admitió haber sido contratada para esa tarea ilegal. Hace tanto tiempo que los argentinos se sienten vigilados que ese delito ya no parece una anomalía. A tal punto que a nadie en esa mesa se le ocurrió pedir explicaciones a pesar de que la invitada de Mirtha Legrand explicó que realizó persecuciones, filmaciones, y registró conversaciones al servicio de una entidad desconocida, "porque yo vivo en la noche y en la noche veo muchas cosas". En sus intimidaciones, Jaitt señaló que "todo esto termina en Olivos", en lo que fue interpretado como un mensaje mafioso emitido desde el bajo fondo hacia el Presidente. Jaitt tendrá que dar explicaciones a la Justicia sobre esas prácticas y estos dichos.
Nunca se sabe del todo cuál es la cobertura o la tolerancia que esas operaciones tienen por parte del aparato de inteligencia del Estado. Durante el kirchnerismo, sobre todo cuando la Secretaría de Inteligencia funcionó a las órdenes de Antonio Stiuso, fueron muy habituales. Sería de lamentar que entre aquel organismo y la Agencia Federal de Inteligencia actual, que conduce Gustavo Arribas, haya continuidades injustificables. Arribas aseguró, al llegar al cargo, que esas prácticas no tendrían lugar en su gestión.
No debe llamar la atención que esos procedimientos prosperen en una sociedad que cobija innumerables mafias. Todos los días se producen evidencias de que en los sindicatos, en los tribunales, en las fuerzas de seguridad, en los clubes y organizaciones deportivas, como en muchas otras instituciones, existen cofradías delictivas. Lo que no es tan ostensible es que esas mafias puedan operar desde medios de comunicación insospechados, como Canal 13, o desde programas tan tradicionales como el de Mirtha Legrand.
El papel de la conductora esa noche fue incomprensible. Dejó la impresión de haber entregado la conducción a una de las invitadas, para que difamara e insultara sin prueba alguna a políticos, religiosos, directivos de canales de TV que compiten con el 13 o periodistas que realizan su trabajo con decencia. Entre ellos, la periodista que también había sido invitada a su mesa.
Lo ocurrido el sábado fue, por la vía negativa, una lección inapreciable. Los periodistas, conductores de programas de TV y directivos de medios de comunicación tienen una responsabilidad social delicadísima. Su ética debe estar a la altura de la protección excepcional que les otorgan la Constitución y las leyes. Ese compromiso los obliga a ser cuidadosos con la información que proporcionan y también responsables con aquellos a quienes les conceden la posibilidad de comunicarse. Estos recaudos, que tienen validez universal, son más necesarios en un país que carece de un sistema judicial creíble. La falta de tribunales confiables no solo garantiza la impunidad, sino que deja a los ciudadanos en una dolorosa indefensión ante la calumnia.