domingo, 29 de abril de 2018

A 50 años: Un país y dos hijos se unen para honrar a un cronista de La Nación caído en la guerra

En 1968, Ignacio Ezcurra, corresponsal de La Nación, desapareció en pleno conflicto; sus restos nunca fueron hallados; hoy, su familia va hacia Saigón, el último lugar donde lo vieron con vida; en un museo de esa ciudad, se exhiben su obra y sus fotos
Por: Encarnación Ezcurra
Una densa niebla nos acompaña en nuestros primeros pasos en Hanoi. El calor y la humedad son constantes, por momentos como lluvia y de a ratos no, pero manteniendo un mismo halo envolvente y pegajoso. El fin de la noche de 30 horas de vuelo a contramano del giro solar, que roba un día al calendario, se vislumbra apenas con la tibia claridad de las calles de la capital vietnamita, tan atestadas como la cabina del avión.

La sensación de duermevela que le sigue al viaje hace aún más irreal un hecho que todavía creemos a medias: estamos en Vietnam y visitaremos en unos días el lugar donde hace 50 años Ignacio Ezcurra, mi padre, llegó como corresponsal de La Nación a buscar otra de sus notas, la de una guerra tan insensata como todas, y le puso a esta historia su propio nombre. El 8 próximo, estaremos en Cholón, barrio ahora integrado a Saigón, donde se lo vio por última vez y donde suponemos que sus huesos yacen en alguna fosa común.

Llevamos el recuerdo de los hermanos de Ignacio, que juntos fueron para nosotros mucho más que un solo padre.

A mi hermano Juan Ignacio y a mí, que apenas habíamos nacido, nos siguió siempre el efecto de ese último gesto. '¿Ezcurra? ¿Como el periodista que murió en Vietnam?'', era una señal de orientación en la maraña de una prolífica familia. Hasta Vietnam es el título del libro que recopila sus notas y fotos.

Si ese hecho final fue el legado de nuestro padre, que lo asumiéramos con orgullo, sin alharaca ni sentimentalismo, es una impronta que heredamos de mamá.

Con los años fuimos agregando matices a una imagen paterna que, como las del archivo de su obra, era en blanco y negro. En mis años de periodismo conocí por relatos y emociones compartidas de amigos la zozobra de su desaparición, que, descripta por uno de ellos, Bartolomé de Vedia, 'no fue el rayo fulminante que ciega y paraliza: fue la larga agonía de una serie de noches, la tensa vigilia de los suyos y de sus compañeros de Redacción mientras el último hilo de esperanza se iba debilitando y un enjambre de cables y fotografías borrosas traían desde lejos su carga de malos presagios".

El tiempo también nos pintó con claroscuros al viajero desprevenido que había recorrido América y todo el país a dedo, al curioso insaciable, al tesón sin límites que le permitía entrevistar a Martin Luther King después de meses de seguirlo o que lo dejaba en vilo luego de vender sangre para pagar el ingreso en una frontera, a quien ya veía fotográficamente antes de que Sara Facio le recomendara su primera cámara, que aún conservamos.

Sus últimos años como cronista de La Nación fueron intensos: en 1967 viajó a cubrir los conflictos raciales en Estados Unidos. Al año siguiente, partió hacia Vietnam para escribir sobre la guerra hasta su desaparición, el 8 de mayo de 1968.

No llegó a saber sobre la muerte de Ho Chi Minh, al año siguiente; la firma de tratados de paz, en 1973; ni dos años después, el día que marcó el inicio de la Vietnam actual, lo que los manuales llaman la "Caída de Saigón" y aquí, mañana, celebran como la Reunificación. Imposible no notar esta fiesta: en Hanoi, banderas rojas con la cruz amarilla brotan como ramos de cada casa, puesto, balcón o poste. Forman un friso monocromático y mudo sobre el bullicio variopinto de sus calles, que contienen la paleta infinita de la vida expuesta sin remilgos. Una metáfora fiel de la política que marca el ritmo y una melodía que mueve velozmente la economía.
Luisa Duggan y Encarnación Ezcurra, en Sapa, Vietnam
Su imagen, la del periodista absoluto, continuará siempre alerta, siempre activa, siempre impregnada de tensa juventud. -escribió sobre mi padre, en 1970, Manucho Mujica Lainez-. No conocerá la bonanza de los años altos, pero no sabrá su melancolía. Y su clara sonrisa seguirá siendo invulnerable". Pero nosotros hace tiempo pasamos la edad que él tenía al morir, 28, y lo interpretamos más cerca de los padres en que nos convertimos que de los hijos que dejó.

Así fue como nos animamos a pensar en venir a Vietnam. En nuestra mezquina visión personal, no era un país, ni siquiera una guerra. Era la tumba que todavía guarda sus restos, que nunca fueron encontrados, era interpelar su decisión de asumir riesgos, era palpar la herida de desgarro que provocó a quienes lo querían.

Por eso fue una idea incómoda antes de ser un plan concreto. Seguiría siéndolo si no hubieran sucedido tantas casualidades que preferimos disimular antes de abandonarnos a la credulidad temeraria. Pero lo cierto es que la conversación insistente que había empezado hace un año comenzó a encauzarse cuando mi hija Teresa nos hizo notar la coincidencia de este año con el aniversario redondo de su desaparición, 50. El almanaque le dio el primer envión hacia la realidad, si esto es tal.

Le pusimos un condicionante exagerado: que una visita al Museo de los Restos de la Guerra de Saigón nos permitiera incluir a Ignacio en el listado de fotógrafos muertos, donde sabíamos por testimonios de viajeros que no figuraba. No encontrábamos la punta al ovillo sobre cómo iniciar esa gestión cuando, cerca de Navidad, escribí a la representación argentina en Hanoi. A las dos horas abrí la respuesta encabezada con la desconcertante frase de: "Mirá el mail que llegó a la embajada". El sorprendido era el cónsul Francisco Lobo, quien el mismo día -sí, exactamente el mismo día- había recibido del embajador, Juan Valle, un mensaje por WhatsApp con el pedido urgente de averiguar más sobre la foto que le enviaba de la calle Martín y Omar, en San Isidro, donde hay una placa que recuerda que allí nació Ignacio Ezcurra y la mención de Vietnam. El diplomático informaba que indagaría más sobre el caso y que al regreso iniciaría las conversaciones con el museo de Saigón, que le costaba creer todo esto.

Decisiones
El primer contacto empezó ante una actitud desconfiada de los representantes del museo. Era el único argentino, el único latinoamericano y no tenían registro alguno del caso. Había que probarlo, algo que hicimos rápidamente y la actitud se invirtió completamente: hoy son los vietnamitas los principales promotores no solo de sumarlo a la memoria, sino de rendirle un homenaje en ese lugar junto a veteranos de guerra, exponiendo su foto, biografía, el libro con algunos pasajes traducidos al idioma local y algún objeto que quisiéramos donar.

Eso nos puso frente a la decisión de si dejar la cámara de fotos Pentax, que fue y volvió de la guerra, igual que la máquina de escribir Lettera. Dudábamos. Últimamente, eso precede momentos extraños. En marzo, visitando la Biblioteca Nacional junto a otros invitados, reencontré casualmente a Abel Alexander, historiador de la Fototeca, que fue quien tomó a su cargo hace unos diez años la donación que mi madre, Inés Lynch, hizo del archivo fotográfico de Ignacio. 'Tanto tiempo -saludó-, justo estamos planeando una muestra de tu papá para fin de año''. Le pregunté si era por el aniversario y abrió los ojos como platos: no lo había relacionado con la fecha. Le comenté lo de la cámara y saltó: la cámara no, nunca, pero sí puede la Fototeca donar archivos en alta definición de fotos sacadas por Ignacio para el fondo del museo.

Así que llevaremos los DVD con una carta de Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional, y ofrecimos la Lettera junto a textos que revelen la visión doliente que ya entonces tenía de esa guerra. Mientras, la Pentax viene también, pero será con mi hija Luisa, que en paralelo a su carrera de Arquitectura estudió fotografía. Que la lleva a todos lados y cuyo lente ha forjado su mirada atenta y cándida.

Nuestra tierra está llena de muertos -me dijo antes de viajar en Buenos Aires el embajador vietnamita, Dzung Dang-, de nuestro pueblo y extranjeros. Honramos a nuestros ancestros y es importante que ustedes y todos quienes perdieron a alguien, no importa por qué, lo hagan también. Sean bienvenidos''.

La pasión por el periodismo
Ignacio Ezcurra nació en San Isidro en 1939. Se recibió de bachiller en 1956 en el colegio El Salvador. Poco después, empezó la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) e ingresó a La Nación en la sección Avisos Clasificados. En 1958, junto a dos amigos, viajó a dedo por Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, México y Estados Unidos. Allí, en 1960, estudió periodismo en la Universidad de Missouri, gracias a una beca.

Al regresar al país, en 1961, hizo el servicio militar y fue enviado por la Secretaría de Cultura de la Nación y el Instituto Di Tella a recorrer más de 60 ciudades del interior para ofrecer espectáculos audiovisuales y películas documentales. Un año después, se reincorporó a La Nación como cronista volante e ingresó a las carreras de Sociología e Historia en la UBA. También trabajó asiduamente como fotógrafo.

En este diario escribió en las secciones Un rostro en siete días y Visiones de América. Además, publicó artículos en las revistas Atlántica, Vea y lea, El reflector, Cristina, Autoclub y La chacra. En 1965 se casó con Inés Lynch. Ese mismo año, invitado por la embajada de Siria, visitó Medio Oriente.

Dos años después, fue enviado a los Estados Unidos para cubrir los conflictos raciales. Allí entrevistó a Robert Kennedy y Martin Luther King. Al año siguiente partió a Vietnam como correponsal de guerra. Desapareció en Saigón el 8 de mayo.
La autora trabajó en La Nación desde 1987 a 2001

La estirpe de un periodista, la libertad de un soñador
Por: Carlos M. Reymundo Roberts
Ezcurra con su Pentax, que Sara Facio le recomendó usar
Cuatro periodistas marcaron mi carrera. Claudio Escribano, Alberto Laya y Germán Sopeña fueron maestros, ejemplo, guías. Al cuarto no lo conocí: Ignacio Ezcurra. Yo tenía 12 años cuando murió en Vietnam, y me acuerdo del estrépito y la conmoción que la noticia causó en mis padres, viejos lectores de La Nación.

Volví a cruzarme con su historia, fugazmente, mientras estudiaba periodismo. "Este pibe era muy, muy bueno. Busquen lo que escribió y no dejen de leerlo", recomendó un profesor.

Más tarde, ya incorporado al diario, vi en el corazón de la Redacción su célebre foto con el casco, tomada en Vietnam. Podía ser interpretada como lo que era, un homenaje, un tributo, y también como la presencia de un centinela, un protector de lo mejor de esta profesión: la búsqueda de la verdad llevada, si hace falta, hasta el extremo del heroísmo.

Por los años 80, una madrugada fui al archivo del diario, en el edificio sobre la calle Bouchard, y leí varias de sus notas. Ahí empezó el idilio, el deslumbramiento. Comprobé que realmente se trataba de un grande, de alguien distinto y, me animaría a decir, único. Sabemos que la muerte tantas veces mejora a las personas. Una muerte así, a los 28 años, en un frente de guerra, podía haber contribuido a agigantar su imagen. En realidad había pasado lo contrario. La tragedia había frustrado una trayectoria destinada a alcanzar cumbres insospechadas. Ignacio estaba señalado para hacer historia no por morir bajo los tiros en Vietnam, sino por la dimensión extraordinaria de su trabajo periodístico.

A una edad en la que la gran mayoría -sobre todo en tiempos de extensos cursus honorum en las redacciones- estaba haciendo los palotes, él ya había escrito artículos inolvidables. Su "Reportaje al poder negro" (1967), sobre el conflicto racial en Estados Unidos, es una maravilla narrativa y de investigación. En 15 días, un desconocido jovencito llegado desde la remota Argentina había recorrido los principales ghettos del país, desde Nueva York y Washington hasta la incendiada Detroit, y había entrevistado a los principales líderes negros (Martin Luther King y Rap Brown, entre otros), a relevantes dirigentes blancos como Robert Kennedy, y a cientos de norteamericanos de a pie.

Aquel largo artículo, escrito en primera persona (por entonces, algo muy poco usual), empezaba así: "Me ahogaba. Ya no era por el calor sofocante y pegajoso de Nueva York, esa atmósfera llena de rascacielos, multitudes, neón y de insensible apariencia. Era una sensación desagradable y nueva. Sobre los hombros, y en el estómago, como una trompada punzante y prolongada, me pesaba el odio". En la senda del llamado "Nuevo Periodismo", corriente que nacía en Estados Unidos justo cuando él estudiaba en la Universidad de Missouri (Columbia), en 1960, Ignacio combinaba un trabajo de campo sesudo, incansable, con una prosa trepidante y florida hasta entonces solo propia del lenguaje literario. Ignacio fue uno de los precursores en la Argentina de ese nuevo periodismo de visceral compromiso con la verosimilitud del relato, al que adscribirían, con trazo indeleble, Rodolfo Walsh, Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez.

Maestro en la descripción de personas, lugares y momentos, su primer atributo era la intrepidez para ir -cámara en mano, porque también era fotógrafo- hasta el fondo de las historias que encaraba. Parecía responder a la máxima de que solo se puede dar a conocer aquello que se conoce muy bien. Y ahí iba, buscando las entrañas, con audacia y tozudez. Es cierto: esa audacia le costaría la vida. Pero no entendía otro periodismo que el de la mayor aproximación posible a los hechos y a las fuentes.

Para su nota sobre la lucha por los derechos civiles, a Ignacio lo encontramos en un "maloliente departamento de Harlem", donde siete jóvenes negros le muestran la dinamita con la que se proponen "volar una manzana" y destruir "todas las casas de los blancos". Poco después, en una esquina cerca de allí, le puntean la cintura con una sevillana por sacar fotos a dos negros que se estaban peleando en la calle. Lo vemos caminar las calles más sórdidas de barrios virtualmente prohibidos a los blancos y meterse en casas infestadas de ratas para ver cómo vivía la comunidad afroamericana.

Cronista curioso, inquieto, también temerario, Ignacio acompaña a una patrulla armada hasta los dientes que sale en busca de cazadores furtivos en la espesura de la selva misionera; llega hasta el corazón de la colorida Semana Santa indígena de Ayacucho, en Perú; va al encuentro de la célebre cantante folk y militante del pacifismo Joan Báez; vuela por las rutas en el auto conducido por el corredor de TC Juan Manuel Bordeu; recorre el explosivo Medio Oriente; husmea el depósito de hallazgos de la Policía Federal, donde hay desde joyas, televisores y lavarropas hasta calaveras y ataúdes.
En 1991 me tocó cubrir para La Nación, desde Israel, la Guerra del Golfo Pérsico. Al volver tuve una visita que jamás olvidaré: la de Chiquita Ezcurra, la madre de Ignacio. Ella y su nieta Encarnación, que trabajaba en el diario, me regalaron Hasta Vietnam, el libro que, con prólogo de Manucho Mujica Láinez, reúne algunas de sus mejores notas y fotos, y el diario de su viaje a dedo a Estados Unidos, con dos amigos, cuando tenía 19 años. Se publicó en 1972 y fue reeditado en 1998, con un nuevo prólogo de sus hijos, Encarnación y Juan Ignacio, y una presentación de Sara Gallardo.

Desde entonces, Hasta Vietnam es una suerte de biblia profesional que utilizo para las clases de periodismo. A muchas generaciones de jóvenes estudiantes les he repartido fotocopias de "Reportaje al poder negro", y me maravilla comprobar, una y otra vez, cómo ese artículo escrito hace más de 50 años entusiasma y deleita a chicos de la era digital.

"Un periodista da su medida verdadera cuando es libre", dice Manucho en el prólogo. Ignacio era radicalmente libre. Libre, curioso, tenaz, aventurero. Soñador. Sus trabajos lo sobreviven, y en ellos palpita todavía esa libertad que no pudo cegar del todo la tragedia de Saigón.

Ignacio Ezcurra: relato de una vida que honra el periodismo más sublime
Por: José Claudio Escribano
Ignacio Ezcurra pertenecía a una tribu numerosa de San Isidro. A una de esas familias tan grandes que las gentes se preguntan si los chicos habrán encontrado alguna vez toallas secas en los baños de la casa. Los hijos de Pedro Ezcurra y María Delfina "Chiquita" Caprile fueron doce; Ignacio, el quinto, y, como sus hermanos, tataranieto de Bartolomé Mitre, fundador de La Nación. Por los Ezcurra se emparentaba con Juan Manuel de Rosas. Sobraban cables contrapuestos en ese genio atrevido, tan inteligente como candoroso e intrépido, alegre, curioso y solidario, para captar el mundo y reflejarlo en la más amplia diversidad de sus matices.

Lo he admirado a lo largo de medio siglo por el heroico arrojo periodístico. Hoy, releyéndolo en Hasta Vietnam, la antología de sus artículos, lo admiro, además, por haber encarnado un modelo ejemplar: el del periodista que en solo seis años de ejercicio pleno del oficio alcanzó un punto de maduración llamativo en la excelencia de la capacidad narrativa, en la riqueza del poder de observación. Y, desde luego, en la naturalidad expresiva, propia del buen estilo que se mama desde chico y se añora en el periodismo del énfasis y las hipérboles, esquirlas de la lengua que duelen en ojos y en oídos. Un periodista perspicaz dosifica el humor, la ironía. Así escribía Ignacio: con la súbita fugacidad de los guiños.

El 22 de abril de 1968 está por llegar a Saigón, la ciudad en la que perderá la vida. El avión asciende de pronto a 12.000 metros. Lo recuerda en una de sus notas: "'Hay que impedir que nos alcancen los cañones comunistas', dice la azafata, con la misma cara sonriente con que había anunciado el cóctel". Y, ya en tierra: "En la escalerilla nos detiene la explosión próxima de un cañón. La azafata, siempre sonriente, lo explica: 'No se preocupen, es la guerra'".

En todo el mundo, las puertas de entrada en la Redacción de los diarios son múltiples. No siempre se acierta con la mejor. Costó a Ignacio cuatro años encontrar la más favorable, a pesar de que "Chiquita", su madre, era accionista de la sociedad que edita este diario. La entrada de Ignacio a La Nación en 1958 había sido como empleado de la sección Avisos Clasificados. Se mantuvo en esas tareas administrativas, interrumpidas por viajes, estudios y algunos artículos en revistas y en La Nación, hasta que, en 1962, triunfó en el afán de que lo aceptaran como periodista con "cama adentro", en nuestra jerga.

Había nacido con el don para el oficio. Lo había pulido en su paso por la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, al haber obtenido una beca de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), y por vinculaciones con la Universidad de Missouri, entre las más acreditadas entonces en periodismo. A fines de los cincuenta, la prensa internacional destacaba el trabajo de un profesor de la Universidad de Missouri que al configurar la lista de los veinte mejores diarios del mundo había incluido dos periódicos de la Argentina: La Prensa y La Nación.

Viajero empedernido
Pero no eran los ámbitos cerrados de la academia o donde se edita un diario los que Ignacio sentía como más apropiados para su condición de viajero empedernido, a dedo, si era posible, sino en la caja de camiones solidarios por América Latina. De audaz explorador de selvas del Litoral, de aldeas andinas ignoradas en los mapas o de espacios infinitos en la Patagonia profunda, de la que se había enamorado en correrías de misionero laico entre paisanos.

Desconocía la categoría humana y animal del peligro. Lo sabíamos antes de Vietnam por otras crónicas, como las que había escrito sobre Harlem y el poder negro. Por eso, como corresponsal viajero, lo veíamos más cerca de la virtuosa credibilidad de Ernie Pyle, el periodista de la cadena Scripps-Howard y de cien conflictos cruentos hasta que cayó en Okinawa, que de las historias, maravillosamente escritas, es cierto, de Ernest Hemingway, que pasaba tanto o más tiempo en los bares de retaguardia que en los frentes de combate. Ignacio se había casado en 1965 con una rubia espléndida, Inés Lynch. Tuvieron una hija, Encarnación, y cuando Ignacio murió, Inés esperaba otro hijo. Lo llamaría Juan Ignacio.

El viejo y gruñón, pero honorable y en el fondo bondadoso secretario general de Redacción, lo convocó un día a su despacho: "Señor Ezcurra, dígame: ¿qué hace con esa barba". El interpelado quedó perplejo. Se recompuso. Elevó la vista y buscó sobre la pared, en la que se recostaba el sillón de la alta jerarquía, un cuadro de Mitre: "Mi tatarabuelo usaba barba...". El otro volvió al ataque: "Señor Ezcurra, eran otros tiempos. Haga el favor de afeitarse".

Sería un diálogo alucinante en estos días, en cualquier diario. En 1963, no. No solo por las formas paternalistas, que en voluntad protectora encorsetaban a los más jóvenes, sino también porque había estallado un nuevo fenómeno, que cambiaría radicalmente la relación de fuerzas e influencias políticas en los claustros universitarios, en las redacciones, en la intelectualidad argentina. Referían al fenómeno castrista y la afectación que produjo sobre una muchachada de la alta burguesía argentina, hasta poco antes liberal, conservadora y acerbamente antiperonista. Ignacio era un periodista puro, "un periodista absoluto", escribió Manuel Mujica Lainez, pero la barba incipiente, esa tontería, podía interpretarse en aquellos días de aprehensiones como signo burlón de rebeldía, de simpatías disimuladas con Castro, con Guevara.

Con la revolución, en suma, que arrastraría más adelante a la insurrección vernácula a dos de los buenos, muy buenos, entre los nuestros, y ambos, de la generación misma de Ignacio: Salvador del Carril, de remota sangre unitaria, y Emilio Jáuregui, descendiente de Vicente Fidel López, ametrallado en Once, en 1967. En la inhumación de sus restos en la Recoleta, acontecimiento de época, se aunaron el tío abuelo, Federico Pinedo, y Raimundo Ongaro y Rodolfo Walsh, a quien Jáuregui secundaba en la radicalizada CGT de los Argentinos.
Juan Ignacio y Encarnación, sus hijos 
Un año después de ese asesinato, Ignacio Ezcurra, con 28 años, viajaba como corresponsal a Vietnam, venciendo con su insistencia la oposición inicial de La Nación, que había procurado resguardar su vida. Había recibido alguna enseñanza sobre lo que era la guerra de Malcolm W. Browne, corresponsal de The New York Times en Buenos Aires. Browne venía de estar cinco años en Vietnam.

En un despacho desde Saigón, retransmitido vía Nueva York por The Associated Press, Ignacio narraba en La Nación del 9 de mayo lo que había observado en el valle de A Shan, al noroeste del Delta del Mekong, a bordo de un helicóptero artillado de la IX División de Caballería Aerotransportada, procedente de Laos. La Guerra de Vietnam era más que eso. Era una guerra en el sudeste asiático, con los rusos y los chinos proveyendo de armas y suministros de todo tipo a las fuerzas del régimen de Ho Chi Minh, héroe nacional de la pasada lucha contra el colonialismo francés. Enfrente, los Estados Unidos y unos pocos aliados, que ardían en la escalada agotadora de asistir a Vietnam del Sur, con gobiernos corruptos, y más incompetentes para la guerra y menos preparados para bastarse a sí mismos que sus enemigos de Hanoi.

Oye "el ladrido seco del AK 47, el fusil automático chino". A su lado, dos artilleros ametrallan bultos sospechosos "sin dejar de mascar chicles"; mejor: los mascan acompasadamente, mientras disparan. Es la guerra, es la vida con algo de tics de todos los días

Vuelan sobre el valle de A Shan rozando las copas de los árboles, deben dificultar los disparos de cañones enemigos de 35 mm. Vuelan, Ignacio y otros corresponsales de guerra extranjeros, en helicópteros de la "caballería volante" de una de las unidades militares más modernas de la época. Los pilotos tienen la misión de saltar detrás de las líneas enemigas. Ignacio anota que han visto desde el aire camiones y topadoras rusas capturadas intactas sobre un valle al que han dejado como paisaje lunar las descargas reiteradas de hasta 30 toneladas de bombas de los B 52 de la aviación norteamericana. Oye "el ladrido seco del AK 47, el fusil automático chino". A su lado, dos artilleros ametrallan bultos sospechosos "sin dejar de mascar chicles"; mejor: los mascan acompasadamente, mientras disparan. Es la guerra, es la vida con algo de tics de todos los días.

El camino rojo
Por allí abajo se dibuja el camino rojo, conocido como el sendero de Ho Chi Minh, que conduce hacia el norte. Ignacio toma nota de los soldados "que cavan trincheras para pasar la noche luego de cubrirlas con maderas y bolsas llenas de tierra". El cronista de lo simple, sin cuya mención la realidad estaría despojada de sus elementos eternos y los lectores, carenciados del contexto en que se libran por años batallas de infierno, contabiliza árboles en los bordes de la montaña y descubre plantaciones de maíz, de mandioca y bananas que se extienden por la vega. Los soldados llevan un rancho de latas verdes con galletitas, chocolates, dulce, pavo, sopa; quienes cargan con una radio procuran disimularla: "Siempre empiezan con nosotros", dice con sequedad un soldado, experimentado en la lógica e importancia de las comunicaciones en la guerra.
Escena de guerra retratada por Ezcurra Escena de guerra retratada 
Ignorábamos todavía, con el ejemplar de aquel 9 de mayo en las manos, el horror de que lo que leíamos ya era un texto póstumo. Ignacio había sido asesinado el día anterior. Con sus colegas Merton B. Perry, de Newsweek, y Raymond Coffey, del Chicago Daily News, había incursionado en jeep, la mañana del martes 7, por el barrio de Cholón, donde habían muerto poco antes cuatro periodistas occidentales, al parecer en manos del Vietcong. Después de un tiempo de rondas, Perry y Coffey lo anotician de que regresan al centro de Saigón. Nuestro corresponsal decide quedarse para seguir a pie el reconocimiento de la zona y de sus gentes.

En la habitación 502 del Hotel Eden Roc había quedado sobre la cama una máquina eléctrica de afeitar; en el ropero, su uniforme militar de corresponsal. Las luces estaban encendidas y el ventilador en funcionamiento. Sobre el modesto escritorio, del rodillo de una Lettera 22, la liviana máquina de escribir que utilizábamos con preferencia los corresponsales en el exterior, despuntaba una hoja con esta única, sombría línea: "Saigón, 8.- Correrá mucha sangre en mayo...".

Concurrían de tal modo indicios firmes de que el ocupante de la habitación 502 se había propuesto volver pronto a fin de reanudar la labor interrumpida. Se había acostado tarde. A la medianoche, Ignacio había entregado en las oficinas de AP, la agencia noticiosa de mayor vínculo con La Nación desde 1920, cuando La Prensa rompió relaciones con aquella y contrató los servicios de la United Press, dos artículos sobre la guerra y un tercero afín, pero centrado en la comunidad católica de Vietnam. En este último artículo relata su entrevista con el arzobispo de Saigón e informa del recelo de la reducida pero influyente feligresía católica por las gestiones de paz que por esos días se inauguraban en París con el célebre diplomático Averrell Harriman como jefe de la delegación negociadora de Estados Unidos. Los católicos temían que las negociaciones terminaran con los comunistas en el poder. Acertaron, no ante esa rueda, pero sí ante la última, la de 1973, y el abandono por los norteamericanos del escenario bélico, en abril de 1975, al que siguió la reunificación de Vietnam.

Saigón no era la ciudad indicada para andar de noche sin custodia durante los últimos estertores de la ofensiva del Tét. En ataques de guerrilla, el Frente Nacional de Liberación del Sur (Vietcong), hijo del Ejército Popular de la República de Vietnam (Vietnam del Norte), que conducía el legendario general Vo Nguyen Giap, había penetrado hasta lugares supuestamente invulnerables en enero y febrero últimos. De manera que, por gestiones de AP, Ignacio, junto con otro corresponsal, Peter Kann, de The Wall Street Journal, retornó al hotel en la noche del martes 7 al miércoles 8 en el jeep de una patrulla de la policía militar.

El lunes 13 de mayo, La Nación titulaba en tapa: "No fue hallado nuestro corresponsal de guerra". La información daba cuenta de la situación y de la angustia creciente por el joven periodista argentino. Ignacio se había comprometido a comer con un asistente especial del embajador norteamericano Ellsworth Bunker. Oriana Fallaci, famosa periodista italiana, enviada por L' Europeo, había conocido a Ignacio en Buenos Aires y sugirió que algo terrible debía haberse producido. Su razonamiento la pintó tal cual era: "Ignacio es un hombre demasiado educado para olvidar una invitación a cenar".

El 14, también en la portada, La Nación, con nuevos elementos de juicio, fue más lejos que en la edición anterior: "Témese por la vida de nuestro corresponsal en Vietnam del Sur".

El carnet que será exhibido en el museo El carnet que será exhibido en el museo Fuente: Archivo
Ahora se sabía que al día siguiente de la desaparición un colaborador freelance japonés de AP había fotografiado dos cadáveres en una de las calles de Cholón. Nos resistimos por días a la aceptación de la brutal evidencia: la misma camisa blanca, el mismo cinturón blanco, los mismos pantalones negros. Los mocasines de siempre. Así mostraba a uno de los cuerpos yacentes, de rostro desfigurado por balazos, la foto borrosa que por circuito radioeléctrico AP había hecho llegar al diario.

Según fueran las condiciones climáticas durante las transmisiones, las radiofotos derivaban en motivo de estupefacción. A comienzos de los sesenta habíamos publicado en tapa una foto de primeras figuras políticas de Europa alineadas de pie, al cabo de una reunión. En el epígrafe, a una de ellas la identificamos como De Gaulle, presidente de Francia. No porque lo acreditaran los rasgos de la cara, sino porque sobresalía en exceso por encima del resto: nadie sabía de otro dirigente político de nivel en Europa con dos metros de altura.

Empezaron a llegar a La Nación mensajes de solidaridad. Ernesto Sabato escribió que seguía con angustia la suerte de Ignacio en medio de una de las guerras más atroces que se hubieren conocido. "El coraje -dijo- me ha conmovido y admirado siempre, y los hombres que lo revelan tienen invariablemente mi respeto. Ojalá este muchacho aparezca. Lo deseo de todo corazón".
Ignacio Ezcurra  / Biblioteca Nacional
La Nación postergó sus conclusiones sobre la tragedia, pero publicó en la misma edición del 14 la radiofoto con los dos cadáveres. Lo hizo con la advertencia de que quebrantaba la política editorial de abstenerse de publicar tal clase de imágenes. Fundamentó la excepción en el valor documental del material. El 22, después de haber recibido por avión copia fiel de la fotografía obtenida por el colaborador de AP, consideró disipada, en opinión coincidente con parientes y amigos de Ignacio, cualquier duda sobre el tristísimo final.

La Fallaci, que estaba en Saigón, escribió: "Tiene los brazos atados a la espalda; se ve la cuerda a la altura del codo. El cuerpo está destrozado por una ráfaga vertical al estómago y al vientre, su rostro es irreconocible, traspasado por las balas. Un asesinato en frío... Las mejillas son las de Ezcurra. Los cabellos son los de Ezcurra y la frente es la de Ezcurra. También le dispararon en la nuca".

Bien dicho: un asesinato en frío. Como ningún delincuente común se toma el trabajo de atar las manos de nadie para cometer un crimen en circunstancias como aquellas en Saigón, la motivación debía de haber sido otra. ¿Dónde hallarla? El Vietcong, citado por Radio Hanoi, se negó a cargar con la muerte de Ignacio. Los norteamericanos, desde el Departamento de Estado hasta sus aparatos de inteligencia, dijeron haberse movilizado para el esclarecimiento del hecho. La Argentina, gobernada por el general Juan Carlos Onganía en nombre de las Fuerzas Armadas, se puso en igual dirección, dándole el canciller Nicanor Costa Méndez instrucciones al embajador Luis Castells de concentrarse en dilucidar qué había sucedido. Las relaciones entre los militares argentinos y los Estados Unidos y Vietnam del Sur eran óptimas. Nuestro país acompañaba en las Naciones Unidas el reclamo norteamericano, neutralizado por el veto soviético, de que la cuestión de Vietnam se tradujera en tema del Consejo de Seguridad. Días después de la muerte de Ignacio, una delegación militar argentina, encabezada por el general Mariano de Nevares, arribaba a Saigón.

La línea editorial de La Nación era decididamente adversa al imperio soviético y sus aliados allí donde se manifestaran. Esa posición se expresaba sin fisuras entre los sobresaltos de la Guerra Fría y el conflicto de Vietnam. ¿Había habido, sin embargo, en la correspondencia de Ignacio, y, por lo tanto, en la política editorial de La Nación, que la había publicado, rasgos relevantes de una independencia de criterio informativo inaceptables en Saigón como para acabar con la vida de nuestro periodista? ¿Había incomodado Ignacio al poder político o militar instalado en Vietnam del Sur? Veamos algunos detalles.
Nuestro corresponsal había retratado a guerrilleros y efectivos regulares norvietnamitas. Se detiene en el buen estado de los uniformes, aunque también en que están calzados con ojotas confeccionadas con cubiertas de camión ("Pobres, con esos elementos no sé cómo pelean, los compadeció un soldado"). Otro soldado norteamericano dice, en el hilado del cronista: "No sé si serán estúpidos, pero pelean como lobos". Y un sargento, que reflexiona: "Si los soldados del ejército survietnamita pusieran el mismo entusiasmo, en una semana ganamos la guerra". No había mucho más que eso, pero no menos.

Y sí, en cambio, esto otro, nada complaciente, con el bando al fin triunfante, que consta en declaraciones de Ignacio a la televisión de La Voz de América: "Siento mucho la muerte de los colegas que fueron asesinados días atrás por el Vietcong. Estaban desarmados y tuvieron tiempo de decir que eran periodistas. Fue una crueldad inútil eliminarlos...".

Hoy, menos que en el pasado me atrevería a arriesgar una certidumbre sobre la autoría del asesinato de Ignacio. Dejo todas las hipótesis abiertas, en impotencia acentuada por la desaparición del cuerpo después de haberlo fotografiado un periodista japonés que enseguida voló a Tokio.

Inés Lynch murió en 2009. "Chiquita" Ezcurra, en 2013, con 103 años de edad y la desazón por el orgullo con el que pudieran haberse amenguado en su espíritu de madre inquietudes íntimas, propias por igual de un hondo sentimiento, al despedir al hijo que no volvería nunca.
Fotos: Archivo La Nación y Gentileza Encarnación Ezcurra
Fuente: Diario La Nación